Bambi

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Una noche, yendo de nuevo al prado con su madre, creía saber todo lo que allí podía ver u oír. Pero lo cierto es que no estaba tan al corriente de la vida como él pensaba.

Al principio todo fue como la primera vez. Bambi tenía permiso para jugar a pillar a su madre. Corría describiendo círculos. El amplio espacio abierto, el cielo y el aire libre le embriagaron de nuevo de tal manera que se volvió loco de alegría. Al cabo de un rato se dio cuenta de que la madre estaba quieta. Al verla, se detuvo en plena curva tan de repente que las cuatro patas se le quedaron esparrancadas. Para recuperar una postura más decorosa, dio un gran salto en el aire y ya se quedó bien. Al otro lado, la madre parecía estar hablando con alguien, pero la hierba estaba tan alta que le impedía ver quién era. Bambi se acercó lleno de curiosidad. Entre la maraña de tallos, junto a la madre, se movían dos largas orejas. Eran de color gris castaño y tenían un bonito dibujo de rayas negras. Bambi se sorprendió, pero la madre le dijo:

—Ven para acá, que es nuestra amiga la liebre. Ven sin miedo y deja que te veamos.

Bambi se acercó inmediatamente. Allí estaba la liebre sentada y su aspecto era el de una persona muy honesta. Sus largas orejas se estiraban, tiesas e imponentes, y al momento volvían a caer y se quedaban lacias, como si hubieran sufrido un ataque repentino de debilidad. Bambi se quedó un poco perplejo al ver los bigotes tiesos y vigorosos que rodeaban la boca de la liebre. Pero notó que tenía una cara muy dulce, de rasgos bondadosos, y que con sus grandes ojos redondos miraba el mundo con modestia. La liebre tenía todo el aspecto de ser una amiga. Los reparos que fugazmente atravesaran la mente de Bambi desaparecieron al momento. Y, cosa extraña, en seguida le perdió el respeto que le había inspirado al principio; se lo perdió del todo.

—Buenas noches, jovencito —le saludó la liebre con estudiada cortesía.

Bambi sólo inclinó la cabeza y dijo: «Buenas noches.» No sabía por qué, pero sólo inclinó la cabeza. Muy amable, muy gentil, pero un poco condescendiente. No podía evitarlo. Tal vez fuera de nacimiento.

—¡Qué principito más hermoso! —dijo la liebre a la madre.

Miraba atentamente a Bambi, levantando tan pronto una oreja como la otra, o las dos a la vez, para dejarlas caer en seguida, cosa que a Bambi no le gustaba nada. Aquel gesto parecía querer decir: «Bah, no vale la pena.»

Mientras tanto, la liebre seguía mirando dulcemente a Bambi con sus grandes ojos redondos. La nariz y la boca, con sus soberbios bigotes, se le movían sin cesar, como cuando una persona contrae la nariz y los labios para reprimir un estornudo. Bambi se echó a reír. Al momento rió también de buena gana la liebre, pero sus ojos adquirieron una expresión más pensativa:

—La felicito —dijo a la madre—; sinceramente la felicito por este hijo. Sí, sí, sí… Algún día se convertirá en un magnífico príncipe… Sí, sí, sí, eso se ve a simple vista.

Para gran sorpresa de Bambi, se incorporó y se sentó erguida sobre las patas traseras. Atisbo los alrededores con las orejas tiesas y luego, moviendo la nariz, volvió a sentarse con muy buenos modales sobre las cuatro patas.

—Bueno, ya me despido de los señores —dijo—. Aún me queda mucho que hacer esta noche. Humildemente me despido.

Se dio la vuelta y se fue brincando, con las orejas caídas y apretadas contra los hombros.

—¡Buenas noches! —le gritó Bambi.

La madre sonrió:

—La buena de la liebre… Tan sencilla y tan modesta. Tampoco ella tiene las cosas fáciles en este mundo.

Había simpatía en sus palabras.

Bambi se puso a pasear un poco para dejar que su madre comiera. Tenía esperanzas de encontrarse de nuevo con su primer amigo y también estaba dispuesto a hacer nuevas amistades. Sin saber a ciencia cierta lo que le pasaba, había siempre una expectativa en su interior.

De repente oyó a lo lejos un suave susurro en la hierba y unos golpes ligeros en el suelo. Alzó la vista. Algo corría por la hierba en la otra linde del bosque. ¡Una criatura! ¡No, dos! Bambi lanzó una rápida mirada a su madre, pero ésta, con la cabeza metida dentro de la hierba, no se preocupaba de nada. Sin embargo, aquellas dos criaturas se perseguían y daban vueltas, describiendo los mismos círculos que él momentos antes. Bambi estaba tan perplejo que dio un salto atrás, como si quisiera huir. La madre lo notó y levantó la cabeza.

—¿Qué te pasa? —le dijo.

Pero Bambi estaba sin habla, no encontraba palabras; sólo balbució:

—Allí… allí…

La madre miró en esa dirección:

—¡Ah, sí! —dijo—. Es mi prima. Veo que ella también tiene un hijo. ¡Ah, no! ¡Son dos!

La madre había hablado con alegría, pero ahora se puso seria:

—¡Pensar que Ena tiene dos hijos! ¡Dos hijos!

Bambi se quedó mirando con la boca abierta. De pronto vio una silueta exacta a la de su madre. Hasta ese momento no la había visto. Vio cómo los otros dos seguían persiguiéndose en círculo, pero únicamente se distinguían sus lomos rojizos que, al dar vueltas, parecían dos finas rayas rojas.

—Ven —le dijo la madre—, vamos hacia allá, que por fin tendrás compañía.

Bambi quería correr, pero como la madre iba muy despacio y a cada paso miraba hacia todos lados, se contuvo. Sin embargo, se hallaba excitadísimo y muy impaciente.

La madre siguió hablando:

—Ya me imaginaba que tarde o temprano nos encontraríamos con Ena. ¿Dónde se habrá metido?, me preguntaba. Ya me imaginaba que tendría un hijo; era fácil suponerlo. ¡Pero dos…!

Hacía un rato que los otros los habían visto, y ya salían a su encuentro. Bambi tuvo que saludar a la tía, pero sólo tenía ojos para sus hijos.

La tía era muy simpática.

—Ya ves —le dijo—; éstos son Gobo y Falina. Podéis ir a jugar juntos.

Los pequeños permanecieron rígidos y en silencio, mirándose fijamente. Gobo pegado a Falina, y Bambi frente a los dos. Ninguno de ellos se movía. Los tres se miraban con la boca abierta.

—Déjalos —dijo la madre—. Ya se harán amigos.

—¡Qué criatura más hermosa! —dijo la tía Ena—. De verdad, es precioso. Tan fuerte y tan bien plantado…

—Vaya, no está mal —dijo la madre con modestia—. No me puedo quejar. Pero eso de que tengas dos hijos, Ena…

—Sí, las cosas son unas veces de una manera y otras de otra —le explicó Ena—. Ya sabes, querida, que he tenido hijos muy a menudo.

La madre dijo:

—Bambi es mi primer…

—¿Lo ves? —la consoló Ena—. A lo mejor la próxima vez las cosas son de otro modo.

Los pequeños aún seguían de pie mirándose el uno al otro. Ninguno decía ni una palabra. De pronto Falina dio un salto y se marchó. Se había aburrido.

Al momento, Bambi se precipitó tras ella. Gobo los siguió inmediatamente. Echaron a correr en semicírculo; de pronto se dieron la vuelta y cayeron rodando unos sobre otros; luego salieron corriendo en todas direcciones. Aquello era fantástico. Cuando más tarde se detuvieron súbitamente casi sin aliento, ya estaban muy familiarizados y empezaron a charlar.

Bambi les contó que había hablado con el bueno del saltamontes y con una mariposa blanca.

—¿Has hablado también con el escarabajo? —le preguntó Falina.

No, Bambi no había hablado con el escarabajo. Ni lo conocía ni sabía quién era.

—Yo hablo a menudo con él —le explicó Falina un poco arrogante.

—Pues a mí me ha reñido el grajo —dijo Bambi.

—¿De verdad? —preguntó Gobo asombrado—. ¿Tan malo fue el grajo contigo?

Gobo se sorprendía con facilidad; era muy modesto.

—Pues a mí —dijo Gobo— el erizo me ha pinchado en la nariz.

Pero lo mencionó sin darle ninguna importancia.

—¿Quién es el erizo? —preguntó Bambi con alborozo.

Le parecía maravilloso estar allí con amigos oyendo tantas cosas apasionantes.

—El erizo es una criatura terrible —dijo Falina—. Tiene todo el cuerpo lleno de pinchos grandes, y además es muy malo.

—¿Crees de veras que es malo? —le preguntó Gobo—. ¡Si no hace daño a nadie!

—¿Que no? —replicó prontamente Falina—. ¿Acaso no te ha pinchado?

—Oh, pero eso fue porque quería hablar con él —le objetó Gobo—. Además, sólo me pinchó un poquito. No me dolió mucho.

Bambi se dirigió a Gobo:

—¿Y por qué no quería que hablaras con él?

—No quiere hablar con nadie —se interpuso Falina—. En cuanto te acercas a él, se enrolla y ya no se le ven más que pinchos. Nuestra madre dice que es de esos que no quieren saber nada del mundo.

Gobo opinó:

—A lo mejor sólo tiene miedo.

Pero Falina lo veía de otra manera:

—Mamá dice que no hay que mezclarse con gente así.

De pronto Bambi empezó a decir a Gobo en voz baja:

—¿Tú sabes lo que es… el peligro?

También los otros se pusieron ahora serios, y los tres juntaron las cabezas.

Gobo reflexionó. Se esforzó sinceramente por saberlo, pues bien veía la curiosidad con la que Bambi esperaba la respuesta.

—El peligro… —susurró—, es algo muy malo.

—Sí —le insistió Bambi nervioso—, algo muy malo, pero ¿qué?

Los tres temblaban de miedo.

De repente Falina exclamó en voz alta y gozosamente:

—El peligro es… cuando hay que huir.

Y se fue de un salto; no quería quedarse allí y tener miedo. Bambi y Gobo saltaron inmediatamente tras ella. De nuevo empezaron a jugar y a corretear haciendo eses por la verde pradera, suave como la seda, y en un instante se olvidaron de la seria cuestión. Al cabo de un rato se detuvieron y se reunieron otra vez para hablar. Miraron a sus madres, que a su vez estaban muy entretenidas corriendo de vez en cuando y charlando tranquilamente.

La tía Ena levantó la cabeza y llamó a sus hijos:

—¡Gobo! ¡Falina! ¡Nos tenemos que ir en seguida!

También la madre de Bambi advirtió a éste:

—Ven, que ya es hora.

—Déjanos un rato más —rogó Falina encarecidamente—, sólo un ratito.

Bambi suplicó:

—Vamos a quedarnos un poco más, por favor. ¡Se está tan bien…!

Y Gobo repitió con humildad:

—¡Se está tan bien…! ¡Otro ratito!

Los tres hablaban a la vez.

Ena miró a la madre de Bambi:

—¿No te lo decía yo? Ahora no se quieren separar.

De pronto ocurrió algo mucho más importante que todo lo que le había sucedido a Bambi ese día, que no era poco.

Procedentes del bosque se oyeron unas fuertes pisadas y crujidos y susurros de ramas, y antes de poder aguzar las orejas, surgieron dos animales de entre la espesura. El uno corriendo estrepitosamente, el otro persiguiéndolo a galope. Corrían como el huracán. Trazaron una amplia curva en el prado, se internaron de nuevo en el bosque, donde se les oía galopar, salieron otra vez impetuosamente de la espesura y de pronto se detuvieron; se hallaban a unos veinte pasos el uno del otro.

Bambi los miraba sin moverse. Se parecían bastante a su madre y a la tía Ena. Pero sus cabezas estaban coronadas por unas astas perladas de un brillante color castaño y candiles* blancos resplandecientes. Bambi se sentía aturdido; miraba a uno y a otro alternativamente. Uno de ellos era más pequeño, y también sus cuernas lo eran. Pero el otro era altivo y hermoso. Iba con la cabeza erguida y en lo alto resaltaba la cornamenta, que lanzaba destellos claros y oscuros en su perlado castaño resplandeciente y en sus puntas blancas y brillantes.

—¡Oh! —exclamó Falina llena de admiración.

—¡Oh! —repitió Gobo en voz baja.

En cambio, Bambi no dijo nada. Estaba absorto y sin habla.

Después los dos animales se movieron, fueron cada uno hacia un lado y regresaron lentamente al bosque. El más altivo se acercó a los pequeños, a la madre y a la tía Ena. Pasó de largo en un silencio majestuoso; llevaba la noble cabeza erguida a la manera de un rey y no se dignó mirar a nadie. Los pequeños no se atrevieron a respirar hasta que desapareció en la espesura. Se volvieron a buscar al otro, pero en ese momento se cerraban tras él las puertas de la espesura.

Falina fue la primera que rompió el silencio.

—¿Quién era ése? —exclamó.

Pero le templaba su audaz vocecita. Gobo repitió:

—¿Quién era ése? —pero apenas se le oyó.

Bambi permanecía callado.

La tía Ena dijo en tono solemne:

—Esos eran los padres.

Ya no hablaron más, y se separaron. La tía Ena se dirigió hacia el arbusto más próximo. Era su camino. Bambi tuvo que atravesar toda la pradera con su madre hasta el roble, para llegar al sendero habitual. Estuvo mucho tiempo callado. Por fin, preguntó:

—¿No nos han visto?

La madre comprendió a qué se refería y le contestó:

—Claro que sí. Lo ven todo.

Bambi se sentía angustiado; temía hacer preguntas, pero al mismo tiempo le urgía demasiado; así que empezó a decir:

—¿Por qué…? —y se calló.

La madre le ayudó:

—¿Qué quieres decir, hijo mío?

—¿Por qué no se han quedado con nosotros?

—No se quedan con nosotros —respondió la madre—. Sólo de vez en cuando.

Bambi continuó:

—¿Por qué no han hablado con nosotros?

La madre le contestó:

—Ahora no hablan con nosotros. Sólo de vez en cuando. Hay que esperar a que vengan y a que nos hablen cuando les apetezca.

Bambi preguntó con el ánimo exaltado:

—¿Hablará mi padre conmigo?

—Claro que sí, hijo mío —le prometió la madre—. Cuando seas mayor, hablará contigo y a veces podrás quedarte con él.

Bambi iba callado al lado de su madre; todo su pensamiento lo ocupaba la aparición del padre.

«Qué hermoso es —iba pensando—. Qué hermoso.»

La madre, como si pudiera oír sus pensamientos, le dijo:

—Si sigues con vida, hijo mío, si eres prudente y sabes evitar el peligro, también tú serás algún día tan fuerte y hermoso como tu padre y tendrás una cornamenta como la suya.

Bambi respiró profundamente. Tenía el corazón henchido de emoción y felicidad.

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