BAC

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Capítulo 50

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Diego permanecía en silencio, atento a la conversación de sus compañeros mientras observaba a los clientes y trabajadores del locutorio. Calculó que aquel local debería estar a menos de diez minutos a pie desde el bloque de apartamentos. Los empleados nos les quitaban ojo de encima. Con un gesto, Diego les indicó que se alejasen. Eva y Álvaro comenzaron a andar, él cruzó a la otra acera. Parado tras de un coche, vio como uno de los jóvenes que previamente estaban admirando la belleza de Eva se asomaba al exterior, como si comprobase que se estaban yendo. Tras hacerlo, entró en el local de nuevo, explicando algo a sus colegas. No habían notado la maniobra de Diego. Parecía que aquellos pakistaníes no estaban acostumbrados a estar pendientes de los desconocidos que se acercaban a su local. El inspector, por experiencias previas, sabía que si aquellos hombres tenían actividades clandestinas como tráfico de drogas o compraventa de objetos robados le hubiesen visto enseguida. Diego pensó que al menos aquellos cuatro hombres no estaban alerta, como suelen hacer los delincuentes cuando vigilan su negocio.

Eva y Álvaro lo estaban esperando en la esquina, unos metros después de haber girado.

– ¿Qué pasa? ¿Has visto algo sospechoso? – preguntó Eva.

– No, tan solo comprobaba una cosa. Quería saber si tus admiradores trapichean con algo. Yo diría que no. – contestó Diego. – Pero tampoco podéis fiaros mucho de mi olfato…

Eva, que tenía un cigarro en su mano derecha, dio una calada y exhaló el humo mirando hacia arriba, obviando el comentario de Diego. Negó con la cabeza y se giró hacia Álvaro.

– ¿Y en el bar? ¿Habéis conseguido averiguar algo allí? – dijo la capitán.

– Algo tienen. Hablad con Olga y Ander, se han ocupado ellos. Me dijo Olga que están tratando de identificar al compañero de desayunos de Tresánchez. La descripción del otro hombre coincide con la que nos había dado Manel Pous, el encargado de mantenimiento del barco de Valero. Están detrás de la pista. – respondió Álvaro.

Eva cogió su teléfono. Miró quién la llamaba y resopló. Hizo un gesto a sus compañeros y contestó.

– Hola otra vez. Sí, estamos de camino al apartamento. Dime. ¿Cómo? ¡No jodas! Perdona… me he dejado llevar. Explícamelo con detalle por favor. – dijo Eva sonriendo y realizando una pausa para escuchar con atención a su jefe. – ¿Me la envías ahora? Mejor a todos, así la vemos. Perfecto. Gracias. Por fin buenas noticias. Claro, te llamo si encontramos cualquier cosa, dalo por hecho.

Después de colgar, abrió la foto de la que le acababa de hablar Gracia. En ella se veía a un grupo de hombres y mujeres, unas treinta personas, se trataba de la típica foto grupal con las personas colocadas en dos niveles. En ella había tres personas resaltadas. Hizo zoom en la esquina superior izquierda de la imagen, donde pudo reconocer a Pedro y Leonor, las famosas “monjas asesinas”. En el otro extremo de la foto, en la fila de debajo, otro rostro conocido, Ramón Tresánchez. La foto parecía reciente.

Álvaro y Diego, quienes habían visto todo en la pantalla del móvil de su compañera, se miraron, sorprendidos.

– ¿De dónde ha salido esa foto? – preguntó Álvaro.

– Estaba en el domicilio de Pedro y Leonor, en Montemayor. La han encontrado junto varias fotos más, donde aparece básicamente el mismo grupo de personas en sitios diferentes. Ya tenemos un nexo entre dos asesinos confesos y un sospechoso. – explicó Eva, exultante. – Señores, les presento a los BAC, o al menos, a algunos de sus miembros.

Diego contempló la imagen mirando las personas que en ella aparecían. Gente normal, hombres y mujeres de unos sesenta años, algunos incluso mayores. Se preguntó quién sería el líder. Cogió su móvil y visualizó la misma foto, ampliándola para poder ver todas las caras, una a una. Después de un rápido repaso a todas, detuvo sus ojos en un hombre. Tenía la mirada serena, un gesto amable en su curtido rostro. Debía ser él, el líder del grupo. No dijo nada, no podía equivocarse otra vez.

– Esto cambia todo. – dijo Álvaro. – Eva, si no te importa, voy a pasar la foto a mi equipo, que intenten averiguar quiénes son.

– Sí, te lo iba a pedir ahora mismo, aunque creo que Gracia ya tiene a unos cuantos hombres en ello. Tras el registro del apartamento, interrogaremos a Tresánchez. Sería conveniente tener más datos de sus acompañantes de la foto. Voy a pedir que tengan preparado el interrogatorio sobre las seis de la tarde, a ver que podemos conseguir para esa hora. – dijo Eva, animada.

– ¡Bien! Dalo por hecho. – dijo Álvaro entusiasmado, frotándose las manos. – BAC, os tenemos…

Los tres investigadores continuaron su trayecto hasta el edificio de apartamentos comentando la buena noticia. Cuando llegaron, vieron que un grupo de personas se agolpaban frente a la puerta, curioseando. Ver un coche de policía delante de la entrada principal y varios agentes en la calle había llamado la atención de la gente que pasaba por allí.

– Los de la foto no parecen una organización criminal. Más bien parece un grupo de amigos celebrando las bodas de plata de alguno de ellos.  – comentó Álvaro.

– O un grupo de amigos convertidos en los justicieros de una sociedad corrupta… – dijo Diego pensando en voz alta.

Álvaro saludó a los dos agentes de uniforme que custodiaban el acceso al edificio, Eva y Diego se presentaron y entraron a la portería. Una vez dentro pudieron admirar el amplio distribuidor, con señalizaciones para las diferentes zonas. Aquel complejo turístico debía albergar cerca de mil personas. Los amplios pasillos comunicaban por el interior las distintas zonas que componían aquel monstruo de cemento, los apartamentos, el supermercado y diferentes salas de ocio con máquinas recreativas, billares, futbolines y tragaperras. Avanzaron por el pasillo que conducía al apartamento donde estaba alojado desde hacía dos meses el sospechoso del asesinato de Valero, Ramón Tresánchez. Cogieron el ascensor junto a una pareja de jubilados que les miraron de arriba a abajo. Diego se preguntó si aquellos señores, a simple vista inofensivos tendrían un plan para acabar con algún político corrupto. La señora, de repente se giró hacia Diego y le sonrió. Fue una sonrisa extraña, lo miró como si le hubiese leído el pensamiento. Un timbre avisó que el ascensor había llegado al segundo piso. Las puertas del ascensor se abrieron y los investigadores bajaron. La señora siguió mirando a Diego hasta que la puerta se cerró por completo.

– Es el apartamento doscientos trece. – dijo Álvaro, señalando con el dedo hacia la derecha del ascensor.

Junto a la puerta de uno de los apartamentos a mitad del largo pasillo, Diego pudo ver dos figuras que reconoció al momento. Eran Olga y Ander. Ella iba vestida con una camisa roja y tejanos blancos, se la veía de lejos. Estaban hablando efusivamente cuando notaron que los tres investigadores se acercaban.

– ¡Ya era hora! – dijo Olga enfurruñada.

Se acercó a Diego y Eva y los saludó, dando un par de besos a cada uno. La expresión de su cara no había cambiado.

– ¿Qué pasa? – preguntó Eva. – Nos hemos entretenido porque Gracia nos ha enviado una foto y hemos estado hablando del tema. También nos hemos parado en el locutorio que usa Tresánchez.

– Está bien, no pasa nada. – dijo Ander. – Olga está deseando entrar y buscar entre las pertenencias del bombero. Después de ver la foto, está claro que vamos por buen camino. Joder, vaya par de cabrones los asesinos de Muñoz-Molina, ¡nos han engañado como a novatos!

Azpeitia y Olga miraron a Diego. Su cara se tornó seria, gris. Ander, consciente de la metedura de pata, cambió de tema.

– Eva, ¿quién va a interrogar a Tresánchez? – preguntó Ander.

Aquella pregunta enrareció aún más el ambiente. Transcurrieron unos tensos diez segundos en los cuales los cinco investigadores cruzaron sus miradas sin decir nada. Eva dio un paso en dirección a Diego.

– Pues Diego y yo. Nosotros interrogaremos al sospechoso. Lo de Burgos no tiene porqué repetirse. Disponemos de unas horas para entrar aquí y tratar de detener este goteo de crímenes. Venga vamos. – dijo Eva, andando hasta la puerta.

– Espera. Dijiste que querías que entrásemos los primeros, pero como corríamos el riesgo de alterar pistas, han pasado los de la científica a primera hora y han cogido todas las muestras. – dijo Olga. – Nosotros hemos acompañado al equipo, pero no hemos tocado nada.

– Sí, claro, a eso me refería, quería que viésemos el apartamento después de que los científicos entrasen. – dijo Eva, suspirando. – ¿Habéis visto algo digno de mención? Va, pongámonos los guantes y entremos de una vez.

– ¿Todos? – preguntó Ander.

– Claro, a no ser que alguien no quiera. Tampoco es obligatorio, pero pensaba que después de todo el tiempo que llevamos sin pistas estaríais ansiosos por entrar. – dijo Eva con los guantes de látex colocados en ambas manos y dirigiéndose al interior del apartamento.

Olga, Álvaro y Diego la siguieron sin decir nada. Ander resopló y se puso los guantes.

– ¡Joder! ¡Perdonad! Ya sé que he metido la pata con la pregunta de antes, ha sido todo un malentendido… No estaba poniendo en duda… – dijo Ander.

– Ya lo sabemos, tranquilo. – le interrumpió Diego. – No pasa nada.

– A ver, vamos a centrarnos. – dijo Eva. – Diego y Ander que se queden en el dormitorio, Olga, entrada, lavabo y cocina. Álvaro y yo en el salón comedor y el balcón. No dejemos ni un centímetro sin registrar. Si alguno necesita ayuda, o encuentra algo, que avise al resto.

– Vale, entendido. – dijo Olga, dirigiéndose sola a la cocina.

Diego hubiese preferido hacer el registro con Olga, así hubiese podido charlar con ella. Se preguntaba si seguiría afectada, si estaba bien. Lo parecía. Era una mujer fuerte, con carácter e independiente, mucho, pero las lágrimas del otro día le hicieron verla de otra forma. Se  sentía culpable. Miró a Eva, que hablando con Álvaro se encaminaba al salón. Se extrañó que no le hubiese elegido a él como pareja de trabajo.

Hizo un repaso rápido del apartamento, debía tener unos cuarenta y cinco metros cuadrados, divididos en cuatro estancias. Un pequeño recibidor distribuidor con tres puertas, a la derecha una cocina, a la izquierda un pequeño pasillo que llevaba al cuarto de baño y al dormitorio. Al frente, el salón comedor con un ventanal que permitía salir a la pequeña terraza.

Olga se fue murmurando entre dientes, bastante descontenta con la tarea que le habían encomendado.

– Joder, ni que fuese la chacha. Lavabo y cocina, y, además, sola. ¡Valiente mierda! – se dijo Olga.

La inspectora cogió una pequeña escalera de tres peldaños y se dispuso a vaciar los armarios. Había una fila de tres armarios altos, dos usados como despensa y otro con la vajilla. El armario más grande, el de la izquierda, se encontraba prácticamente lleno de botes de conservas. Depositó el contenido del armario sobre la mesa de la cocina. Varias latas de tomate triturado y tomate frito. Continuó con botes de judías blancas, garbanzos y lentejas con verduras. Contó hasta seis botes de arroz precocinado y comenzó a ordenar por tipos las diferentes latas de conservas. Las gotas de sudor comenzaron a resbalarle por dentro de la ropa, bajando desde el cuello hasta los pechos, impregnando aquella camisa roja con diminutas manchas más oscuras. De un brusco tirón, sacó la camisa de sus pantalones y desabrochó un botón más. También abrió la ventana para que hubiese algo de corriente. No llevaba la ropa más apropiada para hacer aquel tipo de trabajo, pensó tras el enésimo viaje de la escalera a la mesa. Secó las gotas de su cara y cuello con un trapo limpio de cocina que encontró en uno de los cajones.

Respiró hondo y continuó vaciando armarios. Repitió la misma operación que con el armario anterior, amontonando el contenido sobre la otra mitad de la mesa. Algunos envases con paquetes abiertos de varios tipos diferentes de pasta y algunos botes de especias. No había nada fuera de lo común. A continuación, vació el tercero, que contenía una reducida vajilla. Tres platos hondos, cuatro llanos grandes y tres pequeños. Todos de vajillas diferentes. También sacó los vasos y tazas. Nada. Miró alrededor secándose de nuevo el sudor. Aún le quedaban los cajones, así que sacó uno a uno de sus guías y los dejó apilados en el suelo. Así podría mirar en el interior de la cajonera.

– ¿Qué tal? ¿Cómo va eso? – preguntó Eva asomada en la puerta, interesándose por el registro.

– No veo nada extraño de momento. Un coñazo. ¡Menuda calor que hace en este apartamento! ¿Y vosotros? – dijo Olga intentando disimular su cabreo.

– Álvaro ha encontrado unas cuantas fotos dentro de una caja de zapatos. Las mandaremos a la comisaría para que las escaneen y las distribuyan. He pedido que nos suban agua fresca. Estoy chorreando. – dijo Eva.

Olga le acercó un trapo del cajón para que pudiese secarse el sudor. Eva cogió el trapo y después de empaparlo en agua se lo pasó por la nuca y la cara.

– Gracias, este calor es espantoso. – exclamó Eva. – Bueno, prosigamos. Si quieres nos cambiamos, te ha tocado la parte más aburrida.

Olga le contestó con un chasquido de la lengua. Eva reconoció aquel gesto. Era un no. No quiso insistir.

– Si terminamos antes que tú vendremos a echarte una mano. – dijo Eva mientras volvía al comedor.

Olga la miró de soslayo. Dejó el trapo sobre la silla y se dispuso a continuar con la tarea que le habían asignado.

– Te ha tocado la parte más aburrida… ¡Será cabrona! – pensó Olga mientras abría los armarios bajos.

Dos cucarachas grandes, del tamaño de una almendra salieron del armario donde estaban productos de limpieza. Sin hacer ningún tipo de aspaviento, las pisó y recogió los cuerpos aplastados con papel de cocina para tirar los cadáveres a la basura.

¡La basura! No había mirado dentro. Decidió acabar con los cajones y los armarios bajos y dejar aquello para el final.

– A ver si mientras tanto, Eva termina y se acerca a echarme una mano… – pensó Olga con una sonrisa irónica en sus labios.

Aquella imagen la entretuvo un rato, mientras vaciaba el contenido de los cajones sobre la encimera. Utensilios de cocina, varios cubiertos y trapos. En el cajón inferior encontró varios papeles y cajas de medicamentos. Genéricos como Ibuprofeno, Paracetamol y una caja de un medicamento cuyo nombre le resultó familiar. Frunció el ceño, no conseguía recordar porqué le sonaba. Sacó su móvil del bolsillo trasero de su pantalón e hizo una foto de aquella caja. También encontró folletos de propaganda de restaurantes de comida rápida, algunos tiques de compra, la mayoría de productos de alimentación. Todos los pagos realizados en metálico. Separó uno de ellos. La búsqueda en Google le confirmó que el comercio emisor de la factura, Míster Pulpo, era una tienda especializada en artículos de pesca submarina. Era la factura de dos pares de aletas, un cuchillo Huitsu, un arpón modelo Oceanic con cinco flechas y dos snorkels. Una compra realizada ocho días atrás, con pago en efectivo, doscientos treinta y seis euros. Olga suspiró sonriendo. Llenó sus pulmones con todo el aire que pudo meter en ellos.

– ¡Bingo! – dijo Olga en voz baja.

Sabía que había encontrado algo importante. Apartó un plato y depositó aquel trozo de papel con sumo cuidado, como si de un papiro del antiguo Egipto se tratase. Cogió un tenedor y lo colocó encima. Sacó los botes de lejía, detergente, algunos periódicos antiguos doblados y el contenido de unos recipientes de plástico del armario bajo, el del nido de cucarachas, como pudo comprobar por la cantidad de aquellos insectos muertos patas arriba en una esquina del mueble. Roció la zona con un apestoso insecticida y se aproximó a la ventana buscando aire fresco.

Estaba claro que Ramón Tresánchez tenía previsto vivir una temporada en aquel sitio, a juzgar por la cantidad de comida que había almacenado en la despensa. Pero ya lo sabían, había pagado seis meses por adelantado. La inmobiliaria que gestionaba el complejo turístico hizo una excepción, ya que normalmente no aceptaban alquileres de duraciones superiores a un mes. La crisis y la baja ocupación de los dos años anteriores habían llevado a los gestores cambiar su política. Ramón era uno más, conocían al menos cinco casos parecidos en el mismo complejo turístico, los estaban investigando a todos.

Olga miró por la ventana. Turistas y más turistas. Eran como hormigas desplazándose de la playa a sus alojamientos o viceversa. Hormigas rojas que parecían brillar bajo aquel sol radiante. Volvió a secarse el sudor. El motor del frigorífico emitió un sonoro zumbido que le recordó que no había mirado en su interior. Lo añadió mentalmente a la lista de cosas pendientes. Frigorífico, basura y cuarto de baño. Decidió finalizar con los cajones. Comprobó que no tuviesen doble fondo y que no había nada oculto en la parte inferior. Los apartó con su pie derecho y se dirigió al frigorífico. Se trataba de un pequeño combi, abrió la puerta inferior del electrodoméstico.

A primera vista, nada anormal, estaba más bien vacío. En el lateral de la puerta, un par de botellas de agua mineral medio llenas, varios zumos de naranja de diferentes marcas, un tetra brick de leche de soja y algunos botes de conservas empezados. El bombero era bastante ordenado, según pudo comprobar. Vio varios recipientes con comida precocinada en el primer estante. Yogures, embutido y lácteos en el segundo. Había un pequeño compartimento en la parte superior de la puerta. En su interior, media docena de huevos y queso rallado. Siguió con los estantes. Dos filetes de ternera envasados y varios filetes de lomo. En el cajón de abajo, un par de cebollas, un pepino, tres manzanas, cuatro tomates, una lechuga y medio melón. Sacó todo y lo depositó sobre la encimera. Abrió el pequeño congelador, en su interior descubrió una bolsa de patatas fritas congeladas, otra de ensaladilla rusa y dos paquetes de croquetas de pollo con jamón. Soltó un suspiro. Estaba acalorada, pero el aire fresco que salía del electrodoméstico la alivió momentáneamente.

Salió al pequeño lavadero donde estaba instalada la lavadora y un calentador de agua, eléctrico. Había un cesto con algo de ropa sucia. Lo vació en el suelo. Un bañador, dos camisas, ropa interior y unos pantalones. Buscó dentro de los bolsillos. Nada. En el tendedero, dos toallas, una de baño y otra de playa. También miró dentro de la bolsa donde estaban las pinzas de tender la ropa. Contempló el lavadero y giró sobre sí misma, satisfecha. Consideró que había hecho un trabajo meticuloso, no dejó nada sin revisar. Sus ojos se dirigieron al cubo de la basura. Sólo faltaba su contenido. Cogió uno de los periódicos, apartó un par de hojas y las extendió en el suelo. Se disponía a vaciar la bolsa de basura cuando leyó el titular de la noticia. “Los BAC atacan otra vez”. Hablaba del asesinato de Zafra. No habían pasado más que unos días, pero le pareció como si fuese una noticia de meses atrás… Soltó un bufido con la mirada perdida.

Unos segundos más tarde, volcó la basura sobre las hojas. Peladuras de manzana, un envase vacío de arroz blanco y otro de tomate frito. Un pedazo de pan duro y una lata de atún vacía. Varias servilletas y una bola de papel higiénico con algo dentro. Era un preservativo, usado.

– ¡Vaya con el bombero! – pensó Olga.

Dejó el preservativo junto a la factura, en otro plato. Se dirigió hacia el pequeño cuarto de baño, solo le quedaba revisar aquella estancia. Con un gesto, Ander, que iba de nuevo a la habitación, le indicó que ya estaba hecho. Asintió con la cabeza y se dirigió hacia el comedor. Necesitaba bolsas para las pruebas. Una para la factura y otra para aquel preservativo. Tal vez los fluidos corporales podían servir para identificar al cómplice de Tresánchez.

– ¿Hola, ya estás? – le preguntó Álvaro al verla aparecer en el comedor.

Eva y Álvaro estaban sentados, mirando fotos y leyendo las notas de un cuaderno en la mesa del comedor.

– ¿Has encontrado algo? – preguntó Eva, dejando el cuaderno abierto sobre la mesa.

– Diría que sí, necesito dos bolsas. – respondió Olga. – Tenemos una factura de una tienda de material de submarinismo. Puede que podamos vincular los arpones encontrados en la playa con Tresánchez. También un preservativo, las pruebas pueden decirnos más de su compañero.

– ¿Das por hecho que Tresánchez es homosexual? – preguntó Álvaro mirando de reojo a Eva. – Bueno, todo indica que lo es…

El inspector señaló con el dedo índice de su mano derecha una de las fotografías que había apartadas en un lado de la mesa. Eva se levantó y sacó dos bolsas para pruebas y un rotulador de un pequeño maletín. Se los acercó a Olga, quien escribió en ellas la palabra cocina. Después Olga se aproximó a Álvaro y observó las fotografías con detenimiento. En ellas se veía a Ramón Tresánchez junto otro hombre, algo más joven que él, en actitud inequívocamente cariñosa. La mayoría de las fotos eran recientes, tomadas en diferentes localizaciones de la geografía catalana. Olga reconoció varios de los sitios.

– ¿Qué habéis encontrado vosotros? – preguntó Olga.

– Fotos, algunas notas, revistas de pasatiempos y ese cuaderno. – respondió Eva, señalando al montón que había junto a Álvaro. – Es una especie de diario donde Tresánchez apunta desde recordatorios de visitas médicas a pensamientos, pasando por listas de compra. Hemos estado hojeándolo y no he conseguido ver nada extraño.

– ¿Algún número de teléfono? – dijo Olga. – Si nuestro sospechoso no usa móviles ni dispositivos electrónicos para guardar los teléfonos, los debe tener apuntados en algún sitio, ¿no? O eso, o tiene una memoria prodigiosa. – Pues ahora que lo dices, no hemos encontrado ninguna agenda ni recuerdo haber visto números de teléfono. Voy a mirarlo con más calma, hay cosas tachadas. – dijo Eva.

Olga, con las bolsas en la mano, dio la vuelta y se dirigió a la cocina. Tras cuatro pasos, se detuvo.

– ¡Eso es! ¡Las pastillas! ¡Las putas pastillas! – dijo Olga, casi gritando.

Eva y Álvaro la miraron sin saber a qué se refería. Ander y Diego aparecieron en el comedor, atraídos por el comentario de Olga.

– ¿Qué pasa? – preguntó Diego.

Diego se acercó a las fotografías esparcidas por la mesa y las cogió, curioso. Tras mirar unas cuantas, se detuvo en una. La observó con detalle mientras sonreía levemente y alzaba su ceja derecha. Aquel gesto no pasó inadvertido para Eva, que lo miraba de reojo.

– ¿Qué medicamento os pidieron los asesinos del arzobispo? – preguntó Olga con una sonrisa en los labios.

– Bueno, fueron dos medicamentos, uno que paraba la tos, Cinfatos, y uno para la hipertensión, Capenon. ¿A cuál de ellos te refieres? – contestó Diego.

– Capenon... ¡Ves! ¡Me sonaba de algo! Álvaro, Ander, ¿recordáis si el detenido llevaba algún medicamento encima cuando lo detuvieron? – preguntó Olga y echó a andar hacia la cocina.

El resto de investigadores la siguieron. Olga rebuscó sobre la mesa el lugar donde había amontonado las medicinas.

– ¡Aquí está! – dijo Olga mostrando la caja.

– ¿Qué quieres decir? – preguntó Ander.

– Olga, corrígeme si me equivoco… ¿Quieres decir que nuestro bombero retirado va a intentar repetir la estrategia de las monjas? Colaborará con nosotros, se encontrará mal y nos pedirá una medicina, ¿no? – dijo Diego.

– ¡Eso mismo! – afirmó Olga.

– Según las autopsias, tanto Leonor como Pedro tenían un puente extraíble en su dentadura. Un puente hueco con espacio suficiente para almacenar una pastilla con veneno… – continuó explicando Diego.

– Ahora mismo llamo y que revisen hasta el último milímetro de Tresánchez. – dijo Eva sacando el móvil de su bolsillo trasero.

Eva se apartó unos metros y marcó un número, el de su jefe. Miró a sus compañeros. Registrar aquel apartamento había sido una buena idea. Estaba contenta, por ella y por sus compañeros. Estaban cerca, lo presentía.

– Hola. Sí, soy yo. Necesitamos que muevas un tema. Sí, es urgente. Claro. Es sobre el detenido, necesitamos que le hagan un TAC completo en busca de algún comprimido escondido… – dijo Eva. – Sí. Es probable que tenga oculta una pastilla con veneno. Como las monjas, eso mismo. ¿Te puedes encargar? Vale, dime algo. Bueno, supongo que aquí tendremos para una hora como mucho. Claro, por supuesto. Te vuelvo a llamar en cuanto sepa algo… Espero que tú también. Sí. Un saludo. Adiós.

Cuando se acercó de nuevo a sus compañeros, éstos discutían sobre el alojamiento de la píldora mortal.

– … es trabajo de un dentista. Hay que comprobar si alguno de los que aparecen en las fotos trabaja o ha trabajado como dentista. O tiene relación con alguno. – dijo Álvaro.

– O protésico dental. Hacer una funda extraíble donde poder colocar una pastilla no debe ser un trabajo fácil. Requiere conocimientos y maquinaria muy específicos, no debe haber mucha gente capaz de hacerlo. – apuntó Diego.

– ¿Y qué me decís del veneno…? Ese tipo de sustancias no son fáciles de conseguir. Pienso que Leonor podía tener acceso a medicamentos o químicos, que ella había preparado las píldoras que acabaron con su vida y la de Pedro. Si se confirma que Tresánchez tiene algo parecido escondido en su cuerpo, quizás el proveedor sea otro. – dijo Ander.

– O que Leonor preparó más píldoras, no sólo las que utilizaron ellos. – añadió Eva.

– Entonces, la teoría es que los BAC prefieren morir a ser encarcelados, que portan un veneno camuflado en alguna parte de su cuerpo que usarán si la alternativa, las pastillas contra la hipertensión, no funciona. Se me está ocurriendo algo… – dijo Diego con una malévola sonrisa en su rostro.

– Cuenta. – dijo Eva.

– Que duerman a Tresánchez con algún narcótico en la bebida. Que le den café o agua y lo dejen grogui, que no se entere de nada de lo que le van a hacer. Mientras esté dormido, que le hagan el TAC o unos rayos X de la dentadura. Si encuentran algo, se lo cambiamos por un placebo. Evidentemente no le diremos nada. Cuando lo interroguemos, actuaremos como si no supiésemos nada, a ver qué hace, veremos si colabora o no. – explicó Diego.

– Y si pide las pastillas de la hipertensión les damos unas de verdad. Me parece bien. Veamos cómo transcurre todo, comprobaremos cómo reacciona si fallan los planes. – dijo Eva. – Voy a avisar a Gracia para que lo preparen todo, espero no llegar tarde.

– No creo que sean tan rápidos, joder. – dijo Ander.

– También tenemos que enviar estas pastillas de Capenon a un laboratorio para que nos confirmen si  su composición difiere en algo de la original. – añadió Ander.

– Ya me encargo yo. – dijo Álvaro. – Pero esto no corre tanta prisa, dejemos a Eva que organice todo y después acabemos el registro, ¿no os parece?

– Sí, completamente de acuerdo. – dijo Olga.

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