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Capítulo 6

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Capítulo 6

Índigo contempló cómo Shalune tomaba con destreza un puchero situado sobre el hogar y empezaba a servir su contenido en dos recipientes de arcilla.

—Ésta es la primera ocasión que he tenido para poder decirte lo agradecida que te estoy, Shalune —dijo la muchacha en la lengua de la Isla Tenebrosa—. Debiera haberlo expresado antes, pero no sabía cómo decirlo de forma correcta en tu lengua.

Shalune alzó la cabeza y le dedicó una sonrisa.

—No hay nada que agradecer. Me limité a hacer lo que la Dama Ancestral me indicó; cualquier otra habría hecho lo mismo.

Índigo escuchó con atención mientras Grimya traducía en silencio las palabras y frases que no conocía. En estos momentos ya no eran demasiadas; llevaban quince días en la ciudadela, y, con la ayuda de la loba, había realizado rápidos progresos en su aprendizaje de la lengua de los habitantes de la Isla Tenebrosa. Devolvió la sonrisa a Shalune, preguntándose si podría aventurarse a hacer algunas preguntas que Uluye, al parecer, no estaba dispuesta a contestar con todo detalle.

Para empezar, no la habían requerido todavía para cumplir con sus deberes como oráculo por segunda vez. No podía negar ni por un momento que se alegraba de ello, pero a la vez también lo encontraba curioso. No obstante, cuando intentó preguntar a Uluye sobre ello, la mujer se limitó a encogerse de hombros por toda respuesta y decir que esto estaba en las manos de la Dama Ancestral.

Tal vez Shalune fuera más comunicativa, así que Índigo inquirió:

—Shalune, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Pregunta. —Entonces la sacerdotisa lanzó una risita ahogada—. Aunque debería ser yo quien preguntase, ¿no? ¡Tú eres el oráculo después de todo!

—Es lo que todo el mundo dice. Pero, desde esa primera noche, no se me ha pedido que vuelva a hablar. —Hizo una pausa, para luego seguir—: Me he estado preguntado cuándo llegará esa próxima ocasión.

—Nosotras no podemos predecirlo —respondió Shalune—. Es la Dama Ancestral quien escoge el momento y el lugar para su siguiente revelación, no nosotras. Volver a hablar a través de ti cuando tenga algo que decir, no antes. Pero no te preocupes —añadió, dedicando de nuevo a Índigo su sobrecogedora y feroz sonrisa—. Cuando llegue el momento, ¡tú lo sabrás antes que nadie!

Animada por el buen humor de la mujer y su disposición a hablar, Índigo preguntó:

—Pero ¿qué sucederá si ese momento no llega, si estáis equivocadas y yo no soy el oráculo después de todo?

—Eso no es posible —repuso Shalune con expresión desconcertada—. Lo eres.

—¿Cómo podéis estar tan seguras?

—Porque las señales eran inequívocas, claro está. Uluye te habrá hablado sin duda sobre las señales…

—No —negó Índigo meneando la cabeza—. Intenté preguntar, pero…, bien…

Shalune vaciló un momento, como si no estuviera muy segura de lo franca que podía atreverse a ser; luego se encogió de hombros.

—Uluye puede haber tenido sus motivos para no hablar. Pero yo no tengo ninguno. Las últimas palabras de la Dama Ancestral a través del antiguo oráculo fueron que debíamos viajar hacia el sudoeste en nuestra búsqueda, y que encontraríamos a la persona escogida resguardándose de una fuerte tormenta. La persona elegida, dijo el oráculo, tendría a un animal como compañero, y nuestra primera prueba sería salvarle la vida con nuestras artes curativas y nuestra magia. —Volvió a encogerse de hombros—. ¿Cómo es posible que los dos seres que buscábamos no seáis tú y Grimya? A menos que seáis un hushu que intenta engañarnos, ¡y a estas alturas ya lo habríamos descubierto! —finalizó con una risa gutural.

—¿Un qué? —inquirió Índigo, contemplándola con fijeza.

—¿No sabes lo que significa hushu? —Shalune se quedó inmóvil con el cucharón en el aire y una peculiar expresión en el rostro.

También Grimya parecía perpleja, por lo que Índigo se vio obligada a mover la cabeza negativamente.

—No había oído esta palabra en mi vida.

—Ah. Bueno, quizá sea mejor que siga así; te ahorrará momentos desagradables. De todos modos, no tienes que preocuparte por los hushu ahora que estás a salvo aquí. —Sonrió de nuevo mostrando toda la dentadura—. Me enorgullece haber sido yo quien te encontró. La Dama Ancestral está complacida conmigo, y esto me proporciona mucho ches.

«He oído esta palabra», la informó Grimya en silencio. «Significa que las otras mujeres ahora la respetan más que antes». Con buen juicio, añadió: «Creo que eso no complace mucho a Uluye».

«Desde luego que no…», se dijo Índigo, conteniendo una sonrisa.

Ignorante de la conversación que tenía lugar entre las dos, Shalune depositó un cuenco frente a Índigo y otro en el suelo frente a Grimya.

—Basta de preguntas por ahora —declaró con firmeza—. Come, o no tendrás tiempo de disfrutar de tu comida antes de que empecemos a prepararnos para la ceremonia de esta noche.

Se levantó para marcharse, pero Índigo la detuvo.

—Shalune…, una última pregunta. ¿Qué tendré que hacer esta noche? No sé nada sobre la ceremonia, ni tampoco por qué tiene lugar. —Esperando que no sonara a falso, añadió—: No quisiera cometer ningún error y fallaros.

La mujer frunció el entrecejo y su boca se curvó brevemente en una pequeña mueca de irritación.

—¿Uluye tampoco te habló de esto? Ah… Bueno, supongo que no importa. Ésta es la Noche de los Antepasados, la noche de la luna llena. Mucha gente de los pueblos de los alrededores vendrá hasta el lago para tomar parte. Todo lo que tienes que hacer es ir hasta la orilla del lago y que te vean. Nada más. No hables; limítate a mirar, y a dejar que la gente que llevemos ante ti te toque la túnica para que les dé buena suerte, igual que sucedió en el viaje hasta aquí.

—Comprendo. —Índigo se sintió aliviada, aunque llena de curiosidad sobre la naturaleza de la ceremonia y significado—. Gracias.

—Come ahora —sonrió Shalune—. Regresaremos pronto.

La cortina descendió a su espalda, e Índigo volvió su atención a la comida. Era una de las muchas peculiares rarezas de este culto el que no estuviera permitido que comiera con el oráculo ni lo viera comer. A Índigo le preparaban la comida —no se le permitía, como no había dado en descubrir, hacer más que lo mínimo por sí misma—, pero contemplar cómo la ingería era tabú.

Otros tabúes impedían traspasar el umbral de su aposento en la cueva si ella no estaba presente o se encontraba dormida, pronunciar los nombres de cualesquiera sus antepasados en su presencia, y tocarla, aunque fuera un simple roce, sin el permiso expreso de una sacerdotisa de categoría superior. La categoría superior, había descubierto Índigo, estaba reservada a unas pocas, entre la que se incluían Uluye, Shalune y unas dos o tres mujer más, entre las que figuraba la propia hija de Uluye.

Cuando le habían presentado a Yima diez días antes, Índigo se había quedado asombrada; primero, por el extraordinario parecido físico que tenía con su madre, y segundo, por la revelación de que la Suma Sacerdotisa tuviera una hija. Le sorprendió el que mientras que las mujer del culto desdeñaban todo contacto con los hombres, no existiera ningún tabú entre sus filas contra el alumbramiento de criaturas. Grimya, tras una juiciosa escucha furtiva, había averiguado más cosas. Al parecer, si así lo deseaban, a las mujeres se les permitía abandonar la ciudadela y vivir con un compañero durante un corto espacio de tiempo. Todas las hijas de tales relaciones eran bienvenidas al culto cuando sus madres decidían regresar; los hijos, por otra parte, eran entregados al cuidado de familias que agradecían tal privilegio, y luego olvidados.

Resultaba difícil imaginar que Uluye hubiera podido tener una hija por amor, o siquiera a causa de una pasión pasajera, pero mucho más fácil era descubrir otro motivo mucho más pragmático. Yima tenía dieciséis años y estaba destinada a ser la imagen de su madre en algo más que en sentido físico, pues se preparaba para convertirse, en un futuro, en sucesora de Uluye como cabeza del culto. Para extrañeza de Índigo, las intenciones de Uluye parecían gozar de la aprobación de todas las sacerdotisas, incluso de Shalune. A la única a la que al parecer no se había consultado era a Yima, pero eso, por lo visto, carecía de relevancia. Yima obedecería a su madre en esto como lo hacía en todo lo demás y, cuando llegara el momento, adoptaría su papel sin objeciones.

Pese a ser la hija de Uluye y su marioneta, Índigo sintió una inmediata e intuitiva simpatía por Yima. Aunque había heredado el físico de su madre con un cuerpo delgado y ágil y unas facciones muy marcadas, no se habría podido encontrar dos temperamentos más diferentes. Mientras que Uluye era irascible, autoritaria y suspicaz de todo lo que la rodeaba, Yima era pacífica, modesta y confiada casi hasta el extremo de ser ingenua. Era una lástima, pensaba Índigo, que su vida tanto ahora como en el futuro estuviera circunscripta a las rígidas exigencias de su madre, pues sospechaba que Yima no estaba hecha para ser un cabecilla natural. También sospechaba que Shalune compartía privadamente este punto de vista, aunque la mujer jamás sacaba a colación el tema. Pero Shalune no era quién —tal y como Uluye había dejado muy claro— para cuestionar las decisiones de la Suma Sacerdotisa, ni para expresar una opinión propia.

Índigo creía que no poner en entredicho las decisiones de Uluye era un asunto que no tardaría en convertirse en la manzana de la discordia entre ella y la Suma Sacerdotisa. Uluye exigía obediencia absoluta de todas las mujeres que la rodeaban… y eso incluía al oráculo, a quien en teoría servía. Así pues, mientras que en casi todos los aspectos Uluye otorgaba a Índigo toda la veneración ofrecida al oráculo por las demás sacerdotisas, esperaba no obstante que todas sus órdenes fueran obedecidas al momento, reforzando la sensación de la muchacha de que, a pesar de lo que demostraba, Uluye la consideraba poco más que una herramienta con la que hacer cumplir su voluntad. Índigo aborrecía esto intensamente, pero, tomando en cuenta la advertencia de Grimya, ocultaba todo lo posible su resentimiento. Sólo a Shalune, e incluso entonces con mucha diplomacia, daba a entender de vez en cuando que no se sentía satisfecha con una situación que convenía a la voluntad de Uluye con la exclusión de todo lo demás.

Su relación con Shalune había cambiado mucho en le últimos días. Ahora que podían comunicarse, Índigo descubrió que cada vez le gustaba más la gorda sacerdotisa; tal y como había predicho Grimya, empezaban a hacerse amigas. Existían todavía barreras de cautela y duda, complicadas aún más por el abismo de la posición social de Índigo dentro del culto, pero Shalune era a la vez realista y pragmática. Índigo se comportaba con ella como un igual, de modo que ella respondía de la misma forma sin mostrarse atemorizada. ¿Por qué no habría de tener amigas incluso el avatar de una diosa si así lo desea?

Desde luego, estaba también mezclado un cierto grado de interés personal, pues ser la confidente del oráculo concedía a Shalune más ches si cabe entre sus compañeras, y también aseguraba que Índigo no cayera demasiado bajo la influencia de Uluye. A medida que su habilidad para hablar el idioma aumentaba, Índigo se daba cuenta de que realmente existían áreas de gran desacuerdo entre las de sacerdotisas y que, como sospechaba Grimya, a Shalune le habría gustado ser la cabeza del culto en lugar de Uluye. Observando a las dos mujeres juntas y por separado, la joven llegó a la conclusión de que Shalune habría sido una mejor elección, al menos en lo referente a cuestiones reglares, pues habría suavizado la rígida adhesión de Uluye a la ley con una pizca de sentido común y compasión, cualidades que la otra o bien no poseía o no estaba dispuesta a mostrar.

En otras circunstancias, Índigo habría sentido una cierta simpatía por Uluye, ya que tenía la sensación de que la actitud inflexible de la Suma Sacerdotisa derivaba de la inseguridad y soledad de las que a menudo son víctimas los gobernantes absolutos. Pero, por mucho que lo intentaba, no conseguía sentir simpatía por la larguirucha mujer. Shalune, por mucho que su amistad pudiera tener una segunda intención, presentaba al menos un rostro más humano al mundo.

Grimya había terminado ya su comida y se dedicaba a lamer el cuenco para saborear las últimas gotas de líquido. Índigo había comido ya suficiente —las porciones de Shalune eran más que generosas—, de modo que colocó el recipiente en el suelo e instó a la loba a comer lo que quedaba. Mientras se servía una copa de agua de una jarra, la muchacha preguntó:

—¿Cómo dijo Shalune que se llamaba esta ceremonia de la luna llena, Grimya? ¿La Noche de los Antepasados?

—Sssí —respondió la loba, lamiéndose el hocico—; pero no sé lo que significa.

—Alguna especie de rito de conmemoración, quizás en honor a los muertos.

Índigo lo dijo como sin darle importancia, pero al mismo tiempo se vio obligada a contener un escalofrío interior. ¿Qué clase de mundo subterráneo u otro mundo era el reino de la Dama Ancestral? ¿Poseía realmente el dominio sobre los espíritus de los difuntos? Las sacerdotisas no le habían explicado gran cosa sobre su religión, pero ella sabía que creían que la Dama Ancestral poseía el poder de otorgar regocijo o tormento en la otra vida. Regocijo o tormento… Un recuerdo viejo, muy viejo, se agitó en la mente de Índigo, y con él vino un dolor sordo y punzante que con los años se había convertido en algo tan familiar para ella como sus propias facciones reflejadas en un espejo. Un nombre en sus pensamientos, un rostro en sus recuerdos: Fenran…

Grimya, percibiendo que algo no iba bien, levantó cabeza.

—¿Índigo? ¿Qué sucede?

La muchacha intentó disimular, no queriendo en ese momento compartir sus pensamientos ni siquiera con la loba pero, antes de que pudiera hablar, escucharon pisadas fue de la cueva y el sonido de varias voces. Agradecida por la interrupción, Índigo dijo en voz alta que ya estaba lista para recibir visitas, y, cuando la cortina se hizo a un lado, vio a Uluye en el umbral, con Shalune, Yima y otras mujeres detrás de ella.

Índigo inclinó la cabeza a modo de saludo ceremonioso a la Suma Sacerdotisa. Había decidido seguir el juego de Uluye; si no quería mostrarse más flexible, entonces Índigo seguiría su ejemplo.

—He terminado la comida —anunció—. Podéis entrar todas.

Uluye penetró en la cueva a largas zancadas. A una orden suya, las dos sacerdotisas de menor categoría recogieron los cuencos de la muchacha y la loba y se los llevaron para lavarlos. Cuando se hubieron marchado, Uluye dijo:

—Tengo entendido que Shalune te ha explicado lo que se espera de ti en la ceremonia de esta noche.

—Así es. —Índigo se sintió tentada de añadir: «lo que es más de lo que tú condescenderías a hacer», pero se mordió la lengua.

—Muy bien. —¿Centelleó en ese momento una fugaz mirada hostil entre Uluye y Shalune? Era imposible asegurarlo…—. Se te conducirá a la orilla del lago al atardecer. Por favor, no hables con nadie, y deja que te toquen sólo aquellos que llevemos ante ti.

—Gracias —respondió Índigo con un leve tono mordaz en la voz—. Shalune ya me ha dado estas instrucciones.

Esta vez se produjo un inconfundible intercambio miradas; cólera por parte de Uluye y autocomplacencia por parte de Shalune. Yima, que se encontraba entre ellas, bajó la mirada rápidamente al suelo y se concentró en la contemplación de sus pies.

Uluye frunció el labio superior y volvió a dirigirse a Índigo.

—He traído tu túnica ceremonial. Vístete, por favor. No tenemos mucho tiempo antes de que se inicie el rito.

Grimya, a quien disgustaba Uluye aún más que a Índigo, mantenía sus pensamientos cuidadosamente neutrales. Simulando una sonrisa, Índigo tomó la prenda que la Sacerdotisa le tendía.

—Gracias —repitió, con más amabilidad esta vez, y empezó a vestirse.

Los tambores que llevaban dos horas lanzando su llamada a los fieles de los poblados callaron por fin, y una fanfarria de las grandes trompas anunció la aparición de la comitiva ceremonial en la escalera. Cuando emergieron a la llameante luz del ocaso, Índigo se quedó asombrada de ver cuántos habían respondido a la llamada de los tambores. La orilla estaba circundada de gente que se amontonaba en un círculo que rodeaba todo el lago, desde un extremo de la ciudadela al otro. A una orden de Uluye, las sacerdotisas guerreras situadas a la cabeza del desfile encendieron antorchas; las llamas iluminaron la escalera, y un potente grito surgió de la multitud de gargantas allí reunidas cuando los que esperaban abajo vieron la señal. La comitiva avanzó, precedida por las guerreras, con Uluye justo detrás vestida con todas sus ropas de ceremonial, seguida de Índigo, a la que transportaban de forma aterradoramente precaria en una litera abierta. La muchacha cerró los ojos nada más iniciarse el descenso, horrorizada por el balanceo de la litera y por el efecto del descomunal tocado en su sentido del equilibrio, y escuchó la voz mental de Grimya que le hablaba desde su puesto entre Shalune y Yima detrás de la litera.

«Todo va bien, Índigo, no pasa nada. La escalera es lo bastante ancha, y las mujeres deben de haber hecho esto innumerables veces».

Índigo intentó concentrarse en estas palabras tranquilizadoras y creer en ellas mientras continuaba su avance. A mitad del descenso, los tambores volvieron a sonar, retumbando con un ritmo repetitivo, y la joven creyó escuchar, mezcladas con su estruendo, voces que gritaban y vitoreaban. Por fin, alcanzaron el último tramo de escalera, un trozo amplio que las condujo hasta el ruedo de arena roja situado entre el muro del farallón y el lago. Una pieza cuadrada y plana de algo más de un metro de altura se alzaba en el centro de la meseta, y las porteadoras de la litera colocaron su carga sobre la roca, de modo que Índigo quedó entronizada por encima de las cabezas la muchedumbre, en un lugar desde el que podía observar todo lo que sucedía.

Era, pensó mientras aspiraba con fuerza, una escena impresionante. El llameante sol se hundía por detrás de los árboles, y la noche tropical empezaba a caer con sobrenatural rapidez. Ante ella, formando una hilera, se encontraban todas las sacerdotisas, con Uluye a solas delante; su figura coronada era una imagen de pesadilla bajo el bamboleante resplandor de las antorchas. Alrededor del lago la congregación observaba y aguardaba. Unos pocos, que ocupaban una posición privilegiada en el extremo del redondel, quedaban iluminados por la luz de las antorchas. Índigo vio tensión y temor reflejados en sus rostros.

De improviso las trompas lanzaron otra corta fanfarria y los tambores callaron. Un pájaro gritó desde algún lugar en las profundidades del bosque, y luego, mientras los últimos ecos se desvanecían, se hizo el silencio.

Uluye avanzó. Con los brazos cruzados sobre el peche se dirigió con dignidad hacia el lago y, sin una vacilación, penetró en el agua. Un murmullo lleno de ansiedad surgió de entre los reunidos; un bebé gimoteó y fue silenciado al momento. Uluye siguió adelante, descendiendo por la inclinada orilla. El agua le cubrió los muslos, luego la cintura, los hombros. Entonces se detuvo, lanzó un grito agudo y se hundió bajo el agua de modo que sólo el complicado tocado de su cabeza sobresalía por encima de superficie.

Los reunidos lanzaron una nueva exclamación. Dos de las sacerdotisas guerreras dejaron sus lanzas en el suelo y avanzaron con silenciosa eficiencia hasta tomar posiciones a la orilla del lago. Todos los ojos estaban puestos en el tocado de Uluye, e Índigo empezó a contar el paso de los segundos. Éstos pasaban y pasaban, y su pulso se aceleró; sin duda nadie podía permanecer bajo el agua tanto tiempo sin subir a respirar. Intercambió una inquieta mirada con Grimya y siguió contando…

De pronto las aguas del lago empezaron a agitarse, y Uluye hizo su aparición. Sus cabellos y ropa chorreaban agua, y el profundo estertor de sus pulmones al aspirar resonó por todo el lago. Las guerreras penetraron apresuradamente en el agua y la sujetaron por los brazos cuando ella pareció estar a punto de caer; su cuerpo estaba rígido entre sus poderosas manos, la cabeza echada hacia atrás, los ojos desorbitados como poseídos, y la boca bien abierta en una sonrisa dolorosa pero a la vez triunfal. Las dos mujeres que la ayudaban tiraron de ella en dirección a la orilla, hasta que el agua les llegó sólo a la altura de la rodilla, entonces, como si recuperara súbitamente las fuerzas y el sentido, Uluye se deshizo de las manos que la guiaban y elevó los brazos al cielo.

—¡La Dama Ancestral está con nosotros! —gritó—. ¡He penetrado en su reino y regresado indemne, y soy poderosa a sus ojos!

Un aullido desbordado se elevó de todas las gargantas, mezclado, pensó Índigo, con algo más que simple alivio. Agradeciendo los vítores con un gesto de la cabeza, Uluye abandonó el agua y avanzó hacia la roca donde estaba la litera. Mientras se acercaba, sus ojos se encontraron por un momento con los de Índigo, y la muchacha vio en ellos la verdad que se ocultaba tras su orgulloso porte. La inmersión de la sacerdotisa en el lago durante interminables minutos no había sido obra de la magia, aunque para su sencillo y supersticioso público seguramente tenía todo el aspecto de algo sobrenatural. Se había tratado de una prueba de resistencia autoimpuesta, una demostración para sí misma, al igual que para todos los demás, de que podía triunfar allí donde otros fracasarían. Prueba de su fe en su propia voluntad y en su propia resistencia. ¿Era ese, pues, el quid de la religión de Uluye, y era la Dama Ancestral para ella tan sólo un medio de conseguir sus fines como sucedía con Índigo? ¿Creía al menos Uluye en la diosa que afirmaba venerar?

Grimya, captando lo que pensaba, levantó la cabeza en su puesto sentada a los pies de Índigo, y transmitió en silencio:

«Puede que no crea, pero la gente sí lo hace, y eso es lo que necesita».

Uluye se encontraba ya frente a la roca y se volvió de cara al lago una vez más. Nuevas antorchas se encendieron en la ladera del farallón, convirtiendo el zigurat en una extraña y reluciente pared de llamas danzarinas que iluminaban la plazoleta como si fuera de día. Índigo olió incienso, y vio nubes de humo que se alzaban de los braseros colocados alrededor de la polvorienta plaza y atendidos por las sacerdotisas más jóvenes. Uluye contempló la escena con tensa satisfacción y volvió a levantar los brazos, los dedos intentando arañar el cielo.

—¡Venid! —aulló con voz estentórea—.

Venid a nosotras, vosotros que estáis desconsolados. Venid a nosotras, vosotros que tenéis motivos para temer a los difuntos, venid a nosotras, vosotros que tenéis algo que discutir con los muertos. ¡Yo, Uluye, compartiré vuestras ofrendas! ¡Yo, Uluye, intercederé por vosotros! ¡Yo, Uluye, en nombre de la Dama Ancestral, enderezaré entuertos y haré justicia! ¡Venid a nosotras, e iniciemos la ceremonia de la Noche de los Antepasados!

De algún lugar situado a la izquierda del redondel, donde los árboles eran más espesos, surgió el grito de una voz femenina.

—¡Oh, mi esposo! ¡Oh, mi esposo!

Uluye volvió la cabeza al momento; chasqueó los dedos y dos sacerdotisas corrieron en dirección al lugar del que procedía el grito. A los pocos instantes regresaban con la mujer —apenas más que una muchacha, pudo observar Índigo— y la condujeron ante Uluye, donde se desplomó sollozando sobre el polvo a los pies de la Suma Sacerdotisa.

La mujer bajó la mirada para contemplarla sin la menor emoción.

—Tu esposo sirve a la Dama Ancestral. ¿Quisieras negarle ese privilegio?

La muchacha hizo un esfuerzo por controlar sus emociones.

—Quisiera verlo, Uluye. Sólo una vez. Sólo una vez más, por favor

—¿Qué regalo traes para honrarlo?

La joven hurgó en un pequeño saco que colgaba bajo de sus brazos.

—Traigo el pan de las ánimas… —su voz tembló, quebrándose casi— cocido con mis propias manos, para que coma. Traigo la savia del árbol paya, endulzada con miel, para que beba…

Extendió los brazos, sosteniendo un paquete envuelto en hojas y un pequeño odre. Uluye contempló pensativa las ofrendas durante un momento, y luego las tomó. Desenvolvió el pan de las ánimas —una hogaza plana de pan de lino— y mordisqueó un extremo. Después tomó un trago de líquido del odre. La joven se cubrió el rostro con las manos, temblando de alivio, e Índigo la oyó suspirar.

—¡Gracias, Uluye! ¡Gracias, Uluye!

Las dos mujeres que la habían escoltado la condujeron a un lado del redondel. Mientras un segundo suplicante las adelantaba arrastrando los pies hasta quedar bajo la luz de las antorchas, una figura que semejaba hecha de fuego y sombras en el oscilante resplandor se acercó a la roca en que estaba instalada Índigo, quien bajó los ojos y descubrió a Yima.

—¿Qué ha sucedido, Yima? —musitó, inclinándose hacia la joven—. ¿Quién es esa mujer, lo sabes?

—Sí, la conozco —repuso Yima en voz baja—. Su esposo murió de unas fiebres hace tres lunas llenas. Lo ha estado llorando desde entonces, pero sólo ahora ha encontrado el valor necesario para pedir volver a verlo. Es muy triste. Sólo tenía veintiún años.

Su voz estaba llena de compasión. Índigo frunció el entrecejo, perpleja.

—¿Cómo puede volver a verlo? —susurró de nuevo—. Espero que Uluye no vaya a… —Se interrumpió y rectificó apresuradamente—: ¿Esta muchacha no estará pensando en morir?

Yima volvió unos ojos muy abiertos y asombrados en dirección a la litera.

—Desde luego que no —contestó—. Él vendrá a ella. Desde el lago.

Shalune, que se encontraba a unos pasos de distancia, junto a otra joven que Índigo no reconoció, escuchó los susurros e hizo un gesto admonitorio en dirección a Yima, al tiempo que indicaba con la cabeza a Uluye. Yima enrojeció, dedicó un ademán de disculpa a Índigo y se alejó. La muchacha la siguió con la mirada, alarmada por sus palabras. ¿Los muertos surgiendo del lago? Eso no podía ser literalmente cierto. Intentó llamar la atención de Shalune, deseosa de musitarle una urgente pregunta, pero Shalune o bien no advirtió su gesto o consideró prudente hacer caso omiso de él.

Grimya seguía contemplando a Uluye, quien ahora repetía el ritual de preguntas y respuestas con un anciano zanquilargo, e Índigo inquirió en silencio:

«Grimya, ¿escuchaste lo que ha dicho Yima?».

«Lo escuché. Pero no sé qué puede haber querido decir». La loba lanzó una rápida e intranquila mirada a su amiga «¿No creerás que eso pueda ser verdad? ¿Que los muertos van a regresar realmente?».

«No lo sé. Lo cierto es que no lo sé».

El anciano había sido despedido para ir a colocarse junto a la muchacha que seguía sin parar de llorar; otras personas se acercaban. Las nubes de incienso eran cada vez más espesas al no existir brisa que las dispersara; el olor resultaba acre al olfato de Índigo y empezaba a volverse desagradable al mezclarse con el olor a alquitrán de las antorchas. Se sentía ya un poco desorientada —y estaba segura de que había un narcótico en el incienso— y la cena y la atmósfera empezaban a adoptar un tinte irreal. Índigo se dijo que tenía que mantenerse lúcida costara lo que costara. Debía descubrir la verdad sobre esta ceremonia; tanto si era un simple truco para consolar a los que habían perdido a un ser querido y atemorizar a los perturbadores, o algo más siniestro.

Seis suplicantes habían presentado ya sus ofrendas y en este momento conducían al séptimo ante Uluye. El sonido de su voz al elevarse colérica alertó a Índigo, quien levantó los ojos y vio a una mujer escuálida acurrucada de rodillas sobre el rojo polvo con otras tres personas de aspecto severo, dos mujeres y un hombre, detrás de ella.

Uluye se alzaba sobre la abyecta mujer como un ángel vengador.

—¿Justicia? —rugió, y su voz se escuchó por todo el lago—. ¿Justicia, para un asesino de niños?

—¡Yo no lo hice! —lloriqueó la mujer—. ¡Él lo hizo, él fue! ¡Dijo que no podía alimentar más bocas, que siete eran demasiadas, que tres debían morir! ¿Qué podía hacer yo? Intenté detenerlo, pero me golpeó… Mira, Uluye, mira, aquí están las señales. Sólo soy una pobre mujer débil, y él es mucho más fuerte que yo…

—¿Dónde está tu hombre ahora? —la interrumpió Uluye con voz helada—. ¿Por qué no está aquí para defenderse?

—Huyó, Uluye. Huyó porque es culpable y sabía que lo castigarías. Mató a tres de mis hijos y se llevó a los otros cuatro, y me ha abandonado para que llore a mis pequeños sola y sin consuelo. Mira, mira las señales que me hizo. Las cicatrices…

La voz de Uluye cortó en seco sus balbuceos.

—¿Dónde están tus ofrendas?

La mujer rebuscó en una bolsa que llevaba y sacó un paquete y un odre, pero los sostuvo pegados a su pecho, claramente reacia a entregarlos a la sacerdotisa.

—Las he traído. Comida y bebida. Mira, aquí las tengo. Pero me han costado muy caras; tendré que pasar hambre ahora, pues mi asesino marido me ha dejado sin nada. Ten piedad de mí, Uluye; ¡ten piedad de mí!

Uluye clavó sus ojos en ella durante un buen rato. Luego, con deliberada lentitud, extendió los brazos y arrancó las ofrendas de las manos de la mujer. Desenvolvió el pan, abrió el odre. Comió. Bebió.

El rostro de la suplicante se arrugó en una desagradable expresión infantil. No intentó discutir, pero, mientras sus tres acompañantes —Índigo sospechó que «guardianes» debía de ser una palabra más apropiada— la conducían a reunirse con los otros postulantes, sus manos y pies empezaron a agitarse en mudo pero incontrolable terror.

Uluye escudriñó con la mirada a los congregados e inquirió con engañosa suavidad:

—¿Quién es el siguiente?

Mientras el octavo candidato se adelantaba, Índigo dirigió una veloz mirada a Shalune. La gorda sacerdotisa la observaba con disimulo. Índigo le hizo una señal sin ser vista, y Shalune se alejó despacio de su compañera para acercarse furtivamente a la litera, hasta quedar lo bastante cerca como para poder conversar en susurros.

—No deberías hablar.

El tono de su voz recordó a Índigo el susurro de los cazadores de las Islas Meridionales; Shalune había aprendido el truco de suprimir los tonos sibilantes de su voz. Índigo sonrió levemente y contestó en forma parecida.

—Lo sé. Pero hay mucho que no comprendo. ¿Quién era esa mujer?

—¿Ella? Una asesina de niños. Degolló a tres de sus hijos y afirma que fue su marido quien lo hizo. Él ha desaparecido; lo más probable es que también lo haya matado, aunque todavía no se ha encontrado su cadáver. Todos los habitantes de su pueblo saben que es culpable, pero no tienen pruebas. Así pues, la han obligado a venir aquí, a descubrir la verdad.

—¿Cómo pueden descubrirla?

Shalune la miró a los ojos, con cierta sorpresa.

—Por los niños, claro. Ellos conocerán a su asesino.

—Pero…

Sin proponérselo, Índigo levantó la voz, y Uluye le dedicó una mirada malévola por encima del hombro. Al instante, Índigo transformó la exclamación en un carraspeo, pero, cuando Uluye desvió la mirada otra vez, Shalune hizo un gesto silenciador.

—No más charla —musitó—. Espera y observa. No necesitas hacer nada más. —Dedicó una mueca a la espalda de Uluye y retrocedió para reunirse con su joven compañera.

Índigo se recostó en su sillón, perpleja, mientras el despreocupado comentario de Shalune resonaba en su cerebro: «Por los niños, claro». Seguía sin poder convencerse de que era posible. No quería creerlo, porque, si fuera cierto, si esta noche los espíritus de los muertos iban a levantarse y andar de nuevo por el mundo de los vivos, entonces…, entonces…

—Nnn…

El sonido brotó involuntariamente de su garganta; no pudo acallar la lengua a tiempo. Uluye volvió a girarse con rapidez, pero esta vez expectante más que enojada, como si esperara ver algún cambio en ella.

Índigo cerró los ojos ante la intensa mirada de la sacerdotisa, al tiempo que pensaba: «No, Uluye, no se trata del oráculo. ¡Soy yo!». Algo centelleó por un instante en su mente: unos ojos aureolados de plata, pero desaparecieron con tal rapidez que no arraigaron en su memoria. «Contrólate —se dijo furiosa—. No pierdas la lucidez».

Era el incienso que la afectaba…, este repentino aturdimiento que parecía provenir de la nada, como si se alzara de la litera para flotar sobre ella. Humo narcótico en el aire. Empezaba a padecer alucinaciones; le pareció que una neblina se alzaba del lago y empañaba su superficie, difuminando los reflejos de la luz de las antorchas, convirtiendo las aguas en un enorme espejo dorado. ¿Cuánto tiempo duraría aún esta ceremonia? Ansiaba que terminara. Tenía sed. También hambre. Deseaba regresar al familiar refugio de la cueva, dormir…

Sacudió la cabeza, y el miasma se disipó. Parpadeando, descubrió que ahora había quince personas apiñadas a un lado del redondel y que no había ningún nuevo demandante frente a Uluye en la roja arena. ¿Quince postulantes? Quizá se había dormido después de todo. Y Grimya se había ido. ¿Dónde estaba Grimya?

«¿Grimya?». Envió su llamada y se sintió aliviada cuando la voz mental de la loba le respondió de inmediato.

«Estoy aquí, Índigo. Detrás de tu sillón». Una pausa… luego: «No…, no me gusta lo que percibo. Huelo algo, lo reconozco, pero me hace sentir inquieta».

Los tambores volvieron a repicar entonces. En un principio el sonido era tan sutil que Índigo sólo se percató de él en un nivel inconsciente, pero se hizo más fuerte, sonoro, más rápido, hasta que pareció como si el mismo aire estuviera impregnado de los vibrantes ritmos; ritmos trastornantes e inquietantes que se cruzaban y entrecruzaban chocando unos con otros, y estremecían a Índigo hasta los huesos. La muchacha miró al lago y vio que la neblina había regresado. No se trataba de una alucinación esta vez, sino de algo real que se alzaba del agua en silenciosas columnas parecidas a humo y formaba un manto como de vapor sobre la superficie. Las sacerdotisas habían empezado a cantar acompañando el insoportable redoble de los tambores; sonidos aullantes, agudos, ululantes como el estruendo de aves enloquecidas.

Shalune se había ido, y Yima también; se habían ido con las otras, una hilera de mujeres que descendían a la orilla del lago golpeando el suelo con los pies y chillando, y con ellas iban los suplicantes, dando traspiés, gritando de alegría o de terror. Índigo oyó cómo la viuda pronunciaba el nombre de su esposo muerto, oyó la aguda protesta de la asesina mientras la arrastraban por la arena dos mujeres que empuñaban sendos machetes, y por un terrible momento le pareció como si se hubiera convertido a la vez en ambas desdichadas criaturas: la desconsolada y la culpable. Llorando por los seres queridos perdidos, pero a la vez llevando consigo la certeza de ser una asesina y de que, para ella, no podía existir redención.

«¡Índigo!».

El grito telepático de Grimya resonó en su cerebro el mismo instante en que se ponía en pie, pero no le prestó atención. Se encontraba de pie ahora, temblorosa, la pesada corona del oráculo haciendo que se balanceara como un árbol en una tormenta. Algo intentaba abrirse a través de su alma, de su corazón, de sus costillas. Una palabra, un nombre, intentaba formarse en sus labios, intentaba obligarla a pronunciarlo, a gritarlo, proclamarlo en voz alta. Los tambores estaban en su interior y formaban parte de ella, de su propio pulso, del caótico latir de su propio corazón. Las voces de las mujeres la enardecían… y algo empezaba a formarse en la neblina que cubría el lago. Las aguas de la superficie se movían, se agitaban; amplias ondas se desplegaban hacia las orillas y las lamían en forma de diminutas olas.

—Fe…

Algo ahogó la palabra en su garganta antes de que pudiera pronunciarla. Los cánticos se interrumpieron, los tambores callaron, y el silencio se produjo de una forma tan repentina que Índigo apenas pudo comprender lo que había sucedido. Pero no, no era exactamente un silencio total. Escuchaba el batir de las olas en la orilla del lago, lamiendo la arena rojiza. Y un gemido, bruscamente aparecido. Sabía de dónde había surgido: la asesina; sólo podía ser ella. Índigo parpadeó, volvió a mirar al lago y vio lo que había surgido de la neblina y ahora vadeaba por los bajíos en dirección a tierra firme.

Una mujer sola fue la primera en salir. Era muy anciana, y mostraba la terrible sonrisa de la locura incurable. Sus ojos ardían como dos frías estrellas muertas, y extendía unas manos parecidas a garras en dirección a dos hombres jóvenes que permanecían abrazados en la orilla, la expresión de su rostro llena de inefable pero totalmente insensato amor. Índigo escuchó sus desgarrados gritos de «¡Madre! ¡Madre!» y tuvo que desviar la mirada cuando tomaron las manos del cadáver y empezaron a llenarlas de besos.

El siguiente en aparecer fue un hombre joven, desnudo. Índigo contempló su rostro, las llagas que deformaban lo que habían sido unos labios hermosos en una parodia purulenta, la lengua negra e hinchada, el velo que empañaba sus ojos de mirada fija. Su cuerpo brillaba, pegajoso por el sudor de la fiebre, y se estremecía, se estremecía mientras su desconsolada esposa corría hacia él y se lanzaba al agua para sujetar y abrazar sus tobillos.

Índigo empezó a comprender. Tal y como habían muerto, así regresaban: locos, enfermos, poseídos por la fiebre, tal y como habían estado en sus últimos momentos de vida terrena. Mientras comprendía todo esto, emergió de las aguas el tercer aparecido, y esta vez tuvo que apartar la mirada, pues lo que salía del lago era un hombre que sostenía su propia cabeza decapitada entre los brazos. Escuchó los gritos de sus hermanos, que querían vengarlo, pero no tuvo valor para contemplar la reunión familiar, y sólo volvió a alzar la vista cuando la espeluznante visión desapareció en la confusión.

Llegó a tiempo de ver a los niños. Surgieron del lago cogidos de la mano, los pequeños cuerpos manchados con la sangre que había brotado de sus gargantas cortadas. Su madre empezó a chillar, y sus gritos se redoblaron cuando, uno tras otro, los niños alzaron las manos y la señalaron en clara acusación. No podían hablar; tenían las tráqueas seccionadas junto con las yugulares, y ahora carecían de voz. Pero sus manos y expresiones eran más elocuentes que cualquier palabra.

Después de los niños vinieron muchos otros, aunque ninguno con un aspecto tan espeluznante. Acostumbrada ya, Índigo los contempló con objetiva y desapasionada fascinación, como si una parte de sí misma se negara a aceptar la realidad de lo que veía y lo hubiera transformado en un sueño. Por fin, no obstante, ya no apareció nadie más. Los gemidos y llantos y las exhortaciones y protestas se habían amortiguado hasta convertirse en murmullos, como el zumbido soporífero de las abejas en un jardín adormecido. Lo percibía y a la vez no lo percibía; lo que la rodeaba resultaba remoto, un poco irreal.

Entonces, sobre el lago, la neblina se revolvió de improviso y las aguas se agitaron de nuevo.

Grimya lanzó un lloriqueo, y aquel sonido tan cercano sacó a Índigo de su estupor con un sobresalto. Miró al lago, y vio al último de los aparecidos. Su piel era de una palidez cadavérica, en terrible contraste con la de aquellos que habían aparecido antes que él. Tenía la larga cabellera negra enmarañada, empapada de sudor. Se movía como un anciano atormentado por la artritis —o un joven cargado de cadenas que su alma apenas podía sostener— y, mientras cojeaba en dirección a la orilla, Índigo vio todo el rosario de laceraciones que le cubrían las carnes: brazos, piernas, rostro; todo su cuerpo cubierto por el ulcerante y salvaje trabajo de cientos de miles de espinas envenenadas.

Se dio cuenta de que había gritado en voz alta. Desde otro nivel, otro plano, otro mundo, vio rostros asombrados que se volvían hacia ella a la luz de las antorchas, vio la alegría fanática de Uluye cuando Índigo —o algo que se encontraba más allá de Índigo— lanzó un alarido sin palabras. La pálida y encorvada figura de la orilla del lago se detuvo. Luego extendió los brazos hacia ella, a través de la roja arena, a través del abismo físico que los separaba, y la llamó por el nombre al que ella se había visto obligada a renunciar hacía tantos años cuando la Torre de los Pesares se derrumbó, cuando ella lanzó el mal sobre su hogar, su familia y todos sus seres queridos, cuando los demonios penetraron en su mundo. Su auténtico nombre. El nombre por el que él la había conocido en los días felices antes de que se convirtiera en Índigo.

—Anghara…

Aquello que había estado intentando surgir del alma de Índigo se hizo añicos y explotó en su interior, y la joven echó la cabeza hacia atrás gritando con todas sus fuerzas.

—¡Fenran!

El mundo se desvaneció ante sus ojos.

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