Ayesha

Ayesha


LA SEGUNDA PRUEBA

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Oros hizo una reverencia y salió del lugar, indicándonos Hesea, con una señal, que nos colocásemos a su derecha, mientras señalaba a Atene un lugar a su izquierda.

Por ambos lados, en número de unos cincuenta, se habían alineado contra las paredes los sacerdotes y las sacerdotisas. Penetraron en el recinto dos figuras cubiertas de pies a cabeza por negros mantos, llevando grandes libros, y se colocaron a uno y otro lado del catafalco del Khan, mientras Oros se paraba frente a Hesea.

Cuando estuvieron todos ubicados, la Señora de la Montaña levantó el sistro, y correspondiendo a esta señal, Oros dijo:

—¡Que los libros sean abiertos!

A esta frase, el enmascarado acusador, que estaba a la derecha, rompió el sello del libro, lo abrió y comenzó a leer. Era la historia de las faltas y delitos cometidos en vida por el Khan, como si fuera la voz de la conciencia que, deseosa de verse libre de sus culpas, tomara vida y voz para hacerlos públicos. En fríos y horribles detalles, el acusador contó todo el infierno de la vida de Rassen, desde su niñez, a través de su juventud y sus años maduros, hasta su muerte…

Por fin, la larga historia terminó con el relato de la muerte del noble cortesano sobre la ribera, el atentado contra nuestras vidas, la cruel caza con sus mastines por el llano y, por último, su fin a manos de Leo.

El acusador cerró su libro, y dejándolo sobre el suelo, dijo:

—Tal es la historia, Madre. Tenla en cuenta cuando hagas justicia.

Sin hablar, Hesea señaló con el sistro al defensor que, rompiendo el sello de su libro, comenzó a leerlo.

Éste era la historia de todas las buenas obras que había hecho, así como sus buenos actos; los planes que había ideado para la seguridad y el bien de sus vasallos; las malas tentaciones a que había resistido; el verdadero y puro amor que había profesado hacia la mujer que fue su esposa, y de las plegarias y ofrendas que había hecho en honor de Hesea.

Sin hablar, Hesea señaló con el sistro al defensor, la mujer, que era su esposa, lo odiaba; el porqué ella y su tío el mago, que la había cuidado y educado, pusieron en su camino a otras mujeres para distraerlo y aturdirlo, teniéndolo así siempre fuera de su deber; de cómo los dos, en criminal complicidad, prepararon la pócima que había de volverlo loco, encendiendo un infierno en su corazón, perdiendo de esta forma toda esperanza de recobrar el amor de aquélla, a quien todavía amaba.

También relató el arrepentimiento que sus crímenes le producían, a los que había sido llevado por su esposa, tratando de hacerlo odioso a los ojos y al corazón del pueblo. Relató también cómo los celos le arrastraban a cometer actos odiosos hasta el punto de obligarle a violar la ley de la hospitalidad, tratando de asesinar a los forasteros que se habían albergado bajo su morada, a manos de uno de los cuales pereció.

Terminó el defensor, y cerró el libro dejándolo sobre el suelo. En seguida dijo:

—Tal es la historia, Madre, que debes tener en cuenta cuando hagas justicia.

La Khania, que hasta aquel entonces había permanecido de pie, impasible y glacial, se adelantó para hablar con su tío el mago Simbrí. Pero antes que la palabra saliera de sus labios, Hesea levantó el sistro, diciendo:

—Tu hora no ha llegado todavía; nada tenemos que escuchar de ti. Cuando tú reposes donde él reposa ahora, los libros de tu vida serán leídos a aquella encargada de juzgar, y tu abogado será quien responda por ti.

—Así sea —exclamó Atene, desfallecida.

Ahora había llegado el turno del Sumo Sacerdote Oros.

—¡Madre! —dijo—; tú lo has oído. Pesa los actos buenos y los malos, y de acuerdo con tu sabiduría, dicta sentencia. ¿Debemos lanzar eso que fue Rassen, de pies en el ardiente lago, para que de esta manera vuelva a caminar por la senda de la vida, o debemos, por el contrario, lanzarlo de cabeza y considerarlo muerto para siempre?

Entonces, mientras nuestros pechos se deshacían de impaciencia, la gran sacerdotisa dictó su veredicto.

—He oído, he pesado y he tenido en cuenta, pero no puedo juzgar; no puedo, porque no tengo tal poder. Dejad que el Espíritu que lo envió a la vida lo recoja otra vez y juzgue su alma. Este hombre pecó mucho, pero más fue obligado que de su voluntad. No es a este hombre a quien debemos pedir la responsabilidad de sus culpas y de sus faltas. Lanzadlo de pies, de manera que su nombre pueda llegar limpio de toda culpa a oídos de las generaciones futuras y pueda volver a la vida en la fecha que le sea indicada.

El acusador, tomando el libro que yacía a sus pies, avanzó, lanzándolo al cráter.

Después desapareció por una hendidura. El defensor, por el contrario, recogiendo su libro, lo entregó a oros para que fuese guardado en los archivos del Santuario por toda la Eternidad.

Los sacerdotes, una vez hecho esto, comenzaron un litúrgico canto funeral y solemne invocación al poderoso Señor del Centro del Mundo, que recibiría su espíritu y que lo juzgaría lo mismo que en la tierra habían sido juzgados por su ministro Hesea.

El cortejo de sacerdotes, siempre cantando, se dirigió lentamente hacia donde reposaba el Khan en su catafalco, y tomándolo en brazos, lo llevaron hasta el borde del cráter; entonces y a un signo de la Madre, lo dejaron caer de pie en el ardiente lago, mientras que, con miradas de ansiedad, observaban la forma de caída en el fuego. Según sus reglas, si el cuerpo al Caer daba una vuelta en el aire, era señal de que el juicio de los mortales había sido rechazado en el lugar de los inmortales. Si no daba ninguna vuelta y descendía recto como una flecha, era señal de asentimiento.

El cuerpo del Khan se precipitó recto y rápido en la roja lava, desapareciendo para siempre. Esto no era extraño, pues, como pude saber más tarde, los pies habían sido cargados con pesos.

La ceremonia, si así podemos llamarla, acabó. El Khan siguió el camino del libro de sus pecados a través de aquel lúcido mar de fuego, y ahora estaría convertido en un puñado de negro polvo. Pero si sus libros habían sido cerrados, los nuestros permanecían abiertos en uno de sus más extraños capítulos. Lo sabíamos, y esperábamos el resultado con expectación.

Hesea volvió a sentarse en su trono de roca.

Ella también sabía que nuestra hora había llegado. A una palabra y un movimiento de su sistro, los sacerdotes y las sacerdotisas salieron, sin que los volviésemos a ver. Dos de ellos, sin embargo, quedaron: Oros y Papava, una mujer joven de noble continente.

—Escuchad, mis servidores —dijo Hesea—. Grandes y admirables cosas están próximas a suceder, que estaban anunciadas para la llegada de estos extranjeros, a quienes he aguardado durante largos años, como vos sabéis. Nada puedo deciros de lo que sucederá, pues, aunque mucho poder se me ha dado, el don de la visión futura no me ha sido concedido.

Pudiera suceder, sin embargo, que este trono esté pronto vacío y que esta carnal envoltura sea pasto de los fuegos eternos. Mas no apenaros, no; yo no muero, y si así acontece, mi espíritu volverá de nuevo.

Amada Papava: tú eres la elegida. A ti sola te he abierto todas las puertas de la sabiduría. Si partiera, ahora o más tarde, toma los antiguos poderes, ocupa mi lugar, y haz en todo de acuerdo con mis enseñanzas, de forma que no se apague, en esta Montaña, la luz que alumbra el mundo. Además, te ordeno, así como a ti, Oros, que cuando parta trates a estos extranjeros con todo afecto y hasta, si es posible, proporcionándoles una escolta que los conduzca a través del país hasta el camino que se extiende por el desierto y las montañas del noroeste. Si la Khania Atene tratase de detener, su marcha contra su voluntad, levanta en guerra las tribus de la Montaña, en nombre de Hesea, y cae sobre la tierra de Kaloon, destrona a la Khania, conquista el país y gobiérnalo. Escucha y obedece.

—Madre, te escuchamos y te obedecemos —contestaron Oros y Papava como una sola voz.

Hesea levantó su mano, haciendo un signo de que el asunto había concluido; después de una pausa, dijo, dirigiéndose a la Khania:

—Atene, anoche me preguntaste: «¿Por qué amas a ese hombre?». A esta pregunta puedo responder con una contestación fácil: ¿No es por ventura Leo Vincey un hombre que puede inspirar una ardiente pasión a una mujer como tú? Pero tienes razón: tu corazón posee también un poco del poder mágico que tu tío te enseñó, y el corazón te dice, y no te engaña, que antes que tú vinieras a esta vida le habías amado. Yo he jurado a los que me confirieron los poderes que hoy poseo, descorrer la cortina que oculta el pasado y hacerte conocer la verdad.

—¡Ha llegado tu hora! Obedezco tus deseos, no porque sean tus órdenes, sino porque es mi voluntad. Del principio nada puedo decirte, pues soy todavía ser humano y no diosa.

No sé por qué secreto destino estamos nosotros tres unidos tan íntimamente en esta serie de hechos… No conozco el fin de la jornada hacia la cual caminas durante miles de encarnaciones… Por eso comenzaré la historia desde donde se conserva la luz en mi cerebro.

Hesea hizo una pausa, y vimos su cuerpo estremecerse como bajo el influjo de un violento esfuerzo.

—¡Mirad hacia atrás! —exclamó, elevando sus manos al cielo.

Volvimos la cabeza, y nada vimos de momento, salvo la cortina de fuego que se elevaba desde los abismos del volcán; mas a medida que nuestros ojos miraban más y más, tratando de penetrar la espesura de su rojizo velo, vimos reflejarse en ella una admirable visión, como en el mágico cristal de la redoma de los cuentos de hadas.

Un templo se elevaba en medio de las amarillas arenas de un desierto y un ancho y caudaloso río de orillas pobladas de exuberantes palmeras, corría no lejos del templo. El patio, de ornados pilares, era atravesado en aquel momento por una procesión de oficiantes… El patio quedó vacío; pude ver reflejada en su amarillo suelo la sombra de las extendidas alas de un halcón vestido con las blancas ropas de sacerdote, afeitada la cabeza y descalzos los pies, entró en el patio por la puerta de granito en la cual estaba representada la escultura de una mujer, ornada de la doble corona de Egipto, con una flor de loto y empuñando en su mano un sistro sagrado. De pronto, el extraño sacerdote, como sorprendido por algún rumor, se detuvo mirando hacia nosotros y, sobre todo hacia mí; pero… ¡gran Dios! ¡Qué veía! Su cara era la de mi hijo adoptivo, de Leo Vincey en su juventud. ¡Era aquel Kalikrates cuyo cuerpo vimos hacía años en las cuevas de Kôr!

—¡Mira, mira! —dijo Leo, apretando mi brazo. No le contesté; solamente moví la cabeza por toda contestación.

El hombre se puso en marcha nuevamente, y al llegar junto a la imagen, se arrodilló ante ella, y abrazado a sus pies, elevó sus plegarias. De pronto se abrieron las puertas del templo dejando paso a una procesión, al frente de la cual aparecía una mujer de noble apariencia, cubierta de blancos velos, llevando ofrendas que depositó en la mesa situada para este objeto ante la imagen, doblando después sus rodillas ante la efigie de la diosa.

Hechas sus genuflexiones, se dispuso a marchar, no sin antes tocar con su mano la espalda del sacerdote, que, absorto, la siguió.

Cuando todo el cortejo desfiló y atravesó las puertas del templo la velada sacerdotisa y su acompañante se dirigieron hacia uno de los pilares, y señalando el río y las tierras que se extendían al otro lado de la orilla, murmuró algo a su oído. El sacerdote pareció turbarse; dijo algo, y ella, después de mirar sospechosamente a su alrededor, dejó caer sus velos, e inclinándose le ofreció el néctar de sus labios, que su amante apuró.

Al retirar su cara, ésta se volvió hacia nosotros, y aquella mujer era Atene. Sus negros cabellos estaban sujetos por la corona de oro que indicaba su rango real. Miró al afeitado sacerdote y río con la alegría que da el triunfo; señaló el sol poniente y el río… , y la visión desapareció…

Aquella risa fue contestada con la de Atene en persona, porque ella reía también triunfante, y gritando al mago, dijo:

—Buenos adivinadores fueron vuestros corazones; ved cómo mi vida estuvo ligada a la suya en el pasado.

Entonces, como hielo en el fuego, cayó la voz de Hesea, diciendo:

—¡Calla y mira cómo lo perdiste después!

La escena cambió: una mujer aparece durmiendo sobre una otomana de artística forma y de ricos ornamentos. Sobre ella se inclina la sombra de la diosa que representa la granítica imagen del patio. La mujer despertó de su sueño y miró a su alrededor y, ¡oh sorpresa!, era la cara de Ayesha, tal como la vimos por primera vez al despojarse de sus velos en las cavernas de Kôr…

Su mirada se cruzó con la nuestra; no sabría explicar qué singular emoción hizo palpitar aceleradamente nuestros corazones.

Volvió a dormirse de nuevo. De nuevo también la sombra de la diosa se inclinó sobre ella; le señaló un punto en el vacío. ¡Oh! Veíase un tempestuoso mar, un barco luchando con la tormenta. En el barco, dos personas abrazadas: eran el sacerdote y la mujer de estirpe real. Sobre ellos, como el brazo de la venganza, la tormenta los azotaba implacablemente.

Cambió de nuevo la escena. En la roja pantalla se reflejaron los graníticos muros de una caverna, que recordábamos bien. Tendido en el suelo con sus largos y dorados cabellos que cubrían ahora su afeitada cabeza yacía el sacerdote, con el cuerpo cubierto de sangre y los ojos inmóviles, como fijos en una ignota región del vacío. Dos mujeres estaban junto a él. Una empuñaba una daga, y su cuerpo estaba desnudo completamente…; su negro cabello la cubría como un manto. Bella, bella… como no es posible imaginar… La otra, cubierta de negras vestiduras, parecía invocar, por sus gestos y ademanes, el castigo del cielo para su rival. La mujer desnuda era aquélla a quien la sombra de la diosa Isis avisó la fuga del sacerdote. La otra era la mujer de estirpe real que lo besó bajo los arcos del templo.

Lentamente, las figuras fueron perdiendo intensidad hasta que desaparecieron por completo. Hesea, que durante todo el tiempo había estado de pie, cayó en su trono rendida por el peso y el esfuerzo de su propia magia.

Entonces Hesea habló con voz dulce al principio, que gradualmente fue cambiando de tono:

—¿Está tu consulta contestada, Atene?

—¡Grandes cosas he visto, oh Madre, que me demuestran la perfección de tu magia!

¿Pero cómo podemos saber que lo que hemos visto no es sino la reflexión sobre esos vapores de tu propio cerebro con objeto de reírte de nosotros?

—Escucha, pues —dijo Hesea—, la interpretación de las escrituras y no tientes mi paciencia con tus desdeñosas dudas. Hace muchos años, a poco de comenzar esta larga reencarnación presente, Isis, la gran diosa de Egipto, tenía su templo de veneración en Behit, en el valle del Nilo. Ahora está en ruinas y la diosa Isis ha dejado Egipto para siempre, aunque bajo el poder que ha transformado su culto, reina todavía sobre este mundo, porque ella es la naturaleza misma. De su santuario en Behit era Sumo Sacerdote un griego llamado Kalikrates, escogido para su servicio por la voluntad de la diosa, devoto de ella, y perteneciéndole a ella solamente por un sagrado juramento que no debía ser roto sin incurrir en el castigo eterno. En las llamas viste al sacerdote que ahora, reencarnado, está junto a ti para que se cumpla su destino y el nuestro. Allí también viste a cierta hija de los Faraones, Amenartas, que puso sus ojos en Kalikrates, haciéndole romper el voto de amor eterno a Isis, pues entonces lo mismo que ahora practicaba la magia, ¡y esa Amenartas eras tú, Atene de Kaloon! Por último, allí vivía también cierta árabe llamada Ayesha, una mujer sabia que, a su sabiduría, unía su hermosura que en el vacío de su corazón había buscado refugio en el amor de la Madre del Universo, pensando alcanzar la verdadera sabiduría que iluminase para siempre su alma. A esta Ayesha que viste también, y a quien la diosa visitó durante su sueño, le dio su omnipotente permiso para seguir a los perjuros, llevando con ella la venganza del cielo y prometiéndole como premio a su victoria el triunfo sobre la muerte y una belleza tal como mujer alguna pudiera poseer. Los siguió hasta muy lejos. Donde ellos llegaban en busca de refugio y amparo, allí los esperaba Ayesha. Guiada por un hombre que estaba a su servicio, llamado Noot —¡tú, ¡oh Holly!, eras ese hombre!—, encontró el manantial de la esencia de la vida en el cual bañarse representaba la inmortalidad por los siglos de los siglos. Se bañó en él exclamando: «Los mataré a los dos tan pronto los encuentre. Los mataré tal como se me ha ordenado». ¡Fue el destino de Ayesha! Cuando encontró a aquel hombre, la que nunca conoció el amor, amó al sacerdote con todas las fuerzas de su alma. Lo condujo al manantial de la vida, proporcionándole el conseguir los dos la inmortalidad y dejar morir a la mujer de estirpe real. Él rehusó, y un día Ayesha, loca de celos porque despreció su mortal hermosura por aquella de la mujer mortal que estaba a su lado, mató a aquel hombre mientras ella, ¡oh desgracia!, quedaba inmortal. Y fue el castigo de la diosa Isis el condenar a sus infieles siervos al horror como al sacerdote Kalikrates, a la soledad y miseria, como a Ayesha, y a los amargos celos durante todas sus generaciones como a la real Amenartas, deseando el día en que los cielos pusieran de nuevo en su camino a aquel a quien tanto ambas habían amado. Los años han pasado, y ha llegado el día fijado para la inmortal. Ayesha, mientras, ha esperado por centurias y centurias al reencarnado deseado de su corazón. Espantado, él la vio perecer llena de miseria y de horrores, pero no pereció aunque la inmortal parecía morir. ¿Pero no te dijo, ¡oh Kalikrates!, que no podía morir? ¿No te juró Ayesha, allá en las cavernas de Kôr, que ella volvería de nuevo? Leo Vincey tú eres Kalikrates. La luz que brilla en este pináculo es la que después de muchos años de varias pesquisas te ha conducido hasta ella. Durante todos los días de estos años, durante cada instante, su alma ha estado junto a ti, cuando dormías, cuando marchabas, previniendo y preservándote de todo peligro hasta que por fin la encuentras de nuevo.

Hesea hizo una pausa, y como mirase a Leo, éste contestó:

—Del principio de esta extraña historia nada sé, a excepción de lo que en el escrito me legaron mis antepasados; de lo demás, sabemos que es verdad. Sin embargo, quiero hacerte una pregunta, porque a cada momento que pasa, la duda me tortura horriblemente y yo te ruego que tu respuesta sea pronta y breve. Dijiste que en esta hora de dicha encontraría a mi adorada Ayesha. ¿Dónde está, pues, Ayesha? ¿No eres tú por ventura? Si eres tú ¿por qué ha cambiado el timbre de tu voz, por qué eres de menor estatura que ella? ¡Oh! Yo te ruego en el nombre del dios a quien adoras, que me digas: ¿eres tú Ayesha?

—Yo soy Ayesha —contestó la sacerdotisa, solemnemente—. Yo soy Ayesha, a quien tú perteneces eternamente.

—¡Miente, miente! —gritó Atene—. Yo te aseguro, esposo mío, pues así ha dicho ella que eras, que de aquella mujer a quien amaste no queda el menor vestigio de belleza. Yo te digo que no es otra que la vieja sacerdotisa que rige esta Montaña hace lo menos cien años. ¡Déjala que se despoje de esos velos que ocultan su horrible fealdad!

—Oros —dijo la Madre—, cuéntale la historia de la sacerdotisa de quien habla la Khania.

El sacerdote hizo una reverencia, y siempre con aquella fría calma, imperturbable, dijo como si se tratara de un suceso que acaecía todos los días y sin ánimo de llevar el convencimiento a ningún espíritu:

—Dieciocho años atrás, en la cuarta noche del primer mes de invierno del año 2333 de la fundación del templo de Hesea en esta Montaña, la sacerdotisa a quien la Khania Atene se refiere, murió bajo el peso de la edad, en mi presencia, a los ciento ocho años de reinado.

Tres horas después tuvimos que llevarla del trono en el cual murió, con objeto de preparar su cuerpo para la ceremonia funeraria en el fuego de la Montaña, siguiendo la antigua costumbre. Mas ¡oh milagro!, vivía de nuevo, muy cambiada, pero era la misma.

Pensando si sería la obra de un ser maléfico, los sacerdotes y las sacerdotisas la rechazaron y quisieron arrojarla del trono; pero la Montaña comenzó a rugir en espantosos truenos; las luces que alumbraban el templo se apagaron y el terror se apoderó de nuestras almas. Entonces, y surgiendo de las tinieblas, tras el altar donde está la imagen de la Madre de los Hombres, se oyó una voz que decía: «Aceptad a quien he designado para reinar sobre vosotros, que mis juicios y mis propósitos se acaten y se cumplan». Lo voz cesó, y las luminarias se encendieron de nuevo. Nos arrodillamos ante Hesea, y la llamamos Madre desde el fondo de nuestro corazón. Ésta es la historia que cientos de personas pueden daros fe de su verdad.

—Ya lo has oído, Atene —dijo Hesea—. ¿Dudas todavía?

—Sí —contestó la Khania—; Oros también miente, y si no miente, delira o sueña; además, ¿quién me dice que la voz que oyeron no era la tuya propia? Si tú eres esa mujer inmortal, esa Ayesha, haz una prueba con estos dos hombres que te han conocido en tu vida pasada. Despójate de esos velos que guardan tan celosamente tus formas. Seguramente que tu amante no habrá olvidado tus encantos, seguramente que te reconocerá e hincará su rodilla en tierra ante ti, diciendo: «¡Tú eres, oh, Ayesha, mi adorada inmortal a la que siempre he amado!». Entonces, y no hasta entonces, creeré que tú eres la mujer que pretendes ser, un espíritu maligno con una inmortalidad manchada por el crimen, y que usa su demoníaca belleza para hechizar las almas de los hombres que se prendan de tus encantos.

Pareció contrariar a Hesea la proposición de la Khania, pues, después de permanecer pensativa unos momentos, dijo, restregando sus manos, como bajo el peso de un profundo dolor:

—Kalikrates, ¿es ésa tu voluntad? Si es así, te obedeceré. Sin embargo, te ruego que no me lo ordenes, puesto que la hora no ha llegado todavía, la promesa tiene que cumplirse. Estoy algo cambiada, Kalikrates; sin embargo, yo soy quien te amó y te besó, allá en las cavernas de Kôr.

Leo miró en torno de sí desesperadamente, hasta que sus ojos tropezaron con la irónica cara de Atene, que gritó:

—Ordénala que se despoje de sus velos, señor y dueño mío. Te juro que no tendré celos de ella.

—¡Sí, te ordeno que te descubras; quiero saberlo todo, aunque sea mi desgracia! ¡Todo, antes que vivir en esta ansiedad! Cualquiera que sea el cambio, si eres Ayesha te reconoceré, y si ella es, sólo a ella amaré —dijo, dirigiéndose a Atene.

—¡Oh, cómo me hieren tus palabras! —dijo Hesea—; pero desde lo más hondo de mi corazón te agradezco tus frases de amor y de confianza a la que no conoces en su presente reencarnación. Mas la Verdad debe ser conocida y nada puedo ya ocultarte. Has de saber que una vez despojada de estos velos que cubren mi cuerpo, está escrito que deberás escoger, por última vez en la tierra, entre esa mujer, mi rival desde el comienzo del mundo, y la Ayesha a cuyas manos pereciste en las cavernas de Kôr. Puedes repudiarme si quieres; ningún mal te provendrá de ello; al contrario, bendiciones, poder, salud y amor.

Únicamente a cambio tendrás que borrar mi recuerdo de tu corazón y seguir tu marcha y cumplir tu destino solamente a merced de tu propio esfuerzo, hasta que llegue el término de tu vida. Por fin, al cabo de los años y en pago a vuestros sufrimientos y dolores conocerás la verdad. Ten cuidado, no es pequeña la prueba a que te sometes, ten cuidado. Yo nada puedo prometerte, salvo amor, mucho amor, como nunca mujer pudo amar a hombre alguno, pero… está escrito que este amor no puede ser satisfecho sobre la tierra…

Después, volviéndose hacia mí, me dijo:

—¡Oh, tú, Holly! ¡Tú el verdadero amigo, la verdadera esencia de la amistad; tú, el más próximo a mi bienamado; tú, el de clara e inocente alma, el que posee la sabiduría, dale el consejo que tu experiencia y tu saber te dictan! yo obedeceré tus palabras y las suyas, y cualquiera que sean, las bendeciré con toda mi alma, y cuando partamos de la tierra para marchar a habitar la sideral región que se nos ha designado y donde las pasiones terrenales no tienen razón de ser, nos uniremos y viviremos juntos en una eterna y pura amistad gloriosa.

—Ayesha —exclamé—; te agradezco tus palabras. Con ellas y con tu promesa, yo, tu pobre amigo, pues nunca pensé ser más, estoy mil veces pagado por todas las inquietudes y sufrimientos pasados. He de decirte que yo creo eres

Ella, a quien perdimos, pues esos pensamientos y palabras sólo son de nuestra adorada inmortal.

Así hablé, sin saber lo que decía exactamente, mas sólo sé que embargaba mi alma una gran alegría interior, una calma y una satisfacción inefables, que emanaban de mi corazón.

Ahora sabía que Ayesha me quería lo mismo que siempre había sido querido por Leo; era una cadena de amistad que nunca podría romperse, cualquiera que fueran los acontecimientos. ¿Qué más podía desear?

Hablamos Leo y yo, mientras Ayesha nos contemplaba en silencio. Lo que hablamos no lo recuerdo bien, pero a la postre, como dijo Hesea, Leo me rogó que fuera yo el que juzgara y diera mi juicio de elección. Entonces en mi mente surgió una orden clara, terminante, concisa, emitida por mi propia conciencia o por otra voluntad ajena a mí; ¿quién lo puede decir? La orden era que debería mandar descubrirse a la velada Hesea y dejar que el destino cumpliera sus propios designios…

—Decide —dice Leo—, no puedo soportar mi duda. Quien quiera que sea esa mujer, suceda lo que suceda, nunca te maldeciré, Horacio.

—Bien; he decidido —respondí, y dando un paso hacia adelante, dije—: Hemos tomado consejo, Hesea, y es nuestra voluntad el conocer la verdad hasta el final; así, pues, te rogamos que te despojes ante nosotros de esos velos que cubren tu cuerpo.

—Os obedeceré —contestó la sacerdotisa con voz desfallecida—; únicamente lo que os pido es que tengáis piedad y no os burléis de mí; no echéis la leña de vuestro desprecio al fuego interior que consume mi alma, pues soy lo que soy por ti solamente, Kalikrates. Yo también quiero conocer. Estoy sedienta de verdad, pues aunque mucho, es mi saber y mi poder, aún hay algo que permanece ignorado para mí y es si el amor de un hombre puede realmente vivir a través de los horrores y de la miseria.

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