¡BOOM!

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¡BOOM! 12

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También conocía a esa persona. Era un vendedor de carne asada. Él también llevaba en su bicicleta un tarro que desprendía un delicioso olor a carne. Era el cuñado de nuestro alcalde, cuyo apodo familiar era Suzhou. Nunca recordaba su nombre verdadero. A lo mejor era porque su apodo ya de por sí era muy especial al ser el nombre de una ciudad del sur. Suzhou, Suzhou, ¿en qué estaban pensando sus padres cuando le pusieron un nombre como ese? Él era una de las pocas personas de nuestro pueblo que no era matarife. Algunos decían que era budista y que por eso no mataba a ningún ser vivo pero sin embargo cocinaba las entrañas de los animales sacrificados para vendérselas a la gente. Siempre tenía la boca y las mejillas cubiertas de grasa, olía a carne de la cabeza a los pies, por lo que costaba imaginar que era budista. Yo sabía que le añadía colorantes y formaldehído a la carne por lo que sus productos eran como los de Gang Shen: de un color vivo y un aroma extraño. Decían que tratar la carne era perjudicial para la salud pero yo preferiría comer carne mala que coles y rábanos por muy sanos que fueran. A día de hoy sigo pensando que siempre fue un hombre bueno. Dado que era el cuñado del Señor Lan lo normal sería que se llevasen bien. Sorprendentemente no era así. El Señor Lan era como el rey de nuestro pueblo y mucha gente quería estar de su parte y conseguir favores, aunque siempre se llevaban una desilusión. Pero Suzhou no era así y por eso le consideraban un bicho raro. Él siempre decía: «Todo tiene consecuencias, la maldad como la bondad». Se lo decía a los adultos, a los niños, y cuando estaba solo seguramente se lo decía a sí mismo.

Suzhou giró la cabeza al pasar de largo.

—Señora Yang, si quieres vender esa cabeza de cerdo no necesitas ir al mercado. Llévala a mi casa y te daré el mismo dinero. «Todo tiene consecuencias, la maldad como la bondad».

Madre le ignoró y siguió corriendo, arrastrándome tras él. Suzhou pedaleaba con fuerza tratando de avanzar contra el viento que había empezado a levantarse de frente. Las ramas desnudas de los álamos de al lado de la carretera se doblaron y empezaron a crujir. El cielo se volvió oscuro; el sol, que estaba altísimo, mandaba finos rayos rojizos. De vez en cuando veíamos excrementos secos de vaca en mitad de la carretera blanquecina y barrida por el viento. La vida agrícola de nuestro pueblo desapareció por completo; los campos yacían sin explotar y ya nadie criaba vacas. Por lo tanto esos excrementos los debían haber dejado los furtivos comerciantes de ganado que venían de Xixian a nuestro pueblo. La imagen de esos excrementos me recordó a los días gloriosos en los que acompañaba a mi padre a tantear y poner precio al ganado bovino y a la deliciosa fragancia de la carne cocinada. Tragué saliva y miré a Madre a la cara. Unos riachuelos de sudor (posiblemente mezclado con lágrimas) le mojaron el cuello de su jersey. ¡Yuzhen Yang, te odio y me das lástima! Mis pensamientos se detuvieron en la cara ovalada y sonrosada de Tía Burrita. En sus cejas espesas que se juntaban en el medio sobre unos ojos que apenas tenían la parte blanca y una nariz de águila que sobresalía sobre su boca ancha. La expresión de su cara siempre me recordaba a un animal, aunque no sabía a cuál. Al cabo de un tiempo llegó un hombre a nuestro pueblo que vendía una selecta raza de zorros. Cuando miré dentro de las jaulas, que parecían conejeras, y vi la cara de desconfianza de esos animales, entonces lo supe.

Cada vez que iba con mi padre a casa de Tía Burrita, ella siempre nos recibía con una sonrisa y me daba un trozo humeante de ternera o cerdo.

—Venga, comételo —me decía—. Come todo lo que quieras. Hay mucho más.

Me parecía que su sonrisa escondía cierta maldad, como si quisiera engatusarme para hacer algo malo solo para divertirse. Pero a mí me caía bien de todos modos. Nunca me hizo hacer nada extraño y si hubiera sido así no lo habría dudado ni un segundo. Luego la vi en los brazos de mi padre y

(Señor Monje, le estoy diciendo la verdad) esa imagen me emocionó tanto que se me llenaron los ojos de lágrimas. En aquel entonces no entendía muy bien qué sucedía entre un hombre y una mujer y no sabía por qué los labios de mi padre se juntaban con los de Tía Burrita, o por qué hacían esos ruidos como si trataran de succionar o rescatar algo de la boca del otro. Ahora sé que se llama morrearse o, si se prefiere un término más fino, besarse. Por supuesto que yo no lo había experimentado nunca, pero las expresiones de sus caras y el modo de moverse me parecían muy pasionales y dolorosos porque vi lágrimas en los ojos de Tía Burrita.

Madre estaba hecha polvo; para cuando nos adelantó Suzhou sus pasos se ralentizaron de forma considerable, al igual que los míos. No era porque se lo hubiera pensado mejor, no, no era eso. Ella seguía queriendo ir a la estación de tren y traer a Padre de vuelta a casa. De eso estaba seguro. Era mi madre y la conocía bien. Sabía lo que estaba pensando solo con mirarla a la cara y escuchar su respiración. La razón principal por la que aminoró el paso era agotamiento. Se había despertado antes del amanecer, había prendido la estufa de carbón, cargado el tractor y luego, aprovechándose del frío, echado agua a los cartones para hacerlos más resistentes. A continuación vino el dramático reencuentro con Padre y luego se fue a comprar la cabeza de cerdo y, sospeché, a darse unos baños de azufre (pude oler el sulfuro cuando la vi por la puerta). Tenía buen color en la cara, se la veía de buen humor y tenía el pelo mojado y brillante, lo que demostraba que había ido a los baños públicos. Había vuelto a casa llena de esperanza y alegría y lo que se encontró fue que Padre se había ido por segunda vez, lo que la había destrozado, como si le hubiese atravesado un rayo o le hubieran tirado un cubo de agua helada de la cabeza a los pies. Cualquier otra mujer que hubiera sufrido un golpe como ese se hubiese vuelto loca o hubiese roto a llorar desesperada; mi madre se quedó ahí de pie con los ojos vidriosos y la mandíbula desencajada, pero solo durante unos segundos. Ella sabía que tirarse al suelo y fingir morir no la ayudaría mucho; llorar tampoco. Lo que necesitaba hacer era ir a la estación antes de que partiera el tren e impedir que ese hombre sin hogar (que había sido capaz de mantener la dignidad) se fuera. Después de que Padre se marchara la primera vez Madre no paraba de repetir un dicho que escuchó en algún lado: «¡Moscú no cree en las lágrimas!». Ese se convirtió en su mantra junto con el de Suzhou: «Todo tiene sus consecuencias, la bondad y la maldad». Esas dos frases se difundieron por todo el pueblo. El hecho de que Madre repitiera eso demostraba su sentido de la realidad. Llorar no ayudaba en momentos de crisis. Moscú no creía en las lágrimas, ni el Pueblo de la Matanza. La única forma de recuperarse de una crisis es actuar.

Nos quedamos en la puerta de la sala de espera de la estación tratando de recuperar el aliento. La estación de nuestro pueblo era diminuta y solo llegaban unos cuantos trenes locales de mercancías que también traían pasajeros. En la plaza de fuera, azotada por el viento, había un muro con pósteres, y todavía se veían restos de los eslóganes. Ciertos oponentes políticos habían pintado eslóganes a tiza antirrevolucionarios, insultando sobre todo a los directores del partido o del ayuntamiento. Una mujer que vendía cacahuetes fritos tenía su puesto enfrente de ese muro y llevaba una bufanda granate y una mascarilla que solo le dejaba al descubierto los ojos y su mirada furtiva. Un hombre yacía a su lado, de brazos cruzados y un cigarrillo en la boca, con aspecto aburrido. En la parte trasera de la bicicleta llevaba una palangana de metal y el olor a carne atravesaba la rejilla que la cubría. No era Gang Shen, ni Suzhou. ¿Dónde se habían ido? ¿Su deliciosa carne que olía a manjar de dioses ya estaría en el estómago de alguien? ¿Cómo lo iba a saber yo? Enseguida me di cuenta de que en la palangana de metal había entrañas de ternera y de vaca a las que les habían inyectado una gran cantidad de colorantes y formaldehído, lo que las hacía parecer frescas y con una fragancia muy aromática. Miré la carne de reojo, como si le fuera a echar el anzuelo, deseoso de coger un trozo. El problema era que mi madre me tenía agarrado y me estaba arrastrando a la sala de espera.

En la entrada había una puerta de resortes muy vieja y pasada de moda. Para abrirla tenías que pelearte con ella, lo que al final conseguías después de mucho esfuerzo y ruido. Cuando la soltabas el resorte se cerraba de golpe y rebotaba, por lo que si no te habías apartado te daba en la espalda y si tenías suerte solo hacía que te tropezaras o que te cayeras de bruces. Tiré de la puerta para que pasara Madre y a continuación entré yo a toda prisa y me coloqué detrás de ella; cuando la puerta se cerró de un portazo yo ya estaba a salvo dentro, por lo que los malvados planes de la puerta de mandarme volando no funcionaron.

De inmediato vi a Padre y a la preciosa niña que Tía Burrita y él habían tenido, mi hermana pequeña. Gracias a Dios no se habían marchado todavía.

Alguien (no sabía quién) lanzó un uniforme militar bañado en sangre y con un terrible hedor desde fuera de la puerta y cayó entre el Señor Monje y yo. Miré fijamente ese objeto tan siniestro, perplejo, y me pregunté qué pasaba. El uniforme tenía un agujero del tamaño de una moneda justo en la parte donde el olor era más intenso. También percibí un ligero olor a pólvora y cosméticos. Tenía algo blanco metido en uno de los bolsillos. ¿Era una bufanda de seda? La curiosidad me empujó a tocarlo pero justo en ese momento un montón de barro con hierbajos y tejas rotas cayó del cielo y cubrió esa ropa ensangrentada, por lo que justo ahí, entre el Señor Monje y yo, se levantó una pequeña tumba. Miré al techo oscuro y vi que unos rayos de sol se habían abierto paso entre el oscuro cielo. Temí que este templo, completamente olvidado, estuviera a punto de derrumbarse y empecé a ponerme nervioso. Pero el Señor Monje seguía inmóvil y respiraba con tranquilad. La niebla de fuera había desaparecido y un sol radiante bañaba la tierra, convirtiendo la humedad del jardín en vaho. Las hojas del ginkgo

tenían un brillo meloso e irradiaban vida. Un hombre alto, que llevaba una chaqueta naranja de piel, un pantalón militar de lana de color aceituna, unas botas rojas de piel de ternera, la raya en el medio, unas gafas de sol pequeñas y redondas y un puro entre los dientes, apareció en el jardín.

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