BAC

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Capítulo 49

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Capítulo 49

Diego se miró en el espejo, como si no reconociese al hombre que se reflejaba en aquella superficie brillante. Observó su gesto serio, aquellos ojos verdes, profundos. Se mojó el pelo desordenado y la cara. Sacó un par de trozos de papel del dispensador y se secó lentamente.

Por primera vez en su, por otra parte, breve carrera policial albergaba dudas sobre su valía, sobre su intuición. Pensó en el alcance que podía tener una equivocación suya. Tan solo unos minutos atrás estaba convencido, seguro de sus conclusiones. Orgulloso de su trabajo. Ahora mismo en el reflejo veía aquel niño tímido e introvertido que pasaba horas en el metro observando a la gente, oculto entre la multitud, intentando pasar desapercibido. Pensó en su madre. Se acordaba de ella cuando se sentía así, no era miedo, era una sensación extraña. Por un momento, cerró los ojos y se transportó a su niñez. Escuchó a su madre tarareando las tristes canciones de Luis Eduardo Aute mientras cocinaba aquellos suculentos potajes. Se vio a sí mismo, al pequeño Diego, observando a la gente que pasaba por la calle desde la ventana mientras hacía los deberes. Podía pasar horas analizando las reacciones de los transeúntes, tratando de anticiparse a sus movimientos. Suspiró profundamente.

Cogió su móvil, ignorando los mensajes que estaba recibiendo y marcó su número de teléfono.

– Hola mamá. ¿Cómo estás? Lo sé, que te gusta hablar conmigo cada día, pero... ¿Qué? ¡Claro que te echo de menos! ¡Que tonterías dices! Joder, sí sé que te vas a poner así no te llamo… – dijo Diego.

– ¿Y cuando vuelves? – preguntó su madre, intentando tranquilizar la conversación.

Su madre siempre había sido muy exigente con él. Le había educado con severidad, asumiendo ambos roles, el de padre y el de madre. Un tanto controladora, todavía le regañaba cuando pensaba que hacía algo que no le gustaba, como si se tratase de un niño pequeño.

La escuchó sin decir nada, aguantando sus quejas en silencio, esperando una pausa, un pequeño resquicio entre sus frases para poder hablar. Sus dolores, sus molestias crónicas de espalda. Sus dos hernias discales. De tanta carga que había aguantado durante toda su vida, solía repetirle cada vez que hablaba del tema, o sea, casi siempre.

– Bueno, ¿y qué te cuentas? Porque siempre que me llamas es por algún motivo. ¿Qué te pasa, hijo? – dijo la madre de Diego tras desahogarse durante siete largos  minutos.

– Nada, solo quería hablar contigo. – dijo Diego. – ¿Te estás tomando la medicación? Ah, vale. Pues ya sabes que una cosa no quita la otra, puedes ir al fisioterapeuta y seguir con las medicinas, te hacen falta. No, que no me pasa nada, estoy bien. Cansado…

– Lo que te hace falta es una novia. ¿Cómo se llama esa morenita que trabaja contigo? Olga, ahora lo recuerdo. Esa chica es muy mona. Aunque sea un poco mayor que tú. – le sermoneó su madre. – Y buscarte otro trabajo, cuantas veces te habré repetido que…

– Mamá, vale, déjalo ya, no te pongas pesada. – le interrumpió Diego. – Te tengo que dejar, me están esperando.

El inspector no mintió. Debía estar camino del apartamento donde estaba residiendo el bombero, Tresánchez, no hablando con su madre. En cambio, allí estaba, en un cuarto de baño del aeropuerto de Girona. Volvió a mirarse en el espejo. Su madre insinuando que debía buscarse una novia. ¿Olga? Suspiró. Miró la hora. Eran poco más de las dos de la tarde. Estaba hecho un lío. Guardó el móvil en el bolsillo delantero de su pantalón y salió del cuarto de baño.

Eva lo esperaba sentada en un banco. Le miró con cara de pocos amigos.

– ¡Después habláis de lo que tarda una mujer cuando va al lavabo…! Te he enviado al menos seis mensajes preguntándote si te quedaba mucho. – dijo Eva acercándole su maleta.

– Perdona. – se disculpó Diego, alicaído.

– He alquilado un coche, así podremos hablar. Estoy harta de que nos lleven de un lado a otro, prefiero conducir yo. – dijo Eva levantándose y andando hacia las escaleras mecánicas que bajaban al parking.

Caminaron en silencio hasta la zona donde estaban aparcados los coches de alquiler. El único sonido que los acompañaba era el ruido de las maletas sobre el asfalto. Eva miró la llave y pulsó el botón de apertura. A unos quince metros, los intermitentes de un Hyundai I20 de color blanco parpadearon dos veces.

Diego se acercó a la parte trasera y metió su maleta y la de Eva dentro del maletero. Ella entró al coche, ajustó el asiento y los retrovisores.

– ¿Se puede saber qué te pasa? – preguntó Eva sin mirarle.

Diego se sentó, se colocó el cinturón de seguridad y puso su móvil en el hueco de la consola central del vehículo.

– No paro de darle vueltas a lo de Pedro y Leonor. No me lo puedo quitar de la cabeza. Tengo una sensación extraña. – respondió Diego buscando los ojos de Eva.

Ella arrancó el coche y lo miró. Alargó el brazo derecho hasta que su mano encontró la mano izquierda de Diego, él la acarició.

– Nos han engañado. Como a novatos. – afirmó Eva.

– ¿Tú crees? – preguntó Diego mirándola a los ojos.

Diego soltó la mano de Eva y conectó el aire acondicionado.

– Al cien por cien. Nos confiamos, al menos hablo por mí… Debo confesar que hubo momentos en que incluso empaticé con esa pareja. El tema del hijo víctima de abusos, la enfermedad de Pedro, la forma en que Leonor miraba a su marido. Unos padres dando una lección al cerdo que arruinó su familiar. Había tantas diferencias con los otros crímenes…  – explicó Eva.

– Nos utilizaron. Vieron que mordíamos el anzuelo y soltaron toda la carnaza. Han sido muy hábiles. Me pregunto si también nos hemos equivocado con su hija… – añadió Diego pensativo. – ¿Sabes? Nos enfrentamos con nuestros superiores por desvincular su crimen de los BAC. La famosa rueda de prensa debe estar a punto de comenzar y no sabemos que van a hacer realmente.

– Me da igual. Ahora ya están muertos. No importa si estaban vinculados a los BAC o no. Pueden usar sus muertes para intentar calmar los ánimos de la clase dirigente y lanzar un mensaje tranquilizador a la sociedad. – dijo Eva.

Unos toques en el cristal delantero del vehículo interrumpieron la conversación. Un empleado de la empresa de alquiler de coches le hizo un gesto para que bajase la ventanilla.

– Hola señorita, si no se aclara con el coche tenemos automáticos por el mismo precio. – dijo con una sonrisa en la cara y haciendo gestos con su mano derecha como si cambiase las marchas.

– Gracias, no hay problema. Todo bajo control. Tan solo estamos hablando. No se preocupe. – dijo Eva, subiendo el cristal para dar por finalizado el dialogo.

El empleado sacó un trapo del bolsillo trasero de su uniforme y dio media vuelta refunfuñando entre dientes.

– Será posible. ¡Maldito machista gilipollas! ¿Has oído? ¡Si hubiese sido un hombre, seguro que no dice nada! – exclamó una indignada Eva.

– Joder, no seas tan susceptible. Igual ha pensado que eras una turista. ¡No tienes el aspecto de la típica española, reconócelo! – dijo Diego intentando no reír.

– No le veo la gracia, de veras. Estoy harta. Me voy a teñir el pelo de negro. – contestó Eva, disimulando el enfado.

Diego la miró, divertido. Imaginó a Eva, morena. Pensó que continuaría siendo increíblemente atractiva. También pensó que era su cara aniñada la que provocaba el paternalismo machista. Aparentaba menos edad de la que tenía. Morena, sus rasgos se endurecerían un poco. Tal vez tenía razón.

– Me pregunto cómo van a explicar que hayan muerto una vez detenidos. – dijo ella, volviendo al tema. – Las fuerzas de seguridad pueden quedar retratadas. Menuda imagen, detienen a los sospechosos de un crimen y estos se suicidan mientras están bajo vigilancia policial.

– La imagen es casi lo de menos. Me da más miedo como se pueda manipular la información. Las historias sobre detenidos muertos tras una paliza en los interrogatorios llenarían portadas durante días. – dijo Diego.

– No podemos hacer nada. Mejor nos mantenemos al margen y que hagan lo que quieran. Me extraña que aún no nos hayan convocado a una reunión para darnos una colleja por habernos enfrentado a Santamaría viendo los acontecimientos posteriores. – apuntó Eva. – Creo que no nos conviene hacer más ruido…

– Totalmente de acuerdo. – dijo Diego. – Pero no olvidemos lo que ha ocurrido. Si eran de las BAC, tal vez hayan sido adiestrados para enfrentarse a un interrogatorio.

– A mí me gustaría ver el video, escuchar que hablaron mientras no estábamos en la sala de interrogatorios. Recuerda que cambiaron de actitud cuando nos ausentamos. En esa conversación que mantuvieron a solas podemos encontrar alguna pista. Tal vez dijeron algo que nos pueda servir, ¿no crees? Llama a la comisaría de Burgos y que el sargento nos haga llegar la grabación. – dijo una autoritaria Eva. – ¿Nos vamos?

Diego cerró el pulgar que había levantado a la par que buscaba el número de teléfono de la comisaría de Burgos en su Smartphone casi descargado.

– Espera, que cojo el cable para cargar el móvil. Está en mi maleta. – dijo el inspector antes que Eva iniciase la marcha.

Diego se apresuró a salir del coche y buscar el cable USB dentro de su ordenada maleta. Estaba en una pequeña bolsa donde guardaba ese tipo de accesorios. Entró de nuevo al coche y se colocó el cinturón de seguridad.

– Listo. Vamos. – dijo Diego. Eva dio un pisotón al acelerador y sacó el coche de la plaza de aparcamiento mientras las ruedas chirriaban. Tomó el camino de salida haciendo una rápida maniobra y tirando del freno de mano, lo que hizo derrapar al coche justo enfrente de la pequeña oficina, tomando la curva de medio lado. Enderezó el coche con un rápido contra volante y aceleró mientras cambiaba rápidamente de marcha. Unos metros más adelante, redujo para provocar un sonoro rugido del motor y hacer otro derrape en el carril de salida para posteriormente salir a la calle. Miró por el retrovisor al sorprendido empleado que había puesto en duda sus habilidades al volante.

Diego la miró embobado. Aquella mujer era una caja de sorpresas. Una inteligente y bella caja de sorpresas… Aprovechó que Eva detuvo el coche en un semáforo para conectar el cable y marcar el teléfono de la comisaría.

– Hola, soy el inspector González… Sí, espero. – dijo Diego. – Sí, mi nombre es González, Diego González. Necesito hablar con el teniente Ramos. Sí, es urgente, se trata del interrogatorio de los asesinos del arzobispo. Bien, gracias.

– ¿Te lo pasan o no? – preguntó Eva.

Diego contestó con un gesto afirmativo sin apartar el teléfono del oído derecho. La melodía de una canción de Amaral en la radio del coche le acompañó durante la espera. Un minuto en el que Diego intentó adivinar de qué canción se trataba. La había escuchado infinidad de veces, pero no consiguió hacerlo hasta llegar al estribillo. Como Nicholas Cage, no, ese no era el titulo… Moriría por vos, eso era.

– ¿Hola? ¿Inspector González? ¿Diego? – dijo una voz grave.

– Sí, soy yo. ¿Qué? Vamos camino de Girona. Necesitamos las grabaciones completas del interrogatorio de los asesinos del arzobispo. Sí, ya sabemos lo ocurrido. Claro, lo entiendo. ¿Un par de horas? De acuerdo, no hay problema. Gracias. Claro. Por supuesto. Adiós. – se despidió Diego.

Dos horas. Ese era el tiempo que necesitaban para enviar el video completo a un servidor de la policía nacional. Escribió un mensaje en el grupo de WhatsApp. Álvaro contestó al momento. Olga, segundos después.

– ¿Puedes poner el GPS de mi móvil? No quiero que nos perdamos. – dijo Eva.

– Tranquila, se cómo llegar. Sigue las indicaciones de la AP-7 dirección Francia. En unos veinte minutos llegaremos al empalme con la C-31. – dijo Diego, leyendo las respuestas de sus compañeros.

– Vale, pero prefiero que lo pongas igualmente, por favor. Voy más tranquila.  – dijo Eva.

Estaba dolida, cabreada. Toda una vida condicionada por el simple hecho de ser mujer. Desde muy niña había tenido que soportar la sobreprotección de sus padres y más tarde, también la de sus hermanos. Siempre vigilada de cerca, su carácter se endureció en la adolescencia, al comenzar bachillerato, una época de cambios en la que se mostró rebelde. Pasó de ser la angelical niñita rubia a teñirse el pelo de un negro azabache. Cambió los vestiditos del Corte Inglés por ceñidos tejanos rotos y camisetas de grupos de rock, los Merceditas por botas militares. Eso sí, sin aflojar un ápice en los estudios. Seguía siendo brillante, competitiva, quería demostrar que podía ser la mejor en todo lo que se propusiera. El machismo y las atenciones que solía recibir por su físico la sacaban de sus casillas. Suspiró, hinchando lentamente sus pulmones. Miró de reojo a Diego. No tenía ganas de hablar, no hasta estar más calmada. Volvió al pasado, a la universidad. Recordó las peleas con sus padres, empeñados en que abandonase el deporte para dedicarse en pleno a los estudios. Discusiones donde su padre la trataba como una niña pequeña, como si no ella no tuviese derecho a opinar sobre su vida, su futuro. Los silencios de su madre… Su frustración la lloró a solas, cuando estaba segura que nadie podía verla. No le gustaba que la viesen vulnerable. Recordó como tuvo que compaginar los duros entrenamientos con los exámenes. Horas y horas dentro del agua, depurando el estilo, aumentando la resistencia, mejorando la velocidad. Horas y horas hincando codos para demostrar que podía hacer deporte y estudiar a la vez, que no era débil ni necesitaba ayuda. Sin duda aquello le había hecho ser más fuerte, en todos los sentidos. En el agua se sentía liberada, como una sirena en busca de un objetivo, ganar. Mejorar sus marcas, competir. Pensó en Pilar, la compañera de club de natación y rival directa. Sonrió al recordar cuando se enrollaron en el vestuario, tras una dura sesión de entrenamiento. Fue su primer orgasmo no auto inducido. Su primera vez. Un pequeño escalofrío recorrió su cuerpo, una sensación agradable.

Miró de nuevo a su compañero de investigación, que seguía en silencio, leyendo algo en su móvil. El GPS confirmó que iban por buen camino y se intentó relajar. Cambió la emisora de radio. No reconoció la canción, pero le gustaba, así que la dejó y subió un poco el volumen.

Diego la reconoció al instante. Se trataba de Stop, de Sam Brown. Sus amigos le llamaban Shazam por su facilidad para recordar las canciones y sus intérpretes. Aquella melodía le recordó uno de los primeros bulos que había escuchado en su juventud, donde el amigo de algún amigo había oído que aquella preciosa cantante británica había grabado la canción mientras se masturbaba y aseguraba que se notaba cuando cantaba el estribillo, casi gimiendo. Sonrió y miró a Eva. Seguía seria, impasible. Conducía a un ritmo alto, pero sin brusquedades. La forma en que había salido del parking demostraba que estaba rabiosa, el inocente comentario del aquel empleado activó algún resorte dentro del cerebro de Eva, la intrépida conductora de rallies, otra Eva más…

Bajó la mirada hacia la pantalla de su móvil. Estaba releyendo el historial de Ramón Tresánchez, el bombero al que iban a investigar en relación al asesinato de Valero. Un tipo curioso.

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