Azul

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IV

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I

V

El camino ascendía abruptamente y la calzada se deshacía en piedras descarnadas y reguerones que la escasez de lluvias y la ausencia de caminantes había dejado seca y dura como el firme del muelle. Había en el aire un denso y dulzón olor a madreselva. No corría un soplo de brisa.

La mujer ronroneaba al avanzar sin acusar el calor que pesaba como plomo. Martín se detuvo un momento a tomar aliento y distancia con la vieja, porque se había desorientado otra vez. A sus pies la bahía estaba sumida en la penumbra y en el puerto apenas había más claridad que el breve arco de vacilantes farolas en esa bruma de calor sobre el asfalto y el mar. La tenue luz en lo alto del mástil acusaba contra el perfil borroso del pueblo el leve estremecimiento de las ondas lentas y todavía lejanas de dos barcas de pesca que se acercaban trepidando. Del otro lado de la bahía la elemental central eléctrica lanzaba su estribillo metálico y perezoso y en algún lugar cercano ladró un perro sobre el canto de la mujer que se alejaba cuesta arriba. Cualquier movimiento se convierte en un signo o una señal cuando se acerca un cambio, pensó, y dejó de mirar la bahía y la siguió y le pareció que se adentraban en el pueblo por su parte más alta aunque volvió ella a descender por caminos y calles medio destruidas aún y a ascender de nuevo como se camina por un laberinto conocido dando rodeos a veces, o yendo en una dirección que contradice la anterior con la misma seguridad que si la guiara un objetivo que sólo ella era capaz de reconocer, sin dejar de canturrear y sin cambiar el ritmo ni detenerse ni aminorar la marcha ni sofocarse. Habían llegado a un camino entre muros, restos de casas quizá, no destruidas ni reconstruido el deterioro del tiempo, supervivientes de todas las catástrofes, que cedían a ambos lados como si antes de caer hubieran decidido encontrarse en algún lugar del infinito. Había oscurecido y la franja de cielo tenía ahora un tono marino. El callejón se hizo más estrecho aún y torció la mujer en un recodo y él tras ella sin saber ni preguntarse por qué la seguía y sin poder ni querer detenerse, cuando tras sus pasos —tan cerca estaba que de haber atendido a algo más que a su propia cantinela y al impulso que la guiaba habría reparado en él aunque no fuera más que por las pisadas o por la piedra que se desprendía de tanto en tanto bajo sus pies y rodaba camino abajo dando tumbos descontrolados pero firmes, como sus propios pasos resonaban en la angostura de la calle incrementados por la incandescencia de los muros o quizá por el silencio tan denso que ya no perforaba el ronquido de las barcas ni el estribillo de la central— le sobresaltó un ladrido casi a la altura de los hombros. Un perro le miraba con ferocidad, a él, no a la vieja que pasó por su lado sin verle antes de entrar en un diminuto huerto por una puerta de tela metálica que chirrió sobre los ladridos. No había salida por ese lado y cuando el perro saltó cerrándole el paso por la espalda, Martín agarró una piedra del suelo y se la tiró con tal fuerza al hocico que el animal vaciló y quedó inmóvil. Pero sólo el instante que precisaba para recobrar fuerzas y atacar. Se encogió sobre las patas traseras, tomó impulso y como si le hubiera catapultado una ballesta describió un arco que había de acabar en él. Aún pudo verle los ojos inyectados en sangre y las fauces abiertas y apenas si le alcanzó a cubrirse la cara con el brazo cuando, paralizado de espanto, y aturdido por el golpe del animal, tropezó y fue a dar al suelo. El perro sin darle tregua ni dejar de ladrar embistió de nuevo y aunque Martín pateaba y se defendía, en un momento le hubo cerrado la boca sobre la pantorrilla y la sacudía con tal obstinación que no lograba apartarlo de ella. Entonces, cegado por el dolor y el pánico agarró del suelo otra piedra y con una furia mucho más intensa de lo que le permitía el dolor, el miedo y la posición en que se encontraba, le golpeó la cabeza con tan feroz insistencia que el animal aturdido distendió las fauces, permaneció un minuto inmóvil con los ijares temblando y los ojos en llamas y reanudó los ladridos más enfurecido aún, dispuesto a echársele encima otra vez. Pero antes de que iniciara la embestida Martín alcanzó un pedrusco afilado como un estilete, se incorporó para acercarse más y con la fuerza del terror lo clavó sin mirar a dónde en el mismo momento que el perro se lanzaba contra él. Tocado por segunda vez en el hocico, el animal se tambaleó y cayó gimiendo al suelo. La retirada estaba libre, pero en lugar de salir huyendo como había deseado un minuto antes, se levantó, se encaramó a un muro entre dos ruinas o casas deshabitadas, qué importaba ahora, donde aun sin estar herido el perro nunca le habría alcanzado e impulsado por la inercia del terror primero, como la persona que ha comido con tal apremio que no le ha dado tiempo al hambre a disiparse, arrancó las piedras saledizas sin reparar en que él mismo se hería las manos y las lanzó impenitente y con saña una tras otra contra el animal, arrastrado por una violencia que por desconocida ni atinó a controlar, hasta que el perro, echado en el suelo, ciego por la sangre que le cubría los ojos y sin ánimo para ladrar ya, recibió la carga de proyectiles sin defenderse, ni apartarse, ni siquiera saber de dónde procedían, y habiendo quizá olvidado por el dolor cómo había comenzado todo aquello, apoyó la cabeza contra el suelo y dejó de gemir. No fue su silencio ni la convicción de que ya no podía atacarle sino el temblor de sus brazos y del cuerpo entero accionado por los latidos de cansancio y excitación de su propio corazón lo que le hizo detenerse. Saltó del muro y comenzó a caminar, más por huir de la oscuridad viscosa y húmeda como si en ella fuera a dejar esa parte de sí mismo que acababa de manifestarse que por encontrar un lugar con un poco más de luz y comprobar la herida de la pierna. Y al detenerse en lo alto de la pendiente obligado por el dolor, se volvió aún a contemplar el perro que emitía de vez en cuando un aullido desmayado, casi un balido, en la nube de polvo que flotaba en la penumbra y hacía esfuerzos por levantar la cabeza en un vano intento de recobrar el aliento, o tal vez sólo con el propósito de demostrar cada vez más a ciegas que, incluso moribundo como estaba, había logrado desalojar al intruso de sus dominios.

Tenía la camisa empapada y los cabellos se le habían pegado a los ojos. Los apartó con la mano llena aún de tierra y vio entonces a la vieja, que salía de la huerta arrastrando por el suelo los harapos con la misma deteriorada e indiferente majestad y cantaba al mismo compás su insistente melodía. Y como si no hubiera hecho más que entrar por una puerta y salir por otra después de un rodeo inútil por el interior del huerto, pisó las piedras ensangrentadas y pasó junto al perro postrado sin mirarle, sin verle quizá, ni advertir la presencia del hombre sudoroso y desencajado que la contemplaba. Ni parecía haber reparado tampoco en el crepúsculo que había dejado la calle con una luz tenue, somera, opaca donde no había más brillo que aquellos ojos de agonía en un último e inútil esfuerzo por mantenerse abiertos. Ascendió por el camino arrimada al muro deshecho, y cada vez más confundida con la penumbra torció por un atajo y se deshizo como una sombra más.

Cuando hubo desaparecido se presionó las sienes y cerró los ojos. Después se puso a caminar en busca de luz. Le dolía la herida y cojeaba pero no se detuvo hasta llegar al final de la cuesta bajo una escueta y macilenta farola colgada del alero de una casona en ruinas. No se oía más que el chirrido de los grillos en el calor de la noche. No se veía a nadie, la calle estaba desierta y el muelle quedaba lejos aún. La herida sangraba aunque parecía haberse secado en parte, la limpió con el pañuelo que sacó del bolsillo y lo dobló en diagonal para vendar la pierna y restañar la herida. Luego desenrolló la vuelta de los pantalones y una vez oculto el vendaje se quitó las manchas de sangre de las manos con hierba seca. A la luz del mechero se dedicó concienzudamente a buscar otros rastros: sólo encontró un par de gotas en el pantalón, que frotó con tierra para cambiarles el color, y al restregar la suela de los zapatos contra las piedras se levantó un polvo seco que le hizo toser. La angustia había cedido y también la excitación, y se disponía a ponerse en camino otra vez presionado por una urgencia inmitigable de alejarse del lugar, cuando en lo alto de la loma una figura recortada en el firmamento, vagamente manifiesta sobre la oscuridad que le envolvía, estalló en una secuencia de carcajadas cuyo eco diáfano no obstante las superponía encadenándolas y multiplicándolas hasta retumbar contra los muros y perderse temblando por las calles sembradas de pedruscos. Saltó un lagarto asustado o una piedra se desprendió por el estruendo y graznó indignada un ave oculta en un matorral invisible, y el hombre sacudido por la violencia de su risa espasmódica echó hacia atrás la cabeza. Sólo entonces lo reconoció por el brillo ciego de su ojo de cristal.

No fue sólo el eco de aquellas carcajadas quebradas y virulentas sino tal vez el miedo o la vergüenza lo que le hizo huir de esa imagen acusadora; bajó a trompicones por un camino que estaba seguro de no haber visto antes, guiado por el olor a salitre, más denso aún por el bochorno que con la caída de la noche había llenado la bahía. Cuando salió al muelle la cantinela de la mujer, los ladridos del perro y las risotadas del hombre se sucedían aún a su espalda. Se volvió pero sólo oyó el tañido sin cadencia de una campana perdida.

Aunque esa parte del muelle estaba a oscuras, en el café del puerto, cerca de donde habían amarrado el

Albatros, se habían encendido algunas luces y por un instante olvidó los esperpentos que acababa de dejar. Siguió caminando sin excesivo dolor, sofocado todavía aunque se daba cuenta de que el corazón recobraba muy lentamente su ritmo habitual porque en algún lugar de su conciencia seguían retumbando las carcajadas del tuerto. Y en la tortura y la confusión de voces y ruidos cuyo origen no podía descifrar se repetía una y otra vez para convencerse: ¡Sólo he matado a un perro! ¡No he hecho más que matar a un perro! ¿Qué me ocurre? El mundo no ha avanzado moralmente desde la edad de las cavernas ¿quién puede negarlo?, ¿no viven tranquilos los poderosos y sin embargo lanzan impunemente a la muerte a decenas de miles de personas a veces sólo por vender más unidades de un producto inútil, o los que en nombre de la libertad o la moral, torturan, matan y destruyen? Y ellos en cambio no conocen la angustia, ¿no les vemos acaso todos los días, fatuos y satisfechos de sí mismos, recibiendo honores y repartiendo prebendas, sin el más leve asomo de remordimiento ni compasión?, ¿por qué habría de tenerlos yo?, ¿por qué yo? Echó a correr tambaleándose como la vieja que quién sabe dónde estaría ahora, perseguido aún por esa risa que se iba incorporando al tañido dislocado de la campana que incrementado y alimentado por sí mismo atronaba la bóveda de los cielos, decididamente negra ya y tachonada de estrellas y constelaciones cuya impasibilidad y permanencia no alcanzaron a postergar el oculto escenario de su ruindad. Se detuvo al llegar al antiguo mercado y se agachó para buscar el hilo de agua del caño. Se limpió las manos y la cara y bebió con fruición atragantándose y en tal cantidad que el estómago lleno de aire comenzó a revolverse y gemir. A los diez minutos se peinó con la mano y examinó escrupulosamente los pantalones, la camisa y su aspecto en una puerta cristalera sin visillo. Apenas podía verse pero esa sombra de sí mismo le tranquilizó. Luego se sentó en un mojón e intentó recobrar el aliento y la calma. Desde donde estaba, en la oscuridad, podía ver todo cuanto ocurría a pocos metros, en la plazoleta, con la seguridad de que nadie le descubriría. En una de las mesas, Leonardus, Andrea y Chiqui comían patatas cocidas, pimientos asados y bebían cerveza. Se les había unido Giorgios, el dueño del local, todavía con el mandil puesto y Pepone, el barquero, que liaba su cigarrillo sin dejar de hablar. Leonardus parecía repuesto del calor, llevaba una chilaba limpia y debía de haber tomado una ducha porque tenía todavía el pelo mojado. Fumaba sin parar y resonaban en la noche sus risotadas. Se habían encendido algunas lámparas y en la mesa de al lado cuatro o cinco pescadores vociferaban, tal vez ebrios ya. Alguien había puesto en marcha en un cascado aparato de música una canción cuya melodía sonaba agrietada y apenas reconocible. Leonardus hizo un gesto impaciente a Giorgios y casi coincidiendo con él cesó la música, mandolina, guitarra, quién podía saberlo. Y en el silencio brotaron otra vez precisos los golpes de las fichas de hueso sobre la mesa de mármol y delimitadas las voces y el ruido de las sillas. Chiqui vestía unos pantalones tan rojos y tan apretados que estaba congestionada por el calor o quizá fuera la vehemencia con que repetía su afirmación: «Todos los hombres engañan a sus mujeres, todos».

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Leonardus riendo.

—Porque las engañan conmigo —respondió y dirigió el gesto y la mirada a su izquierda.

—¿Todos? —preguntó Andrea con sorna.

—Los suficientes —y había en su voz más que descaro, desafío.

Martín dejó de escuchar. No quería ver la cara de Andrea, la conocía bien, cuando Chiqui le dedicaba sus discursos —no te pongas filosófica, le decía Leonardus, tú no estás hecha para la reflexión, y le daba esas palmadas en el muslo que tanto la molestaban—. Andrea se quedaba callada y un tanto inquieta y Chiqui la miraba de soslayo con tal seguridad que era difícil no percibir en el gesto la indiferente satisfacción de la victoria. Siempre ocurría así, sobre todo desde la escena de los delfines que se había producido hacía cuatro o cinco días: serían las seis de la tarde cuando después de un prolongado baño entre dos islas, navegaban al atardecer con el motor al ralentí. Tom, que seguía amarrado a la rueda del timón, gritó de repente: ¡Delfines! ¡Delfines! Salieron él y Leonardus de la cabina donde se habían refugiado del sol de poniente esperando la hora del

whisky; Chiqui asomó con la cabeza a medio lavar por la puerta del cuarto de baño y en cuanto comprendió de lo que se trataba subió corriendo a cubierta donde ya Andrea contemplaba cómo los delfines se retorcían y retozaban contra la roda para esconderse después y nadar bajo el agua a la misma velocidad del barco, y cómo se zambullían de nuevo dando saltos, siguiendo su ritmo. De vez en cuando uno de ellos se alejaba y parecía huir pero volvía otra vez al mismo punto. Al rato se fueron todos, cansados probablemente del juego, y los vieron nadar aún en la distancia atentos al

Albatros. Entonces Chiqui se situó en el punto más alto de la proa y con los dos dedos de cada mano presionando la lengua contra el paladar, primero con suavidad, luego con más fuerza, emitió un silbido agudo y prolongado que repitió varias veces. Como si hubiera comprendido la llamada uno de los delfines volvió y se arrimó de nuevo a la amura de estribor. Siguió silbando con insistencia y luego se detuvo y esperó convencida de que los delfines la habían comprendido y habían de volver. Y efectivamente llegaron uno tras otro y se revolcaron en las olas que abría la proa y se volvieron a marchar respondiendo al juego. Chiqui se había bañado durante horas por la mañana y después de comer, y no había hecho más que tomar el sol desde que había comenzado el viaje, y como había salido del baño precipitadamente se había recogido el pelo en una toalla en forma de turbante monumental, sólo vestía la pieza inferior del bikini, chorreaba aún del agua de la ducha, le brillaban los ojos, y así de pie, casi de puntillas —altísima y con los dedos en la boca para arrancarle el potente silbido— parecía un mascarón vivo, un domador mítico al que obedecían los seres del mar. Y no sólo reinaba sobre los delfines sino sobre los cuatro que asistían fascinados al espectáculo del juego inocente y soberano que ella misma había inventado bajo la bóveda del cielo sin límites a esa hora del atardecer que arrastraba semanas enteras de bonanza. Andrea debió verla tan viva y potente, tan lúdica en su apasionamiento y entusiasmo y tan eficaz en el juego, que no pudo resistirlo: se agarró a los obenques para no caer y se precipitó a popa tropezando con tensores, escotas y guías, bajó las escalerillas, se metió en su camarote y se echó sobre la cama sin ni siquiera cerrar la puerta para esconder los sollozos. De celos, de envidia tal vez, o de pena por la muchacha que fue, que había sido, la que arrastraba despreocupadamente su triunfo y exhibía la convicción de que el mundo la adoraba y los dioses le habían concedido todos los dones de la tierra.

En la asfixia del aire las voces distintas habían perdido su significado. Le bullía la cabeza y le dolía la pierna. Con la mano todavía mojada intentó secarse el sudor. La noche era húmeda, pegajosa.

Por lo menos debe de haber cuarenta grados, pensó.

Apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos. Desde esa zona oscura y resguardada en la que se había refugiado se dispuso a esperar que se le secara el sudor y desaparecieran los rastros de lucha y de cansancio para reunirse con ellos, que ahora le parecían desconocidos, lejanos y vagos personajes de una historia que, de nuevo, apenas tenía que ver con la suya, cuyo reclamo sin embargo no le dejaba en paz desde que había llegado a esta isla. En el cielo, invisibles y altos aún, iniciaron su graznido monocorde y uniforme los buitres. Estoy delirando, pensó, los buitres no vuelan de noche, aunque todo parece posible en esa isla maldita. De pronto la idea de quedarse en ella un día más, de volver al reducto de los suyos, se le hizo tan insoportable que a la angustia se añadió el desconcierto porque no había lugar a donde ir que no fuera el que ellos ocupaban. El mismo ahogo, la misma abrumadora conciencia de que el recorrido estaba ya trazado que vislumbró aquel día, recién llegados de Nueva York, en que pisó por primera vez la espléndida casa de la ciudad donde habrían de vivir, donde de hecho habían vivido desde entonces, siete años ya, y donde todo parecía indicar que efectivamente seguirían viviendo. La vio tan definitiva, tan distinta a la retahíla de pensiones, habitaciones o apartamentos amueblados que había conocido desde que salió de su casa en Sigüenza apenas cumplidos los diecisiete años, que la imagen de su propio ataúd saliendo por la puerta de ese inmenso recibidor aún vacío apareció ante sus ojos todavía brillantes de excitación y asombro a la vista de tanta magnificencia. De esa casa sólo saldré cadáver, se dijo entonces atónito ante la certeza de una súbita e incontestable premonición. Porque miraba al frente y sabía exactamente lo que iba a ocurrir. Nada había de alterar ese camino al que de una forma u otra se había visto arrastrado, nada haría desviar el raíl que él mismo no había sabido eludir. Su vida de todos los días, igual a sí misma, no sólo en esa minúscula parcela de su existencia, sino respecto del ancho e inmenso mundo que nunca habría de conocer y de los universos a los que se llega por otros derroteros. Visión fugaz pero lacerante que se desvaneció con los pasos de Leonardus y el taconeo de Andrea sobre el parquet y su eco en las habitaciones vacías colmadas del sol de la tarde primaveral de la ciudad y con el clamor de diapasón de sus palabras, que amueblaban y disponían y se reproducían de pared en cristalera hasta perderse en la terraza atiborrada de grandes maceteros con plantas y árboles secos que habrían de reverdecer y crecer y dar sombra durante años a una vida que, por una curiosa combinación de hechos, les haría contemplar desde lejos la ciudad que ella había dejado hacía apenas dos años, y a la que él no había tenido jamás la intención de volver. En realidad nunca supo a cambio de qué recibió Andrea ese piso, pero sí se dio cuenta de que con la aceptación se daba por concluida una relación familiar con tal cúmulo de secretos y tensiones que su explicación y sus decisiones y las consecuencias que les siguieron se le habían escapado, quizá porque casaban tan mal con la primera versión que le había dado el día que llegó a Nueva York para quedarse con él. Le había dicho entonces no sólo que había sido sincera con el rubio y civilizado marido que tanto la amaba, sino con la familia entera que había aceptado con dolor pero con comprensión una decisión dictada por esa pasión tan perentoria que no atendía ni a la renuncia de los hijos ni a la de su rango privilegiado de princesa adorada y consentida, colmada de todos los ajuares y prebendas. Y el prestigio del que gozaba en la profesión parecía ratificar ese rango, por velada que fuera la sorna con que Federico insistía en que la libertad de que gozaba Andrea le venía de la mayoría de acciones que su marido poseía en el semanario donde ella trabajaba. Y quizá fuera cierto, porque durante el primer invierno había entrado y salido cuando y como le convenía, a media mañana o por la tarde, aunque siempre le llamaba con una urgencia que atribuía a su escaso tiempo. Entonces salía él a la puerta de la productora o de su casa en la plaza de Tetuán, y a los pocos minutos aparecía ella al volante de su coche.

Conocieron todos los

meublés de la ciudad, hoteles de día y de noche, sin luces, carteles, ni leyendas, cuyas fachadas de balcones cerrados o ciegos, deterioradas a veces, escondían un panal de habitaciones y pasillos silenciosos y lámparas de lágrimas que tintineaban a su paso. Los recorrían cogidos de la mano, haciendo muecas Andrea o imitando los andares del camarero que los precedía con la mirada baja, voces en sordina, timbres apagados en algún rincón del caserón cerrado que indicaba a la recepción el deseo de salir de otra pareja. Eran habitaciones amplias y cómodas, con un aspecto de lujo venido a menos, de morada de viejas damas, de antigualla exquisita y depauperada que daba al entorno la magia de un reducto secreto y olvidado. Una institución que dejó a Martín sin aliento la primera vez que se vieron en la ciudad después del verano y de los largos fines de semana de septiembre, cuando después de haberse besado como adolescentes detrás de una puerta en su oficina, Andrea lo tomó de la mano, cogió el bolso y bajó las escaleras arrastrándole hasta el garaje y sin más explicación que una sonrisa de connivencia le hizo subir al coche y atravesaron la ciudad a toda velocidad sin obedecer los semáforos ni los desaforados silbidos de los urbanos al Minimorris rojo que se escurría entre el tráfico. Y al llegar a lo alto de una cuesta se metió en la boca oscura de un edificio, el coche se deslizó por una rampa profunda, siguió a marcha lenta por un pasillo casi a oscuras y se detuvo ante una puerta escondida entre cortinas. Al momento apareció un camarero con la mirada en el infinito que no pudo evitar un leve sobresalto al darse cuenta de que abría la portezuela a un caballero. Andrea dejó las llaves en el contacto sin apagar el motor y salió del coche, y riendo como si estuviera haciendo una travesura, se colgó de su brazo y entró con él tras el camarero.

Aquel día no volvió a la redacción y hacia las ocho saltó de la cama y desde el teléfono de la pared llamó a casa para decir que llegaría tarde y no la esperaran a cenar.

Cuando se tumbó de nuevo a su lado, Martín cogió uno de sus rizos negros y se entretuvo en enrollarlo en el dedo, y con la mirada abstraída en lo que hacía le preguntó:

—¿Y tu marido? ¿Qué le vas a decir a tu marido?

Ni el uno ni el otro lo habían mencionado abiertamente en todo el verano y ella no parecía relacionar la deslealtad con las noches secretas y prolongadas que habían pasado en la

Manuela, unas citas que ni siquiera interrumpieron cuando volvió Carlos de la Argentina a mediados de septiembre, aunque, como si su regreso hubiera impuesto un toque de queda a la fantasía, ella se apresuró desde entonces a volver a casa antes de que amaneciera. Y aunque a mediados de septiembre las noches comenzaban a ser más largas, ya no les daba tiempo a salir a cubierta para contemplar el fulgor de la luna sobre el mar, ni descifrar los caminos misteriosos de las estrellas, ni ver clarear, ni se durmieron más al primer calor del sol como cuando eran dueños de un tiempo que les pertenecía hasta por lo menos las nueve de la mañana. Martín se maravillaba de la poca importancia que Andrea concedía a lo que su madre, en Sigüenza, habría llamado los respetos humanos, y de cuan poco se preocupaba de esconder sus pasos, hasta el punto de que, ya casi desvanecido el verano, en un momento de duda y soledad llegó a vislumbrar la posibilidad de que cuando volvían a tierra y él se iba a la pensión, ella corría a casa y le contaba al marido lo que había ocurrido entre los dos, igual que le había hablado a él de sus proyectos hacía media hora, apoyada la cabeza en sus rodillas, la

Manuela a la deriva y el motor parado —nunca hagas esto si algún día tienes una barca, decía, si me vieran los pescadores perdería el poco prestigio que tengo ante ellos—. Algunas noches de mar rizada, Martín, sentado en la bañera, acusaba el incontrolado balanceo de la falta de gobierno y sentía un peso en la boca del estómago que por nada del mundo se habría atrevido a confesar, que intentaba paliar mirando un punto fijo como le habían enseñado cuando era niño y se mareaba en el coche de línea camino del molino de Ures. Luego, cuando ella se levantaba para poner el motor en marcha escondía también el indefinible e intenso terror a que no arrancara como había ocurrido otras veces, aunque nunca de noche, sin poder descubrir si lo que temía era que quedara al descubierto su secreto o andar a la deriva en ese cascarón a merced del mar y de las entradas de viento del norte, o peor aún, decían, del de levante, de las que tanto había oído hablar y aún no había conocido. Pero ella, que sabía leer en su rostro, se sentaba en sus rodillas y le decía al oído como si se tratara de una importante revelación: «No sufras, el mar está en calma y no va a entrar el viento. Y si el motor no arranca la corriente nos llevará a la costa, o algún pescador nos recogerá cuando salga al amanecer. Pero arranca —y se levantaba y apretaba el botón—, ¿ves?», y las explosiones colmaban el silencio y tranquilizaban su mente y su estómago cruzado de vahídos. Andrea triunfante se ponía al timón y enfilaban con parsimonia la bahía dormida aún.

Incluso cuando, quizá por mostrar que nada tenía que ocultar a su marido, invitó a Martín a pasar el último fin de semana del verano en aquella casa que no había pisado desde que fuera con Federico a mediados de julio, la misma noche, al salir de una fiesta, se zafó del resto de la gente, le tomó de la mano como la primera vez y fueron a nado a la

Manuela. Martín interpretó tal audacia como un alarde de su amor por el riesgo, de la necesidad de llevar los acontecimientos a su punto límite como el funambulista sólo se siente seguro sobre el precipicio. Quizá Carlos, que la conocía bien, debía de saber que la fidelidad esencial era la que le dedicaba a él. Quizá ninguno de los dos traspasaba los límites de lo que tácitamente se habían permitido. Pero dónde estaban esos límites Martín no pudo saberlo jamás. Porque al día siguiente a la hora de cenar no mostraba el menor asomo de violencia ni de tensión, cuando era evidente que de los tres, por lo menos uno y en alguna medida dos, eran los engañados. Por eso, la segunda noche, no queriendo prolongar más una situación en la que no sabía qué papel estaba jugando, se retiró pronto y desde su habitación en el piso superior les vio juntos leyendo la prensa en la terraza que daba sobre el mar en una escena de placidez perfecta que parecía escrita para mostrar en un guión la indisolubilidad de dos cómplices amantes y seguro de que ellos a su vez le habían visto asomado tímidamente a la ventana, se preguntaba con amargura cuál de los dos se la estaba dedicando.

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