Bambi

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El bosque estaba otra vez cubierto de nieve y en silencio bajo un espeso manto blanco. Tan sólo se oían los gritos de las cornejas y, de cuando en cuando, la inquieta charla de una urraca y los suaves y tímidos trinos de los herrerillos. Luego cayó una helada más fuerte y todo enmudeció. Tan sólo el aire vibraba de frío.

Una mañana el ladrido de un perro rompió el profundo silencio.

Era un ladrido continuo y apremiante, que recorría velozmente el bosque, estridente, pendenciero, de tonos enloquecidos y prolongados.

Bambi alzó la cabeza en el agujero de debajo del tronco caído y miró al viejo, que estaba tumbado a su lado.

—No es nada —dijo el viejo respondiendo a la mirada de Bambi—. Nada que nos concierna a nosotros.

No obstante, los dos se pusieron a escuchar.

Dentro del agujero estaban protegidos con el viejo tronco, que les servía de techo; la capa alta de nieve los defendía de la corriente de aire helado y la apretada maraña de ramas de los arbustos los ponía a cubierto de cualquier mirada.

El ladrido se acercaba furioso, jadeante, acalorado. Tenía que ser un perro pequeño.

Cada vez se iba acercando más. Oyeron otra respiración. Entre los ladridos pendencieros escucharon un suave gruñido de dolor. Bambi se puso nervioso, pero el viejo le tranquilizó de nuevo:

—No es nada que nos concierna a nosotros.

Permanecieron quietos en su abrigada cámara mirando hacia fuera.

Un crujido de ramas se iba acercando más y más. La nieve caía de las ramas repentinamente sacudidas, y en el suelo se formaban nubes de nieve pulverizadas.

Ahora se podía reconocer quién venía.

Era el viejo zorro, que iba saltando, deslizándose, escurriéndose por la nieve, sorteando arbustos, ramas y raíces.

A continuación apareció el perro. Efectivamente, era un perrito de patas cortas.

El zorro tenía una de las patas delanteras destrozada, con la piel arrancada. Mantenía la pata rota estirada hacia adelante, le salía sangre de las heridas, silbaba al respirar y tenía la mirada clavada en la lejanía con una expresión de terror y de fatiga. Estaba fuera de sí de pánico y de ira; se le veía desesperado, agotado.

De repente se dio la vuelta con un movimiento que desconcertó al perro hasta tal punto que se quedó unos cuantos pasos atrás.

El zorro se sentó sobre las patas traseras. Ya no podía más. Con su pata delantera herida de bala, las fauces abiertas y los labios palpitantes, miraba al perro resoplando.

Pero éste no callaba un instante. Su voz potente y desgarrada se hizo más fuerte y más grave.

—¡Aquí! —gritaba—. ¡Aquí está! ¡Aquí! ¡Aquí! ¡Aquí!

En ese momento no estaba retando al zorro ni hablándole, sino que parecía llamar a alguien que aún se hallaba muy lejos.

Tanto Bambi como el viejo sabían que era a «él» a quien llamaba el perro.

También el zorro lo sabía. Ahora le caía la sangre a raudales; le salía del pecho e iba a parar a la nieve, donde formaba una mancha de un rojo intenso que humeaba ligeramente.

El zorro fue acometido por la debilidad. Dejó caer sin fuerzas la pata destrozada y, al entrar ésta en contacto con el frío de la nieve, sintió un fuerte dolor punzante. La volvió a levantar con gran esfuerzo y la mantuvo estirada y temblorosa.

—Déjame… —empezó a decir el zorro—. Déjame huir.

Hablaba en voz baja y tono suplicante. Estaba completamente extenuado y abatido.

—¡No! ¡No! ¡No! —respondió el perro aullando maliciosamente.

—Te lo ruego —dijo el zorro—. Ya no puedo más. Estoy acabado. Déjame que me vaya. Déjame ir a casa. Déjame que al menos muera en paz.

—¡No! ¡No! ¡No! —ladró el perro.

El zorro le rogó más encarecidamente aún:

—Al fin y al cabo somos parientes —se lamentó—. Somos casi hermanos. Déjame ir a casa. Déjame morir con los míos. Somos casi hermanos…, tú y yo…

—¡No! ¡No! ¡No! —gritó el perro furioso.

Entonces el zorro se incorporó y se quedó muy erguido, aunque sentado. Hundió su hermoso y afilado hocico en el pecho que le sangraba, alzó los ojos y miró al perro a la cara. Con una voz completamente distinta, resuelta, triste y exasperada a un tiempo, gruñó:

—¿No te da vergüenza? ¡Traidor!

—¡No! ¡No! ¡No! —gritó el perro.

Pero el zorro prosiguió:

—¡Desertor! ¡Renegado! —tenía el cuerpo en tensión, del odio y el desprecio que sentía—. ¡Esbirro! —siseó—. ¡Miserable! Tú nos sigues el rastro hasta donde «él» no podría encontrarnos. Tú nos persigues y nos alcanzas porque «él» no podría hacerlo. Tú nos entregas a nosotros, que somos tus parientes, a mí, que soy casi tu hermano. ¿No te da vergüenza?

De pronto se oyeron otras voces provenientes de todas partes:

—¡Traidor! —gritaron las urracas desde los árboles.

—¡Esbirro! —graznó el grajo.

—¡Miserable! —silbó la comadreja.

—¡Renegado! —bufó el turón.

De todos los árboles y arbustos salían siseos, pitidos y gritos estridentes, y las cornejas graznaban desde arriba:

—¡Esbirro!

Todos se habían acercado deprisa, y desde lo alto de los árboles o desde el suelo, en seguros escondrijos, presenciaban la disputa. La furia del zorro desató a su vez la furia y la saña que todos ellos llevaban dentro, y la sangre que humeaba ante sus ojos los enloqueció y les hizo olvidar todo miedo.

El perro miró en torno a él.

—¡Eh, vosotros! ¿Qué queréis? ¿Qué sabéis vosotros? ¿Qué decís? Todos pertenecéis a «él», como yo le pertenezco. Pero yo le quiero, le adoro. Estoy a su servicio. Y vosotros, miserables, ¿queréis sublevaros contra «él»? «El» es todopoderoso. Está por encima de nosotros. Todo lo que tenéis es de «él». Todo lo que crece y está vivo es de «él».

El perro temblaba de entusiasmo.

—¡Traidor! —chilló la ardilla con voz penetrante.

—Sí —siseó el zorro—. ¡Traidor! No hay otro traidor más que tú, tú solo.

El perro se meneaba excitado.

—¿Yo solo? ¡Mentiroso! ¿Acaso no viven con «él» otros muchos? El caballo, la vaca, el cordero, las gallinas… Muchos de los vuestros, de todas vuestras especies, viven con «él» y le adoran y le sirven.

—¡Canalla! —bufó el zorro lleno de inmenso desprecio.

El perro no pudo contenerse más y le saltó a la garganta. Gruñendo, echando espuma por la boca y jadeantes rodaron por la nieve pataleando salvajemente. Hechos un ovillo del que salían pelos volando, levantaron una polvareda de nieve, salpicada de pequeñas gotas de sangre. Pero el zorro no pudo pelear mucho tiempo. A los pocos segundos, yacía de espaldas mostrando su blanca barriga; dio un respingo, se estiró y murió.

El perro lo sacudió aún varias veces; luego lo dejó caer sobre la nieve revuelta, se quedó allí esparrancado y volvió a llamar con voz grave y potente:

—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Aquí está!

Los otros, aterrorizados, habían huido en todas direcciones.

—¡Qué horror! —dijo Bambi en voz baja al viejo en su agujero.

—Lo más horrible —respondió el viejo— es que todos los perros creen en lo que ha dicho ése. Creen en eso y se pasan la vida llenos de miedo. Le odian a «él» y se odian a sí mismos. Pero son capaces de morir por «él».

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