Ayesha

Ayesha


EL GLACIAR

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Llegó la noche de aquel aciago día, y después de unos cuantos bistecs crudos, pasamos la noche envueltos en la piel de nuestro pobre yak, pues nuestra tienda había desaparecido. Esta vez dormimos con cierta tranquilidad, pues sabíamos que por el momento no habría más aludes que temer. La noche era de un frío riguroso, y a no ser por la piel del yak estoy seguro que hubiéramos muerto de frío. Al despuntar el nuevo día, Leo me dijo, resueltamente:

—Horacio, tenemos que salir de aquí. Si hemos de morir, prefiero que sea luchando.

—Bien —le dije—; marchemos.

Hicimos dos paquetes con las pieles y la carne que —teníamos enterrada en la nieve, comenzando el descenso.

Aunque la roca no tenía más que unos sesenta metros de altura, su base, afortunadamente para nosotros, era bastante ancha, apilándose una colosal cantidad de nieve entre la cúspide y el nivel del suelo.

Como nada se ganaba esperando, nos decidimos a salir de nuestros resguardos, marchando Leo a la cabeza, probando la resistencia del piso de nieve paso a paso, y yo tras él.

Con gran alegría descubrimos que el frío de la noche había endurecido aquella nieve, que nosotros supusimos blanda, lo suficiente para que, andando por su superficie, pudiera soportarnos. A medida que descendíamos, el camino se hacía mucho más blando, hasta el punto que nos vimos obligados a tumbarnos sobre la nieve, para que el peso de nuestro cuerpo se repartiera por una superficie mayor, y de esta forma, poco a poco, tratar de llegar al pie del promontorio.

Todo fue bien hasta que estuvimos a unos cincuenta pasos de la base. Debíamos cruzar una pequeña elevación de nieve, o mejor dicho, de polvo de nieve, pues no podía llamarse de otra forma, aquello casi impalpable. Leo, comprendiendo el peligro que encerraba su paso, de un ágil salto evitó el peligro con maestría; pero yo, que le seguía a un par de metros, al intentar tomar impulso para saltar, debido, sin duda, a la pesadez de mi cuerpo, crujió la nieve, haciéndome erizar los cabellos. No tuve tiempo ni de proferir un grito. Me vi enterrado por completo en la blanca masa.

Cualquier persona que se haya visto sumergida en agua fría a bastante profundidad, sabe que la sensación que se experimenta no es de las más agradables. Descendiendo entre la nieve, mis pies tropezaron contra algo duro, que debía ser una roca; en ella me apoyé desesperadamente, y fue lo que me salvó de desaparecer para siempre. De pronto, todo fue tinieblas a mi alrededor. La nieve, sin consistencia, había cerrado el boquete que mi cuerpo hiciera al pasar por su superficie, e inmediatamente comencé a sentir los primeros síntomas de asfixia. Reuniendo toda mi sangre fría y toda mi calma, fui moviendo lentamente los brazos para no perder mi punto de apoyo, hasta llevarlos sobre mis hombros, procurando abrir un pequeño agujero sobre mi cabeza para que entrara el aire.

Siempre he tenido fama de tener los brazos excesivamente largos; esta vez traté de que me sirvieran para algo. Los saqué, y pude comprobar que no tenía más que un par de palmos de nieve sobre mi cabeza. Sacándolos aún más, traté de agarrarme a un cuerpo duro con que mis brazos tropezaron, y, asiéndome a él, procuré elevarme a pulso. Tarea inútil; la cantidad de nieve que tenía sobre mis hombros, hacía imposible la salida de aquel agujero.

Todo esto fue cuestión de segundos. Viendo mis esperanzas fallidas de salir de aquel sitio, me preparé a morir. Los sentidos me abandonaban, y poco a poco perdí la noción de mi ser.

De nuevo volví a ver la luz. La voz de Leo me gritó:

—¡Horacio; pronto, agárrate a la culata de mi rifle!

Algo rozó contra mi mano aterida; me agarré desesperadamente, y noté que tiraban de mí. Me vi izado, y mi cabeza salió de aquel maldito agujero.

Al verme salir, Leo tiró de mí. Yo, como pude, me agarré de él, y traté de salir por completo. Tanto empuje pusimos, que no pudimos evitar que juntos cayéramos rodando por la vertiente, hasta casi el borde del precipicio. Por fin, respiré el aire puro. ¡Qué delicia tan incomparable, cuando se ha estado a punto de morir por asfixia!

—¿Cuánto tiempo estuve allí? —pregunté a Leo, que, sentado a mi lado, enjugaba el sudor de su frente.

—No sé, exactamente. Cerca de veinte minutos, me parece.

—¡Veinte minutos! ¡Me han parecido veinte siglos! Pero ¿cómo has podido sacarme? Te sería imposible sostenerte sobre ese polvo de nieve.

—No; me he sostenido gracias a la piel de nuestro pobre yak. Al ver que no estabas junto a mí, comprendí lo que podía haber sucedido. Me dirigí hacia donde te había visto por última vez, y vi tus dedos, tan negros por el frío, que a los primeros momentos los tomé por trozos de piedra. Se me ocurrió entonces alcanzarte la culata del rifle, y, afortunadamente, todavía tuviste vida suficiente para poderla agarrar. Lo demás ya lo sabes. Si no hubiéramos sido los dos tan fuertes, nada hubiera podido hacerse.

—Gracias, muchacho —le dije, simplemente.

—¿Por qué me das las gracias? ¿Crees que deseo continuar solo todo el resto del camino?

Has estado durmiendo en una cama bastante fría. Vamos, necesitas ejercicio. Además, fíjate: estamos encantados de la vida, mi rifle se ha roto, y el tuyo se ha perdido en la nieve.

Bien, esto nos ahorra el tener que llevar la carga de cartuchos.

Diciendo esto, tiró los cartuchos, y se echó a reír jovialmente. Comenzamos nuestra marcha, dirigiéndonos hacia donde el camino se veía cortado por el precipicio, pues marchar en sentido contrario nos parecía completamente inútil.

Llegamos al camino. Allí estaban nuestras huellas, así como las del yak, impresas en la nieve. La vista de ellas me afectó profundamente, pues me parecía mentira que hubiéramos podido sobrevivir para verlas. Nos asomamos a la boca del precipicio. Era imposible intentar hacer nada por allí.

Allí fuimos, descendimos un poco su vertiente y examinamos el terreno. Apreciamos, como en el primer momento, que su profundidad era de unos trescientos pies, si bien no lo podíamos determinar exactamente, pues la conformación del terreno era tal, que a unos dos tercios la vertiente se metía hacia dentro tomando forma cóncava. Además, las rocas que sobresalían nos impedían la posibilidad de apreciar su profundidad. Era imposible intentar el paso por allí. Subimos, y la más negra desesperación se apoderó de nosotros.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté—. Frente a nosotros la muerte; tras de nosotros, la muerte también; no podemos cruzar de nuevo esas montañas, sin víveres o rifles con qué poder proporcionárnoslos. Aquí está la muerte; esperémosla con resignación. Hermano Leo, hemos luchado y hemos fracasado. Nuestro fin ha llegado. ¡Únicamente un milagro puede salvarnos!

—¡Un milagro! ¿Qué otra cosa puede llamarse a lo que nos forzó a permanecer en la cumbre del peñasco, y que nos salvó de morir aplastados por la avalancha? ¿Qué otra cosa puede llamarse a todo lo que nos ha preservado durante diecisiete años de peligros de los que pocos hombres hubieran podido salir indemnes? Ten la seguridad de que una fuerza oculta nos protege, y no moriremos hasta que nuestro destino se haya cumplido. ¿Por qué creer de que esta fuerza nos abandone en estos momentos? ¿Por qué pensar que nuestro destino es venir a morir en estas soledades?

Hizo una pausa y añadió, resueltamente:

—Te digo, Horacio, que aunque no tengamos rifles, provisiones ni yaks, no volveré hacia atrás sin considerarme un cobarde ante

Ella. ¡Iré adelante!

—¿Cómo? —pregunté.

—Por aquel camino —me contestó, señalándome el glaciar.

—¡Ese es el camino de la muerte! —contesté.

—Bien. Quizá sea así, Horacio; pero en estos países los hombres encuentran la vida en la muerte, o, al menos, así lo creen. Si morimos ahora, moriremos marchando hacia

Ella, y donde perezcamos será allí donde reencarnemos de nuevo y será más cerca de

Ella. Yo, por lo menos, así lo haré; tú puedes hacer lo que quieras.

—Yo hace tiempo que he determinado lo que tengo que hacer. Juntos hemos comenzado esta aventura y juntos tenemos que llegar al fin. Quizá Ayesha sepa nuestra situación y venga a ayudarnos —dije con una sonrisa irónica.

Después de hablar sobre las probabilidades de descenso, decidimos cortar la piel del yak en tiras, para hacer con ellas las veces de cuerdas. Después nos envolvimos las rodillas y la cara con trozos de piel hasta la altura de los ojos, con objeto de protegerlos contra las salientes de las rocas.

Hecho esto, hicimos un paquete con nuestras provisiones y nuestras ropas pesadas, y envolviendo en ellas unas piedras, las arrojamos por el precipicio, pues si llegábamos al fondo con vida, allí las encontraríamos, y si perecíamos, ya no nos eran necesarias.

Completos todos los preparativos, comenzamos uno de los más peligrosos descensos llevados a cabo por seres humanos, sin más ayuda que nuestra voluntad.

Comenzamos el descenso. Cuando ya habíamos descendido la cuarta parte, nos detuvimos a descansar sobre una roca que sobresalía, y volviéndonos, miramos a nuestro alrededor.

Verdaderamente, era un lugar horrible. Más profunda de lo que nosotros creímos, la vertiente se veía cortada por la cavidad que antes mencioné. Aquel lugar lúgubre y desolador no era el más a propósito para infundir ánimos a los que, como nosotros, descendíamos con tan pocos elementos de ayuda.

Volvimos a emprender el descenso, concentrando nuestros sentidos en ello. Esta vez fue más difícil, pues las salientes eran cada vez menores, y dos o tres veces tuvimos que desviarnos para alcanzarlas y poder descansar. Las correas que echábamos por las salientes de las rocas, dejando los dos extremos en nuestra mano, nos salvaron más de una vez del desastre. Luego, para recobrarlas, no teníamos más que tirar de uno de ellos cuando llegábamos a otra saliente que nos servía de punto de apoyo.

Llegamos por fin a la cavidad. Era enorme; formaría un arco de circunferencia de cerca de setenta y cinco metros de longitud. Aquí no había salientes. Únicamente algunas breñas, en las que no podíamos confiar nuestra seguridad.

—Con cuidado —dijo Leo.

Verdaderamente, era difícil intentar bajar más sin saber qué era lo que había en el fondo; lo mejor era descolgarse y explorar cuál era la mejor manera de efectuar el descenso.

Leímos nuestros propios pensamientos, y sin necesidad de más palabras, hice los preparativos para bajar al fondo.

—No —dijo Leo—. Yo soy más joven y más fuerte que tú. Ven; ayúdame.

Y comenzó a fijar un extremo de la correa a una saliente de hielo.

—Ahora, átame por las axilas.

Parecía una locura, pero no se podía hacer otra cosa. Tomé las correas, y mientras Leo descendía, yo iba sosteniendo el extremo libre, hasta que, poco a poco, se desvaneció en la sombra. No necesitó Leo contarme lo que vio, porque yo lo vi momentos después. Lo que interesa es lo que sucedió, que fue tan rápido que no pude evitarlo. Seguramente que a Leo le fallaría el pie en alguna de las salientes, porque, de pronto, sentí todo el peso de su cuerpo en las manos. Tiré de él instintivamente cuanto pude, y al hacer el apoyo me falló el pie. ¡Quién sabe lo que pasó! En mi terror solté las correas, obedeciendo al instinto de conservación, que obliga a un hombre a cuidar egoístamente de su propia vida. Si fue así, sólo pido perdón. Las correas se quedaron tirantes y sujetas en la roca, próximas a romperse. El cuerpo de Leo debía de haber rodado por el abismo, destrozándose en las salientes.

—¡Leo! —exclamé aterrorizado—. ¡Leo!

Oí una voz, que creía decía: «¡Ven!».

¡Oh! ¡Leo vivía! ¡Me llamaba! Lo que realmente Leo quería decir era que no fuese, pero yo no oía nada. Yo solamente sabía que Leo estaba herido, quizá agonizante, que necesitaba mi auxilio, e iba a prestárselo donde estuviera.

En dos segundos llegué. Para salvarle no tenía más remedio que pasar por un lado de la vertiente, donde había una franja de hielo y no podía agarrarme a las salientes.

En mi loca carrera en busca de Leo, me dirigí hacia allí, pues la oscuridad en aquellos lugares era grande, y suponía que Leo habría caído hacia aquel lado. Era tanta mi ceguera que no me detuve a seguir la dirección de las correas. Llamando a Leo a gritos, me dirigí por la estrecha franja, agarrándome a las salientes. Mis ojos, poco a poco acostumbrados a la oscuridad, buscaban afanosos el cuerpo de mi amigo. De repente el suelo cedió a mis pies: el hielo se rompió como vidrio. Ansiosamente me agarré con las uñas a unas salientes, mientras mis pies se fijaron en un estrecho margen que dejó el hielo al romperse. Mi posición no podía ser más crítica. Mis uñas, incrustadas en las piedras, sostenían el peso de mi cuerpo, y mis pies, sin poder soportarlo para no romper el punto en que se apoyaban, me obligaba a conservar la posición de un crucificado. ¿Qué me importaba mi situación?

Cuando verdaderamente me estremecí de terror fue cuando al levantar mis ojos vi el cuerpo de Leo balanceándose en el espacio. Sujeto bajo las axilas por las correas, se veía imposibilitado de desasirse del terrible lazo. Mientras tanto, su cuerpo suavemente giraba…, giraba…; en mi horror llegué a creer que eso no era más que una terrible pesadilla. Una angustia horrible se apoderó de todo mi ser. Mi imprudencia me había conducido hasta el extremo, no sólo de destrozar mi vida, sino la de mi amigo. El sudor manaba copiosamente de mi frente en gruesas gotas. Ya mis ojos, acostumbrados a aquella oscuridad, veían hasta los más mínimos detalles. La cara de Leo, congestionada por la presión que en su cuerpo hacía la correa, me miró con unos ojos que helaron mi sangre. En su mano esgrimía el cuchillo, y difícilmente y al azar intentaba cortar el lazo que lo mantenía colgado sobre el abismo. Dos o tres veces, en sus ciegos golpes, su cuchillo hizo presa en la correa. Unos cuantos golpes más, y su cuerpo se precipitaría en el glaciar. Cada golpe que daba era un golpe que recibía yo en mi corazón, conmoviendo todo mi ser. No tenía ni fuerzas para gritar a Leo que no consumase su suicida obra; la voz se quedaba muda en mi garganta, sin salir de mis labios. El cuchillo cortó la última fibra que le sujetaba, y ¡horror!… Un desfallecimiento se apoderó de mí. ¿Para qué quería ahora vivir? El único lazo que me retenía en la vida estaría convertido en una informe masa de carne. Sus brazos estarían rotos, sus piernas deshechas y su cabeza destrozada. ¡Horror! ¡No, no! No quería vivir. Mi dignidad humana me gritó: «¡No debes vivir, pues tu compañero ha muerto destrozado por tu culpa; sigue su ruta ahora mismo, por tu propia voluntad!».

Me solté de las salientes; este movimiento era el que me libertaba de todos mis remordimientos y de todas mis torturas. Por unos momentos me sostuve en equilibrio sobre mis pies. Fue un instante solamente, mientras murmuraba mi postrera oración, diciendo:

—¡Ya voy, Leo, junto a ti! —y con un impulso me precipité en la negra profundidad del glaciar.

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