Ayesha

Ayesha


EN LA CÁMARA DEL MAGO

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Una noche, Simbrí nos rogó que fuéramos a comer con él a su departamento, situado en la torre más alta del palacio. Era allí donde iba a tener lugar la escena decisiva de nuestra aventura en el país de Kaloon. Al terminar de comer, Leo, que había estado toda la velada pensativo y callado, dijo, de pronto:

—Amigo Simbrí. Deseo pediros un especial favor: quisiera que rogáseis a la Khania nos permitiese seguir nuestro interrumpido camino.

El mago, al oír la demanda de Leo, palideció.

—Creo —dijo, reponiéndose— que sería mejor que vos mismo pidiérais eso a la Khania. A vos nada os sería negado.

—Hablemos francamente, amigo Simbrí, seamos sinceros. Parece que la Khania Atene no es feliz con su marido. ¿No es cierto?

—Veo que sois perspicaz. Pero eso no quiere decir que esté enamorada de vos —dijo el viejo, tratando de aplastar a Leo.

—¡Tenéis razón! Pero, sin embargo, ha sido tan buena conmigo y he recibido tantas bondades de ella, que me han hecho creer…

—Quizá queréis decir que no habéis olvidado lo, que un caballero debería no recordar…

—¡No! Recuerdo cosas que atañen sólo a vos y a la Khania.

—Está bien; ¡hablad!

—Muy poco tengo que deciros. Solamente, que jamás pasó por mi imaginación avergonzar a la primera dama de vuestro país.

—Habéis hablado noblemente, y esto os honra. Mas debo deciros que en este país no nos admiramos por ciertas cosas. Pero ¿qué necesidad tenéis de dar escándalo? Si, por ejemplo, la Khania se decidiese a tomar nuevo esposo, el país entero se regocijaría, porque ella es la última descendiente de sangre real …

—¿Pero cómo puede casarse nuevamente una mujer cuyo marido vive todavía?

—¡Desde luego! Es una cuestión que he tenido en cuenta, y creo que la solución más sencilla es que podría casarse si ese hombre, que es su marido, muriese. Nada tendría de extraño; el Khan ha bebido tanto en estos últimos años que…

—¿Queréis decir, si este hombre fuera asesinado? —dijo Leo, iracundo—. Pues bien; desde este momento os digo que no. ¡No quiero saber nada de tal asesinato! ¿Me entendéis?

Al decir esto Leo, oí un ligero ruido tras de mí; volví la cabeza, y la cortina que cerraba el paso al gabinete donde el mago guardaba sus instrumentos se descorrió, dejando ver a la Khania que nos contemplaba en pie.

—¿Quién hablaba de asesinatos? —dijo, fríamente—. ¿Fuisteis vos, Leo?

Levantándose de su asiento, Leo respondió serenamente.

—Señora: me alegro de que hayáis oído mis palabras, aunque éstas hayan podido despertar vuestro enojo.

—¿Por qué ha de enfadarme el saber que en mi corte hay hombres de honor que nada quieren saber de crímenes? ¡No! Estas palabras os honran. Pero sabed que jamás pasaron por mi mente esas ideas. Mas amigos míos: ¡lo que está escrito, está escrito!

—Pero decidme, Khania: ¿qué es lo que está escrito? —preguntó Leo con ansiedad.

—Simbrí: ¡díselo!

Simbrí se dirigió a su gabinete; trajo un papiro y leyó: «Las estrellas han demostrado con sus signos infalibles que antes de la próxima luna nueva el Khan de Kaloon, Rassen, morirá a manos del extranjero de rubia cabellera que llegó a este país a través de las montañas».

—¡Las estrellas mienten si tal cosa afirman! —gritó Leo fuera de sí.

—Como queráis —dijo Atene—; pero sabedlo: el Khan debe morir, no a mis manos ni a las de mis cortesanos: debe morir a las vuestras.

—¿Pero por qué a mis manos? ¿Por qué no a las de Horacio? ¡Si así fuese, debería sufrir el castigo que el pueblo me impusiera! —gritó Leo, desesperado.

—¿Por qué os burláis de mí, Leo Vincey? ¿No comprendéis lo que para mí representa mi marido? —dijo la Khania, felinamente.

Comprendí que habíamos llegado a la escena culminante, porque Leo, dominándose y mirándola cara a cara, le _dijo, fríamente:

—¡Señora, hablad! ¡Hablad, por lo que más queráis; quizá será mejor para los dos!

—Os obedeceré, señor. Del principio de este drama espiritual mío, nada os hablaré; lo que recuerdo se refiere a mi presente reencarnación, en la que desde mi niñez os he amado, sin conoceros en persona. La primera vez que os vi, en el río, cuando os salvamos de las aguas, vuestra cara no me fue desconocida. Ya os conocía por haberos visto en sueños. ¡Sí! ¡Cuando era una niña, me quedé dormida una mañana de primavera, entre un macizo de flores de mi jardín… y os vi! ¡Os vi! Vuestra cara era la de un niño, pero érais vos. Preguntádselo a mi tío; él sabe que es verdad lo que os digo. Después os vi muchas veces. Siempre en sueños, y por ellos supe que vos érais mío, ¡mío! ¡Solamente mío! Pasaron largos años. Yo sabía que vos veníais hacia mí, poco a poco, yendo de un lado al otro, a través de los pueblos del Asia, cruzando las heladas montañas, los verdes llanos y los desiertos arenosos, donde los rayos del sol calcinan las blancas osamentas de las caravanas perdidas. ¡Siempre, siempre hacia mí! ¡Por fin llegásteis! Una noche, aún no hace tres lunas, mientras estaba con mi tío estudiando juntos la Senda que conduce al pasado y al presente, tuve una extraña revelación. Perdí el sentido en uno de esos dulces sueños en que parece que el espíritu se separa del cuerpo y toma fuerzas para ver aquello que ha de suceder. Vi entonces que vos y vuestro compañero descendíais por una saliente de hielo sobre el abismo. ¡No miento, no! ¡Está escrito aquí! Érais vos el hombre de mis ensueños hecho carne; ¡no podía ser otro! Como conocía el lugar, hacia allí nos dirigimos presurosos, temiendo que pudiérais caer y perderse vuestra preciosa vida. Cuando llegamos vimos que era verdad. Dos pequeñas figuras se deslizaban por los hielos, por donde ningún hombre hubiera podido descender. Vimos cómo caísteis y quedásteis colgado sobre el glaciar; vi también cómo, valientemente, Holly saltaba tras de vos, y vimos cómo cortando la cuerda que os aprisionaba, os precipitábais en el abismo. Pero yo estaba allí, y fueron mis manos las que os salvaron de perecer en el torrente; de otra forma, hubiérais muerto sin remedio, vos que sois para mí la vida, mi sueño, el amor soñado y esperado desde hace tantos años. Vos y no otro, Leo Vincey. Fue este temor el que previó el peligro, y esta mano la que os salvó la vida. ¿Queréis rechazarlos ahora, cuando la Khania de Kaloon os los ofrece?

Quedó callada, con los ojos fijos en el vacío, mientras sus labios temblaban ligeramente.

—Señora —dijo Leo—. Me salvásteis la vida, y eso sólo basta para que mi gratitud sea eterna, ¡aun cuando quién sabe si hubiera sido mejor que me hubiéseis dejado morir! Pero si toda esta historia es verdad, ¿por qué os casasteis con el hombre que es hoy vuestro esposo?

—¡Oh! No penséis mal de mí, mi bien amado: fue un acto político el que me obligó a unirme a ese loco déspota a quien siempre odié. ¡Tú lo sabes, tío!

El viejo Simbrí movió afirmativamente la cabeza.

—Este matrimonio fue necesario para poner fin a la guerra que ensangrentaba el país entre las legiones de Rassen y mis fieles súbditos. Yo era la última descendiente de la verdadera raza; además, siempre creí que mis sueños y visiones eran solamente fruto de mi cerebro enfermo. ¡Lo hice solamente por el bien de mi país!

—Si así fuera, señora, vos seríais la más grande patriota y digna de admiración —dijo Leo en un tono rápido, en el que traslucía el deseo de poner fin a esta escena—. ¡No! No pienso mal de vos, Khania. Mas me extraña que deba ser yo el que tenga que cortar el yugo que os aprisiona a un marido que habéis escogido por vuestra voluntad. Además, me habéis contado la historia de la revelación de las estrellas como la que os anunció nuestra llegada al país, y debo deciros que es realmente falsa. Señora: ¡vos estábais en el río porque la poderosa Hesea, el Espíritu de la Montaña del Fuego, así os lo había mandado!

—¿Cómo sabéis esto? —dijo Atene como mordida por una víbora, mientras Simbrí nos contemplaba estupefacto.

—De la misma manera que conozco muchas cosas más. Se ñora: hubiera —sido mejor que hubiérais dicho toda la verdad. Atene, blanca como la cera, respondió:

—¿Quién os lo dijo? ¿Fuiste tú, mago maldito? ¡Oh! Si es así, ten la seguridad de que lo sabré, y aunque llevas mi sangre en tus venas, la pisotearé cuando estés en la agonía.

—¡Atene! ¡Atene! —dijo Simbrí, suplicante—. ¡Bien sabes que no puede ser verdad!

—¿Entonces fuisteis vos, vagabundo apestado, mensajero del espíritu del mal? ¡Oh, por qué no os maté desde el primer momento! Pero ese olvido tiene pronto remedio.

—Señora —respondí—, ¿creéis por ventura que soy adivino?

—Sí; eso creo que sois…

—Entonces, Khania, decidme: ¿qué respuesta habéis enviado a la poderosa Hesea sobre nuestra llegada al país de Kaloon?

—Escuchad —interrumpió Leo antes de que pudiera contestar—. Quiero ir a la Montaña Sagrada a consultar al oráculo. Con vuestra complacencia o sin ella iré, y después podréis juzgar quién es más fuerte, si la Khania de Kaloon o Hesea, la del Santuario del Fuego.

Atene permaneció en silencio durante algunos segundos, quizá por no saber qué contestar a la inesperada resolución de Leo. Después, con una pequeña sonrisa, añadió:

—¿Es esta vuestra voluntad? Bien; pero creo que allí no está lo que buscáis…

Como si un secreto pensamiento cruzase por su cerebro, un espasmo de pena se reflejó en su cara; luego añadió, con aquella frialdad tan particular en ella.

—¡Viajero!, sabed que mientras yo viva no pondréis los pies en esa montaña. Sabed también, Leo Vincey, que os he abierto mi corazón, y por vuestros labios he sabido que la mujer que buscáis no soy yo, como en mi loca pasión llegué a creer. No os hago ningún ruego, ninguna súplica; pero no olvidéis que sabéis demasiado… Sin embargo, pensadlo bien esta noche, y mañana, a la puesta del sol, me contestaréis. No me desdigo de mi ofrecimiento; mañana me diréis si me queréis tomar por esposa cuando la ocasión llegue, y reinar en este tranquilo país, gozando de la felicidad de mi amor; o morir en compañía de vuestro amigo.

De pronto vi que la llama de la luz que iluminaba la estancia se movió, haciendo sombras. Comprendí que algún cuerpo extraño había alterado la tranquilidad del ambiente, penetrando en la estancia; con un temor instintivo miré a mi alrededor, y vi la sombra de un hombre que avanzaba silenciosamente. Al llegar dentro del círculo iluminado por la lámpara, prorrumpió en una salvaje carcajada.

Era el Khan. Atene lo vio. Su mirada no expresó miedo ni inquietud, como si lo que sucedía fuera una cosa que de antemano supiera había de suceder; sin embargo, lo que de esta nueva fase pudiera derivarse habría de ser fatal para Leo y para mí.

—¿Qué buscas aquí, Rassen? —preguntó Atene—. Vuelve a tu corte, y sigue con tus borrachos y tus mujeres.

Pero Rassen reía, y su risa, como la de las hienas, nos sacudió las espaldas con rudos escalofríos.

—¿Qué has oído, que tanto te hace reír?

—¿Que qué he oído? —rugió Rassen—. ¡Oh! Que la Khania, por cuyas venas corre pura la sangre de los conquistadores, la primera dama del país de Kaloon, la princesa cuyas ropas se manchan al sólo contacto con las damas de la corte, mi esposa, sí, mi esposa, la que me rogó que me casara con ella, y sabedlo, extranjeros, porque era su rival en el gobierno de todo el país, pensando sólo con ello aumentar su poder y riqueza, la he oído ofrecerse a un vagabundo aventurero de rubios cabellos, y he oído también a éste rechazarla. ¡Ja, ja! He oído también, pero esto ya lo sabía yo, ¡que estoy loco; loco! ¡Ja, ja! Pero sabed, extranjeros, que estoy loco porque esa rata vieja —dijo señalando a Simbrí— me dio a beber un filtro en la fiesta de nuestros desposorios para reducirme al lamentable estado en que hoy me encuentro. Lo hizo bien, a fe mía; pero la culpable verdadera de todos mis males no es más que esa mujer, a quien odio con todas las fuerzas de mi alma, la Khania Atene.

Solamente su contacto me pone enfermo; he intentado convivir con ella, pero envenena el aire el olor de embrujamiento que difunde.

Todos estos rudos insultos, que en el fondo no debían quizá carecer de fundamento, los escuchó la Khania Atene sin despegar los labios. De pronto, volviéndose hacia nosotros con gran reverencia, nos dijo:

—Señores, perdonad; habéis llegado a una tierra corrupta por el vicio y atacada por los malos espíritus, y aquí veis sus frutos. Khan Rassen: tu destino está escrito, y no he de hacer nada por impedirlo; durante el corto tiempo en que hemos estado juntos, no has sido para mí más que deshonra y corrupción. La próxima copa no será para enloquecerte, sino para hacer callar esa lengua vil que arroja todo el veneno de tu casta a la limpia y pura de la última descendiente de los conquistadores. ¡Tío! Ven conmigo; dame tu brazo, pues me siento desfallecer de vergüenza y de rabia.

El mago avanzó unos pasos, y al pasar junto al Khan, y mirándole con sus ojillos, que brillaban como carbunclos, deteniéndose, le dijo:

—¡Rassen! Os he visto nacer; sois el hijo de una mujer maldita; nadie sabe quién es vuestro padre, sino yo. Yo os he elevado; a mí me debéis el ser lo que sois, no olvidéis que puedo haceros caer. Ya os acordaréis de mí cuando llegue el último instante de vuestra vida.

Sus pasos se apagaron en el corredor, y el Khan, mirando furtivamente a su alrededor, preguntó, mientras se secaba con la manga el sudor que le corría por la frente: —¿Se ha ido ya ese viejo hechicero?

De sus ojos había desaparecido el brillo de la locura. Lo tranquilicé en seguida, contestándole que ya se había marchado.

—Creeréis que soy un cobarde, y es verdad; tengo miedo de él y de ella, como vos lo tendréis, rubio galán, cuando os llegue la ocasión.

—¡Quiero huir, Khan! —le dijo Leo—. Ellos me han dicho que yo debo mataros; estad tranquilo; no busco vuestra muerte. Creéis que intento robaros vuestra esposa, mas no son tales nuestros propósitos. Deseamos solamente escapar de esta ciudad, en la que estamos prisioneros, ya que sus puertas están cerradas y vigiladas noche y día. Escuchad; vos y sólo vois podéis librarnos de esta prisión. ¡Dadnos la libertad!

El Khan nos miró sorprendido, exclamando:

—Pero si os dejara libres, ¿adónde iríais?

—Hacia la Montaña del Fuego.

Rassen se quedó atónito.

—Soy yo el que está loco, o sois vos; pero…, ¿queréis ir a la Montaña del Fuego? Sin embargo, no me importa hacia dónde os dirijáis; mas no creo que podáis llegar hasta allí…

Pero si así fuera, podríais volver de nuevo con hombres para guerrear. ¡Ah! ¡Ya veo claro!

¡Tenéis la reina y deseáis conquistar este fértil país! ¡Sois ambiciosos! ¡No! ¡No iréis hacia allí!

—Escuchad, Khan. Sed consciente. Vuestros temores son infundados. No deseo vuestra esposa, ni un acre del suelo de estas tierras. Ayudadnos, y no volveremos a molestaros ni a intervenir en la vida de vuestro país.

El Khan permaneció pensativo, con sus largos brazos colgando a lo largo del cuerpo.

De repente, alguna idea pasó por su cerebro, por cuanto, estallando en una de sus brutales carcajadas, dijo:

—Estoy pensando qué diría Atene si mañana viese que sus pájaros habían volado. ¡Ja!

¡Ja! Pero… os buscaría, y entonces quizá se enfadase conmigo, y saldría en vuestra busca, no parando hasta encontraros… —dijo, poniéndose serio.

—¿Más enojada de lo que está ahora? —repliqué—. Dejadnos marchar esta noche, favorecidos por la oscuridad, y mañana, por mucho que busque, no nos encontrará.

—¿Olvidáis, extranjeros, que ella y su tío tienen ciertos poderes secretos de qué valerse?

Aquellos que supieron dónde tenían que encontraros, bien pueden saber dónde tienen que buscaros si escapáis. Pero sería curioso ver su rabia al saber que habíais huido. ¡Oh, mi rubio doncel! ¿Dónde estás? —dijo, imitando cómicamente la voz de Khania—. ¡Volved, volved pronto; dejadme que derrita el hielo de vuestro corazón con la llama de mi amor!

¡Ja! ¡Ja!

Súbitamente exclamó:

—¿Cuándo podéis estar listos para marchar?

—En media hora —contesté.

—Ben. Id a vuestro cuarto y preparadlo todo. Dentro de unos segundos estaré con vosotros.

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