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Padre y Madre se despertaron temprano el día en que la planta de empaquetado de carne Huachang fue abierta oficialmente y nos sacaron a Jiaojiao y a mí de la cama. Sabía que era un día muy importante para el Pueblo de la Matanza, para mis padres y para el Señor Lan.

Cuando el Señor Monje frunció los labios, una sonrisa insulsa apareció en su cara, lo que debía de significar que había visto la misma escena y oído las mismas palabras que yo. Pero quizá no tuviese nada que ver con lo que vi u oí y tan solo era un reflejo de sus pensamientos o lo que fuese que encontrara divertido. Pero de un modo u otro, vayamos usted y yo, Señor Monje, a otro momento de mayor esplendor. La calle al otro lado de la verja de la mansión de Laoda Lan estaba repleta de coches lujosos, cuyos conductores eran dirigidos a los aparcamientos con mucha educación por el conserje de uniforme verde y guantes de un blanco impoluto. La casa, que brillaba con la iluminación, estaba repleta de mujeres hermosas, oficiales de alto rango y hombres pudientes. Las mujeres iban ataviadas con vestidos de noche, haciendo que la escena pareciese un jardín de flores de colores rivales. Los hombres llevaban trajes occidentales, todos menos un anciano (acompañado de dos mujeres enjoyadas) que llevaba una túnica china a medida. Su larga perilla se agitaba, lo que le daba un aura de inmortalidad. Un enorme pergamino con la letra dorada

de longevidad, colgaba en el gran salón; un montón de regalos de cumpleaños se apilaban sobre una mesa larga bajo el pergamino. Al lado, una cesta se desbordaba de melocotones de la inmortalidad rosados. Colocados estratégicamente por la habitación, había jarrones con camelias. Laoda Lan llevaba un traje blanco y una pajarita roja; su cabello ralo estaba peinado de manera impecable y su rostro brillaba. Un montón de mujeres con hermosos vestidos corrieron hacia él, como una bandada de pajaritos, trinando, riendo y plantándole besos en las mejillas hasta que quedaron cubiertas de pintalabios. Entonces, con la cara roja de verdad, se acercó al hombre de la perilla e hizo una reverencia. «Maestro, su hijo simbólico le desea una larga vida», dijo. El anciano le dio en las rodillas con su bastón y rio con ganas. «¿Qué edad tienes ahora, hijo?». La voz del anciano era melódica como un gong de metal. «Maestro —contestó Laoda Lan con modestia—, he conseguido llegar a la edad de cincuenta años». «Has crecido —dijo el anciano emocionado—. Eres un hombre y ya no necesito preocuparme más por ti». «Maestro, por favor, no diga esas cosas. Si no se preocupa por mí pierdo el pilar de mi existencia». El anciano se echó a reír. «¿No eres tú el astuto, joven Lan? No existe en tu futuro una carrera, joven Lan, que no sea la riqueza. Y serás afortunado en el amor. —Señaló con su bastón a todas las bellas mujeres que pululaban a la espalda de Laoda Lan, y con ojos encendidos dijo—: Estas mujeres, ¿son todas tus amantes?». Con una sonrisa Laoda Lan contestó: «Son todas mis queridas tías que cuidan de mí». «Soy demasiado viejo —dijo el anciano emocionado—. El espíritu está deseoso, pero la carne es débil. Cuídalas por mí». «No se preocupe, maestro, satisfacerlas es algo con lo que me he comprometido». «No estamos satisfechas, ¡ni siquiera un poco!», se quejaron las mujeres con coquetería. «En los viejos tiempos —dijo el anciano con una sonrisa—, el emperador tenía mujeres en tres palacios y seis habitaciones, un harén de setenta y dos concubinas, pero tú lo has superado, joven Lan». «Se lo debo todo a mi maestro», contestó Laoda Lan. El anciano preguntó: «¿Has practicado las artes marciales que te enseñé?». Laoda Lan se echó hacia atrás. «Compruébelo, maestro». Se colocó en la alfombra, se dobló sobre sí mismo hasta que su cabeza quedó oculta en su entrepierna, y su trasero se alzó, como la grupa de un potrillo, y su boca de hecho tocaba su pene. «¡Excelente!», exclamó el anciano golpeando el suelo con su bastón. La multitud se unió a sus elogios. Las mujeres, probablemente recordando algún momento íntimo, se cubrieron la boca, se sonrojaron y rieron. Algunos invitados reaccionaron con carcajadas. «Joven Lan —suspiró el anciano—, has reunido a todas la flores de la ciudad en una velada, mientras que yo ya no puedo hacer más que tocar sus pequeñas manos». Con eso sus ojos se llenaron de lágrimas. El maestro de ceremonias, que estaba junto a Laoda Lan, gritó: «¡Que la banda toque y empecemos el baile!». Los músicos, que habían esperado con paciencia en un rincón, no perdieron más tiempo y empezaron a tocar con sus instrumentos una música alegre y desenfadada que comenzaba con ligeras melodías y después con temas más pasionales. Laoda Lan turnaba sus bailes con los miembros de su séquito femenino mientras que la más seductora giraba en brazos del anciano, quien arrastraba los pies de tal forma que parecía que se estuviese rascando una picadura en lugar de bailar.

La persistencia de Madre funcionó: Padre se puso su traje gris y, con ayuda de ella, se anudó la corbata roja. El color me recordaba a la sangre brotando de la garganta de un animal degollado. Hubiese preferido que llevara otra corbata, pero me guardé mi opinión. Para ser sinceros, Madre no era muy buena anudando corbatas, así que el Señor Lan hizo el lazo y ella se limitó a empujarlo hacia arriba, bajo la barbilla de Padre. Él estiró su cuello y cerró los ojos, como un hombre agonizando o un ganso ahorcado. Le oí murmurar:

—¿Quién narices inventó una prenda así?

—Deja de quejarte —dijo Madre—. Vas a tener que acostumbrarte. Desde ahora habrá muchas ocasiones en las que tengas que llevar corbata. Mira al Señor Lan.

—No es comparable. Él es el presidente y el jefe. —La voz de Padre sonaba extraña.

—Tú eres jefe de la planta —le recordó Madre.

—¿Jefe de la planta? Solo soy un trabajador más.

—Tienes que cambiar tu manera de ver las cosas —dijo Madre—. En la sociedad actual o cambias o te quedas atrás. De nuevo mira al Señor Lan, el eterno líder. Hace unos años, durante la llamada era de los independientes, fue el primero en enriquecerse con el comercio de la carne, y ayudó al pueblo a prosperar. Hace nada, cuando los matarifes independientes se ganaron su mala reputación, fundó la planta de empaquetado de carne, que llamó la atención del gobierno municipal y provincial. Hicimos bien en simpatizar con él.

—No puedo evitar verme como un mono de feria, tan solo interpretando un papel —dijo Padre con tristeza—. Y llevar este traje solo lo empeora.

—¿Qué voy a hacer contigo? —contestó Madre—. Como ya te he dicho, aprende del Señor Lan.

—En mi opinión él también es un mono de feria.

—¿Quién no lo es hoy en día? —señaló mi madre—. Y eso incluye a tu amigo el Señor Han. Hace no más de un par de meses, ¿acaso no era una mera persona humilde? Pero cuando se puso el uniforme empezó a actuar como un hipócrita.

—Madre tiene razón, Padre —dije yo creyendo que era mi momento de participar—. El viejo dicho: «Al hombre se le reconoce por la ropa, al caballo por su montura» está en lo cierto. En el momento en que te pones un traje pasas de campesino a empresario.

—Hoy en día hay más empresarios que pulgas y perros —dijo Padre—. Xiaotong, quiero que tú y tu hermana estudiéis mucho para poder dejar este lugar algún día y conseguir un empleo decente en algún lugar.

—Quería hablar de eso contigo, Padre. Quiero dejar el colegio.

—¿Qué? —preguntó en tono severo—. ¿Qué pretendes hacer?

—Quiero trabajar en la planta de empaquetado.

—¿Qué vas a hacer ahí? —dijo con la voz apagada—. Durante años fui yo quien impidió que fueses al colegio. Ahora has de alegrarte de esta oportunidad si quieres tener un futuro decente. No tires tu vida a la basura como hice yo. No, ve al colegio y trabaja duro. La educación es el camino hacia el éxito. Todo lo demás te descarriará.

—Padre, me temo que no puedo estar de acuerdo contigo en eso —dije en mi defensa—. Primero, porque no creo que malgastases tu vida. Segundo, no creo que la educación sea el único camino hacia el éxito. Tercero y más importante, no creo que pueda aprender nada útil en el colegio. Mi profesora no sabe tanto como yo.

—No me importa —insistió—. Quiero que sigas yendo durante unos años.

—Padre —dije—, adoro la carne, y en la planta puedo ayudarte a hacer muchas cosas. Hablo en serio cuando digo que escucho a la carne hablar. Para mí es un organismo vivo, con un montón de manitas saludándome.

Estaba anonadado. Se quedó mirándome, boquiabierto, como si le hubiesen ahorcado con su propia corbata. Después intercambió una mirada con Madre. Sabía lo que encontraban tan preocupante: creían que estaba perdiendo la cabeza. Pensé que, si no Madre, al menos Padre podría entenderme. Por lo menos tenía una gran imaginación. Pero no fue eso lo que ocurrió. Su imaginación parecía haber desaparecido.

Madre se acercó y me acarició la cabeza, y yo sabía lo que había tras ese gesto: uno, quería mostrar su preocupación; dos, quería comprobar si tenía fiebre. Estaba perfecto. No ocurría nada malo en mi mente.

—Xiaotong —dijo—, no seas bobo. Has de ir al colegio. En el pasado me obsesionaba el dinero y eso frenó tu educación. Pero ahora entiendo que el mundo ofrece cosas más valiosas que las riquezas. Así que haz lo que te decimos y ve al colegio. Tal vez no quieras escuchar a tu padre o a mí, pero escucharás al Señor Lan, ¿verdad? Fue él quien nos hizo darnos cuenta de que tu hermana y tú debíais ir al colegio.

—Yo tampoco quiero ir —dijo Jiaojiao—. Yo también oigo hablar a la carne, y veo sus manitas. Y no solo hablar, la carne también canta, y tiene pies a juego con sus manos. Sus manos y pies son como patas de gatitos, arañando y moviéndose… —Gesticulaba en el aire los movimientos que imaginaba de las manos y pies de la carne.

Me impresionó su creativa imaginación. Tenía solo cuatro años, y éramos de distintas madres, pero nuestros corazones latían al unísono. Nunca le había contado que la carne me hablaba o que tenía manos, pero ella sabía perfectamente a lo que me refería y me dio el apoyo que necesitaba.

Lo que Jiaojiao y yo decíamos asustó a nuestros padres, que se quedaron mirándonos sorprendidos, y si el teléfono no hubiese sonado en ese momento, lo más seguro es que hubieran continuado así. Oh, claro, olvidé mencionar que teníamos teléfono, aunque era para uso interno y estaba controlado por una centralita en una oficina del ayuntamiento del pueblo. Aun así era un teléfono, uno que conectaba nuestra casa con la del Señor Lan y con otros vecinos. Madre fue a contestar. Sabía que era el Señor Lan.

—El Señor Lan quiere que vayamos inmediatamente a la planta —dijo a Padre tras colgar—. Dice que la oficina de propaganda del Partido del condado ha traído representantes de la televisión provincial y algunos periodistas. Debemos entretenerles hasta que él llegue.

Padre se ajustó el nudo de corbata y movió el cuello de arriba abajo y de un lado a otro.

—Xiaotong —dijo con voz ronca—, y tú, Jiaojiao, hablaremos cuando volvamos esta noche. Pero no os equivoquéis, ambos iréis al colegio. Xiaotong, quiero que des ejemplo a tu hermana.

—No te equivoques —dije—. Nadie irá hoy al colegio. Es un día muy importante, un día que celebrar, y seremos los idiotas más grandes si lo pasamos en el colegio.

—Espero grandes cosas de los dos —dijo Madre retocándose el pelo frente al espejo.

—Y las tendrás —contesté—. Pero ir al colegio no será una de ellas.

—No será una de ellas —repitió Jiaojiao.

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