Ballerina

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ACTO III » 17

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La vuelta a la realidad fue dura. Los ensayos interminables, las miradas amenazantes, las envidias terribles, el control de su padre… Katerina volvía a sentirse exhausta y agotada. La semana que había disfrutado con Aleksei le parecía lejana. En el teatro, sus amigos no se percataron del cambio de actitud de ellos dos, pues disimulaban bastante bien. El coreógrafo no dejaba de observarla cada vez que ella ejecutaba piruetas en el aire o se deslizaba aferrada a Franz. En ocasiones, deseaba ser él quien la alzara y la sujetara; los celos lo carcomían por dentro y, por desgracia, los tiempos que pasaban a solas eran más bien escasos. Cuando salían del ensayo, Aleksei encontraba una excusa para pedirle que se quedase un rato extra a practicar con él. El padre de Kat lo veía como algo normal, e incluso se sentía orgulloso de que un bailarín de su talla se preocupara por que su hija fuera perfecta en la ejecución.

Nada más lejos de la realidad. Los bailarines se escabullían en cuanto el lugar se quedaba tranquilo. Paseaban lejos del teatro, cenaban en algún lugar apartado y, sobre todo, disfrutaban uno del otro. Una noche fueron a cenar a un lugar especial que Aleksei había encontrado por casualidad al poco de volver del hogar de ella en Viena. Se trataba apenas de un salón muy acogedor, con mesas con manteles blancos y flores estampadas, y con lamparitas pequeñas en cada una de ellas. Por las paredes había cuadros con paisajes hermosos de bosques, praderas, flores… Una chimenea al fondo del salón llevaba a otro aún más pequeño, vacío, donde algunas personas podían bailar con la melodía con la que tres músicos los deleitaban cada noche.

Katerina se quedó asombrada al entrar en aquel pequeño rinconcito que le recordaba a la casa de su madre. Tras degustar una cena deliciosa, Aleksei la tomó de la mano y se acercaron al crepitar de los troncos en la chimenea del fondo. Siguieron caminando hasta llegar al salón anexo, donde dos parejas bailaban abrazadas al son de los valses de la Viena imperial. Aleksei la colocó frente a él con determinación y la arrimó más a su cuerpo antes de comenzar la danza. A ella se le desbocó el corazón al sentirlo pegado a su pecho; era demasiado intenso todo lo que sentía cuando estaba a su alrededor. Y, aunque le había dicho muchas veces que estaba segura de sus sentimientos, quedaba un resquicio que la hacía dudar. Decidió alejar aquel mal pensamiento de ella y disfrutó de ese momento de felicidad, uno más de todos los que él le regalaba. Susurraba la melodía en el oído de Kat, lo que, unido a su magnífico olor, inundaba sus fosas nasales y la volvía loca.

—Alek… —Y antes de poder buscar las palabras en su cerebro, la besó. Fue uno de esos besos de película, con la música de fondo, el ambiente perfecto, el vaivén de sus caderas rozándose; de esos besos en mayúsculas. Kat gimió inconscientemente, lo que provocó una risa en él, que se separó para ver cómo ella entrecerraba los ojos, sumida en el placer. Enmarcó su cara con ambas manos y rozó su nariz con la suya para después depositar un efímero beso en sus labios. La abrazó por completo, sintiendo la respiración y los latidos de Kat, que calmaban su corazón inquieto desde que habían regresado de la mejor semana de sus vidas.

Acabada la melodía, las otras parejas aplaudieron a los músicos, lo que los sacó de su instante mágico. Tras sonreírse, volvieron a salir de allí, de la mano, y se dirigieron al coche de Aleksei, donde se demostraron nuevamente lo que existía entre ellos, eso que flotaba desde la primera vez que habían bailado juntos y que jamás podría romperse; o, al menos, era lo que ellos creían.

***

Llegó el día del estreno. Decir que los nervios estaban a flor de piel sería quedarse corto. A pesar de estar todo perfectamente preparado, en el ambiente se palpaba el nerviosismo lógico de un gran estreno.

Su primera presentación tuvo lugar en el Teatro Bolshói de Moscú, con la coreografía de Julius Reisinger, el 4 de marzo de 1877. Paradójicamente, no fue muy aceptado en su momento; sin embargo, el 15 de enero de 1895, con la nueva coreografía de Marius Petipa y de Lev Ivanov, esta obra logró un gran éxito en el Teatro Mariinsky, de San Petersburgo. Marius Petipa se encargó del primer y tercer acto (actos en el castillo) y Lev Ivanov, del segundo y cuarto acto (actos del lago).

La primera vez que había oído hablar de la obra que estaba a punto de representar había sido en la casa de Viena, en la sala donde su madre ensayaba. Ambas llevaban el tutú en blanco; a ella su madre le había prendido un lazo, también blanco, para atarle la coleta. Su madre giraba mientras le hablaba de aquella obra, esa obra que transcurre entre el amor y la magia, enlazando en sus cuadros la eterna lucha del bien y del mal. Le habló del príncipe Sigfrido, enamorado de Odette, joven convertida en cisne por el hechizo del malvado Von Rothbart, y de Odile, el cisne negro e hija del brujo. Por aquel momento, Katerina no entendía bien los tecnicismos que su madre empleaba, solo miraba embobada a su madre bailar, mientras le hablaba de aquel cuento de hadas con el que soñaba bailar algún día, al igual que su madre.

—¡Listos para el primer acto! —Franz dio un beso y un breve abrazo a sus amigas para no estropearse los trajes, y se puso en posición para salir a escena. El teatro se había llenado por completo, y Aleksei había conseguido que el padre de Kat no subiera al backstage; necesitaba estar lo más concentrada posible en ese momento. Bajó al camerino para verla, pues había pedido un momento de intimidad, tras desearles buena suerte a Franz y a Anastasia. En su interior, recordaba a su madre hablándole de aquella misma obra a punto de estrenar, cocinando galletas con ella mientras cantaban canciones infantiles, en sus largos paseos por el bosque, admirando la belleza de las montañas…

—Toc, toc —pronunció Aleksei con la puerta abierta, golpeándola. Lo vio a través del espejo, mientras inspiraba profundamente. Estaba terriblemente nerviosa, más insegura que nunca. Él se acercó hasta ella y, sin dejar de mirarla en el espejo, apoyó sus manos en los hombros de ella y le insufló el valor que necesitaba—. Un verdadero cisne.

Kat no pudo evitar reírse por su comentario y se levantó para tenerlo cara a cara. Lo abrazó por la espalda, apoyando la cabeza sobre su pecho. Le costaba respirar, presa del miedo a fracasar, aunque ahora, con Aleksei tan cerca de ella, acariciándole la espalda con las manos, comenzaba a sentirse mejor.

—Estoy aterrada, Alek —susurró con un hilo de voz. Él le dio un momento para que se calmara antes de alzarle la barbilla con los dedos. Mirándola a los ojos, le dijo justo las palabras que necesitaba escuchar.

—Si has llegado hasta aquí, es porque tienes talento, el mismo que destilaba tu madre en cada movimiento ágil que ejecutaba, con la misma elegancia con la que tú lo haces. Yo no estoy nada preocupado porque sé que vas a deslumbrar. Solo puedes brillar, ballerina. Brilla. —Y con aquella seguridad, con ese aplomo que le caracterizaba, ella creyó en sus palabras. Asintió con la cabeza sonriendo y dejó al coreógrafo en el camerino para subir a escena a representar su primer papel como protagonista.

Tras el primer acto, la compañía supo que todo saldría a las mil maravillas. La audiencia estaba entregada, aplaudía y vitoreaba con verdadera devoción. Franz estaba exultante y, cuando su querida amiga entró en escena, no existió nada más. Miraba a Kat convertida en Odette, totalmente entregada en el papel. La más hermosa mujer que nunca vio. Sin poder creer lo que veían sus ojos, su hermosa cara estaba enmarcada por plumas de cisne que se unían a su pelo. Su vestido, puro y blanco, estaba embellecido con más plumas, y en su cabeza descansaba la corona de la reina de los cisnes. Y en el instante en que el cisne vio al príncipe, comenzó a temblar. Sus brazos se apretaban contra su pecho en una actitud casi desvalida, de autoprotección; retrocedía ante el príncipe, moviéndose frenéticamente, hasta el punto de caer desesperadamente al suelo. El príncipe, ya enamorado, le rogaba que no se marchara en movimientos ágiles, volando, y ante su miedo le indicaba que nunca le dispararía, que la protegería siempre. Odette le contaba su triste historia, esa que decía que seguiría siendo cisne, excepto entre la media noche y el amanecer, a no ser que un hombre la amase, se casase con ella, y le fuese fiel.

Sigfrido, pasmado ante la revelación, apoyaba las manos en su corazón mientras le confesaba su amor, asegurándole que se casaría con ella y le sería eternamente fiel. Y, aunque se trataba de una mera actuación, Kat no pudo evitar hacer el paralelismo y pensar en que Odette era ella y que Sígfrido era Aleksei, diciéndole que la quería y pidiéndole que no dudara de ello jamás. A partir de ahí, los temblores de la prima ballerina cesaron, las dudas se disiparon y se convirtió en el cisne enamorado de un príncipe.

Al finalizar el tercer acto, Franz dio un giro en el aire, con tan mala suerte que se oyó un crujido cuando cayó al suelo, antes de que se cerrara telón. Inerte, yacía sin poder moverse, mientras se agarraba a su rodilla derecha. Los bailarines acudieron veloces a su encuentro, aunque Sergey se afanaba en alejar a todos de allí. Aleksei vio el revuelo y salió tras él, pensando que se trataba de Kat, a la que no veía entre la multitud.

—¿Qué pasa? ¿Franz? —La prima ballerina también corrió hacia el grupo que se arremolinaba sobre alguien en el suelo. A juzgar por el pelo moreno que vislumbraba entre varias piernas, diría que se trataba de su partenaire—. ¡Franz!

Asustada, se llevó las manos a la boca, sin atreverse a tocarlo. Aleksei estaba junto a ella, pero no se percató de su presencia hasta que habló en voz alta.

—Franz, ¿es la rodilla? —El chico asintió con un quejido agónico que se perdió entre la música que la orquesta había comenzado a tocar para amenizar la espera al público. Entre varios lo llevaron a su camerino, donde esperaron que la ambulancia llegase. El dolor que sufría lo partía en dos, apenas podía llorar; era tan intenso que expresar cualquier emoción suponía una agonía. Anastasia no se había separado de él, al igual que Katerina, desde que lo vieron tendido en el suelo.

—Kat, tienes que salir. —Sergey llamó su atención, posándole una mano en el hombro—. No puedo creerme que esto esté pasando justo el día en que los segundos bailarines de Franz están enfermos—. Ella alzó la vista, nublada por las lágrimas, sin separarse de la mano de Franz. Pero no podía volver a actuar, dejar a Franz en semejante dolor. Entonces, apareció el segundo coreógrafo, ataviado con la ropa del príncipe, y le tendió la mano. Con la mirada le dijo que comprendía su preocupación por su amigo, pero el espectáculo debía continuar. Ya habían retrasado la obra bastante y ellos eran una compañía profesional, una de reconocida fama internacional. Volvió a mirar a Franz, pasando la vista de él a Anastasia, y, con todo el dolor de su corazón, separó sus dedos de los de su partenaire, que se resistió a alejarse de ella. En cuanto se soltó, Aleksei tiró de ella y se la llevó casi en volandas al escenario. La maquilladora retocó su cara emborronada, mientras ella permanecía con la mirada perdida. Cuando se fue, Aleksei la asió por los hombros con fuerza, concentrándose en sus ojos.

—Kat, sé lo preocupada que estás, pero no puedes hacer nada. Los médicos están en camino y tú eres una profesional. Sal ahí, hazlo por Franz, brilla por él. —Ella asintió con la cabeza, tragándose las lágrimas de angustia, y se dijo a sí misma que haría su trabajo.

Las doncellas cisne se habían agrupado a la orilla del lago, todavía con el rostro congelado por el angustioso momento vivido con Franz. Odette apareció llorando, y ellas intentaron consolarla. Le recordaban que Sigfrido era solo un humano, que podría no haber conocido el hechizo, y podría no haber sospechado del plan de Von Rotbart. Sigfrido entró, entonces, corriendo en el claro, buscando frenéticamente a Odette entre los cisnes. Al verla, se acercó hasta ella; con convicción en la mirada, hizo un leve movimiento de cabeza, apenas perceptible. Tomó al cisne entre sus brazos y le pidió que lo perdonase, jurándole su amor infinito. Odette, al ver el amor en los ojos de Aleksei, al sentir la mágica conexión que nacía entre ellos cuando bailaban, lo perdonó, aunque ya era tarde. Su perdón se correspondía con su muerte. Von Rotbart apareció con su enorme capa negra, aterrando a los cisnes. Sigfrido, lleno de rabia, lo desafió; tuvo lugar una lucha titánica y majestuosa, hasta que el malvado hechicero fue vencido por la fuerza del amor del príncipe a Odette.

El teatro irrumpió en aplausos cuando estiró los brazos con la pierna izquierda en posición de arabesque, mientras su partenaire la mantenía elevada hacia arriba en el aire, al igual que la primera vez que habían bailado juntos, sin ser ella consciente de ello. De nuevo, volvieron a sentir que no existía el mundo en ese momento, más que ellos dos, aferrados a esos instantes mágicos en los que simplemente eran dos personajes de un cuento de hadas.

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