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44 – PREPARATIVOS

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Diciembre, 1982 - enero, 1983

Javier, pertrechado de nuevo con el pasaporte de Thomas Carpenter y, esta vez sí, con el geolocalizador espaciométrico en el bolsillo, estaba de nuevo en Phoenix, Arizona, adonde había viajado en avión desde Madrid vía Atlanta. Esta vez se había alojado en otro hotel distinto, más céntrico, lujoso y caro que el hotel donde estuvo hacía unos días… o más bien en el que estaría dentro de unos días. Pensó brevemente en esta nueva paradoja y ni siquiera le turbó. Se iba acostumbrando a las paradojas lingüísticas a que daba origen desplazarse por el tiempo como quien lo hace en autobús y ya casi no las prestaba atención. A todo se acostumbra uno, se dijo a sí mismo, resignado.

Una vez en Madrid de vuelta de Nueva York, el día 8 de enero, había utilizado el TaqEn para viajar al pasado, al día 18 de diciembre anterior, a su mismo piso alquilado en Madrid, que de momento era el único lugar seguro de entrada y salida que tenía en la época. Aún no había adquirido ninguno de los apartamentos que usaría en el futuro, no había llegado la fecha.

Eso sí, había confirmado previamente que ese día, el 18, ninguna copia anterior suya había estado allí, ni tampoco el TaqEn. Llegó al piso un par de días más tarde, el 20, o mejor dicho, el día 20 se materializaría en ese mismo lugar para dar unas órdenes de compraventa de valores, y luego viajaría a Londres y Zurich y, por fin, a Nueva York y Phoenix, de donde volvería el día 7 de enero, aunque su cuerpo le informara insistentemente de que era ayer mismo cuando había vuelto desde Estados Unidos… en fin, mejor no pensarlo. En definitiva, todo esto quería decir que desde el 20 de diciembre el TaqEn estaría almacenado en un armario del piso de Ópera esperando su vuelta, que no se produciría hasta primeros de enero.

Ahora, sin embargo, los planes habían cambiado. Necesitaba volar a Estados Unidos de nuevo y más o menos en esas mismas fechas. Esto significaría que él compartiría momento temporal con una copia anterior de sí mismo, lo que podría provocar que se encontrara consigo mismo en el pasado, o en el futuro, o Dios sabe cuándo, y ése era un plato que no estaba dispuesto a probar bajo ningún concepto. Haciendo unos cálculos llegó a la conclusión de que podría evitar la coincidencia planificando cuidadosamente las fechas de entrada y salida de cada lugar en este nuevo viaje. En este viaje pensaba entrar en los Estados Unidos vía Atlanta y de allí volar a Phoenix. Después se quedaría allí, en Arizona, mientras su copia anterior estaba en Nueva York, y por fin saldría de Phoenix hacia Madrid el día 3 de enero como muy tarde, dos días antes de que llegara a la misma ciudad en su viaje anterior. Esta parte la tenía controlada, pensaba, pues esperaba que la distancia entre Nueva York y Arizona fuese suficiente como para que el Principio de Causalidad no se sintiera agredido en demasía. ¡Pero no ocurría lo mismo con el TaqEn!

En su viaje anterior, que había durado en tiempo local desde el día 20 de diciembre hasta el 7 de enero, el TaqEn había quedado camuflado como de costumbre entre mantas en el armario del piso de Madrid. Este nuevo viaje suyo al Nuevo Mundo duraría desde el 18 de diciembre hasta el día 4 o el 5 de enero. Y no llevaría el TaqEn consigo, claro, por lo que el aparato debería quedarse a buen recaudo en Madrid o en cualquier otro sitio, pero ¡nunca en su piso alquilado! Si volvía a dejar el TaqEn almacenado en «su sitio», es decir, su escondrijo en el armario donde había estado guardado durante su anterior viaje, indefectiblemente en algún momento habría allí

dos TaqEns, o mejor dicho, dos copias del mismo TaqEn… y a saber qué podría ocurrir si eso pasaba. Mejor no intentarlo.

Inicialmente no se le ocurrió cómo solucionar el problema. Dejarlo en otro punto diferente del mismo piso le daba miedo: demasiado cerca una copia de la otra. Alquilar una habitación de hotel no serviría, pues sería muy sospechoso alquilar una habitación, pagarla por adelantado y luego desaparecer durante dos semanas. Además, nadie le garantizaba que no hubiera alguien que entrara en la habitación, por ejemplo el mismo personal de limpieza, y se encontrara el aparato, fortuitamente o no, incluso que lo robaran. No, un hotel quedaba descartado. Alquilar otro piso más de la noche a la mañana era muy difícil y arriesgado. Y no conocía a nadie en el Madrid de la época como para dejarle el aparato en custodia, y menos que se aviniera a guardarlo sin preguntar nada.

¿Dónde podría dejar en lugar seguro el comprometedor TaqEn hasta su vuelta?

Estuvo dando vueltas al problema durante horas, hasta que encontró la solución obvia: una consigna del aeropuerto. Justamente estaban pensadas para eso: dejar un equipaje que por las causas que fuera no podías o querías llevar contigo mientras hacías un viaje y lo recuperabas una vez concluido el viaje. Ciertamente habría la posibilidad de que se produjeran robos, pero era remota, pues eran lugares permanentemente vigilados.

Así que, una vez en Madrid y en el 18 de diciembre de 1982, bajó a la agencia de viajes de la esquina, en la que no había entrado nunca, y adquirió un billete de ida y vuelta Madrid–Atlanta, con salida el día siguiente, el 19, y vuelta abierta. De nuevo en el piso, guardó el TaqEn en una maleta gastada. Al día siguiente metió su ropa y demás equipaje en otra maleta y partió hacia el aeropuerto de Barajas en un taxi con ambas maletas. Una vez en Barajas se acercó a la consigna y dejó la maleta del TaqEn con la indicación de que volvería a por ella en enero… ningún problema. Se cobraba una cuota diaria, así que cuantos más días, más cuota a cobrar. ¿Qué problema iba a haber?

Finalmente tomó el vuelo a Atlanta cuyo billete había comprado el día anterior, y desde allí enlazó a Phoenix. Con tan alambicado sistema se aseguraba de no cruzarse consigo mismo en ningún punto y que tampoco lo hiciera el TaqEn. En su estancia anterior él llegó a Phoenix el día 5 de enero a mediodía, así que ahora sólo tendría que salir antes de ese día para evitar encuentros inoportunos, pero eso no le preocupaba, pues pensaba dejar Arizona como muy tarde dos días después del suceso, el 3 de enero, el mismo día en que una copia anterior suya estaba en Nueva York entrevistándose con Barney Bolton y la encantadora Marion Pollock…

Ya en Arizona, el día 22 de diciembre de 1982, miércoles previo a la Navidad, Javier entraba por la puerta del Phoenix Traders City Bank admirando la exquisita decoración del banco, la misma que le había reportado justa fama, con todas sus paredes revestidas de preciosa madera de roble. Se dirigió sin dudar a un cajero y le pidió entrevistarse con el director comercial. Sin inmutarse, el cajero se levantó de su silla y se acercó a un despacho, de donde volvió acompañado por el director comercial del banco. Por lo que pudo comprobar, no estaba ocupado, ni de viaje, ni atendiendo a otro cliente, como le había pasado sistemáticamente en la España del siglo XXI. La cosa era muy sencilla: había un cliente que preguntaba por él, y él aparecía. ¡Fácil! Javier no se explicaba qué había podido pasar en 35 años para que se hubiera pasado de cuidar al cliente a despreciarlo… Desechó estas ideas cuando el director llegó hasta él y se presentó como Walther Johnson. Condujo a Javier a su despacho y, una vez allí, le preguntó qué deseaba.

—Mi nombre es Thomas Carpenter, de Tulsa, Oklahoma —se presentó Javier—, aunque he vivido toda mi niñez en Baltimore —esta vez prefirió zanjar el tema de su acento lo antes posible para centrarse en lo que necesitaba—. Me he hecho cargo recientemente del negocio familiar y vamos a emprender un plan de expansión fuera del estado. Estamos sopesando la posibilidad bien de crear una filial o, si es factible, adquirir una compañía local de aquí, de Phoenix o de sus alrededores, para aprovechar las oportunidades de crecimiento de Arizona.

—Es una buena decisión, si me permite aconsejarle —intervino Walther—. Arizona es uno de los estados de la Unión de más rápido crecimiento, bla, bla, bla, y es aquí, en Phoenix, la capital del estado, donde se encuentran las mejores oportunidades de inversión y bla, bla, bla…

—Gracias por la información, Mr. Johnson —interrumpió finalmente Javier, que todo esto lo sabía ya, aunque, para ser sincero, no le importaba mucho—. El caso es que estamos buscando un banco local aquí en Phoenix que pueda efectuar en nuestro nombre todas las gestiones financieras, así como ser depositario de los fondos que usaremos para realizar bien la adquisición, bien la fundación de la filial. Nuestro banco en Tulsa nos ha facilitado el nombre de su banco como uno de los más seguros de Arizona, y por eso estoy aquí, Mr. Johnson.

—Oh, sí, le han informado bien, Mr. Carpenter —Walther no cabía en sí de gozo y de orgullo, y rápidamente comenzó a glosar las virtudes del banco… sin embargo Javier le cortó rápido. No quería soportar más cháchara de la imprescindible.

—Verá, Mr. Johnson, el caso es que tenemos algunas dudas… —el director calló y puso una cara de pena tal que casi le entró la risa a Javier—. Efectivamente nuestro banco nos ha dado muy buenas referencias del suyo, pero un consultor que trabaja para nosotros nos ha comentado que sus instalaciones están algo… cómo decirlo… viejas. Obsoletas. Que no cumplen los estándares de seguridad de los años 80, usted ya me entiende.

Ahora Walther Johnson había enrojecido. Comenzó a hablar atropelladamente, pero Javier le cortó nuevamente.

—Mire, Mr. Johnson, yo no sé exactamente si lo que dicen unos u otros es cierto, compréndame, ni quiero poner en duda nada que tenga que ver con la honorabilidad ni la profesionalidad de su banco que, tengo que decirlo, tiene un gusto para la decoración realmente impecable… —el director se tranquilizó un poco—. No quiero que haya malentendidos de ningún tipo, entiéndame. Pero vamos a depositar entre quince y veinte millones de dólares en Bonos del Tesoro al portador y queremos asegurarnos de que el banco que elegimos es un lugar realmente seguro… ¿está clara nuestra postura?

—Sí, desde luego, lo entiendo. Permítame comentarle que no hemos sufrido ningún atraco en los últimos treinta años y que nuestras cámaras cumplen todos los requisitos de seguridad…

—Seguro que es así, Mr. Johnson, no dudo de su palabra —volvió a cortar Javier al pobre Walther—, y si es así no habrá ningún problema, se lo aseguro. Pero mi Consejo de Administración me exige que haga una revisión personal de su caja central de seguridad antes de realizar cualquier envío. Veinte millones son muchos millones, y nos gustaría estar completamente seguros de que nuestro dinero va a estar bien protegido.

—Entiendo… —ahora el director comercial no parecía ya tan firme—, pero la suya es una petición bastante irregular, como puede comprender. El entorno de la cámara acorazada está muy protegido y la cámara en sí sólo puede abrirse de forma retardada con la clave del propio director del banco y la presencia de personal de seguridad. Imposible acceder a ella así, de repente. No se abriría. Eso es lo que garantiza que el dinero de nuestros clientes esté seguro. Además, en la caja hay ahora mismo depositados varios millones de dólares de nuestros clientes y no es posible acceder al recinto más que por personal autorizado. Es imposible, lo siento —terminó desolado Mr. Johnson.

Javier ya contaba con algo así, pero precisaba más información y, sobre todo, poder capturar las coordenadas terrestres que necesitaba, las mejores posibles, con el geolocalizador que llevaba en el bolsillo de su pantalón, así que insistió:

—Lo entiendo, Mr. Johnson, entiendo que sea imposible que un extraño, porque eso es lo que yo soy, entre dentro de la propia cámara de seguridad, pero al menos necesitaría comprobar que esa cámara existe, ¿entiende? Y que tiene unas características que de verdad la hacen fiable y segura… Lo siento, pero mi Consejo de Administración fue taxativo en esto. Tenemos que asegurarnos de que sus elementos de seguridad son los adecuados. Si no, buscaremos otro banco.

Ahora el director entendía claramente la situación. Él sabía que su caja de seguridad no era precisamente como la de Fort Knox y que en el sector esta información era conocida, y aunque ciertamente debería ser suficiente para resistir a cualquier intento verosímil de abrirla por las malas, en el banco trataban de no tener que enseñar la cámara a nadie. Sin embargo, este cliente había sido muy claro, y él, como director comercial que era, debía anteponer antes que nada conseguir negocio para el banco. Y un negocio de veinte millones bien merecía correr el riesgo de enseñar su anticuada cámara, al menos un poco, sobre todo después de escuchar la frase maldita: «buscaremos otro banco». Al fin y al cabo su cámara acorazada sería anticuada para los expertos del ramo, pero tenía un aspecto imponente para los legos, con sus ruedas de combinaciones y sus poderosas barras de seguridad, todo ello en un acero refulgente.

—Bien, Mr. Carpenter, esto es completamente irregular, como le comenté, pero visto el caso, le ruego me acompañe a la zona de seguridad… le mostraré nuestras instalaciones hasta donde me sea posible.

Javier agradeció a Walther su ofrecimiento y ambos salieron del despacho y entraron en el interior del edificio. Allí bajaron un piso, hasta el sótano donde se hallaba ubicada la cámara, en el extremo norte del edificio. Efectivamente, todos los pasillos por los que fueron pasando estaban forrados de madera. Si su interlocutor supiera cómo iba a arder en unos pocos días tanta madera… Javier no dijo ni una palabra al respecto, sólo expresó repetidamente su admiración por el buen gusto que denotaba tan espléndida decoración.

Por fin llegaron ante una puerta blindada de aspecto bastante convencional. Walther se acercó al teléfono que había al lado, marcó un número y dijo algo, seguramente explicando que era él y que iba a abrir la puerta blindada. A continuación sacó una llave de su bolsillo y abrió la puerta. Javier se fijó dónde estaban las cámaras de televisión: dos, delante de la puerta blindada, una a cada lado, y entre ambas cubrían todo el acceso. Ambos cruzaron la puerta y accedieron a la parte interior. Allí estaba efectivamente la puerta de la cámara acorazada. Una puerta de acero redonda, de aproximadamente un metro sesenta de diámetro, adornada con diferentes ruedas para marcar la combinación, cerrojos y pestillos varios y un imponente cierre circular similar al de las escotillas de los submarinos. Acero pulido que brillaba hasta casi cegar a Javier. Se fijó en las cámaras del circuito cerrado de televisión. Una sola cámara, pero bien situada. Javier alabó convenientemente lo impresionante que se veía el acceso a la caja, pero recabó, curioso, más información sobre las características de la cámara acorazada en sí. Mientras Mr. Johnson se explayaba con los tamaños de los blindajes, bastante exiguos, por cierto, Javier pulsó el botón del geolocalizador que llevaba en su bolsillo. El manual del TaqEn decía que necesitaría un mínimo de tres minutos para capturar las coordenadas con la exactitud necesaria para trasladarse exactamente allí, así que estuvo dando coba a Walther más de cinco minutos, sin moverse ni un centímetro de su posición, mientras el aparato medía al milímetro el campo magnético terrestre y vaya usted a saber cuántas variables más.

Por fin terminó la explicación del ufano director comercial. Javier echó una última ojeada al lugar, intentando grabar en su cerebro todos los detalles de la entrada antes de salir delante de Walther. Una vez de nuevo en el despacho del director, Javier le expresó su agradecimiento por la visita turística, le dijo cuánto le habían impresionado los sistemas de seguridad del banco y le aseguró finalmente que, una vez pasadas las navidades y el año nuevo, tendría noticias suyas, dado que iba a recomendar vehementemente a su Consejo que fuera el Phoenix Traders City Bank el elegido para la expansión de la compañía en Arizona.

Nunca más tendrían noticias suyas, claro está, pero a nadie le extrañaría que Thomas Carpenter, rico empresario de Tulsa dedicado a ciertos lucrativos negocios de índole indeterminada, hubiera elegido otro banco cuando llegara el momento, el próximo año. Nadie en su sano juicio elegiría para depositar su dinero a un banco que acababa de arder hasta los cimientos.

Según su plan, Javier necesitaba estar en Phoenix el día 1 de enero a la hora del incendio. Necesitaba controlar desde el exterior a qué hora exacta ocurría qué: cuándo se comenzaban a ver las llamas, cuándo salían los guardias, a qué hora concreta las llamas se volvían incontrolables, cuándo alcanzaban la zona norte donde se encontraba la cámara acorazada del banco, cuándo llegaban efectivamente los bomberos… necesitaba tener un cuadro temporal detallado de los acontecimientos para poder planificar sus acciones. Pero aún faltaban diez días para el día 1, incluyendo la Navidad y el Año Nuevo.

No le apetecía nada pasar esos días en la insulsa capital de Arizona, por mucho que estas fiestas tan familiares no significaban nada para él. Si tuviera aquí el TaqEn saltaría unos días al futuro y se ahorraría el trámite, pero no lo tenía, y no iba a darse la paliza de volver a Madrid en un viaje de casi veinticuatro horas para luego regresar a Phoenix tres o cuatro días más tarde… y de todos modos en el Madrid de finales de 1982 tampoco conocía prácticamente a nadie. Como consecuencia se resignó a pasar como mejor pudiera esos días, él solo en Phoenix.

La Navidad la pasó en su habitación de hotel leyendo y mirando la televisión, setenta canales que iba pasando uno a uno para descubrir que en ninguno de ellos había algo interesante… vaya, pensó, ¡igual que en mi tierra en 2017! Al final se quedó viendo retransmisiones de partidos de fútbol americano, que no comprendía, de béisbol, que aún comprendía menos, y alguno de baloncesto, del que sin ser un especialista sí entendía algo más, pero que tenían tal cantidad de interrupciones para emitir publicidad que ver aquello era insoportable para él. Faltas, cambios, tiempos muertos… incluso había tiempos muertos que solicitaba no el entrenador de uno de los dos equipos, como había visto que ocurría en Europa, sino que los pedía la propia televisión, para emitir aún más publicidad, porque se ve que les parecía poca…

Echaba de menos internet. Nunca creería que podría pensar tal cosa, pero era la pura verdad. Añoraba internet. Pero aunque inventada, lo que se dice inventada, ya lo estaba, su uso era aún algo completamente restringido a unos pocos. Habría que esperar quince o veinte años más para que su uso se extendiera.

El día 26 salió a pasear, bien abrigado, por el inhóspito centro de Phoenix, un tanto fastidiado por la perspectiva de tener que pasar allí una semana más, cuando al pasar por delante de una agencia de viajes de pronto se dio cuenta de que sí tenía un excelente plan para los próximos días: una visita de cuatro días al Gran Cañón del Colorado, que, como Javier sabía pero había olvidado, en realidad está ¡en Arizona! Se llama «del Colorado» porque es el río Colorado el que centellea entre sus paredes en su camino hacia el Golfo de California.

Entró en la agencia e inmediatamente compró una excursión que salía al día siguiente, 27 y regresaba el 30 por la tarde. Decidió que mantendría su habitación del hotel aunque no estuviera allí, y así se lo dijo al recepcionista que, para su sorpresa, le dijo que efectivamente le guardaría la habitación esos tres días en que no iba a estar, pero que no se la cobraría. Poca clientela debían tener, se dijo, porque este detalle no es práctica habitual en ningún hotel del mundo en ninguna época. Javier se lo agradeció y le puso un billete de 20 dólares en la mano como propina.

La excursión al Gran Cañón fue todo lo impresionante que Javier esperaba… y bastante más. Sus dimensiones son tan hercúleas que es imposible hacerse una idea de lo que es aquello hasta que no se ve. Acantilados de mil seiscientos metros de altura, una anchura de entre 6 y 30 kilómetros y una extensión total de 450 kilómetros lo hacen algo inabarcable para el ser humano. Javier, que como buen paleontólogo en paro conocía muchos lugares naturales asombrosos, quedó no obstante impresionado. El espectáculo quitaba el aliento. A su vuelta al feo Phoenix estaba mucho más animado. No hay nada como un buen espectáculo natural para levantar el espíritu de cualquiera.

El resto de los días hasta Año Nuevo los pasó igualmente en su habitación del hotel, esta vez leyendo y durmiendo. Había decidido no mirar más canales de televisión. Por fin llegó el día D: el día 1. El día anterior había alquilado un automóvil que devolvería el día siguiente, un Ford popular lo más anodino que encontró, y con él se acercó hasta las inmediaciones del Phoenix Traders City Bank una hora antes de que todo comenzara. Buscó un lugar tranquilo que fuera un buen puesto de observación desde el propio coche y se aseguró de tenerlo todo preparado: el reloj, que había ajustado al segundo con la hora oficial vigente en Arizona, su cuaderno y bolígrafos y lapiceros suficientes como para no se le agotara la tinta o la mina en el peor momento. Sólo faltaba esperar.

18:00. Las seis de la tarde. Todavía nada, al menos aparentemente. No hay olor a humo ni se ve nada anormal.

18:06. Se distingue un pequeño fulgor amarillento por una ventana de la parte meridional del edificio. No huele todavía a nada.

18:09. Ahora es evidente que hay fuego. El fulgor se ha convertido en un resplandor titilante. Hay fuego en el edificio, aunque todavía no es muy grande. Javier piensa que en esos momentos aún es posible atajar las llamas. Se distingue un leve olor a humo, nada escandaloso todavía, pero revelador.

18:13. Una ventana explota de repente y largas lenguas de fuego salen por la ventana. ¿Dónde están los guardias de seguridad? Deberían haberse dado cuenta del incendio hacía al menos cinco minutos… ¿Dónde se han metido? ¿Qué están haciendo?

18:16. El misterio se resuelve solo: dos personas uniformadas vienen corriendo por una de las calles laterales que dan al edificio cada vez más en llamas. Deben ser los dos guardias, pero ¿de dónde salen? Del edificio no, vienen de fuera. Esto al principio sorprende a Javier, pero luego se da cuenta de que no estaban en el edificio cuando estalló el incendio. Por eso no lo extinguieron cuando aún era posible, ni dieron la alarma hasta que no fue demasiado tarde. Porque no estaban allí, así de simple. Fuera lo que fuera lo que estaban haciendo, desde luego no era vigilar cámaras de seguridad ni hacer rondas por el edificio.

18:17. Uno de los guardias intenta entrar, pero el fuego se lo impide. El otro va corriendo a una casa próxima, aporrea la puerta y, cuando le abren, entra de estampida. Seguramente va a avisar a los bomberos. Los vecinos comienzan a asomarse y mirar. Algunos vuelven dentro, posiblemente para llamar a la policía. El olor a quemado es ya importante, no se puede ignorar.

18:20. El fuego avanza rápidamente por el edificio. La madera noble es muy bella, pero arde que da gusto y propaga el incendio a velocidad de vértigo. Ahora el sonido del incendio es perfectamente audible: un crepitar cada vez más potente, con crujidos y pequeñas explosiones cada vez que el fuego llega a algún objeto más inflamable que el resto.

18:22. Se escucha una explosión más potente que las demás. Sin embargo, no llama especialmente la atención a nadie entre el ominoso fragor del incendio. Las llamas han devorado ya casi la mitad del edificio y se aprestan a hacer lo mismo con el resto. Los bomberos no aparecen todavía. Nadie hace nada, sólo mirar cómo arde el banco.

18:29. Se ha congregado público, cada vez más, que mira fascinado cómo se quema el edificio, que arde con llamaradas que ascienden muchos metros hacia el cielo. Las llamas ahora están llegando a la zona norte, el lugar donde está situada la cámara acorazada. Llega un coche de policía a toda velocidad, se detiene con un chirrido de frenos y salen de él dos agentes presurosos que, tras echar una ojeada al panorama, tratan de apartar a los mirones de la zona más cercana al incendio.

18:37. Todo el edificio arde ya por los cuatro costados. Se escucha alguna explosión más. Los bomberos aún no han aparecido, pero ya poco pueden hacer. Lo que sí hay son tres coches más de policía cuyas dotaciones, básicamente, se quedan mirando el espectáculo. Dos de ellos se acercan a los dos guardias de seguridad, que hasta ahora han estado juntos, cuchicheando, probablemente poniéndose de acuerdo en qué coartada defender. Javier ya la conocía: estaban en la sala de seguridad, detectaron el fuego al poco de iniciarse, intentaron detenerle con los extintores, no pudieron y salieron pitando justo cuando estaban a punto de morir abrasados o intoxicados por el humo. Por lo que había visto, sólo él podría desmentir su versión, cosa que, desde luego, no iba a hacer bajo ningún concepto.

18:41. Se oyen sirenas y aparecen por fin un par de coches de bomberos. Todo el edificio es una brasa. Ya no hay nada que salvar en él. Los bomberos extraen sus mangueras y se dedican a refrescar los edificios colindantes para que el fuego no se propague a ellos. La verdad es que están suficientemente alejados, por lo que no parece que haya mucho peligro, pero la mayoría son de madera… y la madera arde, como estaba demostrando lo que ocurría en el edificio del banco. Mejor asegurarse.

18:44. Llega también a la carrera un elegante sedán negro. De él salen dos caballeros que quedan desolados viendo arder el banco, con toda seguridad

su banco. Probablemente son dos de los dueños, o los directores, o algo así. Hacen aspavientos, uno incluso cae de rodillas. Ya no tiene remedio. El antiguo y coqueto edificio del Phoenix Traders City Bank ha dejado de existir. Ahora es tan sólo una tea ardiente que calienta los alrededores hasta una distancia de varias decenas de metros, y una o dos horas más tarde se convertirá en una pavesa gigante que seguirá quemándose, ahora más tranquilamente, durante muchas horas más.

18:50. La gente se está concentrando cada vez más alrededor del edificio en llamas. La fascinación por la desgracia, a ser posible ajena, siempre atrae a muchos curiosos. La policía ha establecido un cordón y procura mantener alejados a los espectadores. Llega una furgoneta de una televisión local, que rápidamente saca las cámaras y comienza a filmar el espectáculo.

Javier ya no tiene nada que hacer allí, ya sabe todo lo que se podía saber sobre el suceso y no tiene la menor gana de que nadie le vea allí ni le relacione con él. Guarda sus notas, pone discretamente en marcha el coche y se pierde lentamente por la calle más alejada que encuentra, pensando que en más o menos media hora ha ardido por completo el edificio… ¡qué forma de arder!

Mañana mismo devolverá el automóvil, y al día siguiente, el 3 de enero, volverá a Madrid, donde recuperará el TaqEn de la consigna del aeropuerto y se desplazará en cuanto pueda a su piso de Logroño en 2017 para perfilar todos los detalles y hacerse con el material que necesitará.

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