Azar

Azar


PRIMERA PARTE: LA DAMISELA » Capítulo 4. La institutriz

Página 11 de 33

Capítulo 4

La institutriz

»Y lo mejor del caso es que el peligro ya había pasado; no había ya peligro de ninguna especie. La aparición del presunto sobrino obedecía a un propósito bien definido. Había llegado repleto, tan a rebosar de la inmensidad de la noticia que traía, que casi se salía por las costuras. Tenían que haber circulado ya los rumores respecto de la tambaleante situación en que se encontraban los intereses de De Barral, aunque solamente fuese entre quienes tenían acceso a un conocimiento muy íntimo de los hechos. A los profanos del West End no les había llegado ningún rumor, ni siquiera el eco de un rumor lejano, y para qué hablar de los cándidos residentes y los plácidos veraneantes del barrio marítimo de Hove. Los Fyne no albergaban ninguna sospecha; la institutriz, que desempeñaba con fría y distinguida exclusividad el papel de madre para la fabulosamente acaudalada señorita De Barral, tampoco albergaba ni la menor sospecha; los profesores de música, de dibujo y de baile, encargados de la educación de la señorita De Barral, no tenían ni la más remota idea; el ánimo de su médico de cabecera, de su dentista, de los criados de la casa, de los comerciantes que tanto se enorgullecían por contar con el apellido De Barral entre sus clientelas, no podían atravesar un momento de mayor serenidad. Así, este sujeto que inesperadamente y por parte de alguien bien informado sobre los secretos de la City había recibido el soplo más directo que podamos imaginar, llegó a Brighton poco más o menos a la hora del almuerzo, con algo tremendamente parecido a una bomba mortífera debajo del brazo. Pero no era tan insensato como para arrojarla de buenas a primeras en plena vía pública. Dio cuenta del almuerzo que se le había preparado con actitud impenetrable, sentado frente a Flora De Barral y, después, aduciendo alguna excusa aceptable, se encerró con la mujer a la que el pequeño Fyne, con su proverbial caridad, pintó (no sin cierta vacilación en el hablar, pese a todo), como “tía” suya.

»Lo que se dijeran en privado es fácil de colegir. Ella debió salir de su propio velador con las mejillas coloradas, detalle que al suscitar una amable interrogación por parte de la jovencita que tenía a su cargo seguramente despachó con un cortante: “Pues será que se me avecina una jaqueca, vaya”. Sin embargo, podemos dar por seguro que una vez concluida la conversación debió de haber dicho al joven sinvergüenza: “Mejor será que te la lleves a pasear a caballo, como de costumbre”. Tenemos al respecto la prueba concluyente de Fyne y su señora, quienes les observaron montar a la puerta de la casa y pasar ante los ventanales de su salón, charlando los dos y la jovencita deshecha en sonrisas, pues no en vano disfrutaba y mucho, con toda su inocencia, de la compañía de Charley. A la señora Fyne nunca se lo había ocultado; de hecho, había llegado a confiarle, tiempo atrás, que le gustaba mucho, confidencia que a la señora Fyne había colmado de desolación y de esa sensación de impotencia y angustia mezcladas que suele experimentarse en cierta clase de pesadillas. Y es que ¿cómo iba ella a advertir a la muchacha? Sí que se aventuró, empero, a decirle una vez que a ella no le había caído en gracia el señorito Charley. Y la señorita De Barral la oyó con asombro. ¿Cómo era posible que no le agradase Charley? Acto seguido, con ingenua lealtad, dijo a la señora Fyne que por inmenso que fuese el aprecio que le profesaba, no estaba dispuesta a oír ni una sola palabra en contra de Charley, del maravilloso Charley.

»La hija del financiero probablemente disfrutó una barbaridad de su alegre cabalgada con el alegre Charley (diversión por cierto infinitamente más alegre que salir a pasear con algún viejo y estúpido profesor de equitación), ya que Fyne los vio regresar a hora más tardía de lo habitual. Lo cierto es que empezaba ya a oscurecer. Al desmontar, cosa que hizo con ayuda del delicioso Charley, dio unas palmaditas a su caballo en la testuz y subió los escalones de la entrada. Su última cabalgata. Le faltaban pocos días para cumplir dieciséis años, era de figura muy esbelta, sobre todo con su traje de montar, puede que algo menos alta que la media de las muchachas de su edad; llevaba un negro bombín bajo el cual su espléndido y ondulado cabello negro, con un corte recto, fluía hasta la mitad de la espalda. El delicioso Charley volvió a montar para llevarse los dos caballos a los establos. La señora Fyne, que seguía atenta junto a su ventana, vio cerrarse la puerta después de que la señorita De Barral volviese a casa de la que iba a ser su última cabalgata.

»Entretanto, ¿a qué se había dedicado la institutriz (de noble extracción por cierto), tan juiciosamente escogida (al fin y a la postre era toda una dama, bien relacionada con las gentes más notables del condado, según sus propias palabras) con el fin de dirigir los estudios, cuidar la salud, formar la mente, pulir las maneras y, en general, hacer las veces de madre de la infortunada criatura? Bien, tras haberse desembarazado de su tutelada por el método más natural y expeditivo de los posibles, lo cual pone de relieve su sentido práctico, empezó a recoger sus pertenencias y a hacer las maletas sin más miramientos, acto que pone de manifiesto la claridad con que se había apercibido de la situación. Había trabajado metódicamente, con rapidez, a la perfección, vaciando los cajones y limpiando de todo objeto las mesas y repisas de sus aposentos, con un punto de silencioso apasionamiento en su minuciosidad; llevóse todo cuanto le pertenecía y algunos otros objetos de dudosa propiedad, como un portaplumas enjoyado, un abrecartas de marfil y oro (la casa estaba llena de costosos objetos de uso común), unas cajas de plata repujada, regalo que le había hecho De Barral, y otras insignificancias; en cambio, la fotografía de Flora de Barral con su amorosa dedicatoria, la que descansaba sobre el escritorio, hecha al estilo más moderno y más caro, rehusó llevársela. Como a lo largo de sus preparativos había tropezado ocasionalmente con ella, y como había caído al suelo en un descuido, la dejó allí mismo tras lanzarle una última mirada de desdén. Así fue como pasó el retrato, o cuando menos el marco, a formar parte del inventario de la subasta públicamente realizada a renglón seguido de la bancarrota declarada por De Barral.

»Aquella noche, a la hora de cenar, la jovencita encontró a su compañía brusca y apagada. Todo fue inusitadamente lento. De su institutriz no pudo sino obtener parcos monosílabos, y el alegre Charley acalló despectivamente los animados intentos por entablar conversación que reiteró su “compañerita”, tal como solía llamarla en algunas ocasiones, aunque no así durante aquella velada. Sin duda que la pareja aquélla estaba nerviosa y preocupada. De todo esto tenemos pruebas, y también de que Flora, ofendida con el delicioso sobrino de su institutriz, a la que tan hondamente respetaba, pasó cariacontecida el resto de la velada y se alegró de retirarse temprano a dormir. La señora… La señora…, bueno, la verdad es que he olvidado cómo se apellidaba; en fin, la institutriz invitó a su sobrino a pasar a su salón, comentando en voz alta que iban a tratar algunos asuntos de familia. Lo dijo en voz bien alta, para que la oyese Flora, y a fe que la oyó, sin tomarse por ello, no obstante, el menor interés. De hecho, en semejante invitación no hubo nada que se saliera de lo habitual, hasta el extremo de no provocar en su ánimo siquiera una extrañeza pasajera. Se fue aburrida a dormir, y cansada por la prolongada cabalgada vespertina durmió toda la noche de un tirón. Su último sueño no diría yo de inocencia, pues la palabra no cuadra con exactitud con lo que quiero decir, dado que tiene un significado propio, pero sí diría de ignorancia o, mejor aún, de inconsciencia, de desconocimiento de este mundo, del peligro, el dolor, la humillación, la amargura, la falsedad. Una inconsciencia que en el caso de otros seres como ella se pierde mediante un proceso gradual de experiencia e información, cierto que a menudo solamente parcial, con reservas y circunstancias atenuantes, dudas lenificantes, teorías que a menudo velan lo que pretenden descubrir. En su caso, era una inconsciencia del mal que reside en los pensamientos secretos y, por tanto, en los actos sin trampa ni cartón de la humanidad toda, siempre que se dé el caso de que los malos pensamientos coincidan con la voluntad de animadversión; una inconsciencia la suya que iba a quebrarse con la inocencia de la profanación, en circunstancias sacrílegas, como un templo violado en un acto de enloquecida, vengativa impiedad. Pues sí, a esa jovencísima muchachita, poco más que una niña…, a ella había de ocurrirle tal cosa. Y si me pregunta usted de qué manera, por qué razón, he de contestarle… si acaso que por azar, por mero azar, que es como suceden las cosas, ya sean afortunadas o desgraciadas, tiernas o terribles, importantes o carentes de relevancia; e incluso cuando no son de una ni de otra especie, cuando se trata de cosas de carácter tan completamente neutro que uno se pregunta a cuento de qué suceden, también tales cosas llevan en el seno de su propia insignificancia las semillas de ulteriores azares incalculables.

»Por supuesto, De Barral tenía todos los números de la rifa, y era de cajón que hubiese tropezado con un espécimen de institutriz común y corriente que se ocupase de su hija de forma absolutamente inofensiva, ingenua, respetable y nada eficaz; si acaso, que hubiese topado con una aventurera de andar por casa que hubiese intentado digamos casarse con él, o salirse con la suya por medio de alguna otra diablura normal y corriente, de poca monta. O, por qué no, podría haberle conducido al azar a contratar al modelo de todas las virtudes, a la depositaria de toda la sabiduría o a cualquier otra mujer igualmente inofensiva, convencional, de clase media. Todos los cálculos obraban a su favor, pues como el azar es incalculable fue a darse de manos a boca con una individualidad a la cual es más fácil definir mediante calificativos oprobiosos que clasificar poniendo en práctica un espíritu científico y calmo, si bien es sin duda ninguna toda una individualidad, todo un temperamento. ¿Extraño? No. En todos nosotros existe lo que yo llamaría con cierta cortesía una inevitable falta de escrúpulos. Piense, por ejemplo, en la excelente señora Fyne, quien en sí misma y en el seno de su familia semejaba una institutriz de tipo convencional. Sólo que sus excesos mentales eran de corte teórico, comprimidos además por tan desbordante y tan humano sentimiento, por tan convencionales reservas, que ni siquiera podrían motejarse de mínimo libertinaje de pensamiento; en cambio, la otra mujer, la institutriz de Flora de Barral, era, tal como habrá notado usted, severamente práctica, tremendamente práctica. No, el suyo no era un temperamento tan extraño como podría parecer, excepto en su feroz resentimiento por la represión, resentimiento que, al igual que el genio o la demencia, es apto para llevar a quien lo posea a una súbita y rematada impertinencia. La suya era una impertinencia femenina. Un genio, un rufián o un demente del sexo masculino jamás se habría comportado exactamente como se comportó ella. Hay una blandura en la naturaleza masculina, incluso en las más brutales, que actúa como freno.

»Mientras la joven dormía, esos dos, la mujer con los cuarenta bien cumplidos, edad por sí sola terrible, y el perdido, avieso tiparraco de veintitrés (por cierto que también estupendamente relacionado con lo mejorcito de este mundo), tuvieron una especie de amortiguada riña en los aposentos ya limpios: armarios abiertos, cajones a medio vaciar, baúles cerrados y con los correajes abrochados, muebles desperdigados y en desorden, y ni siquiera un pedazo de papel olvidado en ninguna de las mesas. La doncella, cuyos servicios compartían la institutriz y su pupila, tras terminar con Flora tocó a la puerta como de costumbre, pero no se le permitió la entrada. Oyó las dos voces en tono de manifiesta disputa antes incluso de repicar con los nudillos a la puerta, y al ordenársele que se retirase obedeció de inmediato… Era la única persona en toda la casa convencida de que “algo se estaba tramando”.

»Como en la vida topamos con espacios oscuros y, por así decir, inescrutables, deben por fuerza presentarse tales espacios en cualquier afirmación que trate de la vida. En lo que ahora mismo le voy contando (un episodio de mis vulgares vacaciones en la verde campiña, traído a colación con evidente naturalidad tras todos estos años en virtud de nuestro encuentro con un hombre que ha sido marino en altar mar), la confabulación que tuvo lugar aquella noche es uno de estos espacios oscuros, inescrutables. Y por tanto, podemos conjeturar lo que nos plazca. No me cuesta ninguna dificultad imaginar que la mujer —cumplidos los cuarenta, y cabeza visible de la empresa— tuvo que haber rabiado en abundancia. Y quizá el otro no se enrabietó lo suficiente. La juventud siente las cosas con hondura, es verdad, pero no tiene la misma intensa percepción de las oportunidades perdidas. Tiene una firme creencia en la realidad absoluta del tiempo. Además, en aquel pícaro abominable no podía existir ningún sentimiento genuino, ni siquiera respecto de los contratiempos de su mezquina existencia. Un amago de risa burlona, acompañado de un comentario como, por ejemplo, “nos la han jugado, y bien gorda”, habría sido más que suficiente para dar pie a una buena trifulca. Y luego otra mofa, “qué asquerosamente hemos perdido el tiempo”, seguida de la amarga réplica de su compinche: “Pues no te lo estabas pasando tú ni poco bien haciendo el tontaina con la chiquilla…”. O algo por el estilo. No se da usted cuenta… Eh…

Marlow me lanzó una de sus prolongadas, penetrantes miradas. Me había asombrado la absoluta verosimilitud de esta sugerencia. Pero en todo momento arremetíamos el uno contra el otro. Vi el hueco y metí de costado un comentario hecho con nada cándida vehemencia.

—Tiene usted una imaginación que da miedo —dije con una sonrisa animadamente escéptica.

—Bueno, y a mí qué —contestó con desparpajo—. Permítame, sin embargo, recordarle que esta situación vino a mí sin haberla yo solicitado. Soy como un contramaestre de espíritu algo atolondrado que tuvimos a bordo de mi querido Samarcanda cuando yo era bastante joven. El buen hombre iba por ahí con aire de gran seriedad, empeñado en “dar cuenta”, que era su expresión predilecta, de infinidad de minucias a las que nadie en su sano juicio dedicaría ni un minuto de su tiempo. Era un viejo idiota, pero también un marino avezado y muy corrido, aparte de sumamente práctico. Yo era poco más que un mozalbete, y la verdad es que me impresionó. Él ha debido contagiarme esta disposición…

—Bien, pues siga usted dando cuenta —dije adoptando un cierto aire de resignación.

—Eso viene siendo todo —Marlow reanudó el hilo de su relato en el acto—. Un simple y definitivo revés en toda su codicia no bastaría para explicar los hechos y las resoluciones de la mañana siguiente, hechos que no voy a describirle por lo menudo, pero que sí pondré en su conocimiento, y no a resulta de ninguna conjetura, sino tal como se produjeron en realidad. Entretanto, y por volver a la velada en cuestión, al altercado que tuvo lugar en un tono amortiguado y en los aposentos de la institutriz de la señorita De Barral, ¿qué, si hubiese de comunicarle que la desilusión probablemente les había tornado irritables, picajosos el uno con el otro? Ahora bien, tal vez el secreto de la descuidada conducta, a la defensiva, de que hizo gala el sobrino, haya que buscarlo en un pensamiento surgido en su interior con un redoblado improperio de auténtico alivio, más o menos como sigue: “Ahora ya nada me impide desentenderme de este vejestorio de mujer y quitármela de encima”. Y el secreto de la rabia envenenada que se apoderó de ella, no dirigido contra aquel miserable bien que atractivo desgraciado, sino contra el destino mismo, los accidentes y el decurso entero de la vida humana, concentrado su veneno en De Barral, incluida la jovencita, se hallaba en el pensamiento, en el miedo que clamaba en su interior, diciendo: “Ahora ya no tengo con qué retenerlo a mi lado…”.

No pude negarle a Marlow, a manera de tributo, un prolongado silbido.

—¡Uf! Así que supone usted…

Hizo un ademán de impaciencia.

—No supongo nada: así fue. En cualquier caso, ¿por qué no habría de admitir usted esta suposición mía? ¿Acaso tiene usted a las institutrices por seres por encima de toda sospecha, o es que por fuerza han de ser personas de insólita perfección moral? Me temo que sus corazones no resistirían una minuciosa observación mejor de lo que la resistirían los corazones de otras personas. ¿Por qué no habría una institutriz de albergar pasiones, toda suerte de pasiones, incluso las propias del libertinaje, e incluso pasiones ingobernables, aun si acaso contenidas por los mismos medios que a todos los demás nos mantienen en orden, es decir, mediante un temprano adiestramiento… la necesidad…, las circunstancias…, el temor de las consecuencias…; en fin, lo que sea, hasta que llega un momento, con el tiempo, en que la contención de tantos años se torna intolerable… y un simple encaprichamiento deviene algo irresistible…?

—Pero si de un encaprichamiento se tratara…, y es bastante posible, he de reconocerlo —sostuve—, ¿cómo explica usted la naturaleza de esa conspiración?

—Se diría que espera usted una lógica y una coherencia de conducta más bien poco común entre las mujeres —dijo Marlow—. Los subterfugios de una pasión amenazada son insondables. Se piensa que avanza tal como da en efecto a entender, si bien es capaz, en aras de sus propios fines, de retroceder hasta precipitarse por un abismo.

»Tan pronto lleguemos a reconocer que en modo alguno era una mujer normal y corriente, todo esto se entenderá con facilidad suma. Era abominable, pero en modo alguno era una mujer corriente. Había padecido, y mucho, a lo largo de su vida, pero no a causa de su continua inferioridad, sino de una continua represión que ella misma se imponía. Una mujer normal y corriente que se vea de pronto situada en una posición de dominio habría trazado los planes necesarios para convertirse en la segunda señora De Barral, lo cual por otra parte habría resultado inviable. De Barral no habría sabido qué hacer con una esposa. Pero es que aun si por una imposible casualidad hubiese hecho progresos, esta institutriz le habría terminado por mostrar su repulsa y su desprecio. Siempre le había tratado como se trata a un ser inferior, con una confianzuda y distante cortesía. A su manera, atildada e instruida, despreciaba y mostraba su disgusto al padre y a la hija por igual, o sea, abrumadoramente. Tengo la impresión de que nunca le habían llegado a agradar lo más mínimo las niñas puestas bajo su tutela, incluidas las dos pequeñas de la familia ducal (si es que de veras lo eran) con la que había aturdido a De Barral. Qué odiosa e ingrata existencia, debió de haber sido la suya, habida cuenta de que era una mujer tan ávida como la que más de todas las emociones sensuales que puede dar la vida.

»Había visto volatilizarse su juventud, desaparecer su frescura, morir en la flor de la edad sus esperanzas, y empezaba a darse cuenta de que se le iba de las manos su flamante madurez. No es de extrañar que con su cabellera abundante y admirablemente peinada, espesamente entreverada de canas, que añadía en suma a su elegante apariencia la picante distinción de una coiffure empolvada, no es de extrañar, repito, que se aferrase desesperadamente a su último encaprichamiento por aquel desgarbado jovenzano, incluso hasta el punto de tramar en su favor ardid tan asombroso. No se había sumido en una degradación tan absoluta que lo hiciese objeto imposible de su empeño. Confiaba en poder primero enderezarlo y retenerlo después a su lado mediante tan descomunal soborno. Y es que era con toda claridad una mujer tan fuera de lo corriente como para vivir sin ilusión ninguna —lo cual, claro está, no quiere decir que en modo alguno fuese razonable—. Se había dicho, quizá con el despecho de quien secretamente se tiene en desprecio, “dentro de unos años seré tan vieja que no me querrá nadie. Hasta entonces, dispondré de él, lo tendré y lo retendré arrojándole a manos llenas los dineros de esa tonta mozuela de chicha y nabo”. Bien, pues era un recurso desesperado… aunque a ella se le antojó que valía la pena. Además, apenas hay mujer en este mundo, no importa cuán endurecida, depravada o frenética, en la cual no perviva un punto de instinto maternal, incombustible como una salamandra en la hoguera de la pasión más abandonada. No cabe la menor duda. Por eso vuelvo a repetirlo: ¡no es de extrañar! No es de extrañar, digo, que rabiase por todo, que rabiase incluso por él, que le lanzase reproches de lo más contradictorio: por lamentarse del infortunio de la jovencita, pobre estúpida que en su vida no sería digna de atraer la atención de nadie, y por tomarse la magnitud del desastre con verdadero cinismo y tan a la ligera que creyó detectar cierto sabor a rebelión.

»Y así siguió su curso la trifulca de aquella noche, trifulca que en el fondo tenía por objeto algo ya irremediable: “¿A qué tanta prisa?”. Diría él: “¿A qué viene el largarse así?”. Tal vez sintiese cierta lástima por la muchacha; estaría como de costumbre sin un penique en el bolsillo, y por tanto, apreciaría sobremanera la comodidad de aquellos aposentos, deseando permanecer en ellos tanto como le fuera posible, y disfrutar desvergonzadamente de todo aquel lujo ya abocado a desaparecer. No había por qué darse tanta prisa, al menos hasta que pasaran unos días. Siempre hay tiempo de sobra para tomar el portante y largarse sin dejar huella. A todo esto, con un detalle de blandura varonil, con una especie de respeto por las apariencias que hubiesen sobrevivido a su degradación, le dijo: “Por lo menos al final pórtate con un poco de decencia, Eliza”. En cambio, no hubo ni asomo de blandura en el rostro cetrino y visible bajo el efecto festivo y engalanado del cabello empolvado a conciencia, desaparecida su habitual compostura, ni en los ojos oscurecidos que lo miraban centelleantes. “¡No! ¡No! Si es como dices, entonces no ha de pasar ni un solo día, ni una hora, ni un minuto”. Se empeñó en que así fuera, en que no hubiese más flirteos entre el mozo y la jovencita, dado que el objeto que pudieran tener los mismos había desaparecido de un plumazo, irritada consigo misma por haber sufrido tanto a causa de ello, furiosa, en fin, porque todo hubiese sido en vano.

»Sin embargo, tuvo la elemental sensatez de mostrarse al final razonable y no discutir con él. ¿De qué le habría servido? Descubrió el medio de aplacarle, el único medio posible. En tanto en cuanto hubiese algún dinero que embolsarse, podría retenerlo a su lado. “Ahora, márchate. De nada sirve que sigamos hablando ahora. Déjame un rato a solas”. Él se fue con gesto mohíno, pero aquiescente. Había una habitación en el mismo piso siempre preparada para él, al final de un corto pasillo gruesamente alfombrado.

»Cómo pudo pasarse la noche esta mujer, sin ilusión ninguna que la asistiera a atravesar las horas que sin duda pasó insomne, es algo que no me gustaría ni pensar. Llegó por fin el día, y esta extraña víctima del desastre financiero que acababa de golpear a De Barral con la fuerza de un huracán, cuyo nombre jamás sería conocido por el representante legal de los acreedores, bajó a desayunar con aire impenetrable, con su atildada perfección de diario. Desde el primer momento, sin embargo, había dado por sentada la verdad de la fatal noticia. A lo largo de su vida nunca había podido creer en su buena estrella, con ese pesimismo propio de los apasionados, que en lo más profundo de su corazón se creen los marginados de un universo moralmente restringido. El que así fuese, sin embargo, no lo puso más fácil, al abrir febrilmente el periódico matutino, al cerciorarse de la confirmación del caso. En efecto, allí estaba: el “Orbe” había declarado suspensión de pagos, un primer gruñido de la tempestad que se avecinaba, débil aún, si bien para los iniciados era ya presagio inequívoco del diluvio. En tanto noticia no había sido objeto de un despliegue indecente. No había de hecho tal despliegue, en ningún sentido. La seriedad del diario, el único de los periódicos de gran tirada que había mantenido siempre una clara actitud de reserva respecto del grupo bancario que poseía De Barral, ofrecía su propio “tratamiento”. Sí, una noticia modesta, escueta. Ahora bien, en otra página figuraba un artículo especial, de corte financiero, de tono hostil, que ya empezaba con un “siempre nos habíamos temido…” y un titular a media columna que se abría así: “Es un deplorable signo de los tiempos”. En efecto, todo ello constituía un repudio sin paliativos de los caprichos del público a la hora de invertir. Repasó todos estos artículos, leyendo un renglón aquí y otro allá… No le hizo falta nada más para percibir sin lugar a dudas el murmullo de la inundación que se avecinaba. Algunas vagas referencias a De Barral reavivaron su animadversión para con él, de súbito, como por efecto de un imprevisto refuerzo moral.

¡Miserable desgraciado…!

»… Comprenderá usted —Marlow había decidido interrumpir el curso de su narración— que a fin de ser consecuente en mi relato de todo este asunto debo referirle una serie de detalles de los que no tuve conocimiento sino a través de la señora Fyne, más avanzado el día, así como gracias a lo que el pequeño Fyne me transmitió durante nuestra reunión matinal con su solemnidad de costumbre. Como fácilmente habrá podido adivinar, los Fyne, en sus aposentos, habían leído la noticia al mismo tiempo, y de hecho en el mismo periódico, un periódico augusto y de elevadísima moral, que leía la institutriz en la lujosa mansión que se erigía poco más allá de la suya, en la otra acera de la calle. Claro que leyeron la noticia con otro ánimo. Se quedaron atónitos. Fyne hubo de explicar la envergadura del suceso a su señora, cuya primera exclamación fue de puro alivio, al pensar que la pobre niña se vería libre y a salvo de aquellos seres horrorosos e intrigantes. No podía saber la señora Fyne qué puede significar el verse repentinamente reducido de la riqueza a la más absoluta penuria. Fyne, dotado al fin y al cabo de una imaginación masculina, sintió menor inclinación a regocijarse extravagantemente de que la niña rehuyese así los peligros morales que amenazaban su indefensa existencia. Era un precio desmesuradamente alto el que tendría que pagar. ¡Qué tremendo infortunio el suyo! “Tal vez algo podamos hacer para consolar a la pobre criaturita, al menos mientras esté aquí”, dijo la señora Fyne. Se sintió sometida a una especie de obligación moral que le prohibiese mostrarse indiferente. Pero hubiese sido imposible consolar a nadie echándose a todo correr a la calle, a hora por lo demás tan temprana; así, atendiendo al consejo de Fyne, según el cual peor sería actuar con prisas, tomaron los dos asiento junto a la ventana y se dispusieron a contemplar emocionados la mansión, a sus ojos imponente, debido a su estólida, próspera, carísima respetabilidad, a cuya puerta, empero, llamaba la ruina.

»A esas horas, o si acaso muy poco después, todo Brighton estaba en posesión de la noticia; todo el mundo se había formado una apreciación más o menos exacta de su gravedad. El mayordomo de la señorita De Barral había visto la noticia probablemente más temprano que todos los residentes en una milla a la redonda del paseo marítimo, mientras cumplía con sus primeros quehaceres matinales, uno de los cuales era secar ante el fuego de la chimenea el periódico recién traído por el repartidor, ocasión que ningún hombre medianamente inteligente habría dejado pasar por alto. Comunicó al resto de la servidumbre que algo le había salido condenadamente mal “a su padre, allá en Londres”.

»Esto generó un ambiente de turbación en la casa; Flora de Barral, al bajar algo más tarde que de costumbre, no pudo por menos que notarlo, aunque fuese a su manera. Todos parecían mirarla fijamente y con un aire de evidente estupidez; se temió lo peor, esto es, que el día fuese a resultar penosamente aburrido.

»En el comedor se encontró a la institutriz en su sitio, un periódico semioculto bajo la servilleta, sobre su regazo; tras dirigirle algunas palabras con labios que apenas parecieron moverse, de todo punto inmóvil, fija la mirada ante sí, se sumió en un silencio a prueba de bomba; entonces entró Charley en el comedor, sin que la institutriz le dedicase ni una sola mirada. Éste apenas si dijo buenos días, aunque intentó sin demasiada convicción sonreír a la niña; tras sentarse en frente, la mirada fija en el plato con débiles temblores que se le notaban en la línea del mentón recién afeitado, tampoco tuvo nada que decir. Era aburrido, espantosamente aburrido tener que empezar el día de esa forma, aunque ella ya se lo supiese al dedillo. ¡Esos interminables asuntos de familia! No era la primera vez, ni mucho menos, que le tocaba aguantar los deprimentes efectos que tales asuntos tenían sobre ambos. Era una verdadera pena que el delicioso Charley se tornase tan aburrido por culpa de aquellas estúpidas e inoportunas conversaciones, y era una rematada estupidez por su parte dejarse importunar de ese modo por su tía.

»Tras un rato de pétrea, tal vez calculada y hierática inmovilidad, cuando la institutriz se levantó bruscamente y se marchó con el periódico en la mano, Charley la siguió casi de inmediato, aun a costa de dejarse el desayuno a la mitad, si bien la jovencita sintió un instantáneo alivio. Fuera lo que fuese lo que se traían entre manos, iban a zanjarlo a lo largo de la mañana; por la tarde volverían a ser los mismos de siempre. Al menos Charley; a los cambios de humor de su institutriz nunca había dado mayor importancia.

»Por vez primera en toda la mañana, los Fyne vieron abrirse la puerta principal de la espantosa mansión, y vieron salir al repugnante jovenzano, cuya bribonería se hizo visible ante sus prejuiciados ojos en su propio sombrero hongo y en el corte elegante de su chaqueta de color gamuza. Se alejó caminando rápidamente, como quien se apresura para llegar a tiempo de coger un tren, mirando a uno y otro lado como si se llevase a escondidas algún objeto de valor. ¿Acaso se marchaba para siempre? ¡Sin duda, sin duda! Ahora bien, el fervoroso “gracias a Dios” de la señora Fyne resultó un tanto, como dicen los americanos —o al menos algunos americanos—, un tanto “prematuro”. En muy poco tiempo volvió a aparecer el odioso individuo de paseo, evidentísimamente de paseo, el sombrero ligeramente ladeado, con aire de ociosidad y satisfacción. Al verlo, la señora Fyne emitió un quejido no solamente espiritual, sino también de carne y hueso, bien audible, y preguntó a su marido qué significado podría tener su regreso. Fyne, como es natural, no tenía ni idea. La señora Fyne creyó que tramaba alguna vileza espantosa; entre tanto, el objeto de su aborrecimiento había subido los escalones con donosura y había llamado a la puerta, que inmediatamente se abrió para dejarle entrar.

»Solamente había ido al banco.

»La razón que le había llevado a dejar el desayuno sin terminar, para salir corriendo tras la institutriz de la señorita De Barral, era hablar con ella sobre ese recado que, en su opinión, era de mayor importancia en esos momentos. Se encogió de hombros al notar muestras de nerviosismo en su mirada y en su mano cuando musitó él con voz medio ahogada que “tenía que salir. Apenas podía contenerme”. Eso era asunto de ella. Él, con sus remilgos de jovenzano, estaba asqueado por la ferocidad de la institutriz. No podía entenderlo. Los hombres no acumulan odio unos hacia los otros en pequeñas cantidades, ni atesoran cuidadosamente cada pizca hasta obtener un tesoro avaricioso, monstruoso, explosivo. Había salido corriendo tras ella para recordarle el saldo que tenía en el banco. ¿Y si fuese a retirar ese dinero sin perder ni un minuto más? Ella le había prometido no dejar nada al marcharse.

»La cuenta abierta a nombre de la institutriz para hacer frente a los gastos de su residencia en Brighton la había engordado De Barral con deferente prodigalidad. La institutriz cruzó el amplio vestíbulo para entrar en una pequeña habitación, en la cual tomó asiento para cumplimentar las formalidades del cheque que él se apresuró a cobrar en metálico como si fuese robado o falso. Como notaron los Fyne, su desasosegado aspecto al salir de la casa se desprendía del hecho de que, como su primer contratiempo se había originado a causa de un cheque de dudosa autenticidad, estar en posesión de un documento de idéntica índole le sumió en una irracional inquietud hasta el momento mismo en que lo hubo cobrado. Y es que después de todo, ya lo sabe usted, fue un robo, aunque perpetrado de forma indirecta, ya que el dinero era propiedad de De Barral por más que la cuenta estuviese a nombre de la señora de marras. En cualquier caso, el cheque fue cobrado en metálico. Nada más apoderarse de los billetes y del oro, recobró su garbosa apostura; es de sobra conocido que para cierta clase de sujetos la sola presencia del dinero, aun cuando sea robado, actúa como tónico o, cuando menos, como estimulante. Se ladeó un poco el sombrero, como si se hubiese echado al coleto una copa o dos —como bien podría haber hecho, para celebrar la ocasión.

»La institutriz había estado esperando su regreso en el vestíbulo, sin hacer caso de las miradas de reojo que le estuvo lanzando el mayordomo mientras entraba y salía del comedor recogiendo la mesa del desayuno. Fue ella quien abrió la puerta nada más oír que llamaba. “Todo en orden”, dijo él, tocándose el bolsillo de la pechera; ella no osó, pobre desdichada sin ilusión ninguna, no osó pedirle el dinero. Los dos se miraron en silencio. Él hizo un significativo gesto con la cabeza: “¿Dónde está?”. “En el salón. ¿Quieres verla otra vez?”, contestó ella en un murmullo con una lóbrega mirada de malicia, a lo que él repuso con un susurro malhumorado: “El diablo me lleve si me da por ahí. Así que, si deseas marcharte sin tardanza, ¿a qué estamos esperando?”.

»Ella cerró los labios, prietos, con cruel obstinación, y meneó la cabeza. Tenía una idea, un plan bien elaborado. En ese instante los Fyne seguían en la ventana, observándolo todo como un par de detectives privados: vieron a un hombre de larga barba gris y rostro jovial que subió las escaleras apoyándose en un grueso bastón, y llamó a la puerta. ¿Quién podría ser?

»Era uno de los profesores de la señorita De Barral. Ultimamente había empezado a tomar lecciones de pintura a la acuarela, pues había leído en un semanario femenino de buen tono que muchas princesas de las casas reales de toda Europa habían empezado a cultivar ese arte. Aquella mañana tocaba clase de acuarelas; el profesor, un veterano superviviente de infinidad de exposiciones, con su aire venerable y jovial, se había presentado con la puntualidad de costumbre. No es que fuese un gran lector de la prensa matutina, y aun cuando hubiese visto las noticias era poco probable que hubiese llegado a entender su verdadera envergadura. En cualquier caso, apareció a su hora, tal como esperaba la institutriz; los Fyne lo vieron franquear aquella puerta fatal.

»Saludó con una cordial reverencia a la dama encargada de la educación de la señorita De Barral, a la cual vio conversando con un joven caballero bastante apuesto, aunque con cierto aire de canalla. La institutriz se volvió galante hacia él. “Flora está esperándole en el salón”.

»El cultivo de ese arte al parecer apreciado por las princesas se impartía en el salón, debido a diversas consideraciones relacionadas con el tipo de luz más indicado. La institutriz precedió al profesor al subir las escaleras y al pasar a la estancia en que se hallaba Flora con un mandilón crudo (igualmente indicado para la práctica de este arte), sonriente y expectante. Las lecciones de acuarela, salpimentadas por la jocunda conversación del afable, bienintencionado señor, siempre resultaban muy entretenidas; Flora pensó que sería una buena compensación por el fatigoso inicio que había tenido el día.

»Su institutriz estaba por norma presente durante el transcurso de la lección; en esta ocasión, no obstante, tomó asiento sólo hasta que el profesor y la discípula se pusieron a trabajar en serio, y como si de pronto le hubiese venido a la memoria una orden inaplazable que debía dar, se levantó sin hacer ruido y salió del salón.

»Una vez fuera, reunidos los criados sin que siquiera sonase la campanilla, gracias a una doncella a la que ordenó hacer la ronda y comunicar a todos su requisito, venga, deprisa, deprisa, indicó que bajaran todos esos bultos al vestíbulo, que alguien llamase sin tardanza un coche de punto. Permaneció de pie en el rellano, ante la puerta del salón en donde estaban Flora y su profesor, observando todos y cada uno de los baúles, maletas de cuero, valijas que iban siendo transportadas ante sus propios ojos, fruncido el ceño con aire tan lúgubre y absorto que al mayordomo le costó un buen rato hacer acopio del coraje necesario para dirigirse a ella. Pensando en que era un ciudadano británico libre y que tenía sus derechos, se anduvo sin rodeos y fue directo al grano, bien que con su habitual actitud de respeto.

»—Perdone la pregunta, señora, pero ¿se marcha usted y nos deja para siempre? —y se quedó de una pieza por el tono que adoptó ella al contestar. Su inesperada y en modo alguna femenina o señorial aspereza le sonó como el molesto efecto que surte una nota en falso:

»—Sí. Me marcho. Y lo mejor que podrían hacer todos ustedes es marcharse en cuanto quieran. Pueden marcharse ahora, hoy mismo, en este instante. Se les han pagado sus salarios la semana pasada. Cuanto más tiempo se queden, mayores serán sus pérdidas. Yo ahora ya no tengo nada que ver con todo esto; ustedes son criados del señor De Barral, dense cuenta…

»El mayordomo se quedó estupefacto por semejante manera de darles consejo, y su mirada vagó hasta la puerta del salón sobre la cual la institutriz había extendido el brazo tal como si se propusiera impedir el paso a todo el que se atreviese a entrar. “Ahí no entra nadie”, y esto lo dijo en tono diferente, en un tono que hizo desaparecer hasta la última traza de respeto de la apostura del mayordomo. Se quedó observándola con mirada de franqueza y de intriga. “¡Ahí no entra nadie hasta que yo me haya marchado!”, añadió, y afloró tal expresión a su rostro que el otro quedó fulminado por semejante misterio. Se encogió levemente de hombros y sin decir palabra bajó las escaleras camino del sótano, rozando en el vestíbulo al señor Charles, que se había calado el sombrero y aguardaba con ambas manos metidas casi hasta los codos en los bolsillos del abrigo, yendo de un lado a otro como si estuviese ahí en calidad de centinela.

»La doncella era la única persona del servicio que se había quedado arriba, indecisa, en el rellano, presa de la curiosidad y como si la hubiese fascinado la mujer que guardaba la puerta. Al ser requerida su presencia por medio de un gesto imperioso, al indicarle la institutriz que trajera de sus aposentos ya vacíos su velo y su sombrero, únicos objetos que habría podido encontrar dentro junto a los muebles, obedeció en silencio, aunque en su interior titubease. Y mientras esperaba tímida e inquieta con el velo en las manos, delante de esa mujer que, sin apartarse ni un paso de la puerta del salón, se colocaba de prisa y con evidente descuido los alfileres del sombrero, oyó dentro una súbita risa alborozada de la señorita De Barral, que disfrutaba de las amenidades de la lección de acuarela que le estaba siendo por última vez impartida por el animado vejete.

»Emboscados tras su ventana, el señor y la señora Fyne —increíble ocupación en personas de su clase— vieron con renovada angustia que llegaba un coche de punto a la puerta y observaron cómo era colocado el abundante equipaje sobre la baca. Apareció un instante el mayordomo, desapareció de nuevo. ¿Qué significaba aquello? ¿Iba a ser Flora conducida a presencia de su padre, o es que aquella pareja, aquella mujer y su horripilante sobrino, estaban a punto de llevársela a otra parte? Fyne no supo adivinarlo. Dudó al menos de esta segunda hipótesis, ya que Flora no tenía, desde aquellos momentos, ningún valor, a su juicio, ni positivo ni especulativo. Sin ser ni mucho menos lector perspicaz del carácter de esas personas, a la institutriz no le atribuía la más mínima intención altruista, compasiva siquiera. Me confesó ingenuamente que se sentía tan excitado como si estuviese asistiendo a una trepidante representación teatral. Pero se le pasó por la cabeza la idea de que la joven pudiese tener algunos dineros a su nombre, de que no careciese de algún recurso, de quién sabe qué pequeña fortuna propia, con lo cual, en consecuencia…

»Participó esta teoría a su esposa, la cual compartió plenamente su consternación. “No puedo creer que la niña vaya a marcharse sin pasar un momentito a despedirse de nosotros”, murmuró. “¡Tenemos que averiguar qué sucede! Iré a preguntárselo”, pero en ese preciso instante echó a andar el coche de punto, vacío el interior, y se cerró la puerta de la casa, que hasta entonces había estado entreabierta.

»Los dos quedaron quietos, callados, mirándola, hasta que la señora Fyne expresó sus dudas en un cuchicheo: “De veras creo que debemos ir a ver qué sucede”. Fyne no le contestó en un buen rato (es hombre de talante reflexivo, ya sabe usted); de pronto, como si los cuchicheos de la señora Fyne tuviesen ocultos poderes sobre la puerta de la casa, ésta volvió a abrirse de par en par y apareció el hombre de la barba blanca, con una agitación asombrosa, utilizando su bastón casi como una pértiga para bajar a saltos las escaleras; acto seguido se alejó cojeando a toda prisa por la acera. Naturalmente, los Fyne estaban demasiado lejos, y no pudieron ver bien la expresión de su rostro. Tampoco les habría servido de gran ayuda para adivinar cuáles eran las condiciones reinantes en el interior de la casa. Su expresión era de jovial perplejidad, sin más.

»Y es que al término de su lección echó mano de su fiel bastón, y saliendo del salón con su vivacidad de costumbre, prácticamente se incrustó contra la espalda de la institutriz de la señorita De Barral. Pudo detenerse a tiempo; ella se giró en redondo. La situación no pudo ser más embarazosa; pidió disculpas, pero a ella no se le movió ni un músculo de la cara; no dio muestra ninguna de haberlo visto, era la suya una singular expresión, que de hecho hizo al profesor quedarse en su sitio muy a su pesar. Algún comentario banal hizo sobre el tiempo para ocultar su azoramiento, a raíz del cual en vez de devolverle una banalidad semejante, de acuerdo con las tácitas reglas del juego, ella le dedicó una sonrisa indescifrable. Pocas cosas podrían haber sido más extravagantes. El joven y apuesto caballero de más que dudosa apariencia que rondaba por el vestíbulo no dedicó la menor atención al profesor. No había ni un solo criado a la vista. Salió, cerrando la puerta él mismo de un portazo, pues no le quedó más remedio.

»Cuando se hubo extinguido el eco, la mujer desde el rellano se asomó a la balaustrada y dio una voz acerba al joven de abajo. “¿Es que no quieres subir a despedirte o qué?”; él hizo un imperceptible movimiento de impaciencia y siguió yendo de un lado a otro como si no hubiese oído nada. Sólo que de pronto se detuvo, quedó quieto unos instantes y con el semblante contrito, sin sacar las manos de los bolsillos, subió con agilidad las escaleras. Ya delante de la puerta, la institutriz volvió la cabeza para mascullar en un sarcástico susurro: “¡Venga! ¡Confiesa que te morías de ganas de ver su estúpida carita…!”, a lo que él no se dignó a contestar.

»Flora de Barral, sentada aún ante la mesa en la que había estado dando las últimas pinceladas a su acuarela, levantó la cabeza al sentir que se abría la puerta. La brusquedad con que irrumpieron ambos en la estancia le produjo una sensación que antes no había tenido. Creyó estar viendo algo totalmente novedoso: los conocía bien a los dos, conocía a la mujer mejor que a su propio padre. Había existido en sus relaciones toda la intimidad que puede llegar a existir sin llegar a la definitiva proximidad del verdadero afecto. Entró el delicioso Charley con la vista fija en la espalda de la institutriz, cuyo velo elevado ocultaba su frente como una franja oscura sobre la línea de las cejas. La muchacha se quedó helada, alarmada incluso por la expresión absolutamente desconocida que detectó en el rostro de la mujer. La vehemencia de la pasión desvela muchas veces un aspecto de la personalidad completamente desconocido hasta entonces por los amigos más íntimos. En sus ojos destellaba algo así como una emanación del mal, igual que del rostro del otro, el cual, exactamente a espaldas de la institutriz, pese a que le sacaba más de una cabeza de estatura, mantuvo los párpados semicerrados, de manera siniestra, que en la pobre muchacha alcanzaron de lleno, sacudieron, soltaron del todo esa facultad explosiva del terror irracional que yace encerrada en el fondo del corazón de todos los hombres, y también en el corazón de los animales. Con las pupilas de súbito dilatadas y un movimiento tan instintivo casi como el de una cervatilla sobresaltada, se puso en pie de un brinco y se encontró en medio de la amplia estancia, al tiempo que exclamaba ante aquellos dos desconocidos familiares y extraños:

»—¿Qué es lo que quieren?

»Se percatará usted de que gritó “¿qué es lo que quieren?”, y no, en cambio, “¿qué es lo que ha ocurrido?”. A la señora Fyne le dijo que de pronto la había invadido la sensación de ser víctima de un ataque personal. Y eso no tuvo que ser para ella terrorífico, desde luego. La mujer que tenía ante sus propios ojos había encarnado la sabiduría, la autoridad, la protección de la vida, había sido la seguridad en persona, visible e incuestionable.

»Bien podrá imaginar usted, entonces, la virulencia de la conmoción producida por esa percepción intuitiva no ya del peligro, puesto que desconocía cuál era la causa de la alarma, sino de la sensación de que toda seguridad se había hecho añicos. No sólo la seguridad, ojo; ni siquiera sé cómo explicarlo con claridad. ¡Dese cuenta! Hasta los niños pequeños viven, juegan y sufren según los términos en que puedan concebir su propia existencia. Imagine pues, si le resulta posible, un hecho que irrumpe de repente con la fuerza necesaria para destrozar incluso su manera de concebir su propia existencia. Sólo por ser la muchacha en el fondo tan niña pudo rehuir la aniquilación mental; sólo por eso, dicho de otro modo, pudo superarlo. De imaginárnosla como una persona de mayor madurez, pero siendo tan ignorante como era, tendríamos que llegar a la conclusión de que se habría quedado tarada en el acto, mucho antes de que terminase tal experiencia. Por fortuna, la gente, tanto si es madura como si es inmadura (por cierto que ¿quién llega de veras a ser alguna vez maduro?), en su mayoría resulta bastante incapaz de comprender qué es lo que le está ocurriendo: misericordiosa provisión de la naturaleza, que salvaguarda así la razón suficiente en cada uno de nosotros, para que podamos seguir en marcha.

—Sólo que nosotros, querido Marlow —le interrumpí—, tenemos la inestimable ventaja de comprender qué es lo que les ocurre a los otros. Al menos, algunos parecemos contar con esa ventaja. ¿Será también una previsión de la naturaleza? En tal caso, ¿para qué sirve? ¿Será, pues, para entretenernos y pasar el rato hablando y desmenuzando los asuntos de los demás? Usted, por ejemplo, parece como si…

Ir a la siguiente página

Report Page