Ballerina

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ACTO I » 3

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—¿Alguna vez has sentido como si tu cuerpo no te perteneciera, como si salieras flotando y volando por encima de tu propia imagen? Y, entonces, debes reconocerlo, esa persona que ves desde fuera eres tú; todo eso te está pasando a ti y no a otra —le dijo Kat a su mejor amiga el día que le confirmaron que sería la solista del Ballet Imperial Ruso. Anastasia, con lágrimas también en los ojos, se rio ante su comentario filosófico y se abrazaron, temblando de pura emoción. Su sueño, tras el que había estado muchos años, se hizo realidad. Por eso, lamentaba, profundamente, el desencuentro con su querido amigo Franz.

—Katerina, me ha dicho Sergey que últimamente tienes problemas con Franz. Yo siempre he pensado que ese muchacho no está a tu altura, pero tú, siempre tan generosa con la gente, te empeñaste en que le hicieran la prueba y, para tu desgracia, lo aceptaron. —Su padre no podría hacerle más daño ni a conciencia. Katerina adoraba a su partenaire, al que conocía desde la academia.

El primer día en la Academia Vagánova, una introvertida y asustada Katerina llegó a la clase de ballet clásico en aquel lugar, donde chicas de tercer año caminaban como auténticas diosas, dominando el aire que respiraban el resto de los mortales. Entró a la clase y, en un rincón apartado de todos, comenzó a prepararse, vendándose cada dedo con esparadrapo adhesivo.

—Los pies soportan todo el peso del cuerpo, se encargan de coordinar los movimientos, el equilibrio y la maniobrabilidad. Tienen veintiséis huesos, treinta y dos articulaciones, diecinueve músculos y más de cien ligamentos. De ellos depende, en gran manera, la salud de nuestras piernas y columna vertebral. Mantener el peso hace que sea menor la presión sobre los huesos y músculos de los pies. —Esas fueron las primeras palabras que le dedicó Franz a Katerina. Ella frunció el ceño por unos instantes, sin saber a qué se debía aquella parrafada, pero, al ver cómo aquel muchacho delgado de cabello revuelto la miraba, comprendió que estaba tan perdido como ella.

—Como decía Walt Whitman: «Si algo es sagrado, ese es el cuerpo». —Con esa respuesta, un joven Franz sintió cómo se creaba una conexión especial con la chica que se vendaba cuidadosamente los dedos de los pies para protegerlos.

Y, desde entonces, ambos fueron inseparables, bailaron juntos, se apoyaron, lloraron y rieron a la vez. Franz tuvo el hombro de su amiga para llorar cuando sus padres fallecieron en un terrible incendio, y gracias a Kat salió adelante. Ella no dejó de estar a su lado, estando pendiente de él cada segundo del día, aguantando su mal humor y soportando los duros momentos. Pero el padre de Kat nunca vio con buenos ojos esa unión y, aunque intentaba separar a estos dos mejores amigos, todo fue en vano.

—Franz y yo no tenemos ningún problema —le dijo, mientras removía el arroz integral de su plato con la mirada de su padre clavada en él. No había nada que la hiciera sentirse más inquieta e insegura que ver cómo la vigilaba en las comidas.

—¿No habíamos quedado en que el arroz era para el desayuno, Katerina? —De nuevo estaba ahí el control máximo de cada movimiento que realizaba. Mijaíl Solokov llevaba media vida rodeado de bailarines, conocía al dedillo cómo debían trabajar y lo que era mejor para ellos; en este caso, para su hija. Desde que pidió ponerse un tutú, y aunque le costó aceptarlo, su padre la apoyó y no cejó en su empeño de que fuera la mejor; no había otra posibilidad. Sabía que la presión era superior y la exigencia, muy alta, pero la recompensa llegó cuando pasó la prueba en la compañía y se convirtió en la primera bailarina.

—No, papá, ya te dije que en el desayuno no quiero tomar arroz. Ya sabes que me gusta tomar mi par de tostadas integrales con pavo y mi té habitual. —Su padre se removió irritado en la silla; a veces el carácter de ella reaparecía en su hija, y le costaba mucho no recordarla. La madre de Katerina había sido una bailarina de ballet grandiosa, brillante, tan excepcional que podría decirse que había sido todo un prodigio en su época. Solo dejó de bailar en los meses en que le había sido imposible por estar embarazada de Kat y, en cuanto se recuperó, volvió a subirse a un escenario, estrenándose de nuevo con la magnífica Giselle.

—En cuanto a lo que sea que os sucede a Franz y a ti, confío y espero que, con la llegada de Ivanov, todo se resuelva. No puedes bajar la guardia ni dejar de ser quien eres, Katerina… —Se sabía el discurso de memoria—. Has sacrificado mucho para llegar hasta aquí, no te he educado en las mejores escuelas de danza para que acabes siendo una segundona. Solo puedes aspirar a ser la mejor. Es todo o nada. —Katerina, siempre Katerina, la joven bailarina ya no se acordaba de la última vez que la había llamado Kat. Hacía tantos años de aquello que parecía más una epifanía que la realidad…

Suena la música de El Cascanueces, cuando el hada de azúcar aparece en escena danzando y caminando sobre las puntas. Kat miraba fascinada a aquella mujer que, con esa majestuosidad y fuerza, ejecutaba elegantemente esos pasos con los que soñaba sin descanso. Al acabar la actuación, las luces se apagan y únicamente los aplausos resuenan en el teatro. Un hombre joven tira de la mano de la pequeña Kat y, en plena semioscuridad, camina con ella. Llegan al camerino de la gran estrella, esa que hace apenas un momento ha brillado con luz propia, y abren la puerta. La bailarina se gira aún con el éxtasis en sus ojos, se agacha y abre los brazos para recibir a la pequeña, que corre hacia ella. La alza y se abrazan, mientras giran sonriéndose. El hombre las observa desde la puerta, hasta que entra y cierra tras de sí. Anda unos pasos y, cuando la mujer se detiene, la más pura mirada de amor los alcanza. Ahora los tres dan vueltas, abrazados, se miran unos a otros y se ríen girando cual peonzas…

Aquel era el último recuerdo que Katerina conservaba de sus padres felices, de una familia, de la felicidad completa. Todo lo que vino después fueron exigencias, reproches diarios, clases que la hacían desfallecer y odiar aquello que más amaba.

—¿Me estás escuchando?

—¿Cómo no hacerlo si te tengo pegado al oído todo el santo día? —Cuando no lo soportaba más, cuando era inaguantable escuchar el discurso del dictador, la bailarina se rebelaba y expresaba lo que de verdad sentía, aunque, para su desgracia, ocurría pocas veces.

—¿Estás retándome? —Apretando los puños, no pudo contener la rabia y dio un sonoro golpe en la mesa con ambas manos, que provocó un respingo en su hija y que varias cabezas se girasen hacia ellos. Kat lo miró y, en silencio, le dijo que todo estaba bien; al fin y al cabo era ella siempre la que cedía y callaba. No soportaba ver cómo la gente se daba cuenta de su pésima relación, era algo demasiado doloroso e íntimo como para pregonarlo.

—Tengo que volver al ensayo. Nos vemos esta noche. —Se levantó de la mesa con los ojos escociéndole, y no por las palabras dañinas que siempre le causaban dolor, sino por ser el centro de atención, porque toda esa gente se habría dado cuenta de su situación; de que, a pesar de ser ya mayor, debía seguir aguantando las charlas, las exigencias y la presión de su padre.

Los compañeros ya estaban en la sala de ensayo calentando para proseguir cuando ella llegó. Sergey hablaba con un Franz pálido y con semblante muy serio, y en cuanto a las bailarinas, algunas cuchicheaban entre ellas, mirándola con desprecio, particularmente Tanya. Con el paso del tiempo, se había acostumbrado a eso, aunque nunca dejaba de escocer tener que demostrar que ella era la mejor por razones obvias. Anastasia practicaba en la barra a la espera de empezar de nuevo con El lago de los cisnes. Al ver la cara de su amiga, se acercó a ella, temiéndose lo sucedido.

—¿Has comido con tu padre? —Katerina miró a su amiga y suspiró, sintiendo cómo se hundía un poco al sentir la cercanía de su mejor amiga. Anastasia la abrazó un milisegundo, pues no quería que la viesen abatida, y bromeó con ella sobre ir a tomarse unas copas pronto.

—Compañía, volvamos al trabajo. —Sergey dio un par de palmadas e instintivamente se deshicieron de sus chaquetas y jerséis. Se colocaron en posición, y Georg le dio al botón del reproductor de CD para que diese comienzo la actuación. El señor Ivanov no estaba por ningún lado, cosa que extrañó a Katerina, pues lo había visto más que entregado por la mañana—. No miréis más, niñas —dijo el coreógrafo, observando cómo las bailarinas no dejaban de recorrer toda la sala con la mirada —, el nuevo coreógrafo no está. Mañana volverá.

Las bailarinas se miraron unas a otras, pues estaban deseosas de tener cerca al gran maestro Ivanov. Profesionalmente hablando, era uno de los mejores bailarines de ballet clásico de los últimos tiempos. Katerina había oído hablar de él por primera vez en la academia, estando en segundo año. Para entonces, Aleksei ya era solista en una compañía de ballet de reconocido prestigio internacional; de hecho, iba a ir con dicha compañía a su academia a participar en un intercambio de experiencias. Finalmente, él no había podido asistir, pero sus compañeros sí que lo habían hecho, y Kat había aprendido muchísimo en esas semanas. Fueron días donde había rozado su sueño con los dedos, había conocido lo que le esperaba y no había cesado en su empeño de llegar a ser como esas bailarinas, etéreas y delicadas.

—Vamos, chicos, desde las jóvenes casaderas. Sigfrido, preparado. —Sergey les dio un par de explicaciones—. Y ahora con música. —Accionó el botón del reproductor y los bailarines se colocaron en posición—. Con precisión, bien, seguid así. —Franz se acercaba una a una a las bailarinas que eran las jóvenes casaderas con las que el príncipe debía bailar para elegir futura esposa—. Pasos limpios, Anelka. —La bailarina no se inmutaba al escuchar las órdenes del coreógrafo, pero mejoraba en su ejecución obedeciéndolo—. Giros definidos, Franz, recuerda que debéis trabajar juntos. —Algo le sucedía al bailarín. Kat, que lo conocía muy bien, lo veía en su rostro; se limpiaba el sudor a cada rato y estaba inquieto—. Bien, suficiente. Vamos a primera posición, Rothbart. —Yuri, que era el brujo malvado, se adelantó y, dispuesto, se colocó en la posición para empezar. Franz, contrariado y molesto, salió de la sala sin consultar. Katerina sabía que aún le quedaba tiempo para entrar en escena: siguió a su compañero, lo buscó por los pasillos sin encontrarlo hasta que lo vio al lado de la máquina del agua, apoyando una mano en ella, mientras que con la otra se tocaba la rodilla.

—Franz… —Su partenaire la miró y se incorporó al verla, se limpió el sudor con el antebrazo, pero seguía estando pálido—. ¿Te encuentras mal?

—¿Mal? Mal estoy desde que la primera bailarina de esta compañía no confía en mí, y soy su compañero. Katerina, si algo aprendemos nada más comenzar en esto es que debe haber absoluta confianza. Si no, ¿cómo te dejarás caer?, ¿cómo podrás hacer una elevación si no confías en que yo te sujete? Mira, no sé qué diantres es lo que te ocurre desde hace tiempo, por qué no hablas conmigo; ya no me cuentas nada, te has encerrado en ti misma y solo vives obsesionada con la compañía, el estreno y la perfección. —Por primera vez, veía el dolor en los ojos de Franz; él se sentía perdido sin ella, que no llegaba a entender lo que le pasaba. Estaba fallando a su mejor amigo cada día y eso le rompía un poco el corazón.

—Tú no eres el problema, soy yo, que no consigo comprender por qué no me sale como antes. —Comenzó a hacer aspavientos con las manos, desesperada, se las llevó a la cabeza y las pasó por el pelo desde el moño hasta el cuello. Inspiró un par de veces y las bajó hacia los costados. Franz, entonces, lo vio, y se acercó a ella con una mueca de tristeza. Apoyó sus manos en los hombros de Kat y le habló desde el corazón.

—No te cuestiones a ti misma. Estás tan obsesionada con que salga perfecto que no lo dejas fluir. Kat, sé que tu padre te exige demasiado, pero no quiero que te pierdas ahí. Y no quiero que eso me afecte a mí. —La soltó y se dio la vuelta. Se sentía el peor ser del mundo al hacer ese comentario tan egoísta, pero en el fondo era lo que pensaba—. No puedo dejar que me arrastres contigo. —El corazón de Katerina bombeaba a más latidos de lo habitual. ¿Iba a dejarla en la estacada? Franz volvió a girarse a mirar a su mejor amiga con los ojos a punto de estallar en lágrimas.

»Estoy tan preocupado por ti y tan nervioso pensando que no nos va a salir que estoy comportándome de manera torpe. Tú siempre has sido la positiva, la optimista, la que me ha ayudado a seguir adelante, sin importar nada. Y ahora eres tú la que necesita la fuerza, el apoyo y la seguridad para poder seguir, aun siendo la bailarina excepcional que eres. Kat, apóyate en mí y no dejes de luchar, porque tus sueños están a punto de hacerse realidad. —La bailarina exhaló todo el aire que estaba conteniendo cuando escuchó sus palabras: «No puedo dejar que me arrastres contigo». Se había temido lo peor, pero en el fondo algo le decía que él jamás la abandonaría. Nunca permitió que las serpientes que trataron de derribarla en su camino y hacer que abandonara el ballet pudieran con ella, como tampoco dejó que el trato huraño de su padre hacia ella consiguiera hacerla abandonar su sueño. Katerina, a su corta edad, había sufrido golpes debido a las envidias y a su madre, pero estos no hicieron más que fortalecerla. Se aferró a Franz y lloró en su pecho toda la angustia que llevaba soportando desde que había llegado a la compañía. Ella, que vivía con los pies en la tierra, se sentía firmemente unida a él, aunque, cuando se dejaba llevar por el aire, creía que formaba parte de él, que le permitía volar, sintiéndose ligera, liviana, de cuerpo y ánimo; al menos, en esos efímeros momentos.

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