¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 37

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¡BOOM! 37

La lluvia que cayó durante toda la noche limpió los vómitos de la gente envenenada. Las calles parecían nuevas y las hojas de los árboles eran de un verde brillante. Por culpa del agua torrencial el agujero que había en el techo del templo se había hecho más grande y por él se filtraban los rayos de sol. Una docena de ratas, arrastradas por el agua, habían trepado hasta los restos de los ídolos de arcilla. La mujer de la noche anterior, la viva imagen de Tía Burrita, seguía desaparecida y, como estaba hambriento, fui y me comí los champiñones que crecían alrededor del putuan del Señor Monje. Eso me devolvió la energía, puso una chispa en mis ojos y aclaró mis pensamientos. Escenas de mi pasado pasaban flotando por mi mente: en un cementerio tras las montañas y frente al mar —siguiendo las normas del Feng Shui— una mujer vestida de negro se sentaba frente a una de las tumbas. En la lápida rezaba que ahí descansaba el hijo del Hidalgo Lan, y el lunar junto a la boca me indicaba que ella era la monja budista Yaoyao Shen. No había lágrimas en su cara ni signos de duelo. Una fragancia sutil emanaba del ramo de calas colocado frente a la lápida. Una mujer se acercó con cuidado al Hidalgo Lan, cuyos ojos estaban cerrados. Parecía sumido en sus pensamientos. «Laoda Lan —dijo con suavidad—, el Maestro Huiming ha fallecido». Lan suspiró aliviado. «Ahora —se dijo para sí— estoy realmente libre de preocupaciones». Dejó su copa de licor y le dijo a la mujer: «He enviado al Señor Qin Xiao un par de mujeres». «Señor…», dijo la mujer. «¿Señor qué? ¡Voy a honrar la muerte de la monja con sexo efímero y desenfrenado!». Mientras retozaba, abandonándose de forma salvaje con dos mujeres de piernas largas y hombros caídos, los cuatro artesanos que habían construido el ídolo entraron en el jardín que estaba frente al templo Wutong y lloraron con desconsuelo al ver los estragos que la lluvia había causado en la cara del Dios de la Carne. El maestro artesano regañó a los tres jóvenes por no cubrir la cara con plásticos o no ponerle una capa y un sombrero de bambú para protegerlo de la lluvia. Agacharon la cabeza y aceptaron la reprimenda sin protestar. Las dos mujeres de largas piernas se arrodillaron en la alfombra y rogaron con coquetería. «Sed bueno con nosotras, señor. Nuestros pechos son los pechos de Yaoyao, nuestras piernas son las piernas de Yaoyao. Somos sus sustitutas, así que trátenos con ternura». «¿Sabéis quién era Yaoyao?», preguntó Lan sin un ápice de emoción. «No —contestaron—. Lo único que sabemos es que podemos satisfacer al señor fingiendo ser ella. Y cuando el señor está feliz, nos trata con dulzura». Lan contestó con una sonora carcajada y con lágrimas en los ojos. Dos de los artesanos llegaron con cubos de agua limpia, mientras que el tercero se había hecho con un cepillo de alambre. Con el capataz al mando, empezaron a quitarle la pintura al ídolo, que se quejó gritando, y mi piel me empezó a picar y a doler. En cuanto limpiaron la pintura, pude ver el color y la veta original de la madera de sauce. «Lo pintaremos de nuevo cuando se seque —dijo el capataz—. Xiaobao, ve a ver al Director Yan para pedirle el dinero. Dile que nos llevaremos al Dios de la Carne y lo convertiremos en madera de leña si no lo trae». «Ten cuidado no acabes con un dolor de muelas, maestro», dijo el artesano que lo sufrió la noche anterior. «El Dios de la Carne sabe lo que me hago», dijo el capataz. El joven se marchó corriendo, sacudiendo las caderas. El capataz entró en el templo para mirar el desmoronado Espíritu Wutong. Su estudioso aprendiz le siguió y el capataz golpeó al Espíritu Ecuestre en el trasero; un trozo de arcilla cayó. «Esto nos asegura el futuro. Esos cinco espíritus nos darán trabajo durante mucho tiempo». «Lo que me preocupa, maestro —dijo su discípulo—, es que las cosas cambien». «¿Que cambien cómo?», preguntó el capataz con los ojos como platos. «Tras lo que ocurrió ayer noche, maestro, con más de cien personas envenenadas, ¿qué posibilidades hay de que el Festival de la Carne siga celebrándose? Si cancelan el festival, no habrá templo del Dios de la Carne y no necesitarán restaurar el templo Wutong». «¿No oíste al vicegobernador anoche cuando habló al mismo tiempo del Dios de la Carne y el templo Wutong? Tienes razón para pensar así —dijo el capataz—, pero jovencito, con tu falta de experiencia en la sociedad, hay cosas que no entenderías. Si no hubiese pasado nada anoche, el festival se podría haber cancelado el año que viene. Pero después de lo que ha ocurrido, no podrá dejarse de celebrar. Y será más importante que nunca». El aprendiz solo pudo asentir. «Tiene razón, no entiendo». «Eso no te matará, chico —dijo el capataz—. Hay cosas que los jóvenes no necesitáis saber. Sencillamente sigue haciendo tu trabajo y ya lo entenderás cuando llegues a cierta edad». «Eso lo entiendo, maestro», dijo el joven. El capataz señaló con su barbilla hacia los dos hombres que estaban en el jardín con el Dios de la Carne. «Esos dos son buenos con los trabajos manuales, pero contaré contigo para lo que hay que hacer con el Espíritu Wutong». «Lo haré lo mejor que sepa, maestro, pero ¿y si no soy lo suficientemente bueno y no cumplo sus expectativas?». «No te menosprecies. Soy excelente juzgando a la gente. Cuatro de los cinco espíritus están destrozados, y no será fácil que vuelvan a ser como antes. Pero tengo una vieja edición de Historias extrañas desde un estudio chino, que describe qué aspecto deben tener los cinco espíritus, aunque habrá que hacer mejoras para adaptarse a los nuevos tiempos. No podemos imitar el estilo antiguo. Toma como ejemplo este Espíritu Ecuestre. Parece más equino que humano —dijo el capataz moviendo las manos alrededor del ídolo—. Hemos de hacerle parecer más humano para que no asuste a las mujeres». «¿Pero no hay otros equipos que también quieran hacer el trabajo, maestro?», preguntó el preocupado joven. «Solo los hombres de Nie Liu y Señor Han, y tendrían suerte si consiguiesen hacerse cargo de un dios local. Estos cinco espíritus están fuera de sus posibilidades». «No los subestime, maestro —dijo el joven—. He oído que Nie Liu envió a su hijo a una escuela de arte muy cara para estudiar escultura. Cuando venga a relevar en el cargo a su padre, no estaremos a su altura». «¿Te refieres al tarugo de su hijo? ¿Una escuela de arte? No sería bueno ni aunque fuera a una mera academia. El principal requisito para trabajar en ídolos religiosos es tener el espíritu en tu interior. Sin él no importa lo bueno que seas, no harás más que pegotes de arcilla. Pero tienes razón, debemos tener cuidado y estar alerta. El mundo está lleno de gente con talento. ¿Y quién puede decir que algún día no aparecerá un maestro escultor? No lo olvides». «Gracias, maestro», dijo el joven artesano. «Ahora —dijo el capataz—, encuentra una manera de estrechar lazos con el Señor Lan, el alcalde del Pueblo de la Matanza, pues fueron sus ancestros quienes levantaron el templo Wutong. Pondrá la mayor parte del dinero para reformarlo, especialmente ahora que dicen que acaba de recibir diez millones del extranjero. Quien quiera que repare esos ídolos será el que más oportunidades tendrá de conseguir el empleo». «No se preocupe, maestro —dijo con confianza el joven—. Mi cuñada es prima de su mujer, Zhaoxia Fan. Lo he comprobado, la gente dice que el Señor Lan hace lo que dice su esposa». El capataz asintió agradecido. Hidalgo Lan tiró el vaso al suelo y se levantó de manera vacilante. Las dos sirvientas corrieron a sujetarle. «Ha bebido demasiado, señor», dijo una de ellas. «¿Yo? ¿Beber demasiado? Tal vez. Tú —dijo levantando los brazos para liberarse del abrazo de las mujeres y poder mirarlas—, ve y consígueme dos mujeres para espabilarme». ¿He de seguir hablando, Señor Monje?

Tres meses antes de que la esposa del Señor Lan falleciese, él y yo tuvimos que enfrentarnos a dos visitas clandestinas de periodistas, y estábamos orgullosos por el modo en que habíamos solucionado la situación. El primero en aparecer vino disfrazado de comerciante de ovejas. Acompañado de una oveja esquelética se mezcló con el resto de personas que venían a vender animales; las vacas y ovejas las llevaban atadas, los cerdos en carritos y los perros a los lados de una barra sobre los hombros. ¿Por qué a los hombros? Intenta atar un perro y verás si muerde. Así que los vendedores atontaban a los animales con alcohol, ataban juntas las patas, pasaban las barras por las cuerdas y se los subían a los hombros. Como era día de mercado los vendedores formaban largas colas. Una vez que hube planeado el horario de producción del día, di un paseo por la planta con Jiaojiao.

Nuestro prestigio creció. Miradas de respeto y estima se reflejaban en los rostros de todos los trabajadores con los que nos cruzábamos. En cuanto a mis competidores vencidos, Shengli Liu y Xiaojiang Wan, asentían y se inclinaban, felicitándome como Joven Maestro. A pesar del tono de sarcasmo, su admiración era real. Tiehan Feng se mostraba moderado, tal como lo había hecho durante la competición, y aun así no ocultaba la admiración que sentía. Con esto en su mente, Padre me llevó a un lado para mantener una charla de hombre a hombre, instándome a ser humilde y a alejarme de la arrogancia.

—Las personas evitan la fama, los cerdos temen el peso —dijo con una risita.

—Un cerdo muerto no teme el agua hirviendo —contesté.

—Xiaotong —dijo Padre con un suspiro emocionado—, hijo mío, eres demasiado joven para tomarte lo que digo en serio. Te entra por una oreja y te sale por la otra. No sabrás lo duro que es un muro de ladrillo hasta que golpees tu nariz contra él.

—Papá —dije yo—, ya sé lo duro que es un muro de ladrillo. No solo eso, sé que una piqueta es más dura que un muro de ladrillo.

—Hijo, haz lo que veas —dijo con resignación—. Yo no quería que mis hijos fuesen así, pero no hay nada que pueda hacer al respecto. No he sido un buen padre, así que cúlpame por cómo eres.

—Papá, sé lo que esperabas de nosotros. Querías que nos instruyésemos hasta la universidad. Después querías enviarnos a estudiar al extranjero. Pero Jiaojiao y yo no tenemos madera de estudiantes, papá, del mismo modo que tú no tienes madera de oficial. Pero tenemos nuestros talentos únicos, así que por qué tendríamos que seguir a los demás en el camino hacia el éxito. Como dicen, si tienes algo fresco que ofrecer nunca pasarás hambre. Podemos hacer las cosas como queramos.

Padre arrugó la cara.

—¿Qué talentos únicos tenéis? —dijo con tristeza.

—Papá, otros pueden verlos, nosotros no podemos observarnos. Por supuesto que tenemos talentos únicos. El tuyo es tantear el ganado, el nuestro es comer carne.

Suspiró.

—Hijo —dijo—, ¿cómo puedes llamar a eso talento único?

—Papá —contesté—, como ya sabes, no hay mucha gente que pueda comerse dos kilos y medio de carne de una sentada sin que le siente mal. Y se necesita un talento único para determinar el peso de una vaca solo con mirarla. ¿No lo consideras un talento único? Si no es así, entonces todo el concepto de talento único deja de tener sentido.

Sacudió la cabeza.

—Hijo, según lo veo yo, tu talento único no es comer carne, es retorcer las mentiras hasta que parecen verdades. Deberías estar en algún sitio donde mostrar tu elocuencia, como las Naciones Unidas. Ahí es dónde deberías estar, un lugar donde poder debatir.

—Fíjate bien en el lugar al que crees que pertenezco, papá. Las Naciones Unidas. ¿Qué pinto yo en un lugar así? A pesar de sus trajes occidentales y sus zapatos de cuero, esa gente es una farsante. Una de las cosas que no puedo soportar es sentirme atado. Necesito ser libre. Pero lo más importante, allí no habría carne para mí, y no iría a un lugar donde no hay carne, no siquiera al Cielo.

—No voy a discutir contigo —dijo Padre con exasperación—. Siempre es igual. Desde el momento en que dices que no eres un niño has de responder por ti ante cualquier cosa que ocurra. No vengas llorándome en el futuro si las cosas no funcionan.

—Tómatelo con calma, papá —dije—. ¿Futuro? ¿Qué significa eso? ¿Por qué malgastar el tiempo pensando en el futuro? Hay un dicho que reza: «Cuando el carro llegue a la montaña, habrá un camino, y la barca puede navegar incluso a contracorriente». Y otro dice: «La gente elegida es libre de apresurarse, los demás corren a ciegas». El Señor Lan dice que Jiaojiao y yo fuimos enviados a la tierra a comer carne y que volveremos cuando hayamos comido la cantidad que nos corresponde. ¿El futuro? No es para nosotros, gracias.

Noté que no sabía si reír o llorar, lo que me encantó. Ahora sé que dejé a Padre atrás después del concurso de comer carne. El hombre al que un día adoré ya no era merecedor de ese sentimiento. Tampoco lo era el Señor Lan, a decir verdad. Estaba sorprendido al darme cuenta de que lo que ellos veían complicado era en realidad bastante sencillo. Solo hay un tema que merece atención mundial, y ese es la carne. La vasta población mundial puede ser dividida en categorías de carne. Están aquellos que comen carne y aquellos que no. Luego están los que son verdaderamente carnívoros y los que no lo son. Esos que comerían carne si tuvieran la posibilidad y esos que la tienen, pero no la comen. Por último, aquellos a los que les sienta bien la carne y aquellos a los que no. Dentro de ese vasto número de personas, yo estoy entre los que desean la carne, quienes tienen la capacidad de comerla y les encanta, que tienen acceso continuo a la carne y a los que les sienta bien la carne. Esa es la principal fuente de mi autoconfianza. Puede ver, Señor Monje, lo elocuente que me vuelvo. ¿Cuándo se convierte la carne en tema de conversación? La gente encuentra eso molesto, lo sé, así que dejémoslo y hablemos del periodista vestido de campesino. Vestía una chaqueta azul desgastada y pantalones de algodón gris. Llevaba sandalias amarillas de goma y una abultada bolsa sobre los hombros, y se metió entre la multitud con la esquelética oveja que llevaba atada. La chaqueta era demasiado amplia y los pantalones demasiado largos, lo que le hacía parecer perdido dentro de su ropa. Su pelo era un desastre, su rostro era de un pálido fantasmagórico y sus ojos se movían sin cesar de un lado a otro. No me engañó ni un segundo, pero no le tomé por un periodista, al menos no al principio. Cuando Jiaojiao y yo nos acercamos a él, miró hacia otro sitio. Algo en su mirada me molestaba, así que le observé con más atención. Evitaba mirarme, ocultaba su incomodidad silbando, lo que me hacía sospechar más. Pero aún no pensé que fuese un periodista disfrazado. Pensé que con toda probabilidad era un delincuente de la ciudad que había robado una oveja y la había traído para venderla. Por poco me acerco para decirle que no se preocupase, ya que nunca preguntábamos de dónde procedían los animales. Ninguna de las vacas traídas por los vendedores del Condado Occidental venía con pedigrí. Miré a su oveja: un viejo carnero castrado con cuernos rizados. Había sido esquilada hacía poco, pero no por un profesional, tenía trasquilones y calvas allí donde la piel había sido arañada. Una triste y raquítica oveja con un terrible corte de pelo que quizá hubiese sido más presentable si se lo hubiesen dejado largo. Atraída por su lana corta, Jiaojiao se acercó a tocar el animal, que pegó un salto. El inesperado movimiento hizo que el tipo se tambaleara y lo soltase, liberándolo y dejándolo deambular por la fila de vendedores y sus animales, arrastrando la cuerda tras de sí. El tipo corrió tras la oveja, dando pasos gigantes y moviendo los brazos para intentar cogerla, pero se le escapaba todo el tiempo. Casi parecía que estuviese entreteniendo a la multitud. Así que decidió dejar de usar las manos. Pero cada vez que se agachaba se le escapaba. Por entonces, sus payasadas habían conseguido que todos se rieran, incluido yo.

—Hermano mayor —dijo Jiaojiao riendo—, ¿quién es ese?

—Un tonto, pero uno gracioso.

—¿Crees que es un tonto? —dijo un viejo con cuatro perros a la espalda. Parecía que nos conocía, pero yo no sabía quién era. Llevaba la chaqueta sobre los hombros, tenía los brazos cruzados y una pipa entre los dientes—. No es un tonto —dijo mientras soltaba un escupitajo—. Observa esa mirada desconfiada, cómo inspecciona todo a su alrededor. No es un hombre honesto —dijo—, no con esos ojos.

Sabía dónde quería llegar.

—Lo sabemos —dije suavemente—. Es un ladrón.

—Pues llama a la policía.

Llamé la atención del anciano hacia la cola de vendedores y animales.

—Ya lo tenemos controlado.

—Los truenos siempre suenan tras el festival. Hay ladrones en todas partes estos días —dijo—. Iba a alimentar a estos perros un mes más antes de sacarlos de redil, pero no podía jugármela porque los ladrones echan drogas a la manada; una que actúa durante días. Después los roban y los venden lejos.

—¿Qué me puedes contar de esa droga? —pregunté intentando sonar despreocupado.

Ahora que los días se estaban volviendo fríos, los hombres de la ciudad buscaban tónicos para mejorar su vitalidad, lo que significaba que los estofados de carne se disparaban. Nosotros suplíamos a la ciudad con carne de perro, y éramos los encargados de inyectarles el agua, y esos animales podían ser peligrosos si los molestabas. Esa droga podía resolver nuestros problemas. Una vez atontáramos a los perros, podríamos comenzar el tratamiento. Una vez hecho, serían más como cerdos que como perros y ya no serían una amenaza. Lo único que quedaría sería llevarlos al matadero apenas con vida.

—Me han contado que es una bomba de polvo roja que hace un ruido seco cuando golpea el suelo y libera una bruma rosada que dicen que huele raro. Incluso a un perro de pelea le daría un patatús con solo olerlo. —En un tono que quedaba entre el enfado y el temor, añadió—: Esos ladrones no son distintos a los que secuestran niños para venderlos. Pertenecen a sociedades secretas, y los campesinos corrientes no tienen manera de ponerles la mano encima a sus fórmulas. Posiblemente será un brebaje que no se pueda rastrear.

Me fijé en los ojos adormilados de sus perros.

—¿Los has emborrachado?

—Un litro de licor y cuatro panecillos —contestó—. El alcohol últimamente ha perdido su fuerza.

Jiaojiao se agachó frente a los perros y les dio golpes en la boca con un palo; de vez en cuando enseñaron los colmillos. Su aliento apestaba a alcohol. Cada cierto tiempo uno movía los ojos y hacían ruidos como si tuvieran una pesadilla.

Un hombre colocó una báscula en el redil de los perros y el gancho se balanceaba. Para mayor facilidad, construimos un redil exclusivamente para perros cerca del de las ovejas y los cerdos. Lo que lo hizo necesario fue el incidente de un trabajador que entró en el establo donde estaban todos los animales juntos para coger un cerdo y le mordieron unos perros que se habían vuelto medio locos tras ser encerrados. Aún estaba en el hospital recibiendo inyecciones diarias contra la rabia, inyecciones caducadas, según una persona que trabajaba en el centro. Si había empezado o no a mostrar signos de rabia era una pregunta sin resolver. Por supuesto, el que un trabajador hubiese sido mordido no era la única razón para la construcción del redil. Otra era que los perros emborrachados causaban estragos una vez se espabilaban, atacando a las ovejas y cerdos con sus colmillos. La paz era rara en el establo, de día o de noche. Una vez, tras planear el horario de producción, llevé a Jiaojiao a ver lo que ocurría en el redil. Resultó que no pasaba nada. Uno de esos raros momentos de paz. Vimos docenas de perros, algunos de pie, otros echados en el suelo, ocupando la mayor parte del redil, con los cerdos apiñados en una esquina (algunos blancos, otros negros y otros a lunares) y ovejas (junto a algunos machos cabríos y un par de cabras lecheras) en otra. No había casi espacio entre los cerdos, cuyas caras estaban clavadas en la verja, dejando sus traseros vulnerables. Las ovejas también estaban apiñadas, con un par de cabras de cuernos largos protegiéndolas. En apariencia ningún animal estaba libre de heridas, gracias, por supuesto, a los perros. A pesar de la tregua (ya que los perros descansaban) los cerdos y las ovejas esperaban lo peor. Incluso cuando los perros se relajaban, las peleas eran inevitables, incluyendo luchas entre los machos y el ocasional caos. En ese momento cerdos y ovejas estaban tan silenciosos que parecía que no existían. Pero entonces comenzó una especie de pelea en la manada entre una docena de perros, con piel y sangre por todos lados y algunas heridas serias. Jiaojiao y yo nos preguntamos qué estarían pensando los cerdos y las ovejas cuando empezó la batalla entre perros. Ella dijo que no pensaban en nada, que estaban aprovechando la pelea de perros para dormir. Le hubiese llevado la contraria, pero miré al establo y, como ella dijo, los animales estaban tirados en el suelo, con los ojos cerrados, durmiendo. Pero las peleas de perros eran raras. La mayoría de las veces, los perros, con sonrisas siniestras, lanzaban los ataques hacia las ovejas y los cerdos más grandes y los machos cabríos se defendían con valentía. Las cabras se levantaban sobre sus patas traseras, con la cabeza alta, y contraatacaban, pero los perros las esquivaban ágilmente. Alguien podría decir: «Pensé que habías dicho que los perros eran animales estúpidos. ¿Entonces cómo pueden estar tan alerta como lobos?». Sí, entraban en el redil siendo estúpidos, pero cuando olvidábamos alimentarlos durante una semana, su naturaleza salvaje se restablecía, acompañada por un incremento de su inteligencia. Volvían a ser predadores, y no era de extrañar que las ovejas y cerdos encerrados con ellos se convirtieran en sus presas. Tras ser vencidos en el primer asalto, los machos cabríos se preparaban para el segundo, enfurecidos, con las cabezas alzadas y dirigiendo sus cuernos hacia los acechantes perros. Pero sus movimientos estaban agarrotados, sus tácticas eran predecibles y eran, otra vez, esquivados por los perros. Entonces volvían a armarse de valor para hacer un tercer intento, pero eran más débiles que nunca, tanto que los perros apenas tenían que moverse para quitarse de su camino. A partir de ese momento las cabras fracasaban en cada ataque, y los perros reaccionaban atacando a las ovejas con sonrisas espantosas. Hundían sus colmillos en la cola, las orejas y las gargantas de las ovejas. Las víctimas balaban de dolor, mientras que los animales más afortunados salían en estampida como moscas. Algunos golpeaban sus cabezas contra el enrejado del establo y caían inconscientes al suelo. Los perros terminaban rápido con las ovejas muertas, comiéndoselo todo menos los poco apetitosos cuernos y la piel llena de pulgas. Los cerdos temblaban al ver cómo destripaban a las ovejas, porque sabían que serían los siguientes. Los cerdos más grandes intentaban evitarlos gruñendo y atacando como bombas. Los perros los esquivaban saltando y después posaban su mirada en los muslos y las orejas de los cerdos, y los mordían salvajemente. Con gritos de dolor, intentaban cambiar las tornas, pero eran inmediatamente tumbados por otro perro. Sus chillidos llenaban la atmósfera, pero solo durante un instante. La sangre empapaba el suelo cuando les abrían los estómagos y les sacaban y arrastraban los intestinos. Cualquiera podía ver por qué los animales necesitaban estar separados, incluso si el perro no hubiese mordido a uno de nuestros trabajadores. Hubiésemos perdido a un gran número de ovejas y cerdos de no haberlos separado, y hubiésemos criado perros salvajes que hubiésemos tenido que envenenar o disparar. Desde un punto de vista lúdico, hubiese preferido no separarlos. Pero no era el típico crío, no, era el jefe de uno de los talleres de la planta, con importantes responsabilidades, y lo último que quería era causar pérdidas económicas solo por estar entretenido con escenas sangrientas. Así que preparamos trece kilos de ternera con doscientas pastillas para dormir, y una vez que drogamos a los perros, los arrastramos hasta un redil construido exclusivamente para ellos. Despertaron adormilados después de tres días y sus ojos recorrieron su nuevo hogar. Después dieron vueltas por el redil, aullando para mostrar su disconformidad. El temperamento y la conducta estaban controlados por su estómago. Antes de venderlos, esos perros habían sido criados con una dieta controlada. Ahora se alimentaban de los restos del matadero y de la sangre de vacas y ovejas, razón suficiente para que hasta los más tontos volvieran a convertirse en lobos solo días después de haber llegado al redil. La decisión se había tomado para deshacerse de las vísceras del matadero.

Pero también queríamos mejorar la calidad de la carne, y sabíamos que esos perros darían un mejor producto que el de aquellos criados con una dieta no cárnica. El Señor Lan había dicho que el invierno llegaría pronto, la estación en la que el consumo de carne se disparaba, y era nuestro trabajo ofrecer un producto que incrementara la vitalidad de los consumidores. Aparte de eso, teníamos la intención de presentar esa carne de perro como obsequio para ampliar nuestra lista de compradores. Muchas noches estrelladas, mi hermana y yo observábamos a alguno de esos perros sentarse a lo largo de la verja del redil, mirar a las estrellas en el cielo y liberar largos y emocionados aullidos de lobo. El gemido de un solo animal a la luna hubiese tenido poco efecto en nosotros, pero acompañado del de docenas, el estrépito convertía la planta en un infierno en la tierra. Una noche de luna llena Jiaojiao y yo nos armamos de valor para acercarnos al redil a observarlos de cerca. Los brillantes ojos verdes de los perros creaban la ilusión de pequeñas linternas. Algunos aullaban al cielo nocturno, otros levantaban la pata para orinar contra la verja, y otros corrían y brincaban dibujando su cuerpo en el aire, con su pelaje brillando bajo la luz de la luna como si de finas sedas y satenes se tratase. No era un grupo de perros, era un grupo de lobos, simple y llanamente. Eso me hizo meditar sobre las enormes diferencias que existían entre carnívoros y herbívoros; un vistazo a esos perros y lo entendías. Cuando estaban bajo dieta de pienso eran mansos como ovejas y estúpidos como cerdos, pero una vez que empezaban a comer carne se convertían en lobos. Jiaojiao pareció leer mi mente.

—¿Venimos tú y yo de los lobos? —susurró.

Hice una mueca y dije:

—Sí, de ahí venimos precisamente. Tú y yo somos niños lobo.

Los perros no corrían y saltaban para ejercitar sus cuerpos, estaban obsesionados con poder saltar la valla para vivir libres en el mundo más allá del redil. Comer carne fresca y beber sangre caliente les había vuelto tan inteligentes que sabían qué era lo que les esperaba. El comienzo del invierno significaba que serían llevados al edificio de tratamiento con agua, donde se los inyectaría agua que los entumecería, afectando a su capacidad de andar y haciendo que sus ojos se hundiesen. Después estarían listos para el matadero, donde se les golpearía, se les despellejaría vivos, los destriparían y se empaquetarían para ser enviados a la ciudad como solución para los hombres que buscaban erecciones duras como el acero. No era la clase de futuro que un perro desearía. Al verles realizar esos extraordinarios saltos, me felicité por haber hecho las verjas lo suficientemente altas. Construidas con barras de hierro, medían cinco metros y gracias al alambre de acero eran prácticamente indestructibles. El Señor Lan y yo nos opusimos al principio a las barras de hierro, pero mi padre insistió y lo permitimos. Era, al fin y al cabo, el director de la planta. Y tenía razón. En el pasado, cuando vivía en el noreste, desarrolló un profundo interés por la relación entre perros y lobos. Ahora, al pensar en ese tiempo, me horroriza imaginar qué habría ocurrido si esos ahora lobunos animales hubiesen salido del redil. Toda la zona hubiese sido atacada. Nos hubiesen atacado a todos.

El hombre colocó la báscula sobre el redil de los perros, donde apareció mi padre de la nada.

—Vendedores de perros —gritó a los hombres que formaban una cola—. Acérquense.

El anciano se agachó, colocó su carga en los hombros y se puso en pie, levantando a sus cuatro perros. Oh, olvidé una cosa. Los hombres que crían perros marcan a sus animales, incluyendo el corte de las orejas y la inserción de aros en la nariz. El anciano, eludiendo esos métodos poco originales, les cortó la cola a sus perros, lo que les concedía un aspecto algo ridículo, pero incrementaban su agilidad. Me pregunté si sus perros sin cola se convertirían en lobos dentro del redil, y de ser así, si saltarían bajo la luna. Supongamos que lo hiciesen. ¿Serían entonces más gráciles que los otros o botarían como machos cabríos? Nos colocamos a su espalda sintiendo lástima por los perros que colgaban de sus hombros y sabiendo lo hipócritas que eso nos hacía. Mostrar simpatía hacia un perro era como una invitación a ser comido por él, y qué triste sería eso. En la antigüedad, la carne humana puede que fuera (no, seguro, era) una exquisitez para las fieras, pero hoy en día ser comido por un animal es como poner el mundo patas arriba, confundiendo los papeles entre comensal y vianda. Su propósito en esos días era ser comidos por humanos, lo que hace que la simpatía por ellos fuera hipócrita y risible. Aun así, no podía evitar sentir lástima por esas criaturas que colgaban a los lados de la barra que cargaba el hombre a los hombros, o tal vez encontraba la imagen desagradable. Intentando apartar mi mente de esos pensamientos débiles y vergonzosos, tomé a Jiaojiao de la mano y la llevé a la sala de inyección de agua, donde vimos cómo los vendedores de perros colocaban a sus animales, unos sobre otros, en la báscula. La única señal de vida eran pequeños gemidos, como los de una mujer con dolor de muelas, y resultaba difícil imaginarlos vivos. El hombre que manejaba la báscula movió el indicador de peso y lo anunció en voz baja. Padre, que estaba a su lado, dijo sin ganas:

—¡Quítale diez kilos!

—¿Por qué? —protestó el vendedor—. ¿Por qué va a descontar diez kilos?

—Porque has atiborrado a estos animales con al menos dos kilos de comida antes de venir aquí —dijo Padre con tranquilidad—. Solo rebajo diez kilos para que salves algo de dignidad.

El vendedor le contestó con una sonrisa irónica.

—Nadie puede engañarte, Jefe Luo. Pero estos animales están aquí para ser sacrificados y hemos de darles de comer, ¿verdad? Los he criado yo mismo. Son como de la familia. Además, vosotros les inyectáis agua antes de matarlos.

—Será mejor que puedas demostrarlo —contestó Padre con gesto frío.

—De verdad, Jefe Luo —dijo el vendedor con una risita—, si no queréis que la gente sepa algo, no lo hagáis. Todos saben lo de vuestra técnica de inyección de agua. ¿A quién creéis que engañáis? —El hombre me miró por el rabillo del ojo, y su voz sarcástica continuó—: ¿Estoy en lo cierto o no? Tú eres el jefe de la sala de inyección, ¿verdad?

—No inyectamos agua a los animales —me defendí—. Limpiamos la carne. ¿Puedes entenderlo?

—¿Limpiar la carne? —exclamó el hombre—. Los llenáis hasta casi estallar. Y lo llamáis limpiar la carne… Bueno, al menos he de reconoceros que os hayáis inventado un término tan fino.

—No voy a discutir contigo —le contestó enfadado Padre—. Vende tus perros con la rebaja de diez kilos o llévatelos de vuelta a casa.

—Jefe Luo —dijo el hombre entornando los ojos—, has cambiado desde que las cosas te van bien. Supongo que se te ha olvidado el tiempo en el que vagabas recogiendo colillas del suelo.

—Ya está bien —dijo Padre.

—De acuerdo —dijo el hombre—, tú ganas. Puedes decir cuándo la suerte de un hombre le sonríe por el aspecto de su caballo, pero las aves de presa siempre merodean cuando la suerte del conejo desaparece. —Se agachó y colocó a sus perros en la báscula—. ¿Por qué no llevas puesto hoy tu sombrero de cornudo? —preguntó con una sonrisa forzada.

El rostro de Padre enrojeció. Las palabras no llegaban a su boca.

Yo estaba a punto de humillar a ese hombre con mi ingenio y mi inteligencia, pero entonces escuché los gritos que salían de la sala de limpieza de carne, y cuando me giré, allí estaba el falso vendedor de ovejas, corriendo hasta la puerta principal, perseguido por una docena de trabajadores de la planta. Él miraba a su espalda, ellos gritaban:

—¡Cogedle, no dejéis que se escape!

Algo hizo clic en mi cabeza y grité:

—¡Es un periodista!

Cuando miré de nuevo a Padre, este estaba pálido, entonces agarré la mano de Jiaojiao y corrimos hacia la puerta. Estaba nervioso, me sentía como un perro persiguiendo a una liebre en un tedioso día invernal. Jiaojiao me ralentizaba, así que la solté y corrí como si mi vida dependiera de ello. El viento acariciaba mis orejas. Se oían gritos a mi espalda: ladridos de perros, ovejas balando, cerdos gruñiendo y vacas mugiendo. El hombre tropezó con una piedra y cayó al suelo; la velocidad que llevaba le hizo deslizarse sobre su barriga casi un metro. Su bolsa salió disparada. Un sonido casi inhumano escapó de su boca, como el de un sapo golpeado contra una roca. Se dio tal golpe que no pude evitar sentir lástima. El suelo estaba hecho con ladrillos viejos y gravilla, y era muy duro. Como poco se había roto la nariz y el labio, tal vez perdió un diente o dos. No se podía descartar incluso que se hubiese roto algún hueso. Pero se puso en pie como pudo, y cogió su bolsa, decidido a salir de allí, pero se quedó helado al ver (como yo) al Señor Lan y a mi madre, dos buenos oponentes, de pie como policías de una serie televisiva, bloqueando su camino. Los hombres que le perseguían le alcanzaron y le cogieron.

El Señor Lan y Madre estaban frente a él. Padre y yo a sus espaldas y los trabajadores le rodeaban. Con un movimiento de mano, el Señor Lan ordenó marchar a los obreros, que se alejaron con miradas desconfiadas. El pobre desgraciado miraba a su alrededor, buscando un modo de escapar de esa jaula humana. Supongo que pensó que yo era el eslabón más débil, pero Jiaojiao vino para reforzar la seguridad. Lo que hacía tan amenazante a la pequeña era el cuchillo que llevaba en la mano. El otro camino fácil era a través de mi madre, pero su gesto le hizo cambiar de opinión. Su rostro estaba rojo y su mirada borrosa, el típico aspecto distraído. Pero eso fue precisamente lo que hizo que él agachara la cabeza en señal de derrota. Me di cuenta entonces de que Padre tenía cara de abatimiento. Le dio la espalda al periodista e ignoró la fila de vendedores, luego se dirigió hacia el noreste de la planta, donde habíamos levantado una plataforma de madera de pino. Fue idea de Madre. Dijo que con el fin de ayudar al espíritu de aquellos animales que servían a la humanidad en el círculo de la vida tras matarlos, se necesitaba una plataforma donde realizar ritos budistas. No creo que el Señor Lan, que había sido matarife toda su vida, creyese en fantasmas y espíritus, así que me sorprendió que aceptara la idea. Ya realizamos algún rito tras invitar a un monje a recitar sutras mientras los obreros quemaban incienso y encendían bengalas en la plataforma. El monje era un hombre de rostro rojizo con voz resonante y altos ideales morales. Oír sus sutras era una experiencia profunda. Madre le comparaba con el monje Tang de la serie Viajes al Oeste. Cuando, bromeando, el Señor Lan le preguntó si quería pegarse un festín con la carne de Tang para alcanzar la inmortalidad, ella le pegó una patada en la espinilla y gruñó: «¿Qué crees que soy? ¿Un demonio?».

Mi padre visitaba con regularidad la plataforma, que tenía diez metros de alto y un agradable olor a pino; algunas veces permanecía allí durante horas, sin bajar siquiera a comer.

—Papá —pregunté una vez—, ¿qué haces allí arriba?

—Nada —me contestó con frialdad.

—Yo lo sé —contestó Jiaojiao—. Se toca la cabeza con gesto siniestro y no hace nada más.

Ella y yo subimos un par de veces para echar un vistazo y oler la esencia de pino. Veíamos los pueblos a lo lejos, el río, la niebla de su orilla, los terrenos en barbecho y toda clase de vapores que flotaban por el horizonte. La vista adormecía nuestras emociones.

—Sé lo que hace ahí —dijo.

—¿El qué? —pregunté.

Con un suspiro como el de una anciana exasperada dijo:

—Piensa en los bosques del norte.

Miré sus ojos húmedos y supe que quería decirme algo más. Había oído discutir a Padre y Madre.

—Soy como un carpintero cargando con su propia picota —dijo Madre.

—No utilices tu mente retorcida para juzgarme —contestó Padre.

—Hablaré con el Señor Lan para desmontar esa cosa —amenazó Madre.

Padre entonces la señaló y con los dientes apretados contestó:

—¡No me hables de él!

—¿Por qué no? ¿Qué te ha hecho él? —contestó furiosa.

—Mucho —contestó Padre.

—Oigámoslo.

—¿Me estás diciendo que no lo sabes?

La cara de Madre se enrojeció y sus ojos parecían envenenados.

—La mierda seca no se pega a una persona —dijo ella.

—No puedes tener olas sin viento —contestó Padre.

—No he hecho nada de lo que deba avergonzarme —replicó Madre.

—Él es mejor que yo —dijo Padre—. Su familia es mejor que la nuestra. Si prefieres estar con él no me interpondré, pero antes tendrás que terminar conmigo. —Se dio media vuelta y se marchó.

Madre lanzó un cuenco contra el suelo y lo rompió, después lanzó una amenaza a Padre:

—¡Tong Luo, la próxima vez que me intimides haré lo que crees que ya he hecho!

Voy a parar aquí, Señor Monje. Hablar de esto me entristece, mejor seguiré con mi historia acerca del periodista.

Padre subió a fumar a la plataforma. Madre volvió a su oficina. El Señor Lan, Jiaojiao y yo acompañamos al periodista a mi despacho, que estaba en una esquina de la zona de tratamiento de agua. Podía ver cómo trabajaba a través de los huecos de las paredes contrachapadas. Tras explicarle en qué consistía el procedimiento de lavado de carne, le ofrecimos limpiarle las entrañas y después llevarle al matadero, donde mezclaríamos su carne con carne de perro y la venderíamos a la ciudad. Perlas de sudor del tamaño de judías escapaban de los poros de su frente. Vimos que se había hecho pis encima.

—¿Quién ha oído hablar alguna vez de un adulto haciéndose pis encima? ¡Qué asco! —señaló Jiaojiao.

Si por otro lado, no le apetecía ser limpiado y descuartizado, estaríamos dispuestos a contratarle para nuestro departamento de relaciones públicas, con un salario mensual de mil yuanes y doscientos yuanes extras cada vez que apareciese un artículo sobre la planta en algún periódico, sin importar el número de palabras. Bueno, firmó, y escribió un artículo que casi llenaba una página. Tal como prometimos, le dimos doscientos yuanes, le invitamos a un espectacular festín de carne y le regalamos cuarenta y cinco kilos de carne de perro.

Los siguientes periodistas (dos más) que vinieron trabajaban para la televisión. Sun Pan y su ayudante venían disfrazados de vendedores, equipados con cámaras ocultas. Recorrieron las instalaciones, y nosotros les hicimos la misma oferta; invitarles a trabajar con nosotros.

Mientras que el Señor Lan y yo hablábamos con el periodista, Padre fumaba en la plataforma. Cada quince o veinte minutos una colilla caía al suelo. Sufría una profunda depresión. Padre…, pobre hombre.

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