BAC

BAC


Capítulo 25

Página 42 de 96

C

a

p

í

t

u

l

o

2

5

El coche entró en el parking a toda velocidad, chirriando las ruedas. Detrás, un coche de los Mossos d’Esquadra se paraba en la entrada y taponaba el acceso hacia la rampa del parking a otros posibles vehículos. El coche bajó por las estrechas curvas y llegó a su destino, en la segunda planta. Allí de detuvo con un brusco frenazo. Un grupo de personas esperaban.

La inspectora Olga Fernández se adelantó y abrió la puerta trasera izquierda del coche. Un agente ayudó a salir al detenido que llevaba las manos esposadas por delante del cuerpo.

– Hola inspectora, me alegro de volver a verla… – le dijo Josep Pinyol, vestido como si volviese de una fiesta ibicenca.

Su expresión no decía lo mismo, no había alegría, sino rabia contenida. Sus ojos la miraron con frialdad, casi desprecio.

– Cállese. Vamos, ¡por aquí! – le indicó el agente, conduciendo a Pinyol hacia el ascensor.

Casi a empujones, dos policías introdujeron a Pinyol en el amplio ascensor. Olga, su jefe, Pérez y su compañero Nicolau entraron también. Hicieron el corto trayecto en silencio, cruzando miradas con el detenido. El ascensor se detuvo en el segundo piso, donde llevaron al periodista hasta su improvisado calabozo, una pequeña sala donde iba a ser custodiado por dos agentes.

Pasaban unos minutos de las once y media de la mañana. Habían decidido mantener al detenido incomunicado unas horas. Mientras tanto, un grupo de agentes registraba el domicilio del periodista y el despacho de su empresa, situado en un edificio en pleno centro de la ciudad de Barcelona, en el exclusivo Passeig de Gràcia.

– ¿Quieres unirte a alguno de los equipos que están haciendo los registros? – preguntó Pérez a la inspectora Olga Fernández.

– No. Prefiero esperar a que traigan los equipos informáticos, me quedaré con Miravet y su grupo. Creo que ya tenemos bastante gente en los registros. – respondió Olga.

Sabía que varios dispositivos electrónicos encontrados en el domicilio y el despacho del periodista estaban siendo transportados a la comisaría. Miravet se lo había confirmado por WhatsApp hacía unos minutos. Esperaban descubrir algo en las huellas digitales de Pinyol que ayudara a destapar la organización de las BAC y sirviese para atajar los asesinatos de la banda criminal.

Tras hablar por teléfono con Miravet y confirmar que aún no habían llegado los dispositivos de Pinyol, Olga decidió acercarse al bar donde solía ir a almorzar. Iba a ser un día muy largo y se ponía de mal humor cuando no comía en condiciones. Se marchó sola, sin decir nada a nadie. Casi una hora más tarde, Olga volvía a entrar en la oficina. Miravet le había enviado un mensaje. Parte de los dispositivos de Pinyol ya estaban siendo analizados por su equipo. Olga era consciente que el proceso podía durar algunas horas, en el mejor de los casos.

– Hola, ¿que tenemos por aquí? – preguntó Olga al entrar en el laboratorio informático.

– Pues algunos ordenadores de la oficina y móviles. Falta por llegar lo de su casa, son dos portátiles, un móvil y una Tablet. – respondió Miravet. – Hemos ido adelantando faena. La orden judicial nos da acceso a los servidores de las empresas, así como a las cuentas de correo, tenemos seis hombres buscando cualquier tipo rastro.

– ¿Y las cuentas personales? ¿Ya tenéis acceso? Sabemos de la existencia de al menos dos cuentas por los correos que cruzó con Zafra, ¿no? – comentó Olga.

– Una de ellas es del servidor de correo de la empresa, la segunda es de Google. Estamos con los trámites para que el proveedor del servicio nos facilite el acceso. También hemos hecho un requerimiento de las cuentas asociadas a cualquiera de los móviles de Pinyol o de sus empresas. – contestó Miravet. – Tenemos para rato. Estamos con los ocho ordenadores de la oficina y los tres móviles. Tranquila, esto va para largo.

– Pues me voy a mi sitio, avisadme cuando encontréis algo. Tengo un montón de papeleo atrasado. – dijo Olga, sin demostrar demasiada emoción.

Tenían a una persona presuntamente relacionada con los BAC en sus instalaciones y debían esperar hasta que llegaran otros investigadores, Eva y Diego. Si dependiese de ella, ya llevaría rato interrogándolo, pensaba que estaban perdiendo el tiempo, pero no era quien tomaba las decisiones. Por otro lado, sabía que cada hora que pasara incomunicado, la confianza de Pinyol disminuiría. Si el periodista tenía alguna relación con los asesinatos, pensaría en la posibilidad que hubiesen encontrado algo en sus oficinas, en su casa, en los ordenadores, algún móvil, o que alguien del entorno hubiese hablado.

Desbloqueó su ordenador y entró en el buzón de correo del trabajo. Tenía dos avisos del sistema de seguimiento de casos. Debía completar unos formularios de los casos en los que estaba trabajando antes de que las BAC hiciesen su aparición. Lo tenía pendiente desde el miércoles pasado, así que aprovechó para quitarse aquella faena de encima. Odiaba esa parte de su trabajo, y más cuando había cosas realmente importantes por hacer, como averiguar que pintaba Pinyol en todo aquello. No lo había gustado, desde la primera vez que habló con él, se lo había comentado a Nicolau al finalizar la charla. Había algo que chirriaba en Pinyol. Aquella mezcla de victimismo y de periodista estrella. Su pose de playboy cincuentón, de víctima de Zafra. Le resultaba un poco repelente, no lo podía remediar. Pensó que Pinyol cumplía las características para ser el típico malvado de película americana. Olga también había notado la forma en que la miraba, como si la desnudase, pero eso le preocupaba menos. Abrió el primer formulario y comenzó a rellenarlo. Se trataba de la justificación de horas trabajadas en otro caso. Como había trabajado durante el fin de semana, el departamento de recursos humanos le pedía que notificase el número de horas trabajadas y un informe explicando en que las había empleado.

– Tocahuevos. -  pensó Olga en voz alta.

Mientras cumplimentaba el formulario digital, volvió a pensar en Pinyol y en la mirada de deseo que le lanzó cuando cruzó sus piernas. Le gustaba que la miraran así, con descaro y lascivia. Le hacía sentirse bella, deseada, sexy. Le ponía cachonda. En ese momento recordó las fotos de Diego. Sacó su móvil del bolsillo y abrió la galería de fotos donde guardaba algunas de las que Diego le había enviado. Debería haberlas borrado, pero verlas de nuevo le producía una sensación indescriptible., se resistía a hacerlo. El color de la piel, aquella enorme vena que recorría el miembro de arriba abajo… Notó un agradable escalofrío.

– Olga, ¿vienes a comer? – le dijo Nicolau, tocándole en el hombro.

El sobresalto de Olga asustó al agente Nicolau, que la miró extrañado. No lo había oído llegar.

– ¿Qué te pasa, malas noticias? – le preguntó Nicolau, con gesto de preocupación.

– No, simplemente miraba una cosa en el móvil, ¡no te he visto llegar! – respondió Olga, con la respiración alterada.

– Joder nena, ¡estas pálida!, ni que hubieses visto un muerto ¿Qué mirabas? Enséñamelo, anda… – insistió Nicolau.

– ¡Déjame tranquila, joder! – contestó Olga.

Notó que había gritado y se giró hacia su compañero, bajando el tono y disculpándose.

– Perdona Martí… He ido a almorzar hace un rato. Tengo que adelantar faena. Tan solo es la típica foto de WhatsApp que te mandan los amigos. Una tontería, un montaje. Lo que pasa es que no te esperaba, perdóname. – dijo Eva, intentando aparentar normalidad.

– ¡Como quieras! Últimamente estás un poco nerviosa… – contestó Nicolau. – Llámame después si quieres que tomemos un café.

O realmente no había visto nada, o su compañero disimulaba muy bien. Se despidió de Nicolau y acto seguido fue al cuarto de baño. Sentada en la taza de un wáter borró todas las fotos que no se atrevería a enseñar a Nicolau.

– ¡Concéntrate, joder! – se ordenó a sí misma.

En muchas ocasiones detectaba cuando la gente mentía, incluso sus compañeros. Era parte de su formación, estaban entrenados para detectar ese tipo de comportamientos. Conocer que gestos solían delatar el intento de ocultar una mentira… ¿Le ayudaría a saber cómo disimular las propias? Se quedó con la duda. Ahora mismo solo se lo preguntaría a una persona. Diego. Pero no estaba allí. Lo vería pronto. Dejo de pensar en todo aquello y volvió a su puesto de trabajo. Acabó con desgana todo el trabajo burocrático, sin dejar de consultar su móvil cada cinco minutos. Le llevó cerca de una hora rellenar los formularios.

Entumecida, se dirigió al departamento informático. Miravet no le había dicho nada sobre los equipos de Pinyol.

– Os he dicho que antes que nada busquéis en los móviles. Canet, ¿tienes el routing de los mensajes? – preguntaba Miravet a su compañero cuando entró Olga. – ¡Hola guapa! No te he avisado porque no hemos encontrado nada aún.

– Solo me acercaba a ver qué tal iba, pandilla de frikis sin remedio. – dijo Olga. – ¿Nada de nada?

– Bueno, nada que relacione a nuestro ilustre invitado con las BAC o alguno de sus crímenes, si te refieres a eso. – respondió Miravet, apartando la mirada del monitor y centrándose en su compañera.

Olga sonrió a Miravet. Aquel sargento, algo desaliñado y entrado en carnes, estaba locamente enamorado de Olga. Lo sabía de primera mano, él mismo se lo había confesado una noche de fiesta que había finalizado en borrachera, el anterior verano. Olga le dejó claro que no sentía nada por él. La tensión que existía entre ellos antes de aquella fiesta simplemente se desvaneció.

– Acércate, ven, mira. – dijo Miravet. – Lo único que hemos podido comprobar es que el envío del mensaje a Zafra desde la cuenta de email secundaria no fue realizado desde ninguno de los dispositivos informáticos de Pinyol.

– ¿Y…? – preguntó Olga sin entender demasiado lo que trataba de explicarle Miravet.

– Que rastreando la ruta del email, parece ser que fue enviado desde un locutorio del extranjero, más concretamente, desde Dreux. ¡La France! – finalizó Miravet.

– ¿No podría ser una trampa? Quiero decir, que pueda parecer que fue enviado desde allí. Ya sabes, esas cosas que hacéis los hackers, lo de poner un firewall para ocultar de donde sale o suplantar la identidad del servidor… – comentó Olga.

– Pues sí, eso se puede hacer y de hecho se usa bastante a menudo, pero no esta vez. Estamos seguros al cien por cien de lo que te he dicho, lo hemos comprobado tres personas. Dos de ellos serían capaces de activar el vibrador de tu móvil dando golpes en un cable de teléfono. – ironizó Miravet, guiñándole el ojo. – Si me equivoco, sales una noche conmigo, ¿aceptas?

– ¡Ni de coña! – contestó Olga, riéndose. – ¿No tiene Pinyol familiares o amigos en esa zona? Se supone que su familia se exilió a Francia tras la Guerra Civil.

– Chica lista, además de buenorra. – le susurró Miravet. – Es lo que estamos comprobando justo ahora.

– Bueno pues aquí te dejo con tus cacharros, ya me avisarás cuando tengas algo. – dijo Olga dando media vuelta y dirigiéndose hacia la puerta.

Miró de reojo al reflejo de la ventana y comprobó como Miravet la observaba, sin pestañear, así que se ajustó los tejanos mientras se alejaba. En el recorrido hasta su mesa no pudo evitar pensar cuantas veces se habría masturbado aquel informático pensando en ella… y que no le hubiese importado verlo.

– Necesito echar un polvo, ¡urgentemente! – pensó Olga, sentándose frente al ordenador.

Cogió el teléfono para llamar a Diego, pero escuchó una voz familiar.

– ¡Olga! ¡Ven! ¡Reunión! – la llamó Nicolau desde el pasillo.

La inspectora guardó su móvil y bloqueó el ordenador. Se encaminó a la sala con poco ánimo, casi arrastrando los pies.

– Espero que no sean otra vez los BAC de los cojones. – pensó Olga mientras entraba y se sentaba a la izquierda de su jefe.

– Bueno, ya estamos todos. – comentó Pérez con aire un tanto misterioso.

Nicolau y Miravet, que había entrado justo detrás de Olga, se sentaron frente al jefe.

– El motivo de esta reunión, por llamarlo de alguna forma, es informaros que la inspectora Morales y Diego están de camino, vienen para interrogar a Pinyol. – explicó Pérez.

Olga no pudo contener un suspiro finalizado con una sonrisa. Cuando alzó la vista, Miravet la observaba, pensativo, con la ceja derecha levemente levantada.

– ¿Se sabe a qué hora estarán aquí? – preguntó Nicolau, mirando de reojo a Olga.

– Según nos han dicho, sobre las seis de la tarde, vienen en un vuelo comercial. Nos avisarán en cuanto lleguen. – respondió Pérez.

– Igual me meto donde no me llaman, pero… ¿por qué tenemos que esperar a que vengan ellos para interrogarle? ¿No tenemos personal cualificado para hacerlo? – preguntó Miravet, jugueteando con el móvil en la mano.

– Los motivos son varios. El primero es que han hablado con el hermano de la última víctima de los BAC, la charla con Bernardo Zafra nos ha proporcionado información que podría incriminar a Pinyol en los asesinatos. Ellos saben que les ha contado Zafra y como poder utilizarlo en el interrogatorio. La segunda es que Diego y la inspectora Morales son dos de los mejores investigadores en cuanto a análisis de conducta se refiere. Por eso están asignados a la investigación de los BAC. Quizás ellos vean algo que otros no seamos capaces de ver. – Pérez realizó una breve pausa y miró a Nicolau y Olga. – Y la tercera, pero no por ello menos importante, es que, seguramente el detenido espera hablar con los mismos investigadores que lo hicieron ayer, o sea, que tenemos el factor sorpresa de nuestra parte.

– Tiene sentido. – dijo Olga, cabizbaja.

En el fondo se alegraba. Estaba inmensamente contenta, pero debía disimularlo. Diego, su amante, su pareja, estaría de vuelta en unas horas. Por mucho que durara el interrogatorio, por muchas horas que tuviese que pasar trabajando, al final, en algún momento, Diego debería salir de comisaría, ir a cenar, a descansar… En ese momento sería suyo, solo para ella. Pero las miradas de Miravet le preocupaban, ¿habría notado algo? ¿Sospecharía de su relación con Diego?

– Nos han pasado información sobre un cuadro. Hay que contactar con su dueño. Es parte de la investigación de Zafra. Olga, te encargas tú, ¿vale? – dijo Pérez, entregándole un papel.

– Claro, en cuanto salgamos de aquí. – respondió una servicial Olga.

Prefería eso a seguir rellenando formularios. Leyó con interés el contenido de aquel email impreso.

– Bueno, pues eso es todo. Seguimos con el plan establecido, el único cambio es el que hemos comentado. Miravet, supongo que estáis en contacto con Álvaro con lo de los rastreos de Pinyol, ¿no? – preguntó Pérez.

Miravet afirmó con un movimiento de su cabeza.

– Ah, se me olvidaba. Cuando lleguen Morales y Diego, tendremos una reunión previa, para intercambio de información e ideas, espero que podáis estar por aquí. Hoy va a ser un día largo. Gracias. – se despidió Pérez, levantándose de la silla.

Olga se levantó y se dirigió a la sala donde se encontraba el periodista. Tras saludar a los dos agentes armados que custodiaban el acceso, se asomó a la ventanilla. Allí estaba Pinyol, sentado de cara a la puerta, sonriendo cínicamente.

– ¿Qué tal se porta nuestro invitado? ¿Le han traído algo de comer o beber? – preguntó Olga a los agentes, casi susurrando.

– Es muy tranquilo. Ha pedido agua en dos ocasiones y lo hemos acompañado al baño una vez. Le traerán la comida a las tres, del restaurante de la esquina. Una ensalada y un bistec de ternera con pimientos verdes fritos. – respondió el más joven de los guardias, en el mismo tono.

– Gracias, hasta luego. – se despidió Olga.

Miró de nuevo por la ventanilla y cogió su móvil. Le extrañaba que Diego no le hubiese avisado aún que volvía a Barcelona. No quiso darle más importancia. Tal vez quería darle una sorpresa o estaba demasiado atareado, ya hablaría más tarde con él. Tenía que ponerse en contacto con Arturo Toledo, el banquero que poseía en la actualidad el cuadro que Zafra había comprado a la familia Pujol, transformada en Pinyol desde hacía unas décadas.

De vuelta en su puesto de trabajo, realizó un par de llamadas para obtener el teléfono del banquero. Media hora más tarde, conseguía el número de móvil de uno de los hombres más poderosos del país.

– ¿Diga? – contestó una voz más aguda de lo que esperaba.

– Buenas tardes señor Toledo, soy la inspectora Olga González. Le llamo desde la comisaría de los Mossos d’Esquadra en Barcelona en relación al asesinato de Roberto Zafra. – explicó Olga. – No, tranquilo, no tiene usted que hablar con sus abogados. Simplemente queremos saber si usted compró un cuadro a Roberto Zafra. No, me refiero al padre. Sí. Se trata de un cuadro de un pintor llamado Lluís Monfort. Ese, sí. Paissatge a Can Margarit.

– ¿Y puedo preguntarle qué tiene que ver ese cuadro con el asesinato del pobre Roberto? No lo entiendo. – dijo Toledo.

– Pues aún no lo sabemos. Estamos en plena investigación. ¿Me puede decir si usted compró ese cuadro a Zafra? En caso afirmativo, ¿recuerda la fecha aproximada y el precio que pagó? – preguntó Olga.

– Sí, se lo compré a Roberto Zafra hace muchos años. No sabría decirle por cuanto dinero, la verdad. Inspectora, me encuentro de vacaciones con mi familia en Marsella. Le puedo dar el teléfono de uno de mis asistentes y que… ¿Qué? De acuerdo. Sí, tenemos previsto volver este viernes a España, a mi casa de Madrid. ¡Ah! De acuerdo, tomo nota del teléfono. Me pondré en contacto con usted cuando vuelva. – contestó Toledo.

– Gracias por su tiempo y disculpe las molestias que le hayamos podido ocasionar. Muy amable. Sí, gracias. Espero su llamada. Que pase buen día. Adiós señor Toledo. – se despidió Olga.

– Adiós. – se despidió Toledo.

Contactar con Toledo había sido más fácil y rápido de lo que hubiese esperado, pero no había servido para nada, de momento. Tendrían que esperar unos días para poder hablar en persona con el banquero o esperar la llamada de algún ayudante y obtener la información que necesitaban sobre la compra del cuadro. Olga sabía cómo iba a acabar aquello. La compra de aquel cuadro sería la típica tapadera que usaban los ricos para blanquear capital. Era práctica habitual, pagar cantidades indecentes por obras de arte desconocidas para poder justificar una transacción monetaria. Iba a marcar el teléfono de Diego cuando apareció Pérez.

– Olga, ¿has podido hablar con el propietario del dichoso cuadro? –  le preguntó su jefe.

– Sí, prácticamente acabo de colgar. Está de vacaciones, en Marsella. Vuelve este viernes, pero hemos quedado en que me proporcionará la información que necesitamos, cuando compró el cuadro y por qué importe. – respondió Olga.

– Me parece bien. No podemos presionar demasiado, ese hombre debe tener un ejército de abogados protegiendo su culo. Si damos un paso en falso rodará alguna cabeza, y no podemos permitirnos ese lujo. – explicó Pérez.

– ¿Sabemos algo más de Diego y Eva? – preguntó Olga, algo impaciente.

– ¿Quieres que vayamos a tomar un café? – le propuso su jefe.

Olga aceptó la invitación. Los cafés con su jefe solían significar una bronca o una conversación sobre su vida privada. Se encaminaron a la cafetería más cercana a la comisaría. Pérez iba hablando por teléfono con su esposa. Cuando colgó, puso su brazo por encima del hombro de Olga. Le dio un pequeño achuchón.

– ¿Sabes? Vamos a pillar a esos cabrones, tengo un presentimiento. La pista de Pinyol va a conducirnos a los asesinos. ¿Qué piensas? Te veo un poco rara… – le preguntó Pérez.

– No me pasa nada, estoy bien, ¿a qué viene eso? – respondió Olga, mirándole. –  No sé qué pensar sobre Pinyol y las BAC. Puede que tenga motivos, pero dudo que sea la pista que esperamos. Creo que si removemos el asunto del cuadro encontraremos mierda, pero no del tipo de mierda que buscamos.

– ¿A qué te refieres? – dijo Pérez.

– A que la compraventa de ese cuadro simplemente ocultará un pago en negro, alguna comisión por negocios o algo por el estilo. Eso no entra en nuestro campo de investigación. Vía muerta, ya verás. – dijo Olga. – Pinyol no es nuestro hombre, pero tiene un lado perverso, eso es indudable.

Se sentaron en la terraza de la cafetería y tomaron un café dialogando sobre el tema. Pérez tenía otro punto de vista, era optimista. Confiaba que Diego sería capaz de sacarle la información al periodista y que iban bien encaminados.

– Es más listo de lo que crees. Ese tío nos oculta algo, solo fíjate en su mirada, parece que se ríe de nosotros. – dijo Olga.

– ¿Recuerdas al que detuvimos por lo del asesinato del polígono? ¿El que quemó a su novia dentro del coche? Le apresamos, le dejamos sin comer, incluso le llegamos a decir que habíamos encontrado dos kilos de coca en su casa y el hijo de puta seguía impasible. No soltaba prenda. Entró Diego y en tres horas consiguió que confesara el crimen. – explicó Pérez, ilusionado. – Si Pinyol oculta algo, Diego será capaz de averiguar que es… Sino, recuerda el año pasado con el puto asesino del trece.

– Sí, lo recuerdo perfectamente. Fui una de las personas que participó en los interrogatorios y consiguió nada. – dijo Olga.

Olga había estado asignada a aquellos casos desde el principio y se quedó a las puertas de resolverlos. Estaba un poco dolida. Sí, Diego era el hijo que Pérez hubiese querido tener. Era su ojito derecho, al que perdonaba errores que otros no podían cometer. Con el que demostraba una paciencia infinita que con otros no tenía. Era consciente que era así y lo tenía asumido, pero no le gustaba que se lo restregasen por la cara.

– ¿Nos vamos? Tengo trabajo… – dijo Olga, seria.

Pérez pagó los cafés y emprendieron el camino de vuelta a la oficina.

– Estoy contento con el equipo que hemos formado, bueno, que Gracia ha formado. Espero que los BAC no actúen de nuevo, pero si fuese así, tengo pensado que te desplaces al lugar de los hechos, como apoyo. – explicó Pérez a Olga mientras andaban. – Creo que será bueno para tu carrera que tengas visibilidad en estos casos.

Olga no sabía si el plan de su jefe era contarle aquella noticia o si acababa de improvisarlo para compensar la charla de hacía unos minutos. De cualquier forma, el simple hecho de que hubiese pensado en ella le hizo sentirse mejor.

– Ángel, te lo agradezco, pero como dices, si conseguimos que Pinyol confiese, todo acabará pronto. – contestó Olga, intentando sonreír.

De vuelta a la oficina, Olga fue al baño y se encerró durante unos minutos. Estaba cansada, mentalmente agotada y falta de sexo. Necesitaba a Diego, se sentía más completa cuando lo tenía a su lado, cuando podía hablar con él. Cuando llegaba la noche y sus cuerpos se unían sudorosos. Justo en ese momento su móvil comenzó a vibrar. La tormenta que nublaba su cerebro desapareció de repente al ver que era Diego quien llamaba.

– Hola. – contestó Olga de una forma fría, seca.

– Hola, ¿qué tal? Supongo que ya sabrás la noticia. – dijo Diego.

– Espera un minuto, me pillas en el baño. Salgo y hablamos. – avisó Olga, colocando el teléfono en silencio.

Salió del cuarto de baño y se dirigió al rellano de la escalera. Normalmente no pasaba demasiada gente a esas horas.

– Hola, dime. – dijo Olga.

Bajó el tono de su voz cuando notó que aquel lugar hacia un poco de eco. Se sentó en los escalones.

– Pues lo que iba a decir y posiblemente ya sepas, que estaré allí esta misma tarde. Se me ha olvidado llamarte con todo el ajetreo. Sí, ya sé que podía haberte enviado al menos un mensaje. – trató de excusarse Diego.

– No te disculpes más, ya sé que estas ocupado, joder. Bueno, yo también he estado liada con lo de Pinyol. Me ha dicho Pérez que llegarás sobre las seis de la tarde. No creo que pueda ir a buscarte, bueno…, buscaros, porque Morales viene contigo, ¿no? – preguntó Olga, que ya conocía la respuesta.

– Sí, Eva viene también, de hecho, fue cosa suya. Aquí no pintábamos nada y pensó que deberíamos interrogar en persona a Pinyol. ¿Tú qué? ¿Cómo estás? Tienes voz de cansada, ¿te pasa algo? – preguntó Diego, intentando desviar el tema.

Estaba rendida y algo cabreada por todo en general, pero no se lo iba a contar por teléfono. Y menos aún iba a decirle lo mucho que lo echaba en falta y que se moría de ganas de follar con él, no podía parecer débil…

– Bueno, estoy algo cansada. Podríamos cenar esta noche en mi casa, preparamos algo rápido o pedimos chino, ¿qué dices? – contestó Olga.

– Suena muy bien, si no fuese porque no sabemos a qué hora llegaremos a comisaría y menos aún cuando acabaremos... Si te parece bien, ese será el plan por defecto, pero prométeme que te marcharás a casa a descansar si mi jornada se alarga. – le rogó Diego. – Quiero que sepas que tengo muchas ganas de verte, ya queda menos…

Ir a la siguiente página

Report Page