Azul

Azul


VII

Página 18 de 23

V

I

I

«Verrà la morte

e avrà i tuoi occhi»

Cesare Pavese

Contrariamente a la actitud distante y decidida que se había prometido mantener y que había adoptado desde la noche anterior y durante todo el día, y tal vez movido por un temor o una premonición que no lo habían abandonado desde que Andrea apareciera en cubierta por la tarde vestida y maquillada, o antes quizá, cuando en la cueva azul había pronunciado aquellas enigmáticas palabras, asomó la cabeza por la escotilla. El

Albatros casi sin balancearse se abría paso en la noche sobre la leve ondulación de las aguas en alta mar. La calma era completa, lejanas estrellas deslumbradas por la exigua luz que temblaba en lo alto del palo mayor no hacían sino incrementar la inmensidad de su distancia. La trepidación continua del motor engullía el rumor de las olas y el batir del aire sobre la arboladura, y la monotonía de su ritmo dibujaba una línea recta en la interminable tiniebla del mar. Martín sabía dónde estaba Andrea pero tuvo que acomodar la vista para descubrirla en la proa, arrebujada en sí misma, cubiertas las piernas con un mantón. Ella sí podría haberle visto porque llevaba en la misma posición y en el mismo lugar desde antes de la cena y sus ojos se habrían ido habituando a la paulatina penumbra y a la oscuridad, y finalmente a la apocada claridad de la noche, pero no levantó la mirada ni se movió. Tenía la cabeza baja y al cruzarse la luz con su rostro en un vaivén inesperado vio en su mejilla un reguero de lágrimas brillante, aunque seco como el rastro que dejan tras de sí los caracoles.

—Andrea, ven a dormir. Es tarde —dijo en un susurro. Estaba seguro de que le había oído pero por si el motor hubiera apagado sus palabras repitió con más fuerza—: Andrea, anda ven.

Más que desear que fuera al camarote Martín quería obligarla a dejar esa actitud, a decir alguna palabra aunque sólo fuera por borrar y desmentir aquellas otras que habían incrementado y distorsionado en el silencio la amenaza que el eco había estampado contra los muros húmedos y viscosos de aquel escenario wagneriano. Un ámbito de proporciones desmesuradas y casi tan fantasmagórico como el que les había descrito Pepone con pomposos adjetivos y elocuentes aspavientos una vez hubo acabado de contar la historia de la mujer de los harapos. La cueva azul, dijo, es un lugar embrujado que encierra todavía misterios por desvelar y fragmentos de historia por investigar. Se dice, y se agachaba bajando la voz al tiempo que reducía la velocidad para que se oyeran mejor sus palabras, se dice que por un extraño fenómeno que ningún científico ha podido descubrir aún, el agua que encierra la cueva contiene la mayor densidad de sal que se conoce: no viven en ella ni peces ni aves, ni anidan crustáceos en sus bajíos, ni en los escollos se agarran caracolas, ostrones o lapas. Es un agua viscosa, oscura, que deja el aire inmóvil de frío, de un frío compacto que no cala, que permanece como un apósito en la superficie de la piel y transforma el bramido del mar exterior en un eco sordo de concha marina gigantesca, en un sonido aterciopelado, envolvente, que cierra el espacio con mayor contundencia aún que las mismas rocas que lo componen. La bóveda y las paredes lisas, sudadas y rezumadas, de un azul intenso y oscuro, irisado por la refracción del haz de luz que se concentra en la monumental arista horizontal de la entrada, fueron cárceles donde los turcos llevaban a morir a sus prisioneros. Los dejaban en las resbaladizas plataformas de la cueva con grilletes en los pies y cuando tras dos o tres semanas de haber cerrado la salida con sus naves ponían rumbo a la costa, no quedaba en ella más que quietud y silencio. Se dice, y reducía aún más la velocidad al tiempo que bajaba la voz como si fuera a desvelar un secreto oculto durante años, que se mantienen aún incólumes en el fondo de las aguas sin que ser vivo alguno se haya acercado a roerles el rostro o el cuerpo ni a desgarrarles los ropajes, y que en las noches de tempestad si cae el rayo por levante en el momento que por la misma fuerza de su embate una ola se retira y deja la entrada exenta se produce un instante de transparencia tan diáfana que alcanza las simas más profundas, y el pescador perdido en la tormenta que asista por azar al milagro contemplará un ejército de hombres y mujeres que oscilan bajo el agua sujetos al abismo por el peso de los grilletes, con los cabellos y las ropas y los brazos flotando al influjo de la corriente, abiertos aún los ojos con el estupor del último instante.

—¡Basta! —había chillado Chiqui que se había unido a los demás para escuchar la historia.

Andrea en cambio no se había alterado, y cuando más tarde aprovechando la bajamar Pepone había deslizado la barca al interior de la cueva con un golpe de remo, Martín había sentido por primera vez esa inquietud que confundió entonces con una nueva arremetida del mismo miedo a volver al puerto y ser descubierto, pero aun así no había apartado los ojos de ella. Andrea había contemplado el azul irisado con extrema frialdad, sin inmutarse ni admirarse, y había sonreído irónicamente a los gritos de Chiqui al echarse al agua, que retumbaron en las bóvedas azules, húmedas y espectrales como había dicho Pepone. Y mientras los demás jugaban con la luz y las voces y se desplazaban con ayuda de los remos y del bichero buscando en vano la transparencia del agua que había de descubrirles el secreto de sus oscuras cavidades, ella, en un momento de confusión, se había situado a su espalda. No recordaba exactamente las palabras que murmuró pero la conocía lo bastante para saber que, aunque no explícitamente, le había venido a decir, y no porque lo creyera sino porque así quería y había decidido que fuese, que nuestra suerte está echada y que por una serie encadenada de errores inevitables vamos configurando nuestro propio destino hasta adquirir poco a poco la certidumbre de que no hay salvación ni redención ni siquiera rectificación. Y no habría podido deslindar dónde acababa el consejo y dónde comenzaba la amenaza al añadir: «Y yo me cuidaré de que así sea».

Ya no había dicho una palabra más, ni en la cueva ni en la barca de Pepone de vuelta al puerto. Había subido al

Albatros, esta vez con la ayuda de Tom que estaba acabando de limpiar las pisadas y las manchas de grasa negra que los mecánicos habían dejado en todas partes y se había encerrado en el camarote. A la media hora larga había aparecido en cubierta con las sandalias en la mano, vestida con un traje blanco que no se había puesto en todo el viaje, un collar de grandes bolas de ámbar que Martín no había visto jamás, el pelo sin recoger, rizado y abultado, sin pañuelo ni sombrero, contenido únicamente por la cinta elástica azul de las gafas que, los ojos maquillados tras los cristales, daban a su mirada una expresión más inocente pero más segura, como la ratificación de la sentencia inapelable que había dejado en suspenso en la cueva azul.

Al verla Leonardus, que estaba sentado en el banco de popa haciendo tintinear el hielo de su vaso, sonrió —quedaban todavía en el cielo los tonos rosados que con el fin del verano se inmovilizan en el horizonte a la caída de la tarde y demoran el crepúsculo, y a esa luz el blanco de su vestido adquirió tonos de fosforescencia sobre la calidad mate del atardecer— y con la calma de un ave de vuelo lento dejó el vaso sobre la mesa, apartó de sus rodillas con cuidado la cabeza de Chiqui, se levantó, se acercó a ella que se había detenido en lo alto de la escalerilla y sin tomarle la mano, ni agarrarla por los brazos o los hombros le dio un beso superficial en los labios aunque largo y premioso. Ella le dejó hacer y si cerró los ojos, pensó Martín que asistía a la escena sin comprenderla, no fue tanto por concentrarse en lo que estaba ocurriendo cuanto precisamente por quedar al margen de ello.

Luego sin mirar a nadie, con los párpados todavía entornados, pasó por su lado con una agilidad parcialmente recobrada, recogió un mantón de lino que había dejado olvidado en el banco y, como si hubiera sido un obstáculo salvado en el camino que se proponía recorrer, desapareció hacia la proa y de allí no se había movido. Aceptó el

whisky que le había llevado Tom entonces y otro después de la cena pero no respondió más que con un gesto vago de negativa a la invitación de ir al Giorgios a tomar algo antes de zarpar —la noche será larga, le habían dicho, hemos de navegar hasta el amanecer—, ni levantó la cabeza cuando ya oscurecido se había puesto el motor en marcha y Tom había ido a proa a levar el ancla, ni siquiera para mirar cómo se alejaban las escasas luces del muelle que, aun antes de salir de la bocana del puerto y enfilar hacia Antalya, se habían desmenuzado disolviendo su propio reflejo en una neblina de luz vacilante.

Hasta la hora de cenar Martín no había caído en la cuenta de que la negativa actitud de Andrea, que después de la cueva azul parecía vivir para sí misma y estar en otro mundo, le inquietaba tanto como el ansia de alejarse de ese escenario donde cada persona podía ser un acusador, cada sombra una amenaza. Leonardus y Chiqui no habían preguntado qué le ocurría como si lo habitual en ella fuera no comer, ni hablar, ni siquiera responder cuando se le preguntaba, ni a la hora de cenar Leonardus había dado explicaciones sobre su extraño comportamiento aquella tarde. Cuando Giorgios, el dueño del café, se les había unido para contarles otra vez la persecución de la vieja, un acontecimiento inusitado en ese pueblo perdido en el fin del mundo, dijo, Martín, temeroso como estaba, no se tomó la molestia de atender ni de dar conversación a Chiqui porque no deseaba más que acabaran de cenar lo antes posible para zarpar de una vez. Pero aun así, desde su sitio bajo las moreras de la terraza, tenía puestos los ojos en la mancha blanca de la proa del Albatros que no habría perdido de vista por nada del mundo.

Finalmente decidieron zarpar. Sentados los tres en cubierta contemplaron cómo Tom iniciaba la maniobra y en tierra los hombres soltaban las amarras. El matrimonio había salido de nuevo al balcón. Habían encendido una luz en el interior de la casa y aparecían ahora a contraluz como sombras chinescas de sí mismos ante la humilde bombilla de veinte o treinta vatios, y al separarse la popa del muelle, Leonardus puesto en pie levantó riendo el vaso a su salud. No se dieron por enterados ni cambiaron la dirección de la mirada; inmóviles siguieron el curso del Albatros ajenos a la destrucción a que les sometía lentamente la distancia. Desaparecieron confundidos con la oscuridad y Tom, que había de estar al timón y ser relevado a las tres de la madrugada por Leonardus, se encasquetó los auriculares, fue a la nevera a por la primera coca-cola, volvió a instalarse tras la rueda y puso proa al mar abierto. Chiqui con cara de aburrimiento y alegando que tenía sueño se levantó y arrastró de una mano a Leonardus. Pero antes de entrar en el camarote se volvió hacia Martín que les había seguido y le dijo:

—No te olvides de recoger a tu mujer de la cubierta, corazón.

—No —respondió él sin acusar la reticencia, pero no fue. Cerró la puerta tras de sí y se quedó de pie con la luz apagada sin saber qué hacer. El ansia por zarpar le había quitado el sueño y le había dejado la boca seca. No podría dormir ni tenía ganas de leer, y aunque ya estaban en alta mar y fuera de peligro no había mitigado esa extraña inquietud que le atenazaba y le mantenía alerta. Al poco rato, del otro lado del tabique comenzó a sonar la voz de la Callas y sobre las notas del

Poveri fiori las risas y los golpes que durante tantas noches habían impacientado a Andrea. Y al mirar la hora y reparar en que ya eran las diez, como si hubiera sido el pretexto que esperaba, se había asomado a la escotilla para llamarla.

Todavía una tercera vez repitió su nombre antes de auparse con las manos y saltar a cubierta. Había humedad en el suelo y tuvo que agarrarse para no resbalar. Pero el bochorno apenas había remitido: el

Albatros seguía arrastrando el calor como un peso muerto, como una telaraña incandescente en la que se hubiera enredado y de la que no pudiera desprenderse ni en alta mar.

Andrea tenía la cara apoyada sobre el hombro y en la mano sostenía aún el vaso vacío. Martín tuvo que reprimir un gesto de ternura pero sabía que en este momento había de ser cauto porque todo cuanto hiciera o dijera habría de contabilizarse, como estaba seguro de que de una forma u otra habría de pagar esas tres llamadas desde la escotilla e incluso su silenciosa presencia allí, ahora, aunque sólo fuera por esa breve vacilación en la lucha que estaban dirimiendo desde la noche anterior. No diría nada, consciente de que tantas horas de contención y meditación necesitaban sólo una chispa para estallar y no quería de ningún modo perderse en discusiones que no harían sino debilitar la determinación que había tomado y que, hasta poder separarse de ella, lo único que precisaba para prevalecer era silencio. Y ya que ella tampoco quería salir de su hermetismo iba a intentar que volviera con él al camarote.

Pero no habían transcurrido aún cinco minutos ni había mediado entre ellos palabra alguna cuando Andrea, renegando de la altivez en la que se había escudado desde antes de instalarse en cubierta, se había lanzado al capítulo de recriminaciones y acusaciones con un ímpetu tan sorprendente que Martín, sin responder ni una sola vez a esos ¿no dices nada? ¿no tienes coraje para oponerte? ¿ni siquiera te dignas responder? o ¿es que no sabes qué decir? con los que ella interrumpía cada tanto su desmedida arenga para dar impulso a la escalada de agravios, a punto estuvo de volver sobre sus pasos y abandonarla allí, a la noche, a sus sombrías premoniciones y al desenfreno de sus afrentas, y dejarla sola bajo el cielo lejano y oscuro, sin interlocutor, sin público, sin víctima. Pero no se movió de cubierta quizá porque de algún modo esperaba que la amenaza o el peligro que había percibido en el aire quedaran diluidos en las letanías encadenadas que, bien lo sabía, le dictaban el resentimiento de no poder modificar a su gusto una decisión cuya persistencia ratificaba minuto a minuto su silencio. No, no es eso, se dijo al rato, es el miedo, es el miedo el que me hace permanecer aquí imperturbable, el miedo a lo que ella vaya a hacer, el miedo a lo que pueda estar tramando, el miedo a parecerle cobarde, inocente, pueblerino. Miedo feroz a esa mujer que, sin embargo, había sabido convencerle de que la relación que les unía era de naturaleza básicamente libre, más aún, era en sí misma el ejemplo de la elección del propio destino en el que, por un mágico azar, habían coincidido. O sería él mismo quien había encubierto ese miedo con el ropaje del encanto y la fascinación de aquellos primeros meses que habían determinado su vida entera; miedo disfrazado de entrega, de sumisión y hasta de amor, miedo a reconocer que no había sido capaz de mantener la pasión sobre la que pretendía haber construido para la eternidad, el mismo miedo de aquella noche en Nueva York, cuando vino a ofrecerle su vida entera como él le había suplicado tantas veces, a confesarle que la muchacha griega le estaba esperando en el apartamento del piso 14; miedo a decirle que ya no recordaba si la quería como entonces, miedo a echarle en cara que había sido ella la que le había enviado lejos, miedo a descifrar el misterio de su absoluta y repentina renuncia, miedo a no ser nadie sin ella, miedo a la mediocridad, al fracaso, a la soledad, miedo a todo, miedo al miedo y miedo, como había pensado aquel mediodía ya lejano en la playa de piedras negras, a no ser en definitiva más que un niño.

—¡Desgraciado!

La palabra se había desprendido del discurso y flotaba en el aire conjurando la nube de obsesiones que, como un enjambre de moscas, no dejaba en paz su pensamiento.

—¡Desgraciado! —repitió Andrea y de un manotazo apartó el mantón de las rodillas, que dejó al descubierto las piernas y los pies desnudos, inquietos y temblorosos y se deslizó por cubierta hasta detenerse en un motón. Martín dio un paso para recogerlo y ella, creyendo que había decidido irse, se levantó tambaleándose aterrorizada ante la idea de quedarse ahora sola con su rencor, le agarró con fuerza por la manga de la camisa y en un tono que habría sido un grito de no haberle salido la voz tan ronca, gastada y sombría por la humedad, o acaso forzada adrede por subrayar el carácter inaplazable que quería dar a la orden, le dijo—: No, ahora no te irás, ahora vas a oír todo lo que tengo que decirte.

Había fuego y odio en su mirada azul, y más resplandor en las pupilas aún que bajo el sol, más acero en la intensidad que recogía y multiplicaba en el cristal de las gafas los destellos de la luz del mástil para lanzarlos a la negra noche, como señales de seres extraterrestres, señales de urgencia, de peligro, de ataque.

—Tanto éxito y tanto orgullo y nunca habrías llegado a nada de no haber sido por mí. ¿O es que creíste alguna vez que tú solo lo habías conseguido? —No calló sino que tomó aliento para continuar—. Es a mí a quien envió el contrato Leonardus, no a ti. ¿Habías reparado en ello? No, tú nunca te enteras de nada, siempre vives convencido de que todo te está debido. Te crees el señor de la tierra adorado por sus méritos, por sus éxitos. ¡Desgraciado! —repitió—. ¡Desgraciado!

Envuelta en el temblor blanco de su vestido se había apartado del balcón de proa para apoyarse en el andarivel y levantaba la cabeza hacia Martín, que agarrado con una mano al estay intentaba mantener imperturbable su propio cuerpo castigado por el pasmo y el estupor. ¿De dónde había sacado esa palabra, dónde escondía esa mujer una tal voluntad de ultraje que, como el collar de ámbar, él no había visto jamás?

—No me mueve el deseo de aniquilarte —dijo respondiendo a su asombro—, pero quiero que sepas que nada vas a poder hacer sin mí porque si he logrado convertirte en un hombre rico y famoso también puedo lograr tu ostracismo, que tu nombre, tu rostro y tu obra, desaparezcan en el abismo de un olvido tan contumaz como si ya se hubiera volcado sobre ti el paso del tiempo.

—Vamos a dormir —dijo él como quien habla al que por los efectos del dolor ha perdido momentáneamente el juicio, y repitió, esta vez sin entonación para no irritarla aún más—: Vamos a dormir.

Pero la voz de ella se levantó sobre el taladro del motor:

—¿No me crees? ¿Crees que miento? No es tan fácil triunfar, nadie lo logra en tan poco tiempo. No lo olvides: me lo debes a mí.

—Si acaso se lo debo a Leonardus —reconoció Martín.

—A mí —insistió ella—. Fue por mí por lo que Leonardus te ofreció volver a España. Por mí, no por ti ni por tus dotes de cineasta, ni por el ridículo corto que constituía tu currículo. Por mí, sólo por mí —repetía aunque apenas podía hablar ya porque a borbotones luchaban por fluir unas lágrimas que contuvo aún en las pupilas con una extraña mueca del labio superior, y allí permanecieron suspendidas como un prisma que aumentara el espesor de los cristales convirtiéndola por un instante en una cegata.

Sin embargo, de pie en la proa parecía haber olvidado sus vértigos y recuperado el aplomo y la estabilidad con que se movía en la

Manuela. No se apoyaba ahora, tenía los pies clavados en la cubierta húmeda, y con un movimiento reflejo rescatado del olvido hacía oscilar su cuerpo al ritmo y contramano del

Albatros; la cabeza alta y el porte altivo exhibían la rotundidad de la afrenta como un inmenso mascarón que se hubiera desplazado desde la roda de un velero mítico.

—Lo hizo por mí, porque sólo con esta condición acepté ir a Nueva York cuando Carlos presentó la demanda de separación… En ese momento, en el mismo momento que comenzó la frase, se manifestó lo que había sabido desde siempre. No le hizo falta oír la relación exacta de los hechos que ocurrieron y que la llevaron con él, ni necesitaba conocer ahora los detalles. Vio finalmente al marido adoptar su papel, que nada tenía que ver con el que él mismo, y también ella, le habían adjudicado, ella para redondear la grandeza y veracidad de su pasión, él por dejarse llevar una vez más de ella. Y no porque sus palabras le dijeran algo, que nada decían como nada habían dicho aquella primera vez que la oyó hablar sentada a la mesa de su casa de la playa, sino porque el canto de su voz agriada por la hostilidad, como la cantinela de la vieja del paseo, se había vuelto extrañamente más explícito que las palabras y aportaba en sí mismo la solución exacta a las viejas sospechas y conjeturas; escondidas y prensadas dentro de sí mismo se revelaban ahora ante el rencor como las bolas de papel chinas se expanden al contacto con el agua y sólo en ella adquieren su forma cabal y su verdadera dimensión. Y le pareció comprender entonces que el llanto interminable no había sido el llanto de la tristeza ni el de quien no puede luchar contra una pasión que le obliga a tomar decisiones que por fuerza han de herir a otro ser amado, ni el desgarro de haber de decidir entre dos amores igualmente posesivos, ni el de quien se consume de añoranza por los hijos que quedaron al borde del camino, sino el llanto del perdedor, el llanto del que ha cometido un mal cálculo y ha caído en sus propias redes, o trampas, del que ya nunca tendrá reposo ni consuelo porque sabe que no hay vuelta atrás en el error, el llanto que debió verter Adán al ser expulsado del paraíso. No hay más que tomar el autobús en otra parada y a una hora distinta para que cambie el rostro de la ciudad en que vivimos, y ahora desde ese ángulo insospechado apenas reconocía su entorno ni la extraña figura que lo había presidido. De tal modo que se preguntó horrorizado cómo había podido vivir durante años con un ser de cuya mirada no había sido capaz de deslindar la transparencia del engaño, ni la espontaneidad de la cautela o la astucia o la premeditación, sin atreverse jamás a franquear el umbral de la incertidumbre.

—¿Te sorprende? —decía Andrea con desafío en la voz y en el porte, mucho más firme, más erguido aún, quizá para compensar esa inadvertencia que se le había escurrido en el discurso, y continuó acentuándola más aún—: Fue él quien quiso separarse, claro que sí —y lo dijo a conciencia ahora—: Fue él quien a mi vuelta del primer viaje a Nueva York me acusó de abandono del hogar y de adulterio. No yo, ¿a santo de qué?, fue él quien consiguió las pruebas y se hizo con los documentos que demostraban mi culpabilidad. Y ganó el pleito. Entonces era fácil para un hombre tener las de ganar ante la justicia. Y ahora también —añadió para sí—. Y no porque le importara mi adulterio sino porque era él quien quería irse con otra. —El tono había perdido todo rastro de agresión, y dijo en un susurro—: Se enamoró de una de esas niñas que os sorben el seso a los hombres. —Y entonces sí, bajo la cabeza y su cuerpo perdió la firmeza, vencida ante el agravio que aún ahora, tantos años después, seguía lacerando su ultrajado corazón, pero continuó—: Presentó testigos de todos nuestros encuentros. Abandono de hogar, de esto me acusó, de mal comportamiento, de adulterio. Todo le fue muy fácil, era abogado y estábamos aún bajo las leyes de la Iglesia y la dictadura. Además él ya había pactado con las fuerzas políticas que se preparaban para el relevo. Mira en lo que quedó aquel hombre liberal que tú y yo conocimos. ¿Qué podía hacer yo? —y añadió como si Martín ya no fuera su oponente—: Todos se pusieron de su parte, todos, incluso mis propios padres que aún hoy no me han perdonado.

Se había levantado una brisa suave y se adivinaba en ella una cierta intención de refrescar. El

Albatros ronroneaba y avanzaba tranquilo por las aguas oscuras y en el camarote de Leonardus el límpido canto de la diva repetía una y otra vez su lamento.

Andrea se cubrió la boca con una mano como si quisiera contener un sollozo o esconder el rostro, y hacía chocar contra el candelero el vaso que sostenía en la otra.

Martín habló sólo por romper el silencio, por quitar hierro a sus palabras y para que ambos se olvidaran de tanta humillación, porque en realidad no quería haber dicho nada.

—Quizá lo que molestó a Carlos, o a tu familia, ya que eran amigos y tenían intereses comunes, es que cuando creían que todo había terminado entre nosotros fueras a verme a Nueva York.

Andrea se apartó la mano de la cara y le miró con desdén:

—Nadie se sintió ofendido por eso —gritó casi—. Ni siquiera sé si se enteraron. —Y añadió con arrogancia—: Lo que nunca perdonaron es que me fuera con Leonardus.

Una punzada metálica, más penetrante que las angustias ante los exámenes en el instituto de Sigüenza, más dolorosa aún que el vacío ante la muerte de su padre al comprender que ya nunca diría la palabra de reconocimiento y apoyo que él había esperado desde niño, más que las lágrimas en el avión hacia Nueva York, más aún que cuando no fue aceptado su segundo guión en el concurso ni recibió una mención, ni siquiera pudieron devolverle el original porque lo habían perdido y no podían dar razón de él, más que cuándo Andrea le dijo que jamás volvería a tener hijos. Supo entonces que el amor es de naturaleza tan volátil, tan poco definible que está sometido a toda clase de confusiones: todo se disfraza de amor, la envidia, el amor propio, el mismo orgullo, las ansias de triunfar, los celos, la cama, el trabajo, la comodidad y la historia, y el propio amor se confunde consigo mismo, como si escapara o se escurriera y se transformara para que nunca nadie pudiera tenerlo ni manipularlo, como si su misma esencia estuviera en el cambio y todo pudiera ser amor y todo pudiera al mismo tiempo no serlo. Pero fue el sentimiento de un solo instante, un fogonazo, y coincidiendo casi con él murmuró:

—¡Estúpida!

Ir a la siguiente página

Report Page