Azul

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VI

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V

I

El camino de salida es la puerta. ¿Por qué será que nadie utiliza ese procedimiento?

Confucio

Se abrió la puerta de golpe y Andrea encendió la luz. Había dejado caer las gafas sobre el cuello y los surcos de la cara se le habían acentuado por el cansancio y la vigilia. De pie en el quicio de la puerta abierta, era evidente que no venía en son de paz:

—¿No vas a decirme dónde has estado?

Cantó de nuevo el gallo en cuatro notas agudas que terminaron en un chirrido y en la lejanía las explosiones de un motor rompieron el silencio del alba.

—Te he esperado durante toda la noche —añadió.

—No debías haberlo hecho. —Martín se desperezó y desvió la pantalla hacia el techo. El camarote quedó a media luz—. Ven a dormir —dijo suavemente—. Es tarde —añadió y sin incorporarse alargó el brazo hacia ella.

—Sé lo tarde que es, te he estado esperando.

Hubo un silencio.

—¿No me has oído? ¿Qué estuviste haciendo?

Martín hizo un gesto de cansancio:

—¿Qué más da lo que hiciera?

—Tengo derecho a saberlo, ¿no?

—¿Para qué? —preguntó sin demasiado interés.

—Soy tu mujer, ¿lo has olvidado? —Cerró la puerta y se sentó en la cama. Estaba crispada y no tenía intención ninguna de dormir.

—No, no lo he olvidado —repuso aunque apenas recordaba el paso por el juzgado, casi recién llegados de Nueva York, sin más testigos que Leonardus, pocos meses después de promulgarse la ley de divorcio. Sí tenía memoria en cambio de su repentina insistencia y de la prisa con que organizó la escueta ceremonia aunque nunca hasta entonces la había preocupado, y sólo más tarde comprendió que tanta premura bien podía tener por objeto llevarle la delantera a Carlos que después de haber acabado con los trámites del divorcio había anunciado por sorpresa su propia boda para fin de año.

Andrea esperaba aún a que él hablara. Pero él no dijo más que: «Tengo sueño», y alargó el brazo para apagar la luz.

—No —gritó ella y saltó sobre la cama para impedirlo. Tenía la cara congestionada de encono y sudor. El aire del camarote era sofocante.

—Entonces voy a poner el ventilador —dijo Martín pacientemente. Buscó el interruptor bajo el cristal de la escotilla y lo puso en marcha. Un rítmico zumbido llenó el camarote.

—Apaga esto —chilló ella.

Él alargó el brazo de nuevo, volvió a darle al interruptor y cruzó las manos sobre la cintura. Cerró los ojos y pensó: cuando muera me pondrán en esta posición.

—No me estás escuchando —dijo Andrea—. Nunca lo haces, te refugias en ti mismo, no hablas, no dejas un resquicio donde yo pueda entrar. Desde tu torre altiva permaneces al margen de todo y actúas sin saber ni el daño que haces ni a qué se deben las lágrimas que provoca.

¿Cómo podría saberlo? ¿Cómo podía comprender, si ella no se lo explicaba, aquel llanto incontrolado con el que había llegado a Nueva York para quedarse con él? ¿Cómo podía dejar de dar importancia a unas lágrimas que por sí solas desmentían el propósito de su presencia allí? Durante semanas enteras estuvo llorando sin que lograra calmarse más que de vez en cuando, cuando él o quizás los dos, tomando como modelo lo que habían sido, se acercaban temblando el uno al otro para convencerse de que los mismos síntomas ocultan iguales pasiones. Y siguió llorando a veces a escondidas, otras repentinamente sin motivo alguno durante días, años, hasta ahora incluso, como si todo ese llanto que había ido cediendo en frecuencia e intensidad, sustituido paulatinamente por extrañas enfermedades o indescifrables dolencias que aparecían con fuerza incontenible y desaparecían suplantadas por nuevos síntomas, vértigos, jaquecas, dolores en la espalda, cansancios tan persistentes que la obligaban a guardar cama y a permanecer días enteros a oscuras, no fueran sino una vena, un manantial de dolor inagotable cuyo origen y persistencia no acertaba a comprender.

Cerró los ojos.

—No te duermas —levantó la voz ella zarandeándole.

Él recompuso la posición y le dijo:

—No chilles, vas a alertar a los demás. —Y torció la cabeza en dirección al camarote contiguo.

—¿Qué me importa a mí que despierten? ¿O crees que no saben que has estado toda la noche fuera?

Un soplo de aire truncado o una ola que se desplazaba desde mar abierto producida tal vez por una embarcación que salía a la pesca, chocó contra el casco del barco y les procuró el anticipo de una brisa que no había de llegar.

—Ven a dormir. Mañana hablaremos. Estoy cansado.

—Y mañana con cualquier pretexto tampoco hablarás.

—Mañana sí —dijo—, mañana te lo contaré todo.

—Mañana —repitió ella con sorna—, mañana. No has hablado en toda la tarde, ni en toda la cena, pero mañana sí.

—Nunca hablo mucho, ya lo sabes.

Se hizo de nuevo el silencio.

Andrea se echó el pelo hacia atrás y alargó el brazo para tomar del estante la botella de

whisky, que destapó y se llevó a la boca con un gesto voluntariamente desgarrado.

—¿Qué es lo que te ocurre? —dijo persiguiendo con el reverso de la mano las gotas que se escurrían por la barbilla—. ¿Estás harto del barco? —Y sin esperar respuesta—: Ya falta poco, en cuanto traigan la pieza mañana, zarpamos. Tienes otro contrato mejor incluso que los anteriores, ésa es la verdad. Mira la parte buena. Yo se la veo a lo tuyo, ¿no?

—¿Qué es lo mío?

—Todo.

—¿Qué quiere decir todo?

—Desde que te conozco no he hecho más que lo que tú querías.

Martín no respondió, ni la miró siquiera.

—¿No me ocupo de tus asuntos? ¿No veo una y otra vez los copiones? ¿No he viajado por tus tierras?

—De eso hace mucho tiempo. Creí que te gustaba.

—Pues no me gusta, no me gustaba.

Lo dijo por herir, él lo sabía. Estaba en uno de esos momentos de furia contenida en los que no se dejaba llevar de la ira y medía las palabras para llegar más allá del insulto: la deserción de una memoria común, la retirada unilateral del recuerdo. No, no podía haber sido todo una mentira, lo sabía, ni siquiera una concesión. Y sin embargo ella negaría ahora incluso el temblor de las hojas de los altísimos chopos que descubrió una tarde tumbada en el suelo con la cabeza apoyada en sus rodillas. Fue un plácido día de verano. Bajo el diáfano e inmóvil cielo azul de Castilla, mientras la brisa oreaba las lomas doradas salpicadas de pacas se le había desvelado —de esos descubrimientos se nutre el amor, dijo entonces— una forma de mirar, de entender, de desentrañar el paisaje, casi de tragarlo y comulgarlo, tan distinta a la indiferencia o la pasividad con que hasta ese momento había asistido a la naturaleza. Yo soy urbana, repetía enardecida cuando la conoció, soy de ciudad. Y añadía: El amor a la naturaleza es de inmovilistas y reaccionarios, una frase que quizá había oído repetir a su marido con una intención polémica que a ella se le escapaba, pero lo decía de una forma tan personal que nadie le exigió nunca una explicación, ni se la acusó jamás de repetir lo que oía porque, decían, era lógico que compartiera con él sus ideas y creencias, ¿qué había de malo en que por su talante apasionado las vociferara con mayor entusiasmo y aplomo aun no siendo suyas? ¿Qué mujer casada con un hombre importante no lo hace?

Como si quisiera ella también recuperar la calma repetía cansinamente:

—Ya falta poco, ya falta poco. —Y añadió en un susurro—: Todo volverá a ser igual.

—No —dijo Martín—, nada volverá a serlo.

—¿Qué es lo que ha de cambiar? Y ¿por qué? ¿Qué ha ocurrido? ¿Crees que no me doy cuenta de que esas ganas de aire que te han tenido ausente tantas horas me atañen más incluso que a ti? Quiero saber qué ocurre. Necesito saberlo, ¿me oyes?

Martín no respondió.

—Te estoy hablando.

—Perdona —dijo.

—Perdona nada. Escúchame, o habla. No me tortures de este modo. No lo merezco, bien lo sabes. —El tono de voz se había dulcificado quizá al añadir—: Todo lo dejé por ti, todo. —Y se cubrió el rostro con las manos como si no pudiera soportar la visión de tan gran error.

—No debías haberlo hecho —dijo con resquemor, y cuando ya se había perdido el eco de la frase, que ella pareció no oír, añadió para teñir de intención lo que acababa de decir—: Yo no te pedí que lo hicieras.

—Esto no es cierto —respondió casi sin darle tiempo a terminar, olvidándose del dolor—, me lo suplicaste un millón de veces, incluso llorando.

—Tienes razón —admitió—, tienes razón, pero ahora ya no tiene sentido. Olvida lo que dije y lo que no dije. —La miró un momento casi con indiferencia, como se mira la torpeza que acaba de cometer junto a nosotros un extraño y pensó, tengo ahora que deshacer el entuerto, no éste, ni el de la noche, sino de toda la vida. Pero le vencía el sueño y el cansancio y para que todo acabara de una vez y le fuera permitido dormir, con la decisión y procacidad y audacia y temeridad del tímido que para una vez que habla se cree con derecho a decirlo todo, susurró—: Es que no te quiero.

Pero no consiguió el efecto deseado. Andrea sonrió irónicamente como ante una persona que no hace más que contradecirse a todas horas.

—¿Ah no? —y había audacia en su voz—. ¿Ahora te enteras? —Y levantó la cabeza para comprobar cómo él mismo negaba ahora lo que acababa de decir.

—Quiero irme —dijo acorralado—. Quiero irme y me iré.

—Muchas veces te has ido y siempre has vuelto.

—Esta vez ya no será así. No volveré a tu lado. —Y más para sí mismo que para ella añadió—: No, no te quiero, quizá nunca te he querido. Hace tiempo que debería haberlo sabido.

—¿Cuándo tengo que creerte, antes o ahora? ¿Cuál es la verdad, la de anoche o la de ahora? —Se había refugiado en la indiferencia y la ironía.

—Tienes que creerme ahora. Ahora lo sé. Antes no hacía sino desearlo.

—¿Entonces te has equivocado?

—Sí, me he equivocado en todo. No sólo en ti. Tú no eres más que una pequeña parte. La más pequeña. —Y eso que quería quitar hierro a la brutalidad de la declaración, ella lo tomó como el único e injustificado insulto. De nuevo se cubrió la cara con las manos pero casi al instante levantó de una sacudida la cabeza y con el gesto de la mano que Martín conocía tan bien intentó lanzar hacia atrás ese cabello rizado que se resistía siempre a obedecer, aunque con mayor furia esta vez, como si le echara una cornada al mundo entero, y estalló:

—¿Y pretendes hacerme creer que el calor de esta isla maldita te ha abierto los ojos, que éste es tu camino de Damasco y que la revelación es tan brutal que has de echar por la borda todo lo que hemos vivido y negar los pasos que hemos dado por estar juntos? ¿Por esta maldita isla?

Así era. Martín pensó en ayer y anteayer y en todas las noches de este viaje que había tenido finalmente un sesgo tan inesperado: todo lo que no había querido pensar en esos diez años había aflorado ahora con mayor ímpetu, a borbotones, de forma desordenada pero dejando al descubierto la única e inesperada verdad, como se precipita el agua de una presa al abrirse las compuertas para mostrar en un solo instante la fuerza de su caudal.

No contestó y apartó de ella los ojos para no soportar la llamada de auxilio que a todas luces no podía dar.

—¿Qué ha ocurrido? Dímelo, podré entenderlo —con la esperanza ahora en sus pupilas azules—. Por favor, te lo suplico. Dime qué ocurre. ¿Qué es lo que he hecho? —Le había cogido una de las manos que sostenía sobre la cintura y lentamente la besó comenzando por la uña del dedo meñique y siguiendo uno a uno los demás dedos.

Tampoco respondió ahora y la dejó hacer, parapetado en la convicción de que si resistía todo acabaría por sí mismo. Pero al cabo de un momento se dio cuenta de que no tenía más deseo que dormir, simplemente dormir, y vencido por la urgencia de acabar de una vez, o envalentonado quizá por la repentina sumisión de ella, le dijo:

—Voy a pedir el divorcio.

—¿Y yo? ¿Has pensado en mí? —No había soltado su mano que, como si fuera de trapo, utilizaba ahora para secar las lágrimas—. Me condenas a la soledad por seguir quién sabe qué escondido impulso que no quieres desvelar. —Se detuvo un instante—. ¿Sabes lo que es la soledad? ¿Has estado alguna vez solo? No, ya veo, tú no conoces eso, todavía no te ha llegado. La soledad es la convicción, la absoluta seguridad de no existir para nadie. —Y apenas pudo acabar. Se cubrió la boca con la mano de él y lentamente comenzó a sollozar.

—No llores. —Y le alcanzó un pañuelo con la mano que tenía libre.

Quizá fue en ese momento cuando ella vio la mancha de la herida y los pantalones sucios.

Dejó de llorar y frunciendo el entrecejo preguntó:

—¿Qué te has hecho? ¿Dónde te has metido? Tienes sangre.

—No es nada, olvídalo, me caí en un acantilado.

Hubo una tregua. Andrea acarició la herida sobre el pañuelo pero insistió:

—Dime la verdad, por una vez —suplicó. Y añadió una vez más—: Odio la mentira, la falsedad, ya lo sabes. Dime qué ha ocurrido, por favor.

—Te lo he dicho, quiero irme. —Y no añadió más porque se daba cuenta de que su fortaleza residía en el silencio o por lo menos, en el laconismo.

—Claro, ahora ya no me necesitas —se envalentonó Andrea.

¡Oh Dios! ¿Qué más iba a intentar? ¿Por qué no aceptaba la única explicación?

—No digas bobadas —retiró la mano de las suyas, la puso con la otra debajo de su cabeza a modo de almohada y cerró los ojos en un gesto de infinita paciencia.

—No te gusto ya —dijo entonces ella y calló esperando a que él lo negara. Pero él ni habló ni se movió.

Y sólo al cabo de un momento, demasiado temerosa de que si no hacía ella el esfuerzo él no lo iba a hacer, alargó la mano y la puso sobre la mejilla de él con ternura:

—Ya no te gusto —repitió y añadió—. ¿No es así?

Él apartó la mano como si para decir lo que tenía que decir no pudiera admitir contacto alguno:

—No es que no me gustes tú. No me gusto yo cuando estoy contigo.

—Pero ¿por qué? ¿Qué ocurre?

—Sabes bien lo que ocurre —dijo con una cierta indiferencia—. Lo sabes y lo sabes incluso mejor que yo —pero no habría sabido explicarlo. Repitió otra vez—: Quiero irme, tengo que irme —con pesar casi como si alguien le obligara y él se resistiera.

—¿Es por Chiqui? —preguntó como si de repente hubiera encontrado la solución.

—No es por Chiqui —respondió en el tono cansado con que se responde a unos celos injustificados.

Sabía por qué lo decía. Con esa machacona precisión en la memoria del celoso que mantiene despierto en la conciencia el indicio descubierto sobre el que elabora y afianza historias hasta encontrar la que le parece que se ajusta a la verdad, tenía todavía presente aquella mirada que no sorprendió por azar sino porque estaba siempre al acecho. Había ocurrido el primer día del viaje o quizá el segundo. Chiqui, que se había tumbado en la proa, se había incorporado con el frasco de crema en la mano. Durante un buen rato estuvo dedicada a untarse las piernas insistiendo al mismo ritmo que el balanceo de su cuerpo. De pronto levantó la cabeza y por encima de las gafas oscuras que le habían resbalado hasta la punta de la nariz sus ojos se encontraron con los de Martín, que había subido a cubierta hacía un momento con un libro y se había sentado en la bañera junto a Tom, y le sostuvo la mirada con aplomo. Martín no llevaba gafas oscuras y aun así resistió sin aliento, y cuando en un gesto casi automático desvió la suya y la desplazó hacia la derecha, donde Andrea se había instalado para desenredar el volantín, se sintió desnudo frente a ella. No podía ver sus ojos porque en ese preciso instante, quizás al levantar levemente la cabeza del hilo que la había tenido obsesionada durante los últimos diez minutos para volverla hacia él, el sol se había reflejado en los cristales de espejo de sus gafas, cegándola. Pero supo que había sorprendido el largo cruce de miradas sostenidas por la contracción apenas insinuada de sus labios y por la forma de abrir la boca expectante como si de un momento a otro hubiera de iniciar una respiración más profunda, un jadeo. Turbado probablemente por el descubrimiento o por el inerte escrutinio al que Chiqui le seguía sometiendo, cuyos ojos, aun sin verlos, sentía fijos en los suyos —y no tanto por la atracción que sentía por ella ni como otras veces por provocar en Andrea una inquietud que a la larga habría de devolvérsela cuanto por el turbulento placer de ser el objeto de una intención desconocida— no reparó hasta mucho después en Leonardus, que había sustituido hacía un momento a Tom en el gobierno del barco y estaba utilizando el poder mágico de sus ojillos para no perderse, ni acusar tampoco, ese juego de miradas e intenciones superpuestas.

—No es por Chiqui —repitió pensando en aquel contacto inicial que tal vez consumido en sí mismo no había vuelto a repetirse—, no es por nadie. Sólo por mí y también por ti. —Desafinó de nuevo el gallo en el amanecer que se había abierto paso en las tinieblas e invadía el mundo. La luz del día que entraba ahora a borbotones por las escotillas sin que pudieran detenerla las exiguas cortinas de lona, ridiculizaba el mortecino resplandor de la pantalla que Martín había desviado hacia el techo—. Es por nosotros, por los dos —insistió. Pero Andrea ya no le oía, se estaba desnudando lentamente sin dejar de mirarle y cuando acabó se tumbó plácidamente a su lado. Pero no le conmovieron ni la mirada prolongada ni la intención, ni siquiera la memoria de todas las veces que ella había actuado del mismo modo cuando desvelaba, recreaba por sí misma, la naturaleza de su intimidad tan profunda que borraba los descalabros de su extraña relación, tan completa que no dejaba lugar para otras voces ni otros ámbitos, tan inexorable que auguraba la perpetuidad de su existencia.

Había llorado y a la luz del día tenía los párpados rojos e hinchados. Pero por primera vez no vio en ellos el brillo que le incitaba a recuperarla una vez más, a convencerla, a reducirla, a hacerle confesar hasta qué punto estaba en sus propias manos y le pertenecía, ocurriera lo que ocurriera, por grande e infame que fuera el ultraje a que la hubiera sometido. Por primera vez no reconoció en ese rostro el de quien todo lo había dejado por seguirle, más bello aún en las líneas de fatiga y dolor, delirio y alcoholismo que él mismo había impreso en sus rasgos sino sólo la cara patética de una mujer que estaba envejeciendo y dejando el alma en el desmesurado esfuerzo de competir consigo misma.

«Todo termina cuando se agota el deseo, no cuando se nubla la esperanza», recordó y la atrajo hacia sí sólo por ver cómo se estremecía, seguro sin embargo de que en un último intento por rendirle iba a fingir una vehemencia que nunca habría podido aflorar espontáneamente ahora, atenazada como estaba por el terror y el orgullo de verse relegada, y porque también ella sabía que esas manos ya no eran las que había visto temblar tantas veces. Y en el juego de simulaciones y distorsiones de un espejo frente a otro reiteraron su doblez hasta el infinito, hasta caer agotados, maltrechos, heridos, ávidos aún y humillados ambos por haber dejado patente ante el otro la futilidad de su inútil pantomima.

El potente silbido de una sirena de una sola nota que se había inmovilizado y horadaba el aire tenía algo extraño, como la insistencia de un cuerno de niebla a pleno sol. Martín abrió los ojos y la memoria dormida aún le lanzó mensajes oscuros e indescifrables que sin embargo le produjeron un dolor agudo y profundo. Alguien había corrido las cortinas y le cegaba la brutalidad de la luz. Debe de ser más de mediodía, pensó. Andrea no estaba y el desorden del camarote, como una imagen de su propio desaliento, le hirió de forma desacostumbrada. Ruidos confusos llegaban del puerto y del muelle y cuando fueron cobrando sentido recordó que hoy llegaba el barco de Rodas, y entre las brumas de sus ansias dormidas dedujo aún: sí así es traerá consigo la pieza que esperamos, con un poco de suerte podremos zarpar esta misma tarde y dejaremos la isla de una vez.

Fue al cuarto de baño y no se duchó sino que se lavó la cara con agua fría porque un papel en el espejo le recordaba que había que ahorrar el agua hasta que el barco pudiera ir a repostar a la manga, en el otro extremo del puerto.

En la cabina no había nadie. Habrían ido a comprar provisiones o a acompañar a Leonardus a llamar por teléfono, como siempre, pensó, nada les gusta más. Subió un par de peldaños de las escaleras de acceso a cubierta y asomó la cabeza. Un destartalado paquebote levantaba sobre el casco pintado de rojo una chimenea obsoleta, demasiado aplastada, con el anagrama blanco y negro de la naviera que aún le mantenía en vida. Había iniciado la maniobra dispuesto a abarloarse en el muelle casi frente al restaurante de Giorgios y dos marineros de opereta, con gorros blancos y jerséis de rayas azules, tenían preparada la pasarela desde la borda. En tierra junto a los dos hombres que esperaban para recoger los cabos, treinta o cuarenta personas permanecían inmóviles observando la lenta maniobra. Giorgios había salido de los confines de su café para llevar al barco un carrito de ruedas con que recoger la mercancía. Detrás de ellos otras personas se acercaban en pequeños grupos. Se movían todos despacio, como si apenas les dejara avanzar el calor suspendido en unos rayos de sol que a fuerza de exhibir su intensidad habían perdido lustre. El mediodía era turbio y pegajoso.

Martín volvió a la cabina, se sirvió una taza de café que encontró aún tibio en un bote sobre el fogón y subió a sentarse en la bañera bajo el toldo.

—Este calor nos matará —dijo en voz alta, pero sabía que no era el calor.

Tras él la voz de Andrea le sobresaltó.

—Ven —le dijo—, es verdad, hace calor.

No la había visto cuando se asomó a cubierta ni después, debía de estar tumbada en un sofá de la cabina.

—Ven —repitió, y le puso una mano sobre las rodillas—, en el camarote hace más fresco.

Martín, inmóvil, se puso en guardia.

—No, estoy bien aquí —dijo, y esperó su airada reacción.

Pero Andrea no insistió. Pasó frente a él y fue a sentarse sobre el tambucho apenas protegida del sol por el ángulo del toldo que Tom había amarrado en la cornamusa al costado del palo mayor y como si de repente hubiera perdido el interés por él, se dedicó a contemplar el desembarco de gentes y paquetes aunque tenía el gesto despectivo y malhumorado.

En el balcón, el matrimonio había recuperado su lugar porque el sol alto aún en el cielo metálico había iniciado un leve descenso y el alero proyectaba sobre él una franja de sombra. La mujer llevaba la bata de flores y él la chaqueta del pijama. Sentados uno frente a otro seguían en la misma tesitura y posición que el día anterior, con ese talante irritado, cuajado por los años en la expresión y en la insolencia con que mantenían ambos el cuello levantado y la cara en direcciones opuestas evitándose; él con las manos cruzadas sobre la mesa estaba atento al barco de Rodas, ella enfrente sin querer verle pero pendiente de lo que hacía suspiraba de vez en cuando y le miraba de soslayo.

Como nosotros, pensó Martín. Los humanos nos parecemos demasiado.

—¿Hay café hecho? —preguntó Andrea sin levantar la vista.

—Sí, queda un poco.

—¿Puedes traerme una taza?

Martín fue a la cocina, le sirvió una taza, puso una servilleta de papel sobre la bandeja y fue a llevársela. No quería sentarse con ella pero tampoco sabía cómo irse sin provocar una reacción violenta que no deseaba, ni quería de ningún modo iniciar la conversación de la noche anterior. Se quedó de pie apoyado en el palo mayor y pensó que en cuanto se hubiera tomado el café podría irse con el pretexto de llevarse la taza otra vez. Ella le miró y comenzó a beber a pequeños sorbos como si el café estuviera hirviendo.

La aversión se manifiesta a veces imprevisiblemente en minucias que acumulan en sí tanta carga como la de las ocultas razones que la motivan. Andrea terminó el café, se secó los labios con la servilleta de papel, la arrugó y la metió dentro de la taza antes de tendérsela, y sin saber por qué, Martín la odió por esto.

Se fue de nuevo a la cabina, dejó la taza en el fregadero y, como un niño que escapa a la atención del maestro, subió las escaleras procurando no hacer ruido, se deslizó por la bañera y ya iba a saltar a la pasarela cuando oyó los gritos:

—¿No tienes nada que decirme? ¿No decías que hoy me lo contarías todo?

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