Barcelona

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LOS ENCANTES

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Encant es voz catalana que, en castellano, vale por encante o el arcaísmo encanto, que quiere decir subasta (o mejor aún, almoneda y también el lugar en que se lleva a efecto); en catalán significa, además, revoltillo, o conjunto de cosas sin orden ni concierto, y baratillo, o paraje público en que esas cosas son puestas a la venta; quizá fuera saludable para el castellano dar cabida a estas dos nuevas y evidentes acepciones. En Barcelona es, amén de lo dicho, el nombre propio con el que el pueblo bautizó al baratillo local. Los Encantes de San Antonio se baten en retirada —quizá sea el signo de los tiempos — bajo la marquesina del mercado del santo y ya poco más; antes se metían por las calles de Viladomat y de Urgel, donde los guardias los detuvieron a la altura del pasaje de San Antonio. Esto de que los Encantes vayan de capa caída, en Barcelona y en todos lados, no tiene una sino varias causas; como el amanuense no es sociólogo, las pasa por alto. En los Encantes la gente ya sabe mucho y no es fácil encontrar nada que merezca medianamente la pena; en el Rastro madrileño y en el Mercado de las Pulgas parisién pasa lo mismo. Lo único meritorio que queda en los Encantes son los chamarileros y sólo por oírlos vale la pena darles veinte duros por un trasto que, bien pagado, no pasaría de los veinte reales. Los Encantes de las Glorias, en el Clot, son el feudo de los traperos, especie romántica y errabunda a la que los millones —y hay muchos millonarios — no restan facultades. En el Clot trapichea un primo de Picasso (él dice que es primo de Picasso y se firma igual) que vende todo menos sus picassos, porque éstos son recuerdo de familia.

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