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PRIMERA PARTE: LA DAMISELA » Capítulo 5. Un té en casa de Marlow

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Capítulo 5

Un té en casa de Marlow

»—Amable individuo —observé, al ver a Fyne a punto de recaer en sus negros pensamientos. Pero no pude contenerme, y añadí con doble intención—: No es que tuviese, de todos modos, el don de la profecía.

»Fyne se puso en pie de repente, murmurando: “No, es evidente que no”. Estaba melancólico, vacilante. Pensé que aquella tarde no tendría ganas de jugar al ajedrez. De ser así, me ahorraría el tener que salir de mis dependencias en un día demasiado hermoso para echarlo a perder con una ardua caminata. Por eso me sentí disgustado cuando recogió la gorra y me confió que tenía la esperanza de verme en su casa de campo como de costumbre, a eso de las cuatro.

»—No será como de costumbre —hice especial hincapié en ese comentario, y él reconoció, tras una breve reflexión, que efectivamente no sería como de costumbre. No. De hecho, era más bien su esposa la que esperaba contar con mi presencia. Se había formado una opinión muy favorable de mi pragmatismo y mi sagacidad.

»Para mí fue una opinión de todo punto imprevista. Jamás se me habría pasado por la cabeza sospechar siquiera que la señora Fyne se hubiese tomado la molestia de aplicarse a distinguir en mí persona síntomas de sagacidad o de estupidez. Las poquísimas palabras que habíamos cruzado la noche anterior, presa de la agitación o de la inquietud si se prefiere de la desaparición de la muchacha, fueron las primeras palabras de muy moderada significación que jamás habíamos llegado a intercambiar. Siempre me había tenido, a ojos de la señora Fyne, por ser el simple compañero con el que su esposo jugaba al ajedrez de tarde en tarde y nada más, esto es, una mercancía, poco más que un utensilio.

»—Me adula muchísimo su comentario —dije—. Siempre he dado por hecho que la intuición femenina no conoce fronteras; ahora me siento además casi inclinado a creer que es cierto. Con eso y con todo, no alcanzo a entender de qué modo podría resultar útil mi sagacidad, sea pragmática o de la índole que fuera, a la señora Fyne. Al fin y a la postre, la sagacidad de un hombre suele ser sumamente parecida a la sagacidad de cualquier otro hombre. Y teniéndole a usted a mano…

»Fyne, que manifiestamente no hacía ningún caso de lo que le estaba diciendo, me miró directamente con sus ojos solemnes, preocupados, y me interrumpió: “Sí, sí, es muy probable. Pero vendrá usted pese a todo, ¿verdad?”.

»Había tomado la firme decisión de que ninguno de los dos Fyne, sea cual fuere su sexo, por nada del mundo me obligaría a caminar tres millas largas (distancia de ida y vuelta) en un día tan espléndido. Si los Fyne hubiesen sido una pareja medianamente sociable, cuyo trato hubiese cultivado sólo porque es menester pasar de alguna manera los ratos de ocio, habría zanjado la invitación en menos que cantara un gallo. Pero no se trataba solamente de eso: era preciso reconocer debidamente su innegable humanidad. Al mismo tiempo, quería salirme con la mía a toda costa. Por eso propuse que me diese el placer de aceptar una taza de té en mis dependencias.

»Tras una brevísima pausa de reflexión, Fyne aceptó de muy buena gana, en su nombre y en el de su esposa. Al poco oí el ruido de la cancela, y en medio del alboroto de ladridos de éxtasis con que se explayaba a menudo su perro, su muy serio perfil pasó por delante de mi ventana, al otro lado del seto, con la mirada preocupada y fija al frente, y el cerebro obviamente metido a fondo en una profunda especulación de muy intrincado carácter. Al menos una de las muchas amigas de su esposa se había convertido, para él, en algo más que una sombra. Calculé, de todos modos, que no era en la amiga en quien pensaba Fyne, sino en su propia esposa. Era un marido excelente.

»Me dispuse a realizar los preparativos propios de la hospitalidad que había de ofrecerles por la tarde, llamando a la mujer del granjero y revisando con ella de qué recursos se disponía en la casa y en el pueblo. Era una mujer muy servicial. En cambio, lo que no repasé fueron los recursos de mi sagacidad. Salvo en el sentido más grosero y material de la merienda y el té, no hice ningún preparativo para recibir a la señora Fyne.

»Me habría sido imposible realizar tales preparativos. No podía imaginar qué clase de apoyo moral vendría ella buscando en mi sagacidad. Y en cuanto a hacer inventario de mis recursos intelectuales, no hay nadie en su sano juicio, supongo, deseoso de cumplir semejante tarea siempre y cuando pueda evitarlo. Un estado anímico vagamente grandioso, más que nada por la confianza que se tiene a veces en uno mismo, resulta tan grato que nadie se arriesgará a perturbarlo con tan delicadas investigaciones. Es posible que si hubiese tenido a una mujer servicial a mi lado, una mujer querida, aduladora, aguda… Hay en la vida momentos en los que uno se lamenta sin dudarlo por no haber contraído matrimonio. ¡No! No estoy exagerando. Momentos he dicho, ojo; no años, ni días siquiera. Momentos. A la mujer del granjero obviamente no podía pedirle ayuda. Nadie podría haber contado con que tuviese la capacidad de penetración necesaria, y dudo mucho que hubiese sabido cómo resultar suficientemente aduladora. Se estaba revelando como una mujer muy servicial en todos los demás sentidos, a su modo, e iba ya con un extraordinario sombrerito negro, a una milla de distancia por lo menos, intentando descubrir en las tiendas del pueblo un pedazo de bizcocho comestible. ¡Qué audacia tienen las mujeres! ¡Qué optimismo el suyo!

»Y consiguió, en efecto, encontrar algo que parecía al menos comestible. Eso es todo lo que podría decir, ya que no tuve ocasión de observar los efectos más íntimos de dicho comestible. Yo jamás pruebo el bizcocho, y la señora Fyne, cuando llegó haciendo gala de sobresaliente puntualidad, no se trajo en cambio apetito ni ganas de probar el bizcocho. No tenía en realidad apetito de nada. En cambio, sí tenía sed…, señal de una profunda, tortuosa emoción. Sí, no podía ser más que emoción, y no la brillantez del sol, más brillante que cálido de veras, como suele ser nuestro discreto y reprimido, distinguido sol insular, que jamás haría enrojecer a una auténtica dama, bajo ningún pretexto. La señora Fyne parecía incluso tranquila en su aparente frescor. Llevaba una falda y una chaqueta blanca; un sombrero blanco de ala ancha, reposado sobre sus cabellos bellamente ordenados. La chaqueta tenía un corte similar al de una casaca de militar, y el estilo le sentaba de perlas. Me atrevería a decir que hay muchos jóvenes subalternos, y no por cierto los de peor aspecto, que recuerdan a la señora Fyne por el óvalo de la cara, por la tez morena, hasta por ese aire de alerta que tienen en su prestancia. Pero no habrá en cambio muchos que tengan ese aspecto por el que ella proclamaba su presteza para asumir cualquier responsabilidad que le hubiese tocado en esta vida. Ese es un tipo de valor que sólo madura en edad ya avanzada, y es evidente que la señora Fyne era de edad sin duda madura, a pesar de no tener ni una arruga en el rostro.

»Miró alrededor de la habitación y me dijo con evidente seguridad que allí estaba yo muy cómodo, a lo cual hube de asentir con humildad, reconociendo la buena suerte que inmerecidamente había tenido.

»—¿Por qué inmerecida? —quiso saber.

»—Reservé este alojamiento por carta, sin hacer ninguna pregunta. Podría haberse tratado de un agujero inmundo —le expliqué—. Siempre hago las cosas de este modo, para ahorrarme complicaciones. Lo cual no puede considerarse prueba de sagacidad, ¿no cree? Las personas sagaces, creo yo, gustan de ejercitar dicha facultad. Tengo entendido que ni siquiera pasa desapercibida en las mayores futilidades. Tiene que ser una delicia. Pero es algo de lo que yo no sé nada. Creo que no tengo sagacidad ninguna, al menos sagacidad en lo práctico.

»Fyne emitió un bajo e inarticulado murmullo de protesta. Pregunté por las pequeñas, a las que no había visto desde mi regreso de la ciudad. Estaban todas muy bien; siempre estaban muy bien. Tanto Fyne como su esposa hablaban de la salud de hierro de sus hijas como si fuese producto de la excelencia moral, en un tono muy peculiar, con el que parecían dar a entender cierto desprecio por las personas cuyos hijos a veces padecían una pasajera indisposición. Se tenía la tentación de pedir disculpas por semejante pregunta. Y este detalle me fastidió, reconozco que de forma bastante irracional, porque dar por hecho un mérito superior no suele ser una debilidad excepcional. Deseoso de mostrarme ingrato, a manera de represalia, observé con una punta de interés comedido y civilizado que las niñas debían de haberse extrañado mucho por la súbita desaparición de la joven amiga de su madre. ¿Habían dado en hacer comprometidas preguntas acerca de la señorita Smith? ¿No me habían presentado a la señorita De Barral como si se apellidase Smith?

»La señora Fyne me dijo, con la mirada fija, pero también con más color en las mejillas, que a las niñas nunca les había gustado Flora demasiado. No tenía la animación natural que tanto agradecen los niños sanos en los adultos a quienes aman, explicó con impavidez la señora Fyne. Flora había pasado otras temporadas anteriores en su casa de campo; la señora Fyne me aseguró que a menudo le había resultado sumamente difícil soportar su presencia en la casa.

»—Claro que… ¿qué otra cosa podríamos hacer? —exclamó.

»Ese grito de sincero desasosiego, bastante genuino por lo inexpresivo que fue, alteró los sentimientos que tenía hacia la señora Fyne. Qué fácil habría sido no mover ni un dedo, no haber pensado siquiera en ello. El aprecio que empecé a tomarle comenzó cuando intentó referirme cómo había sido la noche que pasó junto a la cabecera de la cama en que dormía la niña, la noche anterior a su partida con su infame pariente. Dudo mucho que la señora Fyne llegase a encontrar un medio de dar consuelo a la niña. Carecía del genio preciso para acometer la tarea de paliar lo que el odio de una mujer enfurecida había planificado tan a conciencia.

»Posiblemente me dirá usted que las impresiones de los niños no son duraderas, y eso es sin duda ninguna muy cierto. Ahora bien, decir niña en este caso no es más que una manera de hablar por aproximación. A la muchacha le faltaban sólo unos días para cumplir dieciséis años; tenía ya edad suficiente para que el sobresalto le hiciese madurar. El esfuerzo que hubo de realizar para transmitir esa misma impresión a la señora Fyne, para recordar todos los detalles, para dar con las palabras adecuadas… o con las palabras que fuese, tuvo que ser por sí solo un proceso terriblemente iluminador, envejecedor. Había hablado largo y tendido, sin que la señora Fyne la interrumpiese, con muy infantil temperamento, por su maravilla y su dolor, haciendo de cuando en cuando una pausa para hacerse la misma penosa pregunta: “Fue cruel por su parte. ¿No le parece cruel, señora Fyne?”.

»Para Charley sí encontró disculpas. Él en todo caso no había dicho ni pío, al tiempo que se mostró entristecido, enfadado. No podría haber tomado parte en contra de su tía, ¿a que no? Después de todo sí que lo hizo, cuando ella imploró su ayuda, al llevarse de allí a la cruel mujer. Fa había arrastrado por el brazo. Ella lo había visto con sus propios ojos, desde luego. Y lo recordaba muy bien. ¡Así fue! Fa mujer estaba loca. “¡Oh, señora Fyne, no me diga que no estaba loca! Si al menos hubiese podido ver qué cara…”.

»Pero la señora Fyne seguía impávida, convencida de que toda verdad que pudiera decirse era debida a la amabilidad necesaria para tratar con la niña, cuyo destino, mucho se temía, sería vivir expuesta a las más arduas realidades de esas existencias en las que no existe ninguna clase de privilegios. Fe explicó que en este mundo hay personas malvadas, egoístas, perversas, personas sin escrúpulos de ninguna clase… Y aquellas dos personas habían ido como buitres a por los dineros de su padre. Fo mejor que podría hacer era olvidarse de ellos por completo.

»—¿Por los dineros de papá? No entiendo —había murmurado la pobre Flora de Barral, quieta, tendida, como si tratase de resolverlo en el silencio y en las sombras de la habitación, donde sólo relucía una tenue lámpara en la mesilla. Tuvo entonces un prolongado y estremecido acceso de temblores, mientras agarraba con fuerza la mano de la señora Fyne, cuya paciente inmovilidad junto a la cama en que yacía aquella infancia brutalmente asesinada hacía un infinito honor a su humanidad. Aquella vigilia tuvo que haber sido tanto más penosa, pues pude darme perfecta cuenta de que en ningún momento tuvo a la víctima por persona particularmente encantadora o simpática. Fue una manifestación de pura compasión, de compasión sin aditivos de ninguna clase, por así decirlo, de la que no demasiadas mujeres habrían sido capaces, menos con esa firmeza, esa constancia impávida. Concluido en calma el acceso de temblores, las siguientes palabras de la niña, en medio de una oleada de sollozos, fueron: “Oh, señora Fyne, ¿soy de veras tan aborrecible como esa mujer me ha hecho entender?”.

»—¡No, de ninguna manera! —protestó la señora Fyne—. Es tu antigua institutriz la que es en verdad aborrecible, odiosa. Es una mujer de terrible vileza. No podría asegurarte que estuviese loca, pero sí pienso que debió de perder los estribos de pura rabia, colmada de perversas ideas. Tienes que procurar no pensar en esa abominación, mi niña.

»No era una abominación a la que nadie pudiese conceder un reposado enjuiciamiento, me comentó la señora Fyne en tono seco, positivo. Todo había sido extremadamente penoso. La niña era como un animalito que se debatiera por sobrevivir enmarañado en una red.

»—Pero ¿cómo podría olvidarlo? ¡Llamó a mi padre tramposo y estafador! Dígame, por lo que más quiera, señora Fyne, que eso no es cierto. No puede ser cierto. ¿Cómo podría ser cierta una cosa así?

»Se incorporó en la cama con un súbito movimiento, como si estuviese a punto de saltar, deseosa de huir incluso del sonido de las palabras que acababa de pronunciar por sus propios labios. La señora Fyne la retuvo, la apaciguó, la indujo a la postre a apoyar de nuevo la cabeza sobre la almohada, asegurándole en todo momento que nada de lo que aquella mujer hubiese tenido la crueldad de decirle merecía tomarse al pie de la letra. La niña, exhausta, aún lloró en silencio un rato más. Podría ser que hubiese percibido las evasivas que encerraban los consuelos de la señora Fyne. Al cabo de un rato, sin moverse, susurró entrecortadamente:

»—Esa horrorosa mujer me dijo que todo el mundo iba a insultar a papá de ese modo. ¿Es eso posible? ¿Es posible?

»La señora Fyne permaneció callada.

»—Dígame algo, señora Fyne; dígame lo que sea —insistió la hija de De Barral con ese mismo débil susurro.

»Una vez más, la señora Fyne volvió a asegurarme que todo había sido desmedidamente penoso. “Sí, gracias; un poco más”, se arrellanó en la silla, con los brazos cruzados, mientras le servía otra taza de té; Fyne, por su parte, salió a ver si callaba al perro, que atado bajo el porche de pronto parecía haberse indignado en extremo porque alguien había tenido la audacia de pasar por delante de la casa. La señora Fyne revolvió su té durante un largo rato, bebió un sorbo, dejó la taza en el plato y tomó la palabra con ese aire de quien acepta todas las consecuencias…

»—Habría sido injusto seguir en silencio. No creo que ni siquiera hubiese sido amable por mi parte. Le dije que debía estar preparada para afrontar la severidad con que el mundo entero iba a juzgar a su padre…

»¿No le parece admirable? —exclamó Marlow interrumpiendo su narración—. ¡Admirable! —y como yo observara con desconfianza esta inesperada explosión de entusiasmo, comenzó a justificarla a su propia manera:

»Digo admirable por lo característico que fue. Incluso diría que resultó perfecto. Habría que ser un auténtico genio para encontrar una salida mejor. ¡Y era obra de su propio natural! Así como se suele decir de la obra de un artista, fue algo verdadera y genuinamente Fyne. Compasión, prudencia juiciosa, algo perfectamente medido. Nada de sentimientos desmadejados, no. ¡Y qué finura en su apreciación de las cosas! Deberá usted reconocer que nada podría haber sido más justo. Tenía pensado gritar “¡Bravo! ¡Bravo!”, pero no llegué a tanto. Tomé un pedazo de bizcocho y salí decidido a sobornar al perro de Fyne para que recuperase un cierto control sobre sus impulsos. Sus agudos, cómicos ladridos habían empezado a ser intolerables, como cuchilladas en el cerebro, y la reprimenda profunda y modulada de Fyne parecía poder tranquilizar al vivaracho animal tanto como podría acallar el profundo, paciente murmullo del mar, los cánticos populares de los negros en una playa muy frecuentada. Fyne había comenzado a lanzar improperios contra el animal, en voz baja, sepulcral, cuando llegué a su lado. El perro se volvió de pronto desmesuradamente expresivo, a punto de ahogarse por la presión a que lo sometía el collar, con los ojos desorbitados y la lengua fuera, presa del exceso del incomprensible afecto que yo parecía inspirarle. Y todo esto antes incluso de fijarse en el trozo de bizcocho que llevaba en la mano. Prosiguió con una serie de saltos en vertical, altísimos, y cuando se apoderó del bizcocho perdió instantáneamente todo interés por todo lo demás.

»Fyne se sintió levemente irritado conmigo. Siendo el amo más amable que cualquier perro podría desear, no le parecía sensato ni mucho menos que a un perro pudiera dársele un trozo de bizcocho. El perro de Fyne presumiblemente debía llevar una existencia espartana, sobre una dieta de repugnantes galletas y un hueso reseco, de cuando en cuando, para variar. Fyne miró con desagrado al perro por fin sosegado, y también observé yo al absurdo animal; ya sabe usted cómo resulta estimulada a veces la memoria, y lo digo porque en ese momento me recordó visualmente, con una claridad casi dolorosa, el rostro pálido y fantasmal de la muchacha a quien vi por última vez en compañía del dichoso perro, mejor dicho, abandonada por el perro en cuestión. Prácticamente oí de nuevo su voz de desesperación, como si estuviese a punto de echarse a llorar de resentimiento, cuando llamó repetidas veces al perro, al animal que había dejado de manifestarle toda su simpatía. Es posible que no tuviese ella la capacidad de inspirar simpatía, ese don personalísimo por el que se apela directamente a los sentimientos del prójimo.

»—¿Por qué no le deja que pase dentro? —dije a Fyne, desconfiando de la actitud despreocupada que manifestaba el perro.

»¡Dios mío! ¡Qué idea! ¡Ni por asomo! Mejor habría hecho absteniéndome de proponérsela, pues bien sabía que ésa era una de las reglas sagradas de los Fyne, parte de su solemnidad, de su sentido de la responsabilidad, una de esas cosas que formaban parte integral de su tácita superioridad, pese a todo presente en todo momento: un perro jamás entra en una casa. Era de una impropiedad absoluta permitir que los perros entrasen en una casa en la que ellos dos estaban de visita, por más que fuese la casa en la que un descuidado soltero se hospedaba durante sus vacaciones, por más que éste fuese amigo personal del perro. Ni hablar. Ahora bien, sí estaban dispuestos a dejar que ladrase junto a la ventana, hasta que las personas del interior de la casa perdiesen la cordura. Tenían los dos una extraña coherencia en su absoluta falta de imaginación y de simpatía. Así pues, no insistí; me limité a regresar al salón, con la vaga esperanza de que ningún paseante tuviese la idea de pasar por el camino al menos durante la hora siguiente, de modo que nada turbase la compostura del animal.

»La señora Fyne estaba sentada, inamovible, ante la mesa llena de platos, tazas, jarras, la tetera fría, migas, los restos en general del convite; volvió a nosotros la mirada al sentirnos entrar.

»—Y es que se dará usted cuenta, Marlow —dijo en tono de inesperada confidencia—, de que no están de ninguna manera hechos el uno para el otro.

»En ese preciso instante no supe bien a qué aplicar su comentario. Pensé en un principio en Fyne y en el perro. Pasé acto seguido a la cuestión que nos había ocupado desde su llegada, que era ni más ni menos que una fuga con todas sus consecuencias. ¡Pues claro, por Júpiter! Era algo sumamente parecido a una fuga, aunque tuviese ciertas características insólitas, propias, que le daban un aire cuando menos equívoco. Recordé con irónica sorpresa que se había requerido de mi sagacidad en relación con semejante asunto. ¡Inesperado homenaje, sí! Claro está que nunca sabemos qué pruebas tendrán que pasar nuestros dones. En primerísimo lugar, la sagacidad dicta cautela. Fyne tomó asiento como si se dispusiera a presenciar una justa, pensé.

»—¿De veras lo cree así, señora Fyne? —dije sagazmente—. Es evidente que se encuentra usted en una posición… —iba a continuar con toda mi cautela, cuando ella me cortó bruscamente, exigiendo mi inmediato asentimiento.

»—¡Es obvio! ¡Está clarísimo! Usted mismo tendrá que reconocer…

»—Pero señora Fyne —le reconvine—, se olvida usted de que yo no conozco a su hermano de usted.

»Esta argumentación resultó no sólo prueba de sagacidad, ya que era además una verdad como un templo, una verdad incontestable, que pareció cogerla desprevenida.

»Me pregunté por qué. Me extrañó su sorpresa. Yo no sabía de su hermano prácticamente nada, de modo que difícil habría sido que me hiciese la más remota idea de cómo pudiera ser. Jamás había visto al hombre en cuestión. Tenía tan absoluto desconocimiento de él que, por contraste, era como si conociese a la señorita De Barral, a la que había visto en dos ocasiones (en total, no creo que llegasen a los sesenta minutos), con la que no habría cruzado más de sesenta palabras, como si la conociese, digo, desde la cuna. Y es posible, pensé mientras observaba a la señora Fyne (me había quedado de pie), es posible que, en su opinión, baste con esto para que deba yo asentir con sagacidad.

»Guardó silencio; entretanto, sin dejar de mirarla, con aire de cortés expectación, seguí dirigiéndome a ella, mentalmente, por supuesto, en un tono de aprobación familiar que, caso de haber sido audible, la habría dejado pasmada: “Querida amiga, en cualquier caso es usted una mujer sincera…”.

»Tengo por sincera a una mujer —prosiguió Marlow tras darme un cigarro y encender otro para sí— cuando es capaz de expresar voluntariamente una afirmación cuya forma recuerde, aunque sea remotamente, lo que realmente habría querido decir, lo que realmente piensa que habría que decir, sin que sea su obligación respetar la estúpida sensibilidad de los hombres. Los juicios de las mujeres son más toscos, más simples, más directos, y abarcan toda la verdad, aunque el tacto que tienen, su desconfianza del idealismo propio de los hombres, siempre les impida expresarlos oralmente en su totalidad. Y ese tacto tiene sobrada razón de ser. Nunca podríamos soportar que las mujeres dijeran la verdad. Nos resultaría intolerable. Esto sería causa de infinita miseria y traería consigo las más espantosas contrariedades, sobre todo en este paraíso sin duda mediocre, pero al fin y a la postre idealista, en el que todos y cada uno de nosotros llevamos mal que bien nuestra vida, mera unidad de la suma inmensa de la existencia universal. Y ellas lo saben. Por eso tienen misericordia. Esta generalización no es aplicable con toda exactitud al estallido de sinceridad que tuvo la señora Fyne, al tratarse de una cuestión en la que ni mi afecto ni mi propia vanidad estaban implicados. Es posible que precisamente por eso llegara a aventurarse ella a tal extremo. Teniendo en cuenta que es mujer de pies a cabeza, optó por ser conmigo sumamente abierta, mostrándome el fondo de su corazón. No sólo quedaba la forma, sino casi la totalidad de la sustancia de su pensamiento en lo que acababa de decirme. Creyó estar en condiciones de arriesgarse. Su razonamiento debía de haber sido más o menos como sigue: he ahí un hombre, propietario de una cuantía no desdeñable de sagacidad…

Marlow hizo una pausa, lanzándome una curiosa mirada. Había pronunciado sus últimas palabras con el cigarro entre los dientes.

Se lo quitó de la boca con un amplio movimiento del brazo, y exhaló una liviana bocanada.

—¿Se sonríe usted? Habría sido más amable por su parte ahorrarme el sonrojo; lo cierto es que no tendría por qué sonrojarme. No es ésta cuestión de vanidad, no: es cuestión de análisis. Dejemos la sagacidad en paz, si le parece, aunque también habremos de subrayar qué representa la sagacidad en todo este embrollo. Cuando se percate usted de ello, también se percatará de que no hubo en todo ello nada que pudiera alarmar mi modestia. No creo, ni mucho menos, que la señora Fyne me atribuyese la posesión de esa especial sabiduría que templa el sentido común. Y de haber tenido yo toda la sabiduría de los Siete Sabios de la Antigüedad, no habría bastado para arrancar de ella una confidencia o una muestra de admiración. El desprecio que en secreto tienen las mujeres por la capacidad de considerar juiciosamente un asunto y de expresar en profundidad una conclusión meditada con detenimiento es algo que no conoce límites de ninguna especie. Desconocen la utilidad que puedan tener estos ejercicios de alta escuela, que a su entender constituyen una especie de juego puramente masculino, aunque digo juego en el sentido que el concepto tiene de ocupación digna de todo respeto, ideada para pasar el rato en esta vida ordenada con arreglo a las prioridades masculinas, que de un modo u otro ha de sobrellevar. Lo que verdaderamente respetan las mujeres en su proverbial agudeza de ingenio son las “ideas” ineptas y los ovejunos impulsos mediante los cuales quedan determinados nuestros actos y nuestras opiniones en todos los asuntos de auténtica importancia. A todo esto, conste que si las mujeres no son seres racionales sí que son, sin lugar a dudas, muy agudas. Hasta la propia señora Fyne tenía una sobresaliente agudeza. Aquella buena mujer había decidido dirigirse al compañero de ajedrez de su marido lisa y llanamente por haber detectado en él esa minúscula porción de “feminidad”, esa gota de una esencia superior, de la cual yo mismo tengo constancia y que, debo reconocerlo con todo mi agradecimiento, me ha salvado de dos o tres desventuras a lo largo de mi vida, que podrían haber sido bien ridículas, bien lamentables, sin más, aunque no pueda estar muy seguro de cuál de las dos posibilidades pueda ser más exacta. En el fondo, poco importa; de todos modos habrían sido desventuradas. Observará usted que digo “feminidad”, todo un privilegio, y que no hablo de “feminismo”, una actitud. No soy yo un feminista. Era, en cambio, el bueno de Fyne quien sobre cierta base cuando menos solemne sí que había adoptado esa actitud mental; ahora bien, bastaba con mirarlo de reojo, verlo sentado como estaba, para entender que era masculino hasta la raíz del cabello, sólidamente masculino, densamente, ridículamente incluso…, desesperadamente masculino.

»En efecto, lo miré de reojo. No hay quien descubra que su propia sagacidad ha sido reconocida por la mujer de un individuo sin darse cuenta de la impropiedad del caso, sin verse en el brete de mirar al individuo en cuestión a cada dos por tres. Por eso volví a mirarlo. Muy masculino, sin duda; tanto, que “desesperadamente” no habría bastado para expresar a fondo toda su masculinidad. Estaba desamparado, desarmado y paralizado por su masculinidad. Y si debido a las oscuras incitaciones de mi temperamento reservado hube de observarlo con maliciosa ironía, pese a ser de hecho, por definición y muy especialmente por muy hondas convicciones, un hombre, no me quedó más remedio que sentir una inmensa simpatía por él. Viéndole de aquel modo desarmado, completamente cautivo, debido a la naturaleza misma de las cosas, sentí ganas de hablarle con toda cordialidad.

»—En fin, ¿y qué piensa usted de todo esto?

»—No lo sé. ¿Cómo podría decirlo? Lo que sí le diré es que lo hecho, hecho está, y no hay más que decir —dijo tan masculino ser con toda la torpeza y la innata solemnidad que le permitió su carácter.

»La señora Fyne se agitó levemente en su asiento. Me volví hacia ella y le hice observar, con toda la gentileza que pude, que las críticas peyorativas del género de la que ella acababa de plantear eran en el fondo cosa muy corriente. Siempre hay quienes se preguntan qué sería lo que él había visto en ella; otros no consiguen adivinar qué era lo que ella podría haber visto en él. En fin, expresiones de la inadecuación, de la falta de armonía.

»—Sé perfectamente —dijo con todo el énfasis que pudo, con los brazos aún cruzados— lo que ha visto Flora en mi hermano.

»Incliné la cabeza ante la borrasca, pero terminé de decir lo que deseaba que supiera.

»—Y luego se da el caso de que el matrimonio, en la mayoría de los casos, resulta no ser peor que la media, por no aventurarme a suponer lo contrario.

»A la señora Fyne le disgustó el giro de optimismo que había dado a mi sagacidad. Fijó la mirada en mi rostro, como si dudase de que hubiese en mi natural disposición la feminidad suficiente para que pudiese yo comprender el caso.

»Esperé a que se pronunciara. Fue como si ella estuviese dilucidando si, después de todo, merecería la pena hablar con el hombre al que había decidido visitar. Comprenderá usted cuán provocador me resultó ese gesto de duda. Rebusqué en mi interior, tratando de dar con alguna impagable estupidez que decir, con la intención de inquietar a la señora Fyne, de tomarle el pelo. Siempre es humillante confesar un fracaso. Cualquiera diría que un hombre de mediana inteligencia puede hacer uso de la estupidez en cuanto se lo proponga, pero no es así, ni mucho menos. Supongo que debe tratarse de un don especial o bien que la dificultad estriba en ser a la vez relevante. Descubriendo que no se me ocurría ninguna estupidez sensata que decir, me contenté con lo que mejor podría suplirla: un lugar común. Esbocé, en tono de sentido común, la suposición de que, seguramente, en cuestión de matrimonio un hombre sólo debe complacer sus propios designios.

»La señora Fyne recibió mi osadía sin parpadear. El varonil pecho de Fyne, como cabría esperar, fue perforado por esta antigua, clásica observación. Gruñó levemente, con auténtico sentimiento. Me dirigí hacia él con falsa sencillez.

»—¿No está usted de acuerdo?

»—Es exactamente lo que le he estado diciendo a mi esposa —exclamó con extraordinaria voz de barítono—. Hemos discutido pormenorizadamente…

»¡Una discusión en casa de los Fyne! ¡Qué portento! Muy posiblemente había sido la primera diferencia que había surgido entre ambos; la señora Fyne habríase mostrado impávida, dispuesta a asumir todas las responsabilidades, y el bueno de Fyne habría insistido en su solemnidad, encogiéndose, acostadas las niñas en la planta superior de la casa; fuera, los campos a oscuras, los sombríos contornos de la tierra, ante el trasfondo de estrellas y negrura del universo, con la luz cruda de la ventana abierta como un faro que pudiese servir de guía a la truhana que ya nunca iba a regresar; ni siquiera ya truhana, sino sencillamente fugitiva. Ahora bien, fugitiva que se había llevado una buena rapiña. La suya había sido la fuga de una ladrona… ¿o de una traidora? El asunto de que hubiese robado el afecto del hermano, como me dije por dentro, tenía un aspecto cuando menos muy peculiar. La muchacha debía estar desesperada, pensé, al tiempo que oía la voz grave de Fyne con claridad suficiente, sólo que sin apreciar plenamente el sentido de sus palabras, salvo las últimas, que fueron éstas:

»—Todo esto, comprenderá usted, es extremadamente molesto…

»Lo observé con mirada inquisitiva. ¿Qué era lo que a tal extremo le molestaba? ¿Que el hijo del poeta tirano hubiese sido secuestrado por la hija del financiero convicto? Tal vez fuese solamente, si me permite decirlo, que la polvareda que levantaron en su huida hubiese perturbado la solemne placidez del ambiente doméstico en que vivían los Fyne. Por suerte, mi incertidumbre no duró demasiado.

»—La señora Fyne me apremia para que vaya a Londres de inmediato.

»Cualquiera podría haber adivinado, o haber visto incluso a las claras, el enorme desagrado que le inspiraba dicho viaje, las molestias que le producía aquella diferencia de criterio con su esposa. Por la seriedad con que asistía a todos los episodios de la comedia terrenal de esta vida, Fyne sufría por no ser capaz de mostrarse de acuerdo sentida y solemnemente con los pareceres de su esposa, tal y como se había acostumbrado a que sucediera, en reconocimiento del hecho de que se había salido con la suya en una única y suprema instancia: cuando ella se dio a la fuga con él, siendo ése el paso más impulsivo que se podría imaginar en la vida de una joven damisela. Se había esforzado desde entonces, de todo corazón, en expresar la gratitud que le debía dando por sentada la corrección de sus sentimientos en todas las demás ocasiones. A la sazón, se había convertido en una especie de hábito inveterado. Y jamás resulta agradable el romper de golpe un hábito. El buen hombre se encontraba profundamente contrariado. “¿De veras?”, dije. “¿Que vaya a Londres de inmediato?”.

»Me obsequió con una mirada inexpresiva. Me pareció a la vez patético y divertido. “Y usted, cómo no, entiende que no tendría ningún sentido…”, proseguí.

»Era evidente que ésa, y no otra, era su opinión, aunque no dijo ni palabra. Se limitó a seguir con un parpadeo de solemne y cómica lentitud. “A menos, claro está, que fuese para transmitirles las bendiciones de la familia”, dije, satisfaciendo sin pensármelo dos veces mis ganas de tomarles el pelo, aunque fuese de forma un tanto socarrona, pues no me atreví a mirar entonces a la señora Fyne, que se hallaba a mi derecha. De ese lado no percibí ningún sonido, ningún movimiento. Entiende usted que es de lo más natural que oponer buenas razones, sólidas razones, frente a las apasionadas conclusiones del amor, es una pérdida de tiempo y de intelecto rayana en el absurdo.

»Pareció realmente sorprendido, como si acabara de descubrir yo algo muy ingenioso. El buen hombre no se había dedicado a pensar en ello con la debida calma. Sólo sabía, sin más complicaciones, que bajo ningún concepto deseaba viajar a Londres a cumplir con semejante misión. Era la suya mera delicadeza masculina. A renglón seguido le desbordó el entusiasmo.

»—¡Sí! ¡Sí! ¡Eso es! ¡Exactamente! Un hombre enamorado… ¿Lo oyes? ¿Lo oyes bien, querida? Ahí tienes una opinión independiente y autorizada…

»—¿Será posible imaginar algo más inútil —insistí para complacer al fascinado y pequeño Fyne— que oponer frontalmente la razón al amor? Debo de todos modos confesar que en este caso, cuando pienso en el puntiagudo mentón de la pobre muchacha, me pregunto si…

»Mi ligereza fue un exceso que no pudo aguantar la señora Fyne. Arrellanada en su asiento, exclamó:

»—¡Señor Marlow!

»Como si misteriosamente le hubiese podido afectar la indignación de su dueña, el absurdo perro de los Fyne empezó a ladrar en el porche. Podría haber sido por un simple abejorro no autorizado a entrar en la finca, por descontado. Aquel animal era capaz de cualquier excentricidad. Raudo, Fyne se puso en pie y salió a ver qué pasaba. Me da en la nariz que se alegró de dejarnos a solas para discutir la cuestión de su viaje a Londres. Un viaje más bien antisentimental, por cierto, También él, en apariencia, tenía enteramente depositada su confianza en mi sagacidad. Era conmovedora tanta confianza. Y era a todas luces más genuina que la confianza que su esposa fingía tener en el compañero de ajedrez con quien jugaba su marido, o con quien había jugado al menos tres días de vacación consecutivos. Confianza… ¡que me aspen! Sagacidad…, ¡y un cuerno! La señora Fyne se había lanzado a pecho descubierto, sin encomendarse a Dios ni al diablo, sin asomo de recelo, segura de que yo iba a acudir en su respaldo como un solo hombre. En cambio, se había puesto en mis manos.

Interrumpió su narración. Marlow se dirigió a mí con un tono porfiado, entre burlas y veras.

—Quizá no sepa usted que soy un hombre de carácter, en conjunto, digamos que vengativo.

—Pues no, no lo sabía —repuse con una mueca—. Y me parece de lo más inusual en un marino. Siempre los he tenido por la profesión menos vengativa de este mundo.

—¡Mmm! Simples de corazón, sí —musitó Marlow con una punta de malhumor—. Será por falta de oportunidades. Olvidados del mundo, pasan a solas la mayor parte de su tiempo. Yo, por mi parte, es con las mujeres con las que me siento sobre todo vengativo, aunque no sea de lleno. Reconozco que es un ánimo de menor cuantía, pasajero; en fin, nada serio. Claro que las ocasiones no se presentan a menudo, y tampoco suelen ser grandes ocasiones. Más que nada me fastidia esa tendencia que tienen a enredarnos a su antojo con sus lindos dedos, con el meñique tan sólo, como si fuese coser y cantar. Tampoco es que los resultados sean casi nunca gran cosa, todo hay que decirlo. Hay poquísimas oportunidades de auténtico empaque. Lo que me desquicia es que den por sentado que en cada uno de nosotros existe esa mezcla de niño y de imbécil, a saber en qué proporción; me provoca, bien que nunca sea de lleno, nada serio. No entiendo por qué se me queda mirando usted como si echase llamaradas y humo espeso por las narices, oiga. No soy ningún monstruo que vaya por ahí devorando a las mujeres. Ni siquiera soy lo que técnicamente se denomina “una mala bestia”. Confío en el fondo tener la mezcla indispensable de niño y de imbécil para estar eventualmente a la altura y cumplir las expectativas de una mujer realmente hermosa… algún día. Algún día, digo. ¿Le extraña? No supondrá usted que me aterra la idea de casarme, ¿o sí? Tal suposición me ofendería profundamente…

—Ni en sueños querría yo ofenderle —dije.

—Muy bien, pues. Entretanto, haga el favor de tener presente que yo no estaba casado con la señora Fyne. Ni el meñique de dicha señora era de mi propiedad legal, téngalo en cuenta: yo no me había dado jamás a la fuga con semejante botín. Fyne, en cambio, sí. Que se retuerza y se encorve todo lo que le aguante la columna vertebral, o más, por lo que a mí respecta. Que hubiese desertado de la discusión con la meridiana excusa de salir a aquietar al perro vino a confirmar la impresión que me había producido, a saber, que pesaba sobre su natural elasticidad una gran tensión. Hice frente a la señora Fyne con la resolución de no ayudarla en su propósito, eminentemente femenino, de introducir una estaca entre los radios de las ruedas sobre las que marchaba por la vida otra mujer.

»Ella intentó a toda costa mantener la superioridad que traslucían sus ojos en calma. Se la veía como en familia, con olímpica altivez al mismo tiempo, parapetada tras la mesa del té, excelente símbolo de la vida doméstica en sus horas más despejadas, en su perfecta seguridad. Con parcas palabras, severas, sin adornos, me dio a entender que se había aventurado a esperar alguna sugerencia realmente útil por mi parte. A esta casi reprensión con que declaró sus intenciones, pues mi ánimo vengativo rara vez va más allá de una simple tomadura de pelo, contesté que estaba haciéndolo todo lo bien que sabía hacerlo. Y que siendo un fisonomista…

»—¿Siendo el qué? —me interrumpió.

»—Un fisonomista —repetí levantando un poco la voz—. Un fisonomista, señora Fyne. Y en atención a los principios de esta ciencia, le diré que un mentón delgado y puntiagudo es razón de sobra para cualquier intromisión. Porque usted quiere interferir al precio que sea, ¿no es así?

»Los ojos se le abrieron perceptiblemente. Jamás se había guaseado nadie de ella. El método que empleaba el difunto y sutil poeta para presentar su cara más desagradable era meramente el de un salvaje abuso, sin contemplaciones. Fyne siempre había sido un hombre solemnemente sumiso. No se me alcanza a saber qué otros hombres pudiera haber conocido ella, pero doy por hecho que debieron ser todos sujetos muy caballerosos. Y sus amigas tomaban asiento a sus pies, formando corro a su alrededor. ¿De qué modo podría haber reconocido mis intenciones? Por mi tono, no supo a qué atenerse.

»—¿Lo dice usted en serio? —inquirió trabajosamente. Y fue conmovedor. Fue como si una niña pequeña acabase de hablar con entera confianza. Me sentí ablandar.

»—No, no lo digo en serio, señora Fyne —dije—. Perdóneme, pues desconocía que debiese comportarme con seriedad, amén de con sagacidad. No. Esa ciencia de que hablo es pura farsa; por tanto, no podía decirlo en serio. Cierto es que todas las ciencias son pura farsa, salvo las que nos enseñan a sumar que dos y dos son…

»De lo que se trata es de mantener a esas dos personas divididas —saltó. Se había repuesto. Tuve que admirar el pronto ingenio de las mujeres. La agilidad mental es una perfección poco corriente. ¡Y hay que ver qué agilidad tienen! ¡Qué… justeza! ¡Qué tenacidad! Una vez que se agarran, ya puede usted arrancar de cuajo el árbol y sacudirlo a base de bien, que ellas no caerán de la rama. De hecho, cuanto más se sacude… ¡No hay más que fijarse en el encanto de sus contradictorias perfecciones! No es de extrañar que los hombres cedan… en general, claro está. No diré que me hubiese encandilado el encanto de la señora Fyne. No es que me sintiera extasiado por ella, ni mucho menos. Lo que me tocó la fibra no fue tanto lo que desplegaba, sino algo que de ninguna manera podía disimular. ¿El qué? Su emoción, nada menos. La forma de su declaración le había salido seca, perentoria casi, pero no así el tono. Le tembló la voz nada más que una pizca, lo justo; esbozó una desvaída sonrisa. Mientras nos mirábamos los dos directamente, observé que le brillaban los ojos con una luz peculiar. Estaba inquieta, afligida. Desde luego, que la señora Fyne hubiese decidido apelar a mi persona era ya prueba patente de su profunda aflicción. “Por Júpiter, también está desesperada”, pensé. A este descubrimiento siguió por mi parte un impulso de alejamiento instintivo de tan irracional como en absoluto varonil asunto. Las mujeres eran todas iguales, con su interés supremo, suscitado únicamente por pelearse las unas con las otras a propósito de un hombre: novio, hijo, hermano o lo que fuese.

»—Pero ¿cree usted que aún estamos a tiempo de hacer algo? —pregunté.

»Hizo un involuntario e impaciente movimiento con los hombros, sin separarse del respaldo de la silla. ¿Tiempo? ¡Pues claro! No habían pasado siquiera cuarenta y ocho horas desde que Flora se marchó a Londres tras él… No es que yo sea un gran experto en la materia, pero me atreví a murmurar vagamente una alusión a las amonestaciones matrimoniales por la vía extraordinaria. No podíamos precisar qué podía haber pasado a tales alturas. Pero ella sí estaba al corriente, y lo dijo con sorna. No había pasado nada.

»—Es improbable que pase nada, al menos hasta el viernes de la semana entrante… como mucho —anunció.

»Me pareció un prodigio de precisión. Tras una pausa, añadió que jamás podría perdonarse que no hiciéramos el esfuerzo que fuese necesario, cuanto estuviese en nuestras manos, una intercesión.

»—¿Ante su hermano de usted? —pregunté.

»—Eso es. John ha de partir mañana mismo. En el tren de las nueve.

»—¡Además, tan temprano! —dije. Ahora bien, no hallé en mi ánimo el arranque preciso para seguir la conversación en tono jocoso. Sometí a su examen diversas argumentaciones, a cada cual más obvia, dictadas en apariencia por el sentido común, aunque en realidad fuesen obra de mi secreta compasión. La señora Fyne las descartó una por una con ese punto de egoísmo semiinconsciente que se da en toda existencia segura, establecida dentro de los cánones. Los dos se conocían desde hacía menos de tres semanas. De ese lapso, demasiado breve como para que naciese ningún sentimiento serio, había que restar la primera. De entrada, apenas se habían mirado el uno al otro. Flora hizo prácticamente caso omiso de la presencia del capitán Anthony. Buenos días, buenos días. Y eso fue todo. No pasó de ahí el trato que se dispensaron. El capitán Anthony era hombre de pocas palabras, completamente desacostumbrado al trato social con muchachas de ninguna especie, y tan tímido de hecho que evitaba alzar los ojos en la mesa para no tener que mirarla a la cara. Era algo perfectamente ridículo. De hecho, era incluso improcedente, y motivo de azotamiento para la señora Fyne. Después del desayuno, Flora salía sola a dar una larga caminata; el capitán Anthony (a quien la señora Fyne a veces también llamaba Roderick) se quedaba con las niñas. Lo cierto es que su timidez le impidió incluso trabar relación con sus propias sobrinas.

»Todo esto podría sonar patético de no tener yo conocimiento de las niñas de los Fyne, que eran a un tiempo solemnes y maliciosas, aparte de albergar un secreto desdén por el mundo entero. ¡No había quien pudiese trabar relación con aquellos dos monstruos, por otra parte tan jóvenes y llenos de atractivo! Se limitaban a tolerar a sus padres, y parecían tener entre las dos, en secreto, un burlesco acuerdo en contra de todo desconocido, pese a no mostrarse visiblemente ningún afecto la una a la otra. Sí tenían por costumbre intercambiar miradas despectivas, que para un hombre tan tímido tuvieron que ser una prueba muy difícil de pasar. Consideraban sin duda a su tío un pesado, y probablemente un verdadero asno.

»No me sorprendió saber que bien pronto Anthony tomó por costumbre cruzar los dos prados colindantes para buscar reposo a la sombra de un robledal, a buena distancia de la casa de campo. Se tendía sobre la hierba y se pasaba la mañana entera fumando su pipa. La señora Fyne se extrañó de la indolente costumbre de su hermano. Habíale pedido algunos libros, es cierto, pero en la casa de campo había muy pocos. Los había leído de cabo a rabo en tan sólo tres días, tras lo cual siguió contentándose con tumbarse boca arriba en el campo, sin más compañía que su pipa. ¡Asombrosa indolencia! Durante la mañana entera la señora Fyne, ocupada con sus escritos en la casa de campo, lo veía desde su ventana. Tenía una magnífica vista de lejos, y aquellos robles estaban agrupados en una elevación del terreno. La indolencia de Anthony quedó abiertamente expuesta a las críticas de su hermana, tendido como se hallaba en la suave ladera verde. La señora Fyne se extrañó de su actitud, intrigada, disgustada a la vez. Claro que por haberse entrenado como autora, como bien sabe usted, no le fue posible sustraerse de tan fascinante novedad. Dejó que su hermano se diera a sus vicios. Me imagino que el capitán Anthony hubo de disfrutar de unos días muy placenteros, de manera por lo demás muy tranquila. Fue, si mal no recuerdo, un verano seco y caluroso, propicio para darse a la vida contemplativa al aire libre. Y la señora Fyne se sintió escandalizada. Las mujeres no suelen entender la fuerza que tiene un talante contemplativo. Es algo que simplemente escapa a su intelecto. Tienen la sensación, instintivamente, de que ese es el temperamento que mejor podrá rehuir la dominación de toda influencia femenina. Las encantadoras niñas se dedicaron a intercambiar abiertamente mofas y pullas en torno al “perezoso tío Roderick”, sin importarles que la señora Fyne las oyese con indulgencia. Y aquello era muy extraño, me indicó, porque de muchacho era cualquier cosa salvo indolente. Al contrario, siempre estaba metido en alguna actividad.

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