Baby doll

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19. Rick

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R

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K

Oye, tú, Hanson, pedazo de mierda, tienes visita.

Rick se incorporó en el camastro y miró con desdén al carcelero de mediana de edad y cara de bobo. Rick conocía a aquel carcelero. Fred algo. Había dado clases a los dos anodinos hijos de Fred, un par de chicos tamaño nevera que se pensaban que eran la hostia porque sabían placar a otros idiotas en un campo de fútbol. Había conocido a Fred con motivo de la Noche de los padres y ya entonces le había parecido un gilipollas que se comportaba como si supiese de literatura, cuando seguramente no había abierto un libro en su vida.

Pero hoy había detectado odio en su mirada. Aunque le daba igual. Había mucha gente como Fred, gente temerosa de correr riesgos. Gente que ignoraba sus deseos más primitivos y se contentaba con llevar una vida ordinaria y sin plenitud. Había gente que estaba destinada a seguir las reglas y otros que eran atípicos, gente que transgredía los convencionalismos éticos de la sociedad y se lanzaba a hacer realidad sus deseos. Rick sabía que las acusaciones de Lily lo dejarían como un paria ante los ojos de muchos, pero estaba seguro de que tendría también seguidores. Como sucedía con todos los incomprendidos. Pero Fred no le interesaba en absoluto.

Centró su atención en la carcelera, una empleada en prácticas, según había visto, que estaba ocupada liberándolo de las esposas que le retenían manos y tobillos. Tenía cara de cerdo, la frente muy ancha, la barbilla minúscula y un cuerpo cuadrado que el uniforme de poliéster no hacía más que acentuar. El cabello rubio teñido, largo y rizado, pedía a gritos las manos de un profesional. Era el tipo de mujer que había que estar borracho para llevarse a la cama. Rick no sabía aún cómo se llamaba. Pero le había salvado la vida. De no haber detenido ella la paliza, de no haber alertado a los dos hombres de que estaban poniendo en riesgo su puesto de trabajo, Rick habría terminado en la UCI o tal vez, incluso, en una bolsa de esas de conservar cadáveres. Confiaba en que llegaría el momento en que podría quedarse a solas con ella para darle las gracias, pero ahora tenía que concentrarse en su primera visita, su esposa, Missy. Mientras Fred y la carcelera de culo gordo lo escoltaban hacia la sala de visitas, Rick se preguntó cómo saldría la cosa.

Encontrar esposa siempre había sido su prioridad. Su apetito y sus deseos sexuales no eran los de todo el mundo. Había estado con muchas chicas en el instituto y ninguna de ellas había rascado siquiera la superficie de lo que él quería. Era lo bastante inteligente como para saber que tenía que ir con cuidado. Si pensaba satisfacer dichos deseos —y era evidente que quería hacerlo—, tenía que organizar su vida de la manera adecuada para conseguirlo. El matrimonio era importante. La gente confiaba en un hombre casado. Los consideraban personas estables. El anillo de boda simbolizaba responsabilidad y compromiso. Era el camuflaje perfecto. Después de una breve temporada en el ejército, se había matriculado en la universidad y había utilizado sus beneficios como veterano de guerra para costearse los estudios. Había disfrutado de una cantidad importante de sus insulsas compañeras de estudios, pero a medida que fue aproximándose la graduación comprendió que había llegado el momento de empezar a planificar de cara al futuro. Su esposa tenía que cumplir unos requisitos concretos. Tenía que ser atractiva, aunque no tanto como para llamar la atención de otros hombres. Tenía que ser lo bastante

sexy como para poder disfrutar de una vida sexual normal y activa. Tenían que gustarle los libros, pero no ser ni intuitiva, ni perceptiva, ni celosa por naturaleza. Tenía que tener un punto de vista tradicional sobre el matrimonio y la familia, y valores religiosos sólidos.

Tuvo la suerte de que, incluso en los tiempos que corrían, las grandes universidades públicas fueran aún caldo de cultivo para chicas con aquellas características tan concretas. Creía que la búsqueda de su futura esposa iba a resultarle más complicada. Había tenido que elegir varias asignaturas optativas y había un curso de Psicología y comportamiento humano que pensó que se traduciría en un fácil sobresaliente. Había entrado en el aula y se había fijado en Missy al instante. Era serena, iba bien vestida, tenía aspecto de adinerada. Pero lo que realmente le llamó la atención fue su entusiasmo, similar al de un cachorrillo sin entrenar. Missy siempre se sentaba en primera fila y bombardeaba al profesor con preguntas tremendamente simplistas o complicaba sus respuestas cuando se las pedían. Era evidente que pasaba demasiado tiempo mirando

Mentes criminales y

Ley y orden y que estaba decidida a demostrar al mundo su inteligencia. Su inocencia y su falta de intelecto la hacían perfectamente adecuada para sus necesidades.

Había aguardado el momento oportuno y entretanto había preguntado a varios compañeros de clase por ella y la había observado en las fiestas universitarias. Examinándola a fondo, vio que Missy había perfeccionado el arte del flirteo y que sabía cómo hacer que un chico se sintiera especial con solo una mirada o una mano colocada en el lugar adecuado. Contenía bien el alcohol; nunca se la veía colocada y sin controlar la situación. Llevaba a cabo labores de voluntariado en la iglesia del campus y estudiaba educación infantil. Lo mejor de todo: era de Carolina del Norte, dinero de toda la vida. Sus padres estaban dispuestos a darle a su única hija todo lo que quisiera. No podía haber concebido una futura esposa mejor de haber intentado pedirla por catálogo. Había habido otras candidatas, pero se mostraban demasiado dispuestas a abrirse de piernas para cualquier compañero de estudios que se pusiera a su alcance. Por lo que había observado, Missy era una buena chica de verdad. Si tenía que comprometerse legalmente con una mujer, no podía ser mejor. En cuanto decidió que era ella, dio el paso y la abordó en el edificio del sindicato de estudiantes. Missy estaba sentada sola, con un jersey grandote en los hombros y mordisqueando la punta del bolígrafo. Sus ojos se iluminaron al ver que él se acercaba. Rick sonrió y se apoyó en la mesa donde ella estaba estudiando adoptando una postura despreocupada.

—Missy, ¿no? Solo quería decirte que tus comentarios sobre la teoría del apego me han parecido muy interesantes.

Missy se sintió adulada. Abrió los ojos e inició un discurso apasionado sobre la teoría del apego y su influencia en las relaciones. Rick esperó con paciencia a que se quedara sin aire y sin más argumentos racionales. Se acercó un poco más a ella y le retiró el pelo de los ojos. Vio un destello de excitación, una mirada que había observado en docenas de conquistas. Justo en aquel momento, supo que sería suya. Si le hubiera pedido que le acompañara a su habitación, habría ido de buena gana. Pero no se trataba de una cita de una noche. Era su futura esposa. Quería hacer las cosas bien. Le preguntó si tenía hambre y fueron al Porch, su restaurante favorito en el campus, se sentaron en una esquina y se pasaron horas charlando sobre la familia de ella, sobre las clases, sobre el futuro.

Él estaba cursando Lengua y Literatura y aspiraba a convertirse en novelista, pero cuando se graduara quería dar clases en algún instituto. Missy le explicó que sus padres estaban presionándola para que estudiara Derecho, pero que ella quería también trabajar con niños. La había acompañado a su residencia y la había besado con ternura. Un mes más tarde, le dijo que la quería y ocho meses después se casaban. Era lo suficientemente atractiva y el sexo era correcto, aunque básicamente funcionaban porque el carácter confiado de Missy le permitía llevar a él un tipo de vida muy concreto.

Fred y la desaliñada carcelera sin nombre guiaron a Rick por largos pasillos hasta llegar por fin a la zona vigilada de visitas. Una cristalera separaba a los internos de los visitantes, un teléfono los conectaba. Rick estaba rodeado de guardias, también Missy. Al principio, ni siquiera se percató de su presencia. Estaba sentada, la mirada perdida, el dolor empañando sus facciones. En casi quince años de matrimonio, jamás la había visto salir de casa sin la cara maquillada, pero hoy había hecho una excepción. Tenía los ojos rojos, las mejillas hinchadas e iba vestida con chándal, nada menos. Rick se llevó una decepción al verla.

Missy levantó la vista y lo vio. Se llevó la mano a la boca, un gesto característico del exagerado dramatismo sureño que nunca había llegado a perder. Rick era consciente de que los golpes le otorgaban un aspecto monstruoso, pero sonrió igualmente, agradecido por no haber perdido ningún diente. Tomó asiento con calma, esbozando una mueca de dolor para incrementar el dramatismo antes de coger el teléfono. En el otro lado del cristal, Missy cogió su auricular y empezó a hablar.

—El FBI ha registrado nuestra casa. Vinieron hombres armados y se lo llevaron todo. Ordenadores. Mis archivos personales. Mi teléfono móvil. Rebuscaron por todos lados. Y hay también periodistas, Rick. Delante del jardín han acampado un montón de periodistas y a cada momento llegan más. Mi madre y mi padre han llegado esta mañana y no pueden ni pasar. Es todo espantoso. Las cosas que dicen…, lo que dicen que has hecho… —apuntó en voz baja, enlazando las palabras.

Rick sabía que Missy no iba a escuchar sus negativas y no merecía la pena perder el tiempo intentándolo. En el momento en que llegaran las pruebas de ADN, estaría hundido. Pero ahora necesitaba la ayuda de Missy. Solo había un camino a seguir.

—Soy culpable, Missy. Lo reconozco. Soy culpable de haber cometido un crimen.

Missy se quedó mirándolo, sus ojos abriéndose de par en par. Bingo. Supo al instante que había jugado bien. Ella esperaba que lo negase todo. Esperaba que inventase todo tipo de excusas, pero se enfrentaría a ella con honestidad, al menos por el momento.

—Pero no soy culpable de lo que dicen. Esa chica vino a mí. Me sedujo. Sí, lo reconozco, tuve un romance. Me dijo que me quería, que me amaba. Dijo que estábamos hechos para estar juntos.

Dejó que su discurso se interrumpiera, que su voz se quebrara.

—Tuviste una hija con ella —dijo Missy, su voz espesa por el dolor y la traición.

—Me engañó quedándose embarazada. Todo formaba parte de su plan. Por eso necesito tu ayuda,

Miss. Necesito un buen abogado. Alguien capaz de hacer ver a todo el mundo que no soy un mal hombre. Que soy un gran marido y un gran profesor, que no todo es culpa mía. Tienen que saber que esa chica no está bien. ¿Me ayudarás,

Miss?

Missy meneó la cabeza, como si con el movimiento pudiera liberarse de todo lo que había pasado.

—Mamá y papá quieren que presente una demanda de divorcio. Dicen que es la única manera de evitar más escándalo. La única manera de no quedar como una tonta.

Rick intentó controlar su expresión. Cómo odiaba a sus padres. Gilipollas engreídos que habían mimado hasta tal punto a Missy que apenas si sabía valerse por sí misma.

—No lo hagas. Por favor. He cometido errores terribles, pero tú también faltaste a nuestro matrimonio. Y te perdoné.

—No hablarás en serio. Eso no significó nada. Tú estabas siempre fuera y yo estaba… Fue una sola noche, y te lo conté todo. Pero esto…, esto es incomparable. Las cosas de las que te acusan. Son despreciables.

Mierda. Había ido demasiado lejos. Se retractó.

—Tienes razón. Te pido disculpas. Te quiero. Desde que te vi aquel primer día en el campus, siempre te he querido.

Rick veía lo mucho que ella deseaba creerle, creer en la vida que habían construido. Decidió ir a por todas.

—Sigo deseando todo aquello que soñamos. Sigo queriendo que tengamos hijos. Missy, sé que podríamos tener esa vida, pero no puedo hacerlo sin ti.

Vio que titubeaba.

—Puedo demostrarte que la chica no es del todo inocente. Tengo pruebas. Puedo mostrártelas, pero tienes que estar a mi lado, tienes que ayudarme a superar esto.

Missy se quedó mirándolo fijamente, los ojos brillantes y llenos de lágrimas.

—Tengo que irme.

Rick se echó hacia atrás, sorprendido por su respuesta.

—¡Missy, espera! ¡Por favor!

Pero ella colgó el teléfono y se marchó. Rick aporreó el cristal.

—Missy. No me abandones. ¡Missy! Missy, por favor…, no me abandones, Missy. Te necesito.

Siguió golpeando los cristales hasta que ella se perdió de vista y los carceleros lo obligaron a levantarse para llevarlo de nuevo a la celda. Era increíble que aquella mala puta no quisiera escucharlo, que no fuera a ayudarle. Tendría que haberla matado. Temblaba de rabia, olvidando ya por completo a Missy y sus modales de lerda. «Vamos, Rick. Sé inteligente», se dijo. Lo único que tenía que hacer era serenarse y elaborar un plan. Todo saldría bien…

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