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PRIMERA PARTE: LA DAMISELA » Capítulo 3. El ahorro… y la niña

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Capítulo 3

El ahorro… y la niña

»En cambio, en modo alguno podría tacharse de incorrecto que observara delante de Fyne que la noche anterior su señora sí parecía tener cierta idea de a dónde podría haberse marchado la emprendedora jovencita. Fyne negó con la cabeza. De ninguna manera: su esposa no tenía ni mucho menos la certidumbre que fingía tener. Tenía meramente algún que otro motivo para pensar, para confiar más bien, que la muchacha hubiese encontrado alojamiento en Londres, que se hubiese escondido en la ciudad para prepararse de cara al día en que…, o quién sabe, tal vez espantada por su proximidad.

»Calló y tomó asiento solemnemente abatido, con un aire lúgubre y meditabundo.

»—¿Qué día? —pregunté a la postre; por lo visto, no me oyó. Difundía en el ambiente un pesimismo tan portentoso que perdí la paciencia—. ¿A cuento de qué diantre se me pone usted tan agorero? —terminé por exclamar, genuinamente sorprendido e incluso perplejo—. Cualquiera diría que la muchacha era un prisionero de Estado que hubiese sido confiado a su custodia.

»Y de pronto me sorprendí más aún por mi reacción, por cómo había dado por sentadas ciertas cosas cuya rareza saltaba a la vista tan pronto se pensaran dos veces.

»—Pero… ¿a qué viene tanto secreto? ¿Por qué se ha fugado… si es que de veras se trata de una fuga? ¿Acaso estaba la muchacha temerosa de su esposa de usted? ¿Y su cuñado, qué diantre se le ha metido en la cabeza para hacerse cómplice de una acción evidentemente clandestina? ¿O también él tenía miedo de su esposa?

»Fyne hizo un esfuerzo por sobreponerse a su aturdimiento.

»—Claro está que mi cuñado, el capitán Anthony, el hijo del… —se quedó con la palabra en la boca, como si quisiera romper con una mala costumbre—. Tuvo que ser él quien la convenciera. ¡Nosotros nos portamos de manera inmejorable con ella!

»—Debo decir que a mí la jovencita me pareció una persona insensata y desconsiderada. Ahora bien, ¿por qué se toman su esposa y usted tan a pecho lo que no es sino una rematada insensatez… o una absoluta falta de consideración?

»—Se trata de un acto desvergonzado, llevado a cabo sin ninguna clase de escrúpulos —proclamó Fyne todavía apesadumbrado, y suspiró.

»—Imagino que es pobre —observé tras un breve silencio—. Pero después de todo…

»—No tiene usted idea de quién es —Fyne había recobrado su irreprochable solemnidad.

»Tuve que confesar que no había llegado a fijarme en su apellido cuando me fue presentada.

»—Creo recordar que su apellido empezaba por S…, ¿o me equivoco?

»Fyne, con la más absoluta frialdad, comentó que tal cosa carecía de importancia. Tal apellido no era su verdadero apellido.

»—¿Quiere usted darme a entender que me presentó a la damisela con un apellido falso? —pregunté con la divertida sensación de que los días de las maravillas y los portentos no habían hecho más que comenzar. Que Fyne, por naturaleza tan eminentemente serio, hubiese hecho algo tan excepcional, no podía por menos que resultarme sencillamente asombroso. Con una entonación más apresurada que de costumbre, el pequeño Fyne se mostró seguro de que no iba yo a exigirle una disculpa por tal irregularidad, al menos en cuanto supiese de qué apellido estábamos hablando. En su grave forma de hablar se introdujo de rondón cierta calidez.

»—Hemos intentado cuidar y proteger a esa muchacha de todas las maneras habidas y por haber. Es la hija única de De Barral.

»Obviamente contaba con que en mí se produjera una auténtica conmoción, y en espera de que surtiese efecto se me quedó mirando fijamente. Me contenté con imitar su actitud de apasionado interés, devolviéndole su intensa mirada. Consciente de mostrarme excesivamente refractario, actitud reprochable donde las haya, sondeé las tinieblas del recuerdo: De Barral, De Barral…, y de buenas a primeras se hizo en mí la luz, como si una de las ventanas de mi memoria acabara de abrirse de par en par a una calle de la City. ¡De Barral! Pero ¿podría tratarse del mismo? ¡Seguro que no!

»—¿El financiero? —insinué con incredulidad.

»—Sí —dijo Fyne, momento en el cual su habitual solemnidad pareció extrañamente adecuada—. El convicto.

Marlow me miró de forma harto significativa.

—Fuera como fuese —adujo a manera de explicación—, y conste que cuando menos me parece llamativo, no creo que ni yo ni nadie hubiese esperado jamás que De Barral tuviese hijo o hija alguna, ni otro hogar que las oficinas del «Orbe», ni otra existencia, relaciones o intereses distintos de los estrictamente financieros. Veo que recuerda usted la catástrofe…

—Navegaba yo por entonces en los mares de Oriente —dije—. Pero naturalmente que…

—Pues claro —cortó Marlow—. Todo el mundo… Tal vez le extrañe mi lentitud a la hora de reconocer el apellido, pero ya sabe usted que mi memoria es un mausoleo repleto de nombres propios. En el caso de De Barral, terminó por ocupar en el mausoleo un lugar en compañía de tal cantidad de nombres de su propia invención que tuvo que quitarse de encima toda una pila de huesos antes de aparecer ante mí una vez invocado por el mago Fyne. El sujeto tenía verdadero capricho por los nombres: el «Orbe», Banco de Depósitos; la Sociedad de Ayuda Mutua «Cetro», la Asociación «Ahorro e Independencia». Pues sí, un bonito gusto por los nombres el suyo; además de eso, nada de nada, cero, ningún otro mérito. Bueno, sí: otro nombre más, aunque fuese por pura chamba: De Barral, su apellido, no era invención suya. No creo que un simple Jones o un Brown hubiese sido capaz de pescar de las honduras de lo Increíble tan colosal manifestación de la locura humana, comparable a la de ese individuo. En fin, puede ser que subestime la alacridad de la locura humana cuando se trata de un anzuelo tan bien cebado. Sí, sin duda la subestimo. La codicia de ese absurdo monstruo es incalculable, insondable, inconcebible. La trayectoria seguida por De Barral pone de manifiesto que es capaz de tragarse a ciegas un anzuelo desnudo. No es menester adornárselo con un cuento de hadas. No tenía imaginación suficiente…

»—¿Era extranjero? —pregunté—. Es claramente un apellido francés, en el supuesto de que fuera su apellido.

—Oh, no se lo inventó. Nació con ese apellido puesto, y además en Bethnal Green, según se reveló durante el juicio. Tenía por costumbre aludir a sus ancestros escoceses, cosa que por cierto ha hecho todo gran hombre. La madre, según tengo entendido, era en efecto escocesa. El padre, De Barral, fuera cual fuese su origen, se retiró del Servicio de Aduanas (creo que era uno de esos oficiales que se pasan la vida esperando la marea favorable para abordar e inspeccionar los barcos anclados en puerto) y empezó a prestar dinero en minúsculas cantidades en algún tabuco del East End, a las gentes de los muelles: estibadores, pequeños propietarios de alguna que otra chalana, abastecedores de buques, inspectorzuelos de embarque, en fin, gentes de toda ralea, todas de poca monta. Así se ganaba la vida. Era un hombre muy decente, según tengo entendido. Gozaba de la influencia necesaria para conseguir que su hijo empezase a trabajar de contable en una de las compañías de los Muelles. “Hijo mío”, le dijo un día, “te he dado un punto de arranque excelente. Ahora sólo tienes que echar a andar”. Sólo que De Barral no arrancó. Se quedó clavado en su puesto; daba toda clase de satisfacciones a sus superiores, cumplía a la perfección. Pasados tres años, le concedieron un pequeño aumento de salario y se dio a salir por las tardes. Empezó a cortejar a la hija de un viejo capitán de barco, ya jubilado, que desempeñaba el cargo honorario de administrador de su parroquia y vivía en una destartalada casa de estilo georgiano, una de esas antiguas casas que se levantan sobre unos escuetos cimientos y que suelen descubrirse en un laberinto de callejuelas sórdidas a más no poder, iguales unas a las otras, chabolas de seis habitáculos.

»Algunas eran vicarías de las parroquias de arrabal. El viejo marino se había hecho con una muy barata, y De Barral se había hecho con su hija, toda una ganga para él. El viejo marino se portó muy bien con la parejita, en parte por estar colado por su hija. La señora De Barral era una mujer sencilla, modesta, por entonces dotada de una generosa porción de alegría y sin ambiciones de ninguna especie; ahora bien, mujer al fin y al cabo, suspiraba por un cambio en su vida, ansiaba que ocurriera algo interesante al menos de cuando en cuando. Fue ella quien animó a De Barral para que aceptara la oferta de trabajar en el West End, en una sucursal de un gran banco. Parece ser que él se abstuvo de emprender esa aventura durante largo tiempo. Por fin se impusieron las opiniones de su mujer. Mucho después, ella solía decir: “Fue la única vez que me hizo caso, y ahora dudo si no hubiese sido preferible morirme antes de animarle a entrar en ese banco”.

»Tal vez le sorprenderá mi conocimiento de los detalles; bien, a la postre los obtuve de la señora Fyne. La señora Fyne, en sus tiempos de soltera, cuando aún era la señorita Anthony, sumisa esclava de su padre, llegó a conocer a la señora De Barral cuando ésta vivía en su exilio. La señora De Barral vivía entonces en una gran mansión de piedra cuyas ventanas tenían todas maineles, sita en un parque amplio y húmedo, llamado el Priorato, cercano a la aldea en que había edificado su residencia el refinado poeta.

»Eran los tiempos del mayor éxito que alcanzó De Barral. Había adquirido la mansión sin dignarse a verla siquiera, y había mandado allí a su mujer y a su hija con todas sus pertenencias: no sabía qué hacer con ellas en Londres. Él se alojaba en una suite de hotel, compuesta por varias habitaciones. Allí daba fiestas, o cenas para varios comensales, seguidas de partidas de cartas. Él tenía verdadera pasión por el juego, o simple manía de jugar a las cartas; en cualquier caso, jugaba fuerte por el mero placer de relajarse, con un séquito de comparsas poco o nada recomendables.

»Entretanto, la señora De Barral vivía en el Priorato, todos los días a la espera de que llegase su esposo; tenía a su disposición un elegante carruaje con capacidad para cuatro personas y tirado por dos caballos, una institutriz a cuyo cargo estaba la niña y varios criados. Las gentes de la aldea la veían tras la verja, paseando por entre los árboles con la niña, perdida en un entorno desconocido. No se le acercaba nadie. Y allí murió como mueren algunos animales fieles y delicados, por descuido y negligencia de forma más bien inesperada y sin hacer el menor ruido. Los lugareños tuvieron lástima de ella porque, aunque fuera evidente su perpetua preocupación, siempre fue buena con los pobres y siempre tuvo un rato para conversar con las gentes más humildes. Por descontado, todos sabían que no era una dama, o al menos no era lo que suele entenderse por una verdadera señora. Hasta la relación que mantuvo con la señorita Anthony fue una simple relación hecha de encuentros entre vecinas por las calles de la aldea, de breves retazos de conversaciones a la puerta de una u otra casa. Carleon Anthony era un aristócrata tremendo (su padre fue uno de aquellos arquitectos “restauradores” que tanto daño hicieron a los edificios antiguos), y a su hija no se le permitía relacionarse sino con las damiselas de buena familia que hubiese en el condado. A pesar de los pesares, desafiando el iracundo celo que invertía el poeta por el refinamiento impoluto, hubo algunos paseos sosegados y melancólicos por la gran avenida flanqueada de castaños que conducía a las puertas del parque, en el curso de los cuales la señora De Barral llegó a llamar a la señorita Anthony “querida mía” e incluso “mi pobrecita y querida niña”. Aquel alma solitaria no tenía con quien hablar, descontando aquella jovencita más bien infeliz. La institutriz la menospreciaba. El ama de llaves afectaba distanciamiento, reserva. Además, la señora De Barral no era mujer que gustase de los cotilleos. Sin embargo, sí que hizo algunas confidencias a la señorita Anthony. En cierta ocasión llegó al extremo de confesarle que se moría de ansiedad. El señor De Barral (así le llamaba) había sido un marido excelente y un padre ejemplar, pero “querida mía, le aseguro que lo conozco muy bien. Estoy convencida de que no sabrá qué hacer con todo ese dinero que las buenas gentes han decidido confiarle. Tal y como es, no me extrañaría nada que cometiese alguna imprudencia. Cuando venga, he de charlar largo y tendido con él, muy seriamente, como aquellas charlas que teníamos los dos tiempo atrás”. Y un buen día se le escapó un grito de angustia: “Querida mía, ¡no vendrá nunca, nunca, nunca!”.

»Se equivocaba. Acudió al funeral tremendamente apenado; con la niña bien sujeta de la mano, lloró amargamente junto a la tumba. La señorita Anthony, aun a riesgo de tener que pasarse una semana entera a expensas de las burlas y abusos del poeta, fue a verlo todo con sus propios ojos. De Barral se aferraba a la niña como un náufrago a su tabla de salvación. Con todo, se las apañó para coger el tren de las cinco y media: volvió a la ciudad a solas, en un compartimento reservado, con las persianas bajadas…

—¿Dejando a la niña? —inquirí.

—Sí. Dejándola… Hizo la vista gorda ante el problema: así era él desde el día en que nació. No tenía ni idea de qué hacer con ella ni, por decirlo con claridad, consigo mismo ni con ninguna otra persona. Volvió como alma que lleva el diablo a la suite de su hotel. Nunca estuvo más desvalido… La niña podría haberse quedado en el Priorato hasta el fin de sus días de no ser porque la campanuda institutriz amenazó con presentar su renuncia. La niña le importaba un comino, y la solitaria y lúgubre mansión había terminado por atacarle los nervios. No estaba de ninguna manera dispuesta a tener que sobrellevar una vida así; como antes había estado al servicio de no sé qué familia ducal, acosó a De Barral de forma muy altanera. Éste, para apaciguarla, alquiló una casa espléndidamente amueblada en la parte más cara de Brighton, a la que de cuando en cuando iba a pasar todo el fin de semana llevándose un arcón repleto de exquisitos dulces y los bolsillos a rebosar de dinero. La institutriz se encargaba de gastarlo como correspondería a un estilo más que ducal. Frisaba los cuarenta y cultivaba en secreto el vicio de proteger a jóvenes varones de toda laña —por no decir de muy determinada ralea—. Claro que por entonces la señora Fyne no tuvo conocimiento de todo ello; me dijo, sin embargo, que ya en los tiempos del Priorato había sospechado que se trataba de una mujer artificial, despiadada, vulgar, de ínfimos ideales. De Barral no lo sabía; literalmente, no sabía nada de nada.

—Dígame, Marlow —le interrumpí—, ¿cómo se explica usted esta opinión? En cierto sentido, tenía que tratarse de una auténtica personalidad. No es posible ser responsable de los mayores estragos materiales de toda una década a menos que uno esté hecho de una pasta muy especial.

Marlow meneó la cabeza.

—Era puro gesto, un portento. Más o menos en aquella época la palabra Ahorro había salido a la palestra y andaba en boca de todo el mundo. Usted conoce bien el poder de las palabras. Pasamos por períodos dominados por las palabras: ora puede ser desarrollo, ora competencia, o educación, o pureza, o eficacia, o incluso santidad. Bueno, pues por entonces era la palabra Ahorro la que andaba por las calles del brazo de la rectitud, compañera inseparable y respaldo de otros latiguillos de alcance nacional, mirando cara a cara a todo hijo de vecino. Ni siquiera los más pobres, los que se arrastran por las esquinas, escapaban a esa fascinación, pobres diablos… ¡En fin…! Bien, la inmensa mayoría de los periódicos cacareaban en todos los tonos habidos y por haber, como un confuso batallón de loros a las órdenes de algún diablo con evidente facilidad para los chistes prácticos, proclamando a los cuatro vientos que De Barral estaba haciendo por entonces la mayor contribución posible en la gran evolución moral de nuestro carácter de cara al redescubrimiento de la virtud del Ahorro. Su contribución tomó por cauce todas aquellas grandes fundaciones y establecimientos, con los que había puesto de relieve el mérito moral implícito en el ahorro incluso para los más reticentes y duros de corazón, simplemente mediante la promesa de pagar un diez por ciento de interés sobre cualquier depósito. Para participar en las ventajas de tal virtud ni siquiera era necesario formar parte de las clases acaudaladas; ¡bastaba con tener disponible una moneda de seis peniques y dársela a De Barral: eso ya era ahorro! Es harto probable que, a la fuerza, hasta él mismo se lo creyera. Es inconcebible que él solito hubiese hecho frente a los encaprichamientos y a la locura del mundo entero. No tenía la inteligencia necesaria. Pero mirándole a la cara era imposible saber…

—Entonces… ¿llegó usted a verlo? —dije con cierta curiosidad.

—Sí. Es extraño, ¿no cree? Lo vi una sola vez, en sus tiempos de gloria o esplendor… No, en el fondo ninguna de estas palabras se ajusta al tamaño de su éxito. No hubo nunca en su estampa nada que semejase la gloria o el esplendor. Digamos, pues, que lo vi en los tiempos en que, si ha de hacerse caso a la mayor parte de la prensa diaria, representaba una potencia financiera de primerísima magnitud que funcionaba en pro del mejoramiento del carácter de la gente. Le contaré cómo fue.

»En aquella época conocía yo a un hombrecito, calvo y gordinflón, pero forrado en oro, que se alojaba en el Albany; a su manera, era también un financiero que llevaba a cabo transacciones de naturaleza íntima y en modo alguno de carácter moral, fundamentalmente con jóvenes de alta cuna y elevadas expectativas, aunque osaré decir que no negaba sus servicios a los plebeyos de cierta edad. Era un verdadero demócrata; habría hecho negocios (negocios ingeniosos, contantes y sonantes), llegado el caso, con el demonio en persona. Todo eran moscas que caían en su tela de araña. Recibía a sus clientes en estado de máxima alerta, pero con una jovialidad que resultaba sorprendente. Inspiraba alivio inmediato sin excederse en la confianza, lo cual tal vez fuese inmejorable. Realizaba sus transacciones en un apartamento amueblado como si de un salón de recepciones se tratara, con las paredes llenas de óleos oscuros de marcos recargados. Desconozco si eran buenos o no, pero sí eran de considerable tamaño; además, los marcos sobredorados y bruñidos dotaban a la sala de una melancólica dignidad. El propio personaje tomaba asiento ante un escritorio taraceado que parecía talmente una pieza de museo; su sillón tenía el respaldo alto, ovalado, tallado en madera y tapizado con una rica tela; todos estos objetos hacían de su habano negro y costoso, que se pasaba sin cesar de la comisura izquierda de los labios hasta el centro de la boca, y viceversa, un objeto barato, inexpresivo y desagradable. Tuve que ir a verle varias veces en nombre de un pobre diablo tan infortunado que ni siquiera tenía amigos más cualificados que yo que le representasen en una racha particularmente difícil.

»Desconozco a qué hora empezaba su jornada el financiero, pero solía fijar sus citas a horas inusitadas: por ejemplo, a las ocho menos cuarto de la mañana. Nada más llegar, uno se lo encontraba muy ajetreado ante su maravilloso escritorio, con aire de hallarse muy fresco, exhalando una débil fragancia de jabón perfumado y con el puro ya encendido. Podrá usted pensar que di inicio a mis pesquisas con abundantes y desagradables presentimientos, si bien en aquel hombrecillo rechoncho, admirablemente atildado, había un desprecio tan profundo por la humanidad que rozaba cierta clase de buen carácter, que, al contrario que la leche que mana de la genuina generosidad, no corría peligro de agriarse. Poco después, durante una pausa en la conversación, mientras esperábamos a que llegase un documento que había mandado a buscar (¿tal vez al sótano?), se me ocurrió comentar que nunca había visto tal cantidad de objetos artísticos reunidos, y dejando al margen, por supuesto, algunas conocidas colecciones. Que tal comentario fuese o no un detalle de diplomacia inconsciente por mi parte, no soy yo quien deba decirlo, pero lo cierto es que se ajustaba a la verdad; a él le complació en extremo.

»—En efecto, es una colección —dijo con énfasis—. La única diferencia respecto de la mayoría de los coleccionistas es que yo vivo rodeado de mi colección. En fin, veo que entiende usted lo que está viendo, al contrario de la mayoría de los clientes que vienen a verme en visita de negocios, quienes por cierto mejor se hallarían en los establos y las porquerizas.

»Desconozco si mi apreciativo comentario tuvo por efecto adelantar algo el negocio en que andaba metido mi amigo; en cualquier caso, sí adelantó nuestro mutuo conocimiento. A partir de ahí me trató con un deje de familiaridad, como si formase parte de los iniciados.

»La última vez que acudí a verlo con objeto de concluir la transacción nos interrumpió una persona, una especie de cruce de contable y secretario privado, el cual entró por una puerta que no era la de la antesala, se acercó a él y le murmuró algo al oído.

»—¿Eh? ¿Quién dice que es?

»La persona en cuestión volvió a inclinarse y a murmurarle al oído, esta vez en voz más alta, añadiendo:

»—Dice que se trata de un momento, que no quiere interrumpirle.

»—Ah, bueno —dijo el hombrecillo, mirándome, indeciso. Me levanté de mi asiento y me ofrecí a volver más tarde. Clavó en mí la mirada, caprichosamente alarmado—. No, no, por favor. Ya es bastante deplorable malgastar mi dinero; no quisiera dedicar más tiempo a su amigo de usted. Hay que zanjar este asunto hoy mismo. Tenga, pues, la amabilidad de echar un vistazo a esa garniture de cheminée que hay allí. Existe otro bastante parecido en el castillo de Laeken, pero el mío es muy superior de diseño y ejecución.

»Así, pues, me desplacé al otro extremo de la gran sala. La garniture era excelente. Ahora bien, mientras fingía examinarla vi que mi hombre se adelantaba a saludar al visitante, un hombre de notoria estatura, que dijo:

»—Creí que estaría disponible a hora tan temprana. En fin, si tiene la amabilidad, no serán más que dos palabras —y tras susurrar en tono de confabulación durante poco más de un minuto, regresó a la puerta, ante la cual se estrecharon la mano ceremoniosamente.

»—En absoluto, en absoluto. Me complace estar a su servicio. Puede contar usted con esa información para lo que haya menester.

»—Pues ya sabe usted. Cuando quiera… Buenos días.

»Miré al visitante largo y tendido mientras intercambiaban cortesías. Iba vestido de negro de pies a cabeza. Llevaba una corbata ancha, de satén negro, prendida en un alfiler que adornaba con un gran camafeo, y un pequeño cuello vuelto. El cabello, descolorido y sedoso, se le rizaba ligeramente sobre las orejas. Tenía las mejillas redondas y pulcramente afeitadas, aparentemente suaves. Era de porte envarado, caminaba a pequeños pasos y hablaba en voz afable y queda. Tal vez por contraste con la magnificencia de la estancia y con el meticuloso esmero de su propietario, me sorprendió por su indigencia, y si no exactamente por su humildad, sí por parecer acosado por las adversidades.

»Me maravilló considerablemente la urbanidad mostrada por mi pequeño financiero para con aquel dudoso sujeto, sobre todo cuando me preguntó, una vez hubimos tomado asiento, si sabía quién era la persona que acababa de salir. Comoquiera que yo negase con la cabeza, esbozó una extraña sonrisa, dijo “De Barral” y gozó de mi evidente sorpresa. Luego adoptó un tono más grave:

»—Un personaje oscuro donde los haya, no sé si estará de acuerdo conmigo. Todos sabemos bien de dónde ha surgido y hasta dónde ha llegado, pero nadie logra adivinar qué es lo que se propone —se tornó por un momento pensativo, y añadió, como si hablara para sí: —Me pregunto cuál será su juego.

»Como sabe usted, De Barral no jugaba a nada, no había juego de ninguna clase. Bien pudo comprobarse en el juicio. Tal como le he dicho, era un empleado de banca, como tantos otros miles. Ese empleo le supuso un segundo comienzo en su vida, en el cual volvió a quedarse atascado de nuevo, para gran satisfacción de diestro y siniestro. Un buen día, como si hubiese oído un murmullo sobrenatural, o como si le hubiese picado una mosca invisible, se encasquetó el sombrero, se echó a la calle y empezó a hacer publicidad. Así fue todo, ni más ni menos. Cazó al vuelo, por la calle, aquella palabra tan en boga y la unció a su absurdo carruaje.

»Recuerdo sus primeros, modestos anuncios, encabezados por la palabra mágica Ahorro, Ahorro, Ahorro, tres veces repetida, prometiendo el diez por ciento de interés sobre cualquier cantidad depositada. Seguía tan sólo la dirección de la Asociación por el Ahorro y la Independencia, sita en Vauxhall Bridge Road. Aparentemente no hacía falta nada más. Ni siquiera se tomó la molestia de explicar qué intenciones tenía respecto del dinero que solicitaba públicamente le fuese vertido en la faltriquera. Claro está que se proponía prestarlo a un interés más alto aún. Así lo hizo, sólo que sin método, sin atenerse a plan, provisión o juicio alguno. Y a medida que malgastaba y desperdiciaba las sumas que entraban a espuertas, puso más anuncios para conseguir más…, y vaya si lo consiguió. En plena época de prosperidad global fundó la Banca del “Orbe” y las Cuentas de Crédito “Cetro”, se diría que pura y simplemente para que le sirviesen como reclamo publicitario. No eran sino meros nombres. Era de todo punto incapaz de organizar nada, incapaz de promover la más nimia empresa, de no ser por el placer que le daba andar enredando con las acciones. Por aquel entonces, nada más que con pedirlo habría podido sentar alrededor de las mesas de juntas y los consejos de administración más disparatados que le cupiese imaginar a cualquier duque, a generales retirados, a parlamentarios en activo, a exembajadores, etc. Pero ni siquiera llegó a intentarlo. No tenía verdadera imaginación. Lo único que sabía hacer era publicar más y más anuncios, abrir más y más sucursales de Ahorro e Independencia, de la Banca del “Orbe” o del Crédito “Cetro”, con el único propósito de extender resguardos de ingreso; primero en tal ciudad, luego en tal otra, al norte y al sur, por doquiera pudiese encontrar locales adecuados a precios asequibles. Tal era el rasgo esencial de su administración. Modestia, moderación, sencillez. Ni el “Orbe” ni el “Cetro”, ni el padre y la madre de ambas, Ahorro e Independencia, habían hecho construir los palacios al uso, ni tampoco los habían alquilado. Por esta renuncia gozaron del aplauso de algunas ridículas hojas volanderas que las consideraron ilustración perfecta del concepto de ahorro en aras del cual se habían fundado dichos establecimientos. Lo cierto es que De Barral ni siquiera paró mientes en ese detalle. Por descontado que pronto se mudó del primer local, el de Vauxhall Bridge Road: hasta ahí sí le llegaban las entendederas. Después se apropio de una antigua casona de ladrillo, enorme e infestada de ratas, en una angosta bocacalle del Strand. A los desconocidos se les echaba el guante donde fuese y se les conducía ante el paredón de ladrillo más mezquino, amarillento y sucio de hollín que se pueda imaginar, del cual resaltaban dos hileras de ventanas desprovistas de todo adorno y que más parecían agujeros; una vez allí se les exhortaba a la chita callando a considerar y admirar la sencillez del cuartel general de la principal potencia financiera del momento. La palabra ahorro bien encaramada bajo el techo, con gigantescas letras sobredoradas, amén de dos placas de latón, enormes, como escudos curvos, redondeadas, a cada lado de la puerta, eran los únicos puntos llamativos del encarte que revestía el negocio de De Barral. De las operaciones que llevaban a cabo en el interior nadie sabía más que lo siguiente: a saber, que si uno entraba y confiaba algún dinero a la persona que le atendiese en el mostrador, ésta aceptaría con toda calma la suma que se le entregase a cambio de extender un recibo impreso. Y punto. Parece ser que semejante certidumbre es algo irresistible, ya que la gente entraba sin cesar a ingresar su dinero; una vez arrebatado de sus manos, y en apariencia puesto a buen recaudo, era en realidad más irrecuperable que si lo hubiesen arrojado al mar. Así pues, esto era, y nada más, lo que se llevaba a cabo allí dentro…

—Venga, Marlow —dije—. Sin duda alguna exagera usted… aun cuando sólo sea por su forma de decir las cosas. ¡Es demasiada extravagancia!

—¿Dice usted que exagero? —se defendió—. ¿Mi forma de decir las cosas, dice usted? Querido amigo, me he limitado a despojar mis afirmaciones de toda verborrea mercantilista y de la jerga financiera. ¿Y se queda usted estupefacto? ¡Si sólo le he contado la verdad al desnudo! Bien es verdad que nada queda tan expuesto a la acusación de resultar exagerado como el lenguaje de la verdad al desnudo. Todo lo que se da a conocer de forma sorprendente suele ser difícil de admitir. Ahora bien, entonces ¿qué me dirá usted del fin de su trayectoria? Empezó con la Banca del “Orbe”. Bajo el nombre de tal institución, De Barral, con la frenética obstinación de un hombre carente de toda inventiva, se dedicó a prestar ayuda financiera a un príncipe de la India empeñado en reclamar del gobierno, habiendo interpuesto una querella, una desmesurada suma de dinero. Era una enorme cantidad de lakhs[2], no sé cuántas veintenas, un mísero remanente de los tesoros que poseyeron sus ancestros o algo así. Y todo ello era verdad de la buena. Era un príncipe auténtico, y su reclamación era sobradamente verdadera, sólo que, por desgracia, no era válida. Así pues, dicho príncipe perdió la querella en la última vista del caso, y el principio del fin de De Barral se hizo manifiesto al público en forma de media hoja de papel con membrete oficial, encolada por las cuatro esquinas sobre la puerta cerrada del “Orbe”, en la cual se notificaba la suspensión de pagos en dicho establecimiento.

»El “Cetro”, establecimiento asociado, se desmoronó sin que transcurriese una semana. No diré, a la usanza americana, que a De Barral, con todos sus asuntos e intereses encima, de pronto se le abriese el suelo bajo los pies, ya que jamás había pisado suelo firme. El público había optado por verter sus ahorrillos en algo parecido a las vasijas de las Danaides. Que los dineros se habían esfumado, a la vista está; el juicio por bancarrota que siguió de inmediato fue poco menos que una farsa siniestra, un brote de carcajadas proferidas en un escenario que dominaba una demudada angustia, la de los depositarios, que no en vano eran cientos de miles. Las risas fueron irresistibles, acompañamiento del proceso público por bancarrota.

»No sé si fue por absoluta falta de inventiva, o bien por poseer cierta clase de imaginación en una proporción indebida por completo, o por ambas razones, y conste que las tres alternativas son admisibles, pero se descubrió que este hombre que había sido aupado a las alturas gracias a la credulidad del público era más crédulo y más bobo que todos los depositarios juntos. Había sido carne de cañón de toda suerte de estafadores, aventureros, visionarios y hasta de lunáticos. Embozado tras un aura de secreto misterio, impenetrable e imbécil, se había lanzado a por las empresas más fantásticas: un puerto con abundantes muelles en la costa de la Patagonia, canteras en la península de Labrador… y especulaciones por el estilo. Una de ellas era nada menos que la instalación de una industria conservera a orillas del Amazonas. La compra de la soberanía de un pequeño principado en Madagascar, otra. A medida que fueron saliendo a la luz uno por uno los detalles grotescos de estas transacciones inverosímiles, las carcajadas sacudieron la atestada sala del juzgado por oleadas, cada cual algo más audible que la anterior. El público asistente terminó por desternillarse de risa, sin poder contenerse ante el efecto acumulativo de tanto absurdo. Rió el registrador, rieron los abogados y los periodistas; los míseros depositarios, apretadas las filas y atentos a cada palabra, sin perder comba, rieron como un solo hombre. Rieron histéricamente, pobres diablos, al borde del llanto.

»Tan sólo una persona permaneció imperturbable. Fue el propio De Barral. Conservó su expresión serena y afable, según tengo entendido (ya que no fui testigo presencial de estas escenas), mirando al público congregado a su alrededor con un aire de plácida suficiencia que fue para el mundo un primer indicio de vanidosa, inconmensurable presunción del reo, oculta hasta ese momento bajo una aparente timidez. Quedó asimismo patente en su obstinada afirmación, a saber, de que con tiempo suficiente y mucho más dinero todo habría salido a pedir de boca. Y hubo gente (sí, entre sus propias víctimas) que a punto estuvo de creerle a pie juntillas, incluso tras el enjuiciamiento criminal que se inició de inmediato. Al sentarse en el banquillo de los acusados perdió su aplomo, como si la ilusión que lo sustentaba se hubiese hecho añicos súbitamente en su interior. Dejó de ser el que nos tenía acostumbrados, en su actitud y en su disposición, en tanto en cuanto sus ojos neutros y desvaídos, que tan bien iban con su cabello descolorido, resultaron capaces de expresar una especie de odio soterrado. Fue al principio un desafío, luego pura insolencia; terminó por romper a llorar, pero bien pudo haber sido de pura rabia. Se calmó después, adoptó de nuevo su reposada manera de hablar y esa apostura calma y modesta que le había sido connatural en sus días de grandeza. Sin embargo, parecía como si en ese momento de transformación hubiese caído por fin en la cuenta de cuán grande había sido su poder, pues a uno de los asesores de la acusación civil, que había empleado un tono altanero y recriminatorio al interrogarle, le comentó que sí, que se había dado al juego, que le gustaban las cartas. Que tan sólo un año antes toda una legión de gentes de muchísima nota se habían mostrado muy honradas de jugar unas bazas con él. Sí —prosiguió—, algunas de las personas que estaban acomodadas en la sala; volviéndose hacia el que le interrogaba, le espetó: “Y usted también”. De habérselo propuesto, de haberle importado algo tales menudencias, podría haber congregado a media ciudad en sus salones y haberse hecho adular por todos ellos. “Ahora que lo pienso, fíjese bien en lo que voy a decirle, me he pasado la mitad de mi tiempo quitándome de encima a los que son de su misma calaña”, terminó con un deje de buen humor, al desgaire, pero haciendo evidente su desprecio, como si acabase de percatarse de ese detalle por primerísima vez.

»Fue ese quizá el único momento en que tuvo a todo el público presente en el juzgado callado y temeroso. Y se reanudó el temible juicio. A pesar de toda la agitación exterior, fue con diferencia el más temible de cuantos juicios se hayan celebrado. El proceso por bancarrota había agotado todas las risas que pudieran quedar. Tan sólo se sostenía en pie el hecho indiscutible de una ruina generalizada, junto con el resentimiento de la masa por haber sido engañada mediante añagazas demasiado simples, tan simples que iba a ser punto menos que imposible salvar la propia estima y el propio respeto de una herida tan profunda que difícilmente la habría podido producir la inteligencia de un canalla redomado. Un estupor de vergüenza planeó sobre todo este proceso, del que De Barral no era el único culpable. En cuanto a él, su única súplica, su única excusa, proferida a gritos, fue el tiempo. ¡Tiempo! El tiempo habría hecho posible que todo saliera a pedir de boca. Con el tiempo, no le cabía duda de que algunas, si no todas sus especulaciones, habrían arrojado el resultado apetecido. A veces, según he podido saber, parecía quedarse en éxtasis; sus ojos pálidos e inmóviles parecían hacer frente al panorama futuro. Tiempo, tiempo… y, por descontado, más dinero. “¡Ah! Con que tan sólo me hubieran dejado en paz durante otros dos años”, llegó a exclamar como si creyese apasionadamente lo que decía. “El dinero entraba a espuertas”. Se refería a los depósitos, claro está… A los fondos del Ahorro. Pues claro que habían entrado a espuertas, y hasta el último momento. Pero se arrepentía de que así hubiese sido. Había llegado a contemplar los depósitos como si fueran de su propiedad por obra de una mística persuasión. Con todo, el suyo fue un grito absolutamente sincero, una verdad como un puño, me refiero al que le espetó al fiscal que le había empezado a interrogar diciéndole: “Ha dispuesto usted de sumas inmensas…”, a lo cual replicó indignado: “¿Y qué beneficio he sacado yo de ellas?”.

»Absolutamente sincero. Una verdad como un puño. No había sacado nada de nada, ninguno de los bienes de prestigio, ninguna de las cosas deseables de este mundo, nada de cuanto codicia cualquier ser de carácter depredador. No había gratificado sus gustos, no había conocido el lujo; no había construido palacios monumentales, no había vestido ni adornado ninguna espléndida galería a partir de dichas “sumas inmensas”. Ni siquiera tenía hogar. Se había instalado en aquellas habitaciones de hotel en las que había permanecido durante años, sin duda dando perfecta satisfacción a los administradores. Habían subido los precios en dos ocasiones, supongo yo, para mostrar en cuán alta estima tenían su patrocinio. Para sí no había comprado, con toda la riqueza que se le escurría por entre los dedos, ni la adulación ni el amor, ni el esplendor ni las comodidades. En su coherente mediocridad había algo rayano en la perfección. Su propia vanidad parecía acusar el no haber gozado siquiera de la mera exhibición del poder. En los tiempos en que más plenamente anduvo de boca en boca y más estuvo en el punto de mira de todo el mundo, la insobornable oscuridad de sus orígenes se adhirió a él como si fuese una sombría vestimenta. Había manejado millones y millones sin llegar a disfrutar nada de lo que la comunidad de los hombres conceptúa de precioso, porque no tenía ni la brutalidad de temperamento ni la finura intelectual que le llevasen a desear tales cosas con la fuerza de voluntad propia de un aventurero decidido a dominarlo todo a toda costa…

—Se diría que lo ha estudiado a fondo —observé.

—Estudiado… —repitió Marlow pensativamente—. No. No lo he estudiado; no he tenido ninguna oportunidad de hacerlo. Usted sabe que tan sólo llegué a verlo en la ocasión que le he referido. Pero tal vez sea un breve vistazo, y nada más, el medio más propio de contemplar una individualidad, y eso mismo era De Barral, en virtud de sus propios defectos, pues resultaba una persona harto diferente de toda idea preconcebida. No, no he estudiado a De Barral, y mucho menos a fondo, pero de ese modo lo entiendo, en tanto en cuanto puede entendérsele en medio de la baraúnda del colapso; los gemidos y el crujir de dientes, los anuncios pegados por las paredes e insertos en los periódicos: «Los fraudes del Ahorro. Examen e interrogatorio del acusado. Extra, número especial…». El despiadado brillo de las candilejas; las solicitudes de caridad para con las víctimas, la gravedad con que los diarios cargaron las tintas, venga a retumbar de compasión, como si fuesen las entrañas de la nación misma… Todo ello duró una semana cuajada de laboriosas reuniones. Un periodista a quien yo conocía bien me dijo: «Es un perfecto idiota». Y puede que así fuera. Antes de eso oí a alguien comentar que tenía una cara que respondía perfectamente al tipo fisonómico del criminal; yo sabía de sobra que eso no era cierto. Se pronunció la sentencia ya con luz artificial, en una atmósfera asfixiante, envenenada. El juez pronunció, sopesándolas, unas palabras de tono edificante acerca del precio que había de pagar quien había perpetrado «los más despiadados fraudes, a una escala que no tiene precedentes». No entiendo gran cosa de estas materias, pero parece ser que había falseado las cuentas, había amañado las hojas de balance, había dado por buenos muchos depósitos meses después que supiera, y si no lo sabía sí debería haberlo sabido, que no le quedaba más remedio que declararse insolvente, y había incurrido en delitos de muy variado jaez, suficientes en cualquiera de los casos para merecer una dura reprensión al menos a ojos de la ley, suficiente, en fin, para granjearle siete años de prisión. La sentencia, una vez alcanzó las calles, encontró una acogida favorable. Una reducida muchedumbre, compuesta principalmente de gentes que no parecían especialmente listas ni escrupulosas, espolvoreada de la genuina levadura de los carteristas, se dio a disfrutar esparciendo la algazara de gritos e insultos más abominable y heladora que recuerdo. Acerté a pasar por allí a mi regreso del East End, pues había pasado el día por los muelles con un viejo compañero que andaba buscando los pertrechos para armar un barco nuevo. Siempre que puedo, no dejo de visitar un barco nuevo. Me interesan tanto como las personas jóvenes; tienen el mismo encanto.

»Me vi mezclado entre aquella turba que bullía de una animosidad tan insensata como suelen ser de costumbre las cosas de la calle, y mientras me abría paso laboriosamente, con objeto de alejarme, me di casi de bruces con el periodista que ya mencioné antes. Me hizo el honor de parecer al menos sinceramente sorprendido.

»—¿Cómo? ¿Usted aquí? Era la última persona en todo el mundo que… De haberlo sabido, le habría podido facilitar un pase; dentro había sitio de sobra. El interés no ha dejado de crecer en los últimos días. En fin, le han condenado a siete años. Me alegro.

»—¿Y por qué se alegra? ¿Por qué le han condenado a siete años? —pregunté, sumamente incomodado por una mole de sujeto que comentaba con otros amigos igualmente opresivos que “a ese miserable pordiosero habría que haberle dado garrote vil”. Desconozco si llegó a confiar alguna vez sus ahorrillos a De Barral, pero de ser ese el caso, a juzgar por las trazas que se gastaba, debían ser las ganancias de algún robo afortunado. El periodista, a mi lado, contestó negativamente a mi pregunta. Se alegraba de que todo aquello hubiese terminado. Lo había pasado fatal a causa del calor y la pésima ventilación del juzgado. El frío de la calle, húmedo y pegajoso, pareció afectar su hígado al instante. Se tornó despectivo e irritable, y la emprendió a codazos con todo quisque, decidido a abrirse paso y salir conmigo de entre el gentío.

»Un asunto de lo más monótono. Todos los casos por el estilo suelen serlo; no hay momentos verdaderamente dramáticos. Los libros de cuentas del “Orbe” fueron ciertamente una revelación burlesca, pero al público no suelen importarle las revelaciones de ese jaez. Qué perro más triste ese De Barral —gruñó. No estuvo dispuesto, o tal vez no pudo siquiera tomarse la molestia de describirme la actitud de ese hombre, oficialmente declarado criminal (habíamos cruzado la calle para tomar una copa juntos), pero sí me dijo, con una risa entre dientes, agridulce y desdeñosa, que tras pronunciarse la sentencia el sujeto se aferró al banquillo para expresar una especie de protesta: “No me han dado tiempo. Si me hubiesen concedido algún tiempo más, habrían terminado por nombrarme par del reino, igual que a esos de allá”. Y se permitió su primer y último gesto durante todos los días del juicio, esgrimiendo el puño cerrado por encima de la cabeza.

»El periodista desaprobó tal manifestación. No era asunto suyo pararse a comprenderla. Claro que comprender las cosas tal cual son ¿es acaso alguna vez cometido de los periodistas? Me temo que no. Entender las cosas tal cual son es quehacer que le llevaría muy lejos de las actualidades que son para el público el pan nuestro de cada día. Probablemente, semejante gesto le pareció de escasísimo interés desde un punto de vista pintoresco; la voz debilitada, la personalidad incolora, la incapacidad de mantener una actitud que no fuese la de un poste, la propia fatuidad del puño cerrado, tan ineficaz en aquel momento y aquel lugar… no, todo aquello no hubiese valido la pena. Para él, notorio artesano de su gremio, por si fuera poco pensar, reflexionar es algo que nunca trae a cuenta. Su oficio se circunscribía a redactar una crónica legible. Yo, en cambio, que no tenía nada que escribir, me permití utilizar el cerebro mientras estábamos sentados, sin haber tocado siquiera los vasos. Y la revelación, que tan a menudo es recompensa de un solo instante de distanciamiento, prescindiendo de las meras impresiones visuales, me causó un escalofrío muy próximo a un verdadero estremecimiento. Me pareció entender que con el sobresalto producido por los terrores y angustias de su proceso, la imaginación de ese hombre, cuyos ademanes, ideas y motivos tan a menudo se expresaban revestidos por un aire de grotesco misterio, que la imaginación de ese hombre, digo, por fin había despertado, por fin iba a entrar en juego. Y fue un pensamiento horroroso. Pruebe usted a ponerse en la piel de un hombre cuya imaginación despierta de su letargo en el momento mismo en que a punto está de bajar a la tumba…

»No debe usted pensar —siguió Marlow tras una pausa— que aquella mañana que pasé con Fyne me dedicara a revisar conscientemente toda esta… llamémosle información, no, digamos mejor este fondo de conocimientos de que disponía yo, o que más bien existía en mí para lo atinente a De Barral. La información es algo que uno se propone encontrar y guardar a buen recaudo una vez localizada, tal como se hacía, por ejemplo, con un lingote de plomo: resistente, útil, ajeno a toda vibración, pesado. Muy al contrario, el conocimiento, el conocimiento de esta clase, se hace espontáneamente, como una adquisición fortuita que conserva en reposo una excelente capacidad de resonancia… Ahora bien, por cuanto que tales distinciones pasan ya al dominio de lo trascendente, le ahorraré el dolor que le supondría el tener que escucharlas. También mi crueldad tiene sus límites. ¡No! En modo alguno calibré deliberadamente todo esto que le he referido. ¿Cómo habría podido hacer tal cosa en presencia de Fyne? El bueno de Fyne, por cierto, permaneció sentado y perfectamente quieto, estatuario, aunque a su manera, es decir, doméstica, tras haberse obligado a asentir, diciendo: “En efecto. El convicto”. Lejos de consentirme una excursión por el pasado dedicada a rememorar, me mantuve en el presente al menos lo indispensable para meditar de manera vaga, ausente, sobre las respetables proporciones y, en conjunto, el adecuado perfil de sus pantorrillas de andarín, ya que había cruzado una pierna por encima de la rodilla, al desgaire, para disimular su turbación mediante un gesto despreocupado.

»—¡Así que De Barral tenía esposa e hija! Y esa muchacha es su hija… Entonces, ¿cómo…?

»Fyne volvió a interrumpirme afirmando con absoluta honestidad, como si fuese algo difícil de creer, que tanto su esposa como él habían procurado por todos los medios hacer buenas migas con la muchacha, ¡por descontado que sí! No dudé de su sinceridad ni un solo instante; mis cábalas, en cualquier caso, eran de índole mucho más racional. A esas horas de la mañana, conviene no olvidarlo, desconocía aún el contacto (pues no había sido mucho más) de la señora Fyne con la esposa y la hija de De Barral mientras estuvieron exiliadas en el Priorato, en la época en que llegó a su culmen la fama de ese hombre.

»Fyne, habiéndose acercado de visita, estaba claro, con la sola intención de hablar conmigo sobre este asunto, me proporcionó la primera indicación sobre este primer contacto, meramente superficial.

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