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22 de abril, 2043

Francis Barrash se moría. En la penumbra de su despacho tenuemente iluminado, Barrash leyó una vez más el completo informe médico que le habían remitido de la Clínica Lee Müller, de Philadelphia, la mejor del mundo en su especialidad.

No había duda. Francis Pendelton Barrash se estaba muriendo. Todos los indicadores analizados mostraban un deterioro progresivo que nadie podía explicar. Los más prestigiosos médicos del mundo no habían llegado a ponerse de acuerdo en las causas de su enfermedad, pero eran unánimes en cuanto al diagnóstico: Francis Barrash se moría. Irremediablemente. Una degeneración genética de índole desconocida estaba alterando su ADN, aunque nadie sabía por qué razón ni mucho menos cómo atajarla. Su cuerpo se iba debilitando progresivamente, aunque su mente seguía, al menos de momento, siendo tan aguda como siempre. Los médicos proponían, claro está, tratamientos novedosos, remedios experimentales y soluciones desesperadas para tratar de retrasar lo inevitable. No de evitarlo. Nadie sabía cómo curarle, porque nadie sabía por qué su vida se estaba apagando.

En realidad la sentencia no le sorprendió en absoluto. De alguna manera sabía que su tiempo se acababa… tan pronto, tan rápido, cuando queda tanto por hacer…

De poco le servía su dinero al hombre más rico del mundo. Le quedaban quizás seis u ocho meses de vida, tal vez diez, si el ritmo de degeneración no cambiaba. Un año a lo sumo, y con mucha suerte. Sus casi infinitos recursos, sus millones de empleados en todo el mundo, su gigantesca cuenta corriente, todo era inútil: su cuerpo se consumía a un ritmo implacable, sus órganos internos se iban deteriorando rápidamente, su cerebro los seguiría en breve y en unos meses todo habría terminado.

¡Tan pronto, tan rápido, cuando queda tantísimo por hacer…! ¡Si sólo tengo 54 años, por favor! ¿Por qué a mí, por qué ahora…?

Otro hubiera caído en la desesperación, en la depresión y la apatía. Francis Barrash no, no tenía tiempo para ello. ¡Hay tanto por hacer! Se permitió el lujo de concederse media hora para la autocompasión, el lamento y el dolor. Incluso se preparó un ron dominicano de 25 años con hielo, la única bebida espirituosa que, más que gustarle, soportaba. Después, sintiendo el agradable calorcillo del ron, se obligó a enfocar su próxima defunción como un problema más que debía ser resuelto, que debía ser estudiado, diseccionado y solucionado como uno más de tantos otros a los que se enfrentaba cada día. Al dejar a un lado sus sentimientos y concentrarse en los aspectos prácticos del problema, inmediatamente su mente comenzó a triturar los datos, a evaluar y descartar alternativas, buscando el camino óptimo hasta encontrar la solución adecuada. Eso mismo llevaba años haciendo para convertir su criatura, la admirada Barrash Energy Global Industries, en omnipresente en cada rincón del planeta, donde era conocida por su acrónimo, B.E.G.IN., y por su logo, el árbol y el sol.

Sí, no había duda. B.E.G.IN. se había convertido en la compañía más poderosa jamás creada. Y también la más extraña. Y debería seguir siéndolo, cada día más. Mucho estaba en juego.

Por fin, sacó una tarjeta de cartón bellamente serigrafiada del cajón inferior de su escritorio, escribió unas líneas en ella, la introdujo en el sobre adecuado a la tarjeta, lo cerró y, cual hombre del Renacimiento, extrajo una barra de lacre y un mechero del mismo cajón, derritió parte del lacre, dejándolo caer sobre el cierre del sobre y, antes de que se enfriase y se solidificase, lo selló con un anillo con el logo de B.E.G.IN., el famoso logo del árbol y el sol. A continuación pulsó el botón del intercomunicador y cuando al momento se presentó su secretaria, le entregó el sobre y le dio instrucciones precisas. La secretaria murmuró un discreto «Sí, señor» y desapareció de inmediato.

Barrash apenas se dio cuenta de su marcha. Se sentó de nuevo en su silla ergonómica, entrecerró los ojos y se concentró en las tareas que tenía por delante y en el poco tiempo que le restaba para terminarlas.

¡Queda tanto por hacer…!

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