¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 7

Página 10 de 49

¡BOOM! 7

El ruido de la lluvia había disminuido un poco, los relámpagos y los truenos se habían alejado. Vi que había mucha agua en el jardín del templo y que había inundado por completo el camino de piedra. Unas hojas de color verde amarillento flotaban en el agua junto a un juguete de plástico con forma de caballo. Se encontraba en el suelo y tenía las cuatro patas apuntando al cielo. La lluvia se fue atenuando hasta que paró. Se levantó una brisa desde los campos, que sacudió las hojas del ginkgo, produciendo incesantes ruidos y rociando gotas plateadas de lluvia, que descendían como si pasaran por un tamiz invisible y creaban oleaje en la superficie del agua. Los dos gatos asomaron la cabeza por el agujero del árbol, maullaron y volvieron al interior. Ya había oído unos maullidos lastimeros en el interior de ese mismo árbol y me di cuenta de que cuando el cielo rompió a llover aquella gata sin cola parió a sus crías. Los animales prefieren parir a sus crías cuando diluvia, tal y como decía mi padre. También vi una serpiente negra con rayas blancas moviéndose en la superficie del agua. A continuación un pez plateado se elevó en el aire y su cuerpo plano se encorvó como una pala de arado, con fuerza y belleza, con elegancia y suavidad, y volvió a entrar en el agua haciendo un ruido seco que sonó igual que la bofetada que me dio el carnicero Zhang hace muchos años con su mano llena de grasa cuando me pilló robando un trozo de carne de su puesto. ¿De dónde había salido ese pez? Solo él sabía la respuesta. El pez apenas podía nadar en tan poca agua y tenía la aleta dorsal verde al descubierto. Un murciélago salió del templo y pasó volando por encima de nuestras cabezas, seguido de un enjambre de murciélagos, todos procedentes del mismo lugar. El resto del granizo que había caído a mis pies ya se había derretido. «Señor Monje —dije—, va a anochecer enseguida», pero no obtuve respuesta alguna.

El sol, tan rojo como la cara encendida de un herrero, salió entre los campos de trigo que se situaban al este. El protagonista llegó por fin. Era nuestro alcalde, el Señor Lan, un hombre alto y musculoso (eso fue antes de que engordara, le saliera barriga y papada). Tenía una barba espesa y castaña, del mismo color que sus ojos, lo que hacía preguntarse si era realmente de la etnia Han [17]. Todo el mundo le miró en el momento que irrumpió en la plaza, con la cara iluminada por el sol, lo que la volvía más brillante y colorida. El Señor Lan se detuvo delante de mi padre, pero su mirada estaba fija en los campos de detrás del muro, donde los rayos matutinos del sol se alzaban e impregnaban la tierra de un sol glorioso. Los cultivos eran de un verde jade, las flores silvestres estaban empezando a florecer y su fuerte aroma pendía en el aire donde las alondras revoloteaban y cantaban al rosado cielo. Mi padre era invisible a los ojos del Señor Lan, y por supuesto, yo también. ¿Quizá los rayos del sol le habían dejado ciego? Pero eso fue una idea tonta que me vino de repente a la cabeza y enseguida me di cuenta de que el Señor Lan estaba tratando de provocar a mi padre. En el momento en el que giró la cabeza para hablar con los vendedores y matarifes se bajó la cremallera del pantalón de su uniforme y se sacó aquella cosa negra sin vacilar. Un riachuelo de orina pardusca manó con fuerza delante de mi padre y de mí. Un olor asqueroso inundó mis fosas nasales. Fue un contundente riachuelo, de unos quince metros de largo. Debió haberse aguantado toda la noche sin hacer pis con tal de humillar a mi padre. Las colillas de los cigarrillos de mi padre avanzaban por la orina y en poco tiempo se expandieron y perdieron su forma. En el instante en el que el Señor Lan se sacó su cosa, los vendedores y los matarifes empezaron a reírse de forma nerviosa, pero pararon de inmediato como si una mano gigantesca e invisible les hubiese agarrado por la garganta para callarles. Se quedaron ahí mirándonos fijamente con la boca abierta y con cara de completo asombro. Ni siquiera los matarifes, que sabían que el Señor Lan quería pelearse con mi padre, se imaginaban que haría algo así. Su orina nos dio en el pantalón y en los zapatos, y algunas gotas incluso llegaron a nuestra cara y entraron en nuestra boca. Salté furioso, pero mi padre ni se inmutó. Se quedó inmóvil como una piedra. Me puse a insultar en voz alta:

—¡Lan, que te jodan!

Mi padre se quedó mudo. El Señor Lan sonrió con superioridad, sin mirarnos. Mi padre tenía los ojos mediocerrados, como si fuera un campesino disfrutando de la imagen del agua cayendo de los alerones de un tejado. Cuando el Señor Lan terminó, se abrochó la cremallera, se giró y se dirigió al ganado. Oí que los vendedores y los matarifes suspiraron con fuerza, pero no sabía si era porque les daba pena mi padre o porque les parecía gracioso el Señor Lan. Los matarifes también se adentraron entre el ganado y enseguida empezaron a elegir sus productos. Los vendedores se acercaron y empezó el regateo. Me di cuenta de que negociaban de forma distraída, de que no tenían mucho interés. Aunque no estaban mirando a mi padre, sabía que estaban pensando en él. ¿Y qué estaba haciendo mi padre en ese momento? Tenía las piernas flexionadas y la cara escondida entre sus rodillas, como un águila aletargada en la base de un árbol. No pude verle la cara, por lo que no pude saber qué expresión tenía. Me entristeció su cobardía. En aquel entonces yo era solo un niño de cinco años, pero sabía que el Señor Lan había humillado terriblemente a mi padre, y también sabía que ningún hombre que se hace valer aguantaría ese tipo de ofensa. Incluso yo fui capaz de insultarle. Mi padre en cambio se quedó mudo e inerte como una piedra. Aquel día, las negociaciones se cerraron sin la intervención de mi padre. Sin embargo, cuando la venta se terminó, los compradores y los vendedores se acercaron a él y le lanzaron unos billetes. El primero que lo hizo fue nada más y nada menos que el Señor Lan. El muy cabrón, no contento con haberle orinado a mi padre en la cara, sacó dos billetes nuevos de diez yuanes y les dio unos golpecitos con la mano en el aire para llamar su atención. No funcionó sin embargo; mi padre siguió en la misma postura, con la cara escondida entre las rodillas. Eso pareció decepcionar al Señor Lan, que miró rápidamente a su alrededor y luego tiró los dos billetes a los pies de mi padre. Uno de ellos cayó justamente en el charco de orina y se quedó junto a los cigarrillos empapados y deshechos. En ese momento, sentí que mi padre había muerto en mi corazón. Había perdido todo el respeto por sí mismo, su familia y antepasados. No se le podía considerar una persona, estaba a la altura de los cigarrillos que nadaban en la orina de su adversario. Después de que el Señor Lan dejara el dinero, los matarifes y vendedores hicieron lo mismo, mirándonos de forma compasiva, como si fuéramos dos mendigos que se habían ganado su gratitud. El dinero que nos dejaron fue el doble que el de costumbre y no sabía si nos estaban recompensando por nuestra actitud pacífica o si simplemente estaban siguiendo el ejemplo del Señor Lan. Cuando miré los billetes que caían a nuestros pies como hojas secas de un árbol, me puse a llorar. Por fin, mi padre levantó la cabeza. Su cara era inexpresiva; no había rastro de tristeza, ni de rabia, y parecía una tabla de madera ajada. Me miró fríamente y sus ojos empezaron a esbozar cierta perplejidad, como si no tuviera ni idea de por qué estaba llorando. Le agarré del cuello y le dije:

—Papá, para mí ya no eres mi padre. ¡Llamaría al Señor Lan papá antes que llamártelo a ti de nuevo!

Al oír mis gritos todo el mundo se quedó anonadado y a continuación rompieron a reír a carcajadas. El Señor Lan me levantó el dedo pulgar en señal de aprobación y dijo:

—Xiaotong, buen chico, eres justo lo que necesito, un hijo. Desde hoy puedes venir a mi casa siempre que quieras. Si quieres comer cerdo, cocinaremos cerdo, si quieres ternera, cocinaremos ternera. Y si te traes a tu madre, os recibiré a los dos con los brazos abiertos.

Ese había sido un insulto demasiado grave como para pasarlo por alto por lo que me abalancé sobre la pierna del Señor Lan. Él se movió ligeramente y esquivó mi ataque, de modo que caí de bruces al suelo y me hice un corte en el labio, del que manó mucha sangre oscura. El Señor Lan rompió a reír:

—Mocoso, acabas de llamarme papá y ahora quieres atacarme. ¿Quién en sus santos cabales querría tener un hijo como tú?

Nadie me ayudó a levantarme por lo que no tuve más remedio que hacerlo yo solo. Caminé hacia donde estaba mi padre y le di una patada en la espinilla para manifestarle mi decepción. Eso no solo no enfadó a mi padre sino que ni se inmutó por lo que hice. Simplemente se frotó la cara con sus dos manazas, se cruzó de brazos y bostezó como un gato viejo y perezoso. A continuación bajó la mirada al suelo y con cuidado, detenimiento y lentitud cogió los billetes que estaban en la orina del Señor Lan. Luego los levantó y los miró a contraluz, como si estuviera comprobando si eran falsos. Finalmente cogió el último billete del Señor Lan, que tan solo se había salpicado de orina, y lo secó en su pantalón. Ahora que tenía los billetes bien colocados en las rodillas los cogió con la mano izquierda, escupió un poco de saliva en su dedo pulgar y dedo corazón de la mano derecha y empezó a contarlos uno por uno. Me lancé hacia él para quitarle el dinero. Quería romper los billetes en mil pedazos y lanzarlos al aire o directamente a la cara del Señor Lan para vengarme de la humillación por la que nos había hecho pasar. Sin embargo, mi padre fue muy rápido. Se levantó de un salto con la mano bien estirada en el aire y dijo:

—Serás tonto, hijo. ¿Qué te crees que estás haciendo? El dinero no tiene ninguna culpa. La culpa la tienen las personas. No pagues tu enfado con el dinero.

Le agarré del brazo con la mano izquierda y salté para tratar de quitarle ese sucio dinero con la otra mano. Sin embargo no tenía ninguna opción frente a mi padre. Me enfadé tanto que empecé a darle cabezazos en la cintura, pero mi padre me dio palmaditas en la cabeza y me dijo:

—Vale ya, hijo, para de hacer tonterías. Mira hacia allí, fíjate en el toro del Señor Lan. Se está enfadando.

Era un toro luxi[18] grande, fuerte y de color jaro que tenía los cuernos rectos y un pelaje tan suave como la seda que cubría sus enormes músculos, iguales a los de los atletas que vería más tarde por televisión. Todo su cuerpo era de color dorado pero su cara era sorprendentemente blanca. Era la primera vez que veía un toro así de grande y con la cara blanca. Estaba castrado, tenía los ojos rojos y miraba a la gente de arriba abajo de una forma espeluznante. Ahora, recordándolo, creo que ese era el tipo de mirada a la que la gente se refería cuando describían a los legendarios eunucos. La castración cambia la naturaleza del hombre y lo mismo sucede con los toros. Al señalar al toro, mi padre hizo que me olvidara del asunto del dinero, al menos durante unos segundos. Me giré justo a tiempo para ver al Señor Lan saliendo de la plaza pavoneándose mientras guiaba a su toro. ¿Cómo no iba a pavonearse después de humillar a mi padre? Su reputación había aumentado de forma drástica entre la gente del pueblo y los vendedores de ganado. El Señor Lan se acababa de enfrentar al único hombre que no le tomaba en serio, y le había ganado. Nadie en el pueblo volvería a desafiarle. Sin embargo, a continuación ocurrió una cosa tan increíble que incluso ahora, muchos años después, me cuesta creerlo. De repente el toro luxi se paró en seco. El Señor Lan se giró y tiró del ronzal, pero fue en vano. Al toro no le costó lo más mínimo permanecer inmóvil y parecía como si se estuviera burlando de la escasa fuerza del Señor Lan, cuyos intentos resultaron inútiles. El Señor Lan era matarife de profesión y emanaba un olor que era capaz de espantar a un ternero y hacerle temblar como un flan o hacer que el animal más terco del mundo esperara su muerte sumisamente cuando se detenía delante de él con el cuchillo en la mano. Incapaz de mover a ese toro, el Señor Lan rodeó al animal, levantó la mano, le dio un golpe en la grupa y le gritó con todas sus fuerzas en la oreja. Por lo general, cualquier otro animal se hubiese asustado pero ese toro luxi ni se inmutó. Disfrutando todavía la victoria sobre mi padre y comportándose como un soldado arrogante, el Señor Lan le dio sin pensar una patada al toro en el estómago. El animal se dio la vuelta, mugió de forma ensordecedora, bajó la cabeza y con los cuernos lanzó al Señor Lan por los aires como si pesara menos que una esterilla. Todos los vendedores y matarifes se quedaron paralizados y sin palabras. Ninguno se atrevió a acudir en su ayuda. El toro bajó la cabeza y volvió a cargar. El Señor Lan no era un hombre cualquiera y cuando vio los cuernos dirigirse hacia él fue capaz de pensar y de sacar fuerzas para echarse a un lado y esquivar ese segundo ataque mortal. Con los ojos al rojo vivo de la furia, el toro volvió a cargar de nuevo. El Señor Lan huyó de él varias veces y por fin consiguió levantarse. Vimos que estaba herido pero no era muy grave. Se quedó ahí de pie, mirando al toro a la cara, con el cuerpo girado, y sin apartar los ojos del animal ni un segundo. El toro bajó la cabeza, echó espumarajos por el morro y gruñó con fuerza, listo para el próximo ataque. El Señor Lan levantó una mano para distraer al toro en un gesto de valentía aunque en realidad parecía un torero muerto de miedo tratando de hacer cualquier cosa con tal de salvar su reputación en la plaza. Entonces dio un pequeño paso precavido hacia delante pero el toro no se movió. En su lugar el animal bajó un poco más la cabeza, síntoma de que el siguiente ataque era inminente. El Señor Lan dejó a un lado las bravuconerías, se puso a gritar, se dio la vuelta y empezó a correr desesperado. El toro salió detrás de él, con el rabo rígido como una barra de hierro y levantando barro con las patas en todas direcciones como si fuera una ametralladora. El Señor Lan, terriblemente asustado y decidido a escapar, se dirigió de forma instintiva hacia la multitud de gente con la esperanza de encontrar cobijo entre ellos. Sin embargo, rescatarle era lo último que se les pasó por la cabeza. Todos los hombres salieron corriendo lo más rápido que pudieron y gritaron desesperados. Afortunadamente, el toro era lo bastante inteligente como para perseguir únicamente al Señor Lan y no pagarlo con los demás. Los matarifes y vendedores atravesaron el mercado despavoridos y se subieron a los árboles y muros. El Señor Lan, asustado y aturdido, corrió hacia nosotros. Mi padre, en ese momento tan apremiante, me cogió del cuello con una mano y del pantalón con la otra y me lanzó a la parte de arriba del muro segundos antes de que el Señor Lan se refugiara detrás de él. Cuando trató de apartarse, el Señor Lan se agarró a su ropa para que le sirviera de escudo. Mi padre retrocedió y el Señor Lan también hasta que se quedaron pegados al muro. Mi padre sacó los billetes y los agitó delante de los ojos del toro, mientras decía:

—Toro, torito, nunca hemos tenido problemas tú y yo, ni los tendremos, así que vamos a solucionar esto…

Justo en ese instante, mi padre le tiró los billetes al toro a la cara y se subió a su lomo antes de que el animal pudiera reaccionar. Entonces le metió los dedos en el hocico, lo agarró del aro y le levantó la cabeza. Todos los toros de Xixian eran animales de granja, por lo que tenían un aro en el hocico. Ahora bien, el hocico es el punto débil de los toros y nadie, ni si quiera el mejor campesino del mundo, sabía más de toros que mi padre. Yo estaba sentado en el muro y me puse a llorar.

—Padre, estoy tan orgulloso de ti y de cómo has puesto fin a nuestra humillación y has lavado nuestra imagen de forma tan inteligente y valiente…

Los matarifes y vendedores vinieron corriendo a ayudar a mi padre y tiraron a ese toro dorado y de cara blanca al suelo. Para evitar que el animal atacara a alguien más, uno de los matarifes se fue corriendo a su casa tan rápido como una liebre, cogió un cuchillo grande afilado y se lo pasó al Señor Lan, que con la cara amarillenta retrocedió un poco y negó con la cabeza. El matarife se giró de un lado a otro con el cuchillo en la mano mientras decía:

—¿Quién va a hacerlo? ¿Nadie? En tal caso imagino que me toca a mí.

Se remangó la camiseta, pasó el cuchillo por la suela de su zapato, se agachó, cerró un ojo como un carpintero midiendo la madera, apuntó a la pequeña hendidura del pecho del toro y clavó el cuchillo con fuerza. Cuando lo sacó un torrente de sangre empezó a manar por todas partes pintando a mi padre de rojo.

Ahora que el toro estaba muerto, todo el mundo se atrevió a bajar de los árboles y muros. La sangre negruzca siguió manando de la herida a borbotones como una fuente, desprendiendo un olor asqueroso que se impregnaba en el aire de la mañana. Los hombres se quedaron ahí de pie, como globos desinflados, marchitos y apagados. Todos tenían muchas cosas que decir y sin embargo nadie dijo nada excepto mi padre. De repente bajó la cabeza, abrió la boca, que escondía una hilera de dientes amarillos, y dijo:

—Oh, Dios mío, qué susto.

Todos se giraron para mirar al Señor Lan, que quería que le tragara la tierra. Estaba tan avergonzado que trató de disimularlo bajando la cabeza y mirando al toro muerto, cuyas patas estiradas todavía temblaban. Aún tenía un ojo abierto, como si estuviera soltando la ira que le quedaba dentro. El Señor Lan le dio una patada y dijo:

—Maldita sea. Me paso la vida matando toros y hoy casi me mata uno a mí. —Después de decir esta frase levantó la cabeza, miró a mi padre y le dijo—: Tong Luo, te debo una, pero tú y yo no hemos terminado.

—¿Terminado con qué? —dijo mi padre—. No hay nada entre tú y yo.

—¡Ni se te ocurra tocarla! —dijo el Señor Lan muy enfadado.

—Nunca quise tocarla. Fue ella la que me lo pidió —contestó mi padre—. Ella dijo que eras un perro y que no iba a dejar que la tocaras otra vez.

En aquel momento no entendía nada, pero con el tiempo me di cuenta de que se referían a Tía Burrita, que era la dueña de una pequeña licorería. En aquel entonces le pregunté:

—Papá, ¿de qué estabais hablando? ¿Tocar el qué?

—Nada que un niño deba saber —contestó mi padre.

—Hijo, ¿no dijiste que querías ser parte de la familia Lan? ¿Entonces por qué le sigues llamando papá? —dijo el Señor Lan.

—No eres más que una montaña de mierda de perro —contesté.

—Hijo —dijo el Señor Lan—, vete a casa y dile a tu madre que tu padre se ha perdido en la cueva de Tía Burrita y que no puede salir.

Eso hizo que mi padre se enfadara tanto como el toro, y a continuación bajó la cabeza y se abalanzó sobre el Señor Lan. Forcejearon durante unos segundos antes de que el resto de los hombres los separaran. Sin embargo, en ese breve espacio de tiempo, el Señor Lan consiguió romperle un dedo a mi padre y mi padre le mordió y le arrancó la mitad de la oreja. Mi padre la escupió y dijo furioso:

—¡Hijo de puta, cómo te atreves a decir cosas así delante de mi hijo!

Ir a la siguiente página

Report Page