Bambi

Bambi


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El bosque entero se evaporaba bajo el sol abrasador, que tras absorber todas las nubes, hasta el último jirón, dominaba ahora él solo la inmensidad del cielo azul, algo pálido por el calor. Por el prado y por las copas de los árboles el aire vibraba formando ondas transparentes como el vidrio, tal y como suele tremolar sobre una llama. No se movía ni una hoja, ni un tallo de hierba. Los pájaros permanecían mudos, ocultos a la sombra del follaje y sin moverse de su sitio. Todas las sendas y caminos de la espesura estaban vacíos, ya que ningún animal se había atrevido a salir. El bosque yacía inmóvil bajo la luz cegadora; paralizado. La tierra, los arbustos y los animales respiraban deleitándose con aquel calor abrasador.

Bambi dormía. Había pasado una noche feliz correteando con Falina hasta muy entrado el día, y en su felicidad se había olvidado hasta de comer. Y luego le entró tal sueño que ya ni sentía hambre. Se tumbó de pronto en mitad de unos matorrales y al momento se quedó dormido. El penetrante olor amargo que exhalaba el enebro*, inflamado por el sol, y el suave aroma del joven torvisco* que tenía junto a la cabeza le embriagaron durante el sueño y le dieron nuevas fuerzas.

De repente se despertó sobresaltado.

¿No era Falina la que le llamaba?

Bambi miró a su alrededor. Aún recordaba cómo Falina se había quedado muy cerca de él, mordisqueando las hojas del espino, mientras él se echaba. Bambi creyó que se quedaría a su lado, pero se había ido. Y probablemente ya se habría cansado de estar sola y ahora le llamaba para que fuera a buscarla.

Mientras Bambi escuchaba, pensó en cuánto tiempo habría dormido y cuántas veces le habría llamado Falina. No conseguía averiguarlo. Los vuelos del sueño aún le nublaban el pensamiento.

De nuevo volvió a llamarle. Bambi giró de repente hacia el lado del que provenía el sonido. Otra vez se oyó. De pronto Bambi se despejó por completo. Se sentía admirablemente fresco, descansado y fortalecido, y le entró un hambre colosal.

Otra vez se oyó una vocecita tierna, anhelante y delicada como el trino de un pájaro:

—Ven…, ven…

Sí, era su voz. Era Falina. Bambi se precipitó en su búsqueda con tal ímpetu, que restallaron las hojas secas de las matas por las que salió y crujieron las hojas verdes, calentadas por el sol.

Pero en mitad del salto tuvo que detenerse y echarse a un lado, pues allí estaba el viejo cerrándole el paso.

En Bambi sólo bullía el amor. Ahora el viejo le era indiferente. Ya se lo encontraría otro día, en otra ocasión. Ahora no tenía tiempo para los ancianos, por muy vulnerables que fueran. Ahora sólo pensaba en Falina. De manera que le saludó distraídamente y trató de pasar de largo corriendo.

—¿A dónde vas? —le preguntó el viejo con gravedad.

Bambi se avergonzó un poco. Buscó una disculpa, pero reflexionó y le contestó sinceramente:

—A buscarla.

—No vayas —dijo el viejo.

Durante un segundo Bambi sintió un chispazo de ira, tan sólo uno. ¿Cómo podía el viejo exigirle que no fuera donde Falina? Bambi pensó: «Echaré a correr sin más.» Y miró fugazmente al viejo. Pero le retuvo la mirada profunda de aquellos ojos oscuros. Temblaba de impaciencia, pero no echó a correr.

—Me está llamando… —dijo a modo de explicación.

Por el tono en que lo dijo se reconocía con claridad lo que le estaba pidiendo: que no le entretuviera.

—No —dijo el viejo—. No te está llamando.

De nuevo sonó una vocecita similar al trino de un pájaro:

—Ven.

—¡Ahora otra vez! —gritó Bambi excitado—. ¿Lo oye?

—Sí, lo oigo —asintió el viejo.

—Bueno, adiós —se apresuró a decir Bambi.

Pero el viejo le ordenó:

—¡Quédate aquí!

—¿Qué es lo que quiere? —gritó Bambi fuera de sí—. ¡Déjeme ir! No tengo tiempo. Se lo ruego. Falina me llama; tiene usted que comprenderlo.

—Yo te digo —dijo el viejo— que no es ella.

Bambi estaba desesperado:

—Pero… reconozco perfectamente su voz.

—Escúchame —continuó el viejo.

De nuevo se oyó la voz.

A Bambi el suelo le quemaba los pies.

—Más tarde. Luego volveré —imploró.

—No —dijo el viejo con tristeza—. Ya no volverás nunca más.

Otra vez se oyó la llamada.

—¡Tengo que ir! ¡Tengo que ir! —dijo Bambi a punto de perder la calma.

—Está bien —dijo el viejo en tono imperioso—. Entonces iremos juntos.

—¡Pero aprisa! —gritó Bambi, y dio un salto.

—¡No, despacio! —le ordenó el viejo con una voz que Bambi se vio obligado a obedecerle—. Quédate detrás de mí. Vayamos paso a paso.

El viejo se puso en movimiento. Bambi le siguió con impaciencia y jadeante.

—Escúchame —dijo el viejo sin detenerse—. Llame las veces que llame, no te muevas de mi lado. Si es Falina, aún llegaremos a tiempo. Pero no es Falina. No te dejes arrebatar. Ahora todo depende de si te fías de mí o no.

Bambi no se atrevió a contradecirle y se rindió en silencio.

El viejo avanzaba lentamente. Bambi le seguía. ¡Oh, cómo andaba el viejo! Sus pies no hacían el menor ruido. A su paso no se movía ni una hoja. Ni una rama crujía. Y eso que el viejo se deslizaba por apretadas matas, caminaba entre viejísimos arbustos enmarañados. Bambi no tenía más remedio que admirarle, a pesar de su febril impaciencia. Nunca había imaginado que se pudiera andar así.

Se oyó la llamada varias veces.

El viejo se detuvo, escuchó y asintió con la cabeza.

Bambi, atormentado por la premura, permaneció ansioso a su lado.

El viejo se detenía a veces sin que nadie hubiera llamado. Erguía la cabeza, escuchaba y asentía. Bambi no oía nada. El viejo se desvió de la dirección de donde provenía la llamada. Bambi estaba furioso.

La llamada seguía oyéndose.

Por fin, se fueron acercando más y más.

El viejo susurró:

—Veas lo que veas, no te muevas. ¿Me oyes? Fíjate en todo lo que yo haga y haz exactamente lo mismo. Ten cuidado y no pierdas la serenidad.

Nada más dar unos pasos, se les llenó de pronto la nariz de aquel olor penetrante y perturbador que tan bien conocía Bambi. Le vinieron tantas ráfagas del olor, que estuvo a punto de gritar. Se quedó quieto, como si estuviera clavado. Inmediatamente comenzó a latirle el corazón a la altura del cuello.

El viejo se detuvo tranquilo junto a él y le indicó la dirección con los ojos: allí.

¡Allí estaba «él»!

«El» estaba muy cerca, apoyado en el tronco de un roble, tapado por unos avellanos y llamando dulcemente:

—Ven, ven.

Sólo se le veía la espalda. Su cara únicamente podía verse cuando giraba un poco la cabeza.

Bambi estaba tan confuso, tan trastornado, que sólo poco a poco fue comprendiendo de qué se trataba: «él» estaba allí. Era «él» el que imitaba la meliflua voz de Falina: «Ven, ven.»

Un tercer frío recorrió todo el cuerpo de Bambi. La idea de huir se instaló en su corazón y tiraba violentamente de él.

—¡Quieto! —le susurró el viejo en tono imperioso, como queriendo evitar un arrebato de terror.

Bambi se dominó haciendo un gran esfuerzo.

El viejo le miró, al principio un poco burlonamente, según le pareció a Bambi, a pesar del estado en que se encontraba. Pero luego volvió a mirarle con seriedad y bondadosamente.

Bambi atisbo con ojos parpadeantes hacia donde estaba «él»; notó que no podría soportar más tiempo su terrible proximidad.

El viejo pareció haber adivinado su pensamiento, ya que le susurró:

—Vámonos —y se volvió para marcharse.

Sigilosamente se alejaron de allí. El viejo iba por caprichosos caminos en zig-zag, cuya finalidad Bambi no comprendía. Siguió sus lentos pasos haciendo todavía esfuerzos por dominar la impaciencia. Si antes le había arrastrado hacia allá el ansia de ver a Falina, ahora era el instinto de huida lo que recorría sus venas.

Sin embargo, el viejo seguía caminando lentamente, se paraba, escuchaba, elegía otros caminos en zig-zag, volvía a detenerse y seguía andando despacio, muy despacio.

Ya tenían que estar muy lejos del horrible lugar.

«Cuando se detenga, se podrá volver a hablar; entonces le daré las gracias», pensó Bambi.

Vio cómo el viejo desaparecía, delante de él, por una tupida maleza de alheñas. Al deslizarse por ellas no se movió ni una hoja, no se quebró ni una ramita.

Bambi le siguió y se esforzó por pasar tan silenciosamente como él, por evitar con la misma habilidad cualquier ruido. Pero no lo consiguió. Las hojas crujían levemente, las ramas se doblaban al contacto con sus flancos y luego volvían a estirarse con un fuerte silbido, y las ramas secas, al rozarle el pecho, se partían con un breve y agudo chasquido.

«Me ha salvado la vida —siguió pensando Bambi—. ¿Qué le puedo decir?»

Pero ya no se veía al viejo. Bambi salió muy despacio de los arbustos y se encontró ante un mar de varas de oro floridas. Alzó la cabeza y miró a su alrededor. Hasta donde le alcanzaba la vista, no se movía ni un tallo. Estaba solo.

Libre de toda coacción, al momento le arrastró el impulso de huir.

Bajo sus grandes saltos las varas de oro se partían como cortadas por una guadaña.

Después de vagar mucho tiempo de un lado a otro, encontró a Falina. Estaba sin respiración, cansado, feliz y profundamente emocionado.

—Te ruego, querida mía —dijo—, que no me llames cuando estemos separados. No me llames nunca más. Nos buscaremos hasta encontrarnos. Pero te pido que no me llames, ya que no puedo resistirme a tu voz.

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