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Capítulo 3

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Transcurrieron cinco días más antes de que Shalune considerase que Índigo se encontraba en condiciones de viajar. Resultó un espacio de tiempo peculiar e incómodo, ya que la presencia en el

kemb de las cuatro sacerdotisas ejercía un efecto inhibidor sobre todos. La vida de la familia de comerciantes se vio alterada en gran medida. Ninguno de sus miembros escatimaba esfuerzos en servir a sus invitadas en todo lo posible, y estaba claro que se consideraban enormemente honrados con la visita, pero, con los mejores dormitorios cedidos a las forasteras y una buena cantidad de transacciones comerciales perdidas durante las horas que dedicaban a ocuparse de éstas, el agotamiento empezó a hacerse sentir.

Hasta donde le era posible,

Grimya se mantenía apartada de las sacerdotisas, pues no acababa de sentirse muy tranquila junto a Shalune y sus compañeras. El sentimiento no llegaba a antipatía o desconfianza; era tan sólo un instinto que no podía explicar de forma racional. No se lo mencionó a Índigo en los pocos momentos en que estaban a solas para no preocuparla, pero optó por el sencillo recurso de evitar la compañía de las cuatro mujeres siempre que podía.

Para empezar, la loba padeció muchas horas de soledad. Índigo dormía la mayor parte del tiempo, recuperando poco a poco las fuerzas, y, durante los cortos espacios de tiempo en que estaba despierta, Shalune acostumbraba mandar al menos a una de sus subordinadas para que le hiciera compañía en la cargada y silenciosa habitación. Por su parte, los habitantes del

kemb se encontraban demasiado atareados para prestar mucha atención a

Grimya —ni siquiera a los niños más pequeños se les concedía tiempo para poder jugar con ella— y, aparte de la rutina habitual de darle agua y comida y alguna que otra frase amable, se despreocuparon de ella por completo.

De haberse encontrado en cualquier parte del mundo que no fuera la Isla Tenebrosa, pensaba

Grimya, podría haber pasado el tiempo cazando, uno de sus mayores placeres y que le habría permitido recompensar a sus generosos anfitriones con algo de carne fresca. Pero mediaba un gran abismo entre cazar en este malsano y opresivo bosque y andar al acecho y perseguir las presas por el fresco verdor del continente occidental o las nieves de El Reducto. Aquí existían trampas a cada paso: flores y hojas que picaban como avispones, reptiles que escupían veneno, criaturas reptantes que podían atravesar el pelaje más espeso para chupar sangre y provocar erupciones en la piel.

Además,

Grimya no estaba muy segura de que quisiera atrapar —y mucho menos comer— los animales que había visto agazapados entre los árboles de por allí, pues había algo en ellos que le repelía. Tenían un aspecto insalubre, insulso, deforme y arisco, y totalmente extraño para una loba nacida y criada en el límpido y vigorizante frío del lejano sur. Sospechaba que la carne de estos seres, cruda y sin condimentos, poseería un sabor tan repelente como su aspecto, y —aunque sabía que era una comparación disparatada— le recordaban a las deformes criaturas que había visto, hacía más años de los que podía contar, en las emponzoñadas montañas volcánicas de Vesinum. Deseaba ardientemente que no se hubieran visto obligadas a venir aquí. La Isla Tenebrosa era conocida en todo el mundo como un lugar malsano y sórdido del que era mejor mantenerse apartado, y, cuando Índigo había tomado la decisión de abandonar la ciudad-estado de Davakos en el continente occidental y había iniciado de nuevo su peregrinar,

Grimya había intentado por todos los medios persuadirla de no cruzar la enorme isla y buscar otra ruta para su viaje. Índigo se había negado en redondo. Debían ir en dirección nordeste, había dicho, y nordeste quería decir precisamente esto. La única otra posibilidad era navegar hacia el norte por el estrecho de las Fauces de la Serpiente y luego girar en dirección a las Islas de las Piedras Preciosas y el continente oriental situado más allá, y eso era algo que ella no deseaba hacer.

Grimya había comprendido el motivo de su renuncia. Tanto las Islas de las Piedras Preciosas como el continente oriental guardaban terribles recuerdos para Índigo: recuerdos de amigos muertos hacía ya un cuarto de siglo durante su desesperada tentativa de desenmascarar a la Serpiente Devoradora de Khimiz; recuerdos, también, de amigos que habían sobrevivido a aquella prueba con ella pero que habían envejecido un cuarto de siglo mientras que Índigo permanecía igual, amigos que ahora resultarían irreconocibles. Índigo se resistía desesperadamente a correr el riesgo de volver a encontrarlos. Peor aún, no quería arriesgarse a descubrir que el tiempo había podido más que ellos y habían pasado a mejor vida. Ya había tenido que soportar ese golpe en una ocasión cuando ella y

Grimya regresaron a Davakos tras una ausencia de más de veinte años. Tenían una vieja y querida amiga entre los davakotianos, una dura mujer de pequeña estatura llamada Macee que había sido a la vez compañera de navegación y confidente en la época en que Índigo había formado parte de la tripulación del

Kara Karai bajo sus órdenes. Índigo había prometido a Macee que algún día regresaría y, finalmente, había cumplido la promesa, pero para entonces ya era demasiado tarde y, cuando ella y

Grimya llegaron a las costas de Davakos, descubrieron que la menuda capitana había llegado al final de sus días e ido a reunirse en paz con la Madre Tierra.

Índigo se había sentido terriblemente afligida. Consideraba —y nada de lo que

Grimya pudiera decir la haría cambiar de opinión— que había traicionado a su vieja amiga. La loba no comprendía tan complejo y típicamente humano razonamiento, pero conocía a Índigo lo suficiente como para creer que su decisión de viajar directamente a través de la Isla Tenebrosa y someterse a su malevolencia en lugar de tomar la ruta más fácil era una especie de penitencia autoimpuesta, una forma de expiar su fracaso infligiéndose a sí misma privaciones. Macee, pensaba

Grimya con tristeza, jamás habría aprobado un comportamiento tan estúpido.

Pero, sensato o no, se había hecho y ahora debían sacarle el mayor provecho posible. Al menos existía la reconfortante certeza de que Índigo mejoraba día a día —casi hora a hora— y, cualesquiera que fueran sus dudas sobre Shalune y sus seguidoras en otras cuestiones,

Grimya no podía menos que estarles profundamente agradecida.

En el tercer día de su recuperación, a Índigo se le permitió por primera vez abandonar la cama, y, mientras permanecía sentada en la terraza del

kemb disfrutando del relativo frescor de la tarde, ella y

Grimya tuvieron su primera oportunidad, desde hacía bastante tiempo, de hablar en privado sin que las interrumpieran. Durante los últimos días, los poderes telepáticos de la loba habían permitido a ésta aprender bastante más sobre la lengua de sus anfitriones, y, aunque se había mantenido a distancia del séquito de Shalune, había no obstante sorprendido aquí y allá algunos retazos de conversaciones. Esto, unido a la extraordinaria escena que había presenciado junto al lecho de Índigo, le permitió reconstruir en parte el rompecabezas que constituían las intenciones de aquellas mujeres.

«Hablaban de augurios», contó a Índigo en silencio, tras mirar por encima del hombro —en una reacción ilógica— por si alguien las observaba.

«No comprendí mucho de lo que oí, pero creo que fueron conducidas aquí por algo que sucedió o algo que vieron. Está relacionado contigo, Índigo, estoy segura. Sobre todo por lo que dijeron antes sobre que tú eras “ella”».

Índigo clavó los ojos en el inmóvil y tupido dosel que formaban las copas de los árboles a pocos metros del

kemb.

—Ella… —reflexionó en voz alta; luego cambió a la conversación telepática.

«¿No pudiste escuchar más detalles? ¿Como por ejemplo en qué dirección está ese lugar al que quieren ir?».

«No». Grimya calló unos instantes para luego añadir:

«¿Por qué? ¿Es importante?».

«Podría serlo».

Índigo introdujo la mano en el cuello de la camisa y sacó la pequeña piedra-imán de la bolsita de piel que permanecía constantemente colgada alrededor de su cuello y era una de sus más antiguas posesiones.

Grimya contempló la piedra cuando ésta cayó sobre la palma de Índigo y exclamó:

«Ah…».

«La estudié anoche antes de dormirme. Pero el mensaje que me proporcionó no fue tan claro como esperaba… Mira, te lo mostraré».

Índigo sostuvo la piedra de forma que

Grimya pudiera ver su plana superficie. Parpadeando en su interior, se apreciaba el diminuto punto de luz dorada, y, mientras la loba percibía cómo la mente de Índigo se concentraba, el pequeño puntito se desplazó bruscamente a un extremo.

«Nordeste, igual que antes», observó la loba, y miró a Índigo, perpleja.

«No comprendo».

«Observa», le dijo la muchacha. El punto de luz siguió parpadeando en el extremo de la piedra durante unos cuantos segundos más. De improviso cambió de posición para colocarse en el centro y desde allí empezó a ir de uno al otro punto como una luciérnaga atrapada.

«Hizo lo mismo anoche», explicó Índigo mientras

Grimya mostraba los dientes en una mueca de sorpresa.

«Jamás se ha comportado así antes, y tengo una sospecha de lo que intenta decirme. Nordeste y a la vez aquí al mismo tiempo, como si no pudiera decidir sobre cuál es el mensaje más exacto». Dedicó a

Grimya una larga y pensativa mirada.

«¿Podría esto tener algo que ver con Shalune?».

Grimya comprendió.

«¿Con Shalune, y también a la vez con ese lugar al que ella quiere llevarte?».

«Si se encuentra al nordeste de aquí, sí». Índigo volvió la cabeza para mirar al interior del

kemb, donde las mujeres preparaban la comida. No se veía señal de Shalune, pero Índigo tuvo la instintiva sensación de que ni ella ni sus acompañantes estaban muy lejos. Se volvió otra vez hacia

Grimya. «Si es así, entonces creo que quizás hemos encontrado lo que buscamos. O más bien que ello ha venido a nuestro encuentro».

Durante ese día y el siguiente, Índigo intentó por todos los medios posibles averiguar más cosas sobre Shalune y sus intenciones. No resultó tarea fácil, pues, aunque

Grimya estaba aprendiendo poco a poco palabras y frases del lenguaje de los habitantes de la Isla Tenebrosa e intentaba enseñar a Índigo lo que sabía, no era suficiente para permitir, de momento, ningún tipo de comunicación con las cuatro mujeres. Entonces, en la quinta mañana de su estancia allí, Shalune penetró en la habitación de Índigo, realizó la ya acostumbrada reverencia e indicó que deseaba que la joven la siguiera. Parecía contenta por algo, y

Grimya, captando el tono aunque no la esencia de sus pensamientos, advirtió a Índigo de que se tramaba algo. No sin cierta prevención, Índigo permitió que Shalune la escoltase por el pasillo, a través de la sala principal del

kemb y hasta la galería exterior de la casa.

Se detuvo en seco al ver lo que la aguardaba allí. No pudo ni imaginar cómo la habrían obtenido las mujeres, pero, destacando incongruentemente sobre el duro suelo frente al

kemb, había una litera de bambú y palmas, con telas multicolores a modo de cortinajes y adornada con grotescos fetiches de madera, hueso, piedra y plumas. De pie junto a la litera estaban las otras tres mujeres; también éstas realizaron las reverencias de rigor, y Shalune, sonriendo con satisfacción, señaló la litera y dijo algo en lo que Índigo sólo captó el equivalente a la palabra «gente».

Grimya contempló con asombro la litera.

«Creo que te explica que los aldeanos han construido esto», transmitió no muy segura.

«Dice también algo sobre marcharse, pero no comprendo más que eso».

Shalune, sonriente aún, indicó de nuevo la litera, e Índigo comprendió de improviso. Sin preámbulos ni preparativos evidentes, las sacerdotisas tenían la intención de abandonar el

kemb esta misma mañana…, y la litera era para transportarla a ella.

Índigo escuchó entonces movimiento a su espalda y, al volverse, se encontró con dos de las mujeres del

kemb que salían en aquel momento por la puerta con sus bolsas en las manos. Las transportaban con reverencia y un cierto nerviosismo, como medio asustadas de tocarlas, y, a una brusca señal de Shalune, pasaron corriendo junto a Índigo y descendieron la escalera para depositar los bultos en el interior de la litera. Índigo permaneció inmóvil sin saber cómo reaccionar. No estaba dispuesta a capitular a los deseos de las mujeres sin saber adonde pensaban llevarla o qué pensaban hacer con ella, pero ¿cómo podía hacérselo comprender? ¿Cómo podía expresar su protesta?

La aguardaban, y las espesas cejas de Shalune empezaron a juntarse en un principio de enojo. Índigo clavó la mirada en los duros ojos de la otra, y dijo con mucho cuidado en el idioma de la Isla Tenebrosa:

—¿Qué es esto?

Shalune pareció asombrada. Era la primera vez que Índigo se dirigía a ella en su propia lengua, y la pregunta la cogió totalmente por sorpresa. Recuperando la compostura, le dedicó una profunda inclinación con un amplio gesto de la mano y le respondió hablando con rapidez y gran énfasis.

«Grimya,

¿qué es lo que ha dicho?», comunicó Índigo, llena de desesperación. No había comprendido nada; las frases habían sido excesivamente complejas y pronunciadas a demasiada velocidad, pero no quería que Shalune advirtiera lo limitada que era todavía su comprensión del idioma.

«Me parece…». La loba luchó por relacionar las palabras que había comprendido con las impresiones que sus sentidos telepáticos habían recogido del cerebro de la mujer.

«Dice que te llevarán en andas. Habla de estima, y de algo más… No sé lo que significa, pero parece una palabra buena, una palabra de alabanza».

Shalune contemplaba a Índigo expectante pero también con desconfianza. Rápidamente y en silencio la muchacha preguntó a la loba:

«¿Cuál es la palabra para preguntar “dónde”? ¡Tengo que averiguar adónde piensan llevamos!».

Grimya se la transmitió, e Índigo repitió la frase en voz alta. Shalune volvió a responder hablando con rapidez y con todo detalle, y

Grimya tradujo:

«Habla, de agua y… de un lugar, un edificio, creo. Un lugar especial, como… ¿un templo?».

Índigo asintió. Era lo que sospechaba, y sostuvo la mirada de la sacerdotisa sin pestañear.

—¿Dónde? —volvió a preguntar, y esta vez indicó primero a su derecha y luego a su izquierda, las cejas ligeramente enarcadas en inequívoco gesto de interrogación.

Shalune hizo una nueva reverencia y se volvió para indicar el sendero que discurría junto al

kemb para ir a perderse en las profundidades de la isla.

—Por aquí —respondió. Índigo sabía lo suficiente para comprender sus palabras en esta ocasión—. Cinco días de viaje a pie.

Índigo miró más allá del dedo extendido de la mujer, y su rostro no traicionó nada del repentino aceleramiento de su pulso. Dirección nordeste. El aparentemente ambiguo mensaje de la piedra-imán quedaba explicado. Durante unos instantes, la muchacha permaneció muy quieta mientras una mezcla de emociones y reacciones se agitaba en su cerebro. Luego se dio cuenta de que, por encima de todo, se destacaba una clara intuición que barría todas las dudas, todas las advertencias, toda otra consideración.

«Debemos ir con ellas», dijo a

Grimya en silencio.

«No existe ninguna otra elección que tenga sentido». Y, con un severo gesto de asentimiento hacia Shalune, descendió los peldaños de la terraza en dirección a la litera.

Sus anfitriones la llenaron de regalos antes de permitir que la procesión se pusiera en marcha. Índigo no quería aceptarlos; la familia podía ser considerada discretamente próspera según los criterios locales, pero desde luego no era rica y no podía permitirse el lujo de regalar toda la comida y utensilios y piezas de tela finamente tejidas que se amontonaban en la litera a sus pies. Nadie hizo caso de sus protestas, no obstante; todo lo que sus antiguos anfitriones deseaban —o, más bien, anhelaban—, al parecer a cambio de su generosidad era que posase ambas manos sobre las cabezas de cada uno de ellos, desde la anciana señora de la casa hasta el más pequeño niño de pecho.

Índigo se sintió como una curandera, pero no tuvo el valor de negarles el favor. Cuando la ceremonia de las bendiciones tocó a su fin y, entre ruidosas despedidas, las cuatro mujeres se alejaron llevando en hombros la litera, la joven se dejó caer sobre los almohadones tras las multicolores cortinas sintiéndose avergonzada y culpable. ¿Qué habrían contado Shalune y su séquito a estas confiadas personas? ¿Que ella era un ser especial, imbuido del poder de traerles buena suerte? ¿Lo creía en realidad Shalune? Y, de ser así, ¿por qué? ¿Qué representaba ella para estas mujeres?

Suspiró y apartó a un lado una de las cortinas, que convertían el ya recalentado aire del interior de la litera en algo sofocante e insoportable.

Grimya, que odiaba los lugares cerrados y había preferido trotar junto a la litera en lugar de ir en su interior con Índigo, levantó la cabeza al apartarse la tela. Había leído los pensamientos de su amiga y estableció de inmediato comunicación telepática con la mente de Índigo.

«Me parece que no podemos esperar respuestas a esas preguntas durante un tiempo. Debemos ser pacientes, y confiar en la piedra-imán».

Índigo le sonrió con afecto y contestó:

«Tienes razón, cariño, como de costumbre. Lo único que temo es que estas mujeres me hayan confundido con otra persona. Si eso es cieno, entonces las cosas puede que se nos tuerzan cuando descubran su error».

Grimya consideró sus palabras durante unos instantes antes de responder.

«No creo que debamos inquietarnos por eso. No son personas perversas; lo percibo con toda claridad. Además…». Vaciló y luego volvió a levantar la cabeza hacia Índigo; sus ojos ambarinos brillaban con peculiar intensidad.

«No sé más de lo que tú sabes sobre lo que piensan estas mujeres que eres. Pero la piedra-imán no miente, Índigo…, de modo que a lo mejor no están equivocadas después de todo».

«¿Qué es lo que estás diciendo, Grimya?», inquirió Índigo dirigiéndole una aguda mirada.

La loba volvió la cabeza y lamió el pegajoso aire con la lengua.

«Sólo lo que pienso, lo que sospecho. Pero no sé si tengo razón». Calló unos segundos y alzó otra vez los ojos hacia Índigo, aunque con cierta desgana, pensó la joven.

«No deberías darle vueltas. Pensar en ello no servirá de nada. Aún no, no hasta que sepamos más. Deberías dormir. Todavía no has recuperado todas las fuerzas, y este viaje promete resultar tedioso. Duerme, Índigo». Una nota persuasiva y con un vago tono de súplica se deslizó en su voz mental.

«Duerme. Eso es lo que necesitas en estos momentos por encima de todo».

En contra de lo que esperaba, Índigo durmió gran parte del largo y monótono día. Parecía como si las cuatro mujeres fueran incansables. Se detuvieron tan sólo en una ocasión durante las horas diurnas, para comer una rápida comida y beber copiosas cantidades de agua, y la joven sospechó que debían de utilizar alguna droga hecha de hierbas para aumentar su resistencia más allá de los límites normales. El continuo traqueteo de la litera, unido a la sensación de claustrofobia engendrada por el sofocante aire y los ahogados pero incesantes ruidos del bosque, la arrullaban haciéndola caer en un extraño letargo que de vez en cuando casi se semejaba a la fiebre.

Se detuvieron para pasar la noche cuando empezó a oscurecer y las sombras cayeron como una sábana sobre el bosque. No se veía señal de ningún lugar habitado, y, antes de ponerse a preparar una improvisada cena, las mujeres dieron vueltas en torno al lugar elegido, entonando cánticos y depositando pequeños paquetes de comida en un amplio círculo alrededor de la litera.

Grimya explicó a Índigo que, por lo que podía entender, se trataba de ofrendas para aplacar a espíritus o demonios que de lo contrario podrían verse tentados de atacar al grupo. Durante toda la noche, a los susurros del bosque se sumaron los cánticos apagados y el repiqueteo de los sonajeros que agitaban las sacerdotisas mientras montaban guardia por turnos.

El esquema del primer día continuó durante los cinco días y noches de su viaje, interrumpido sólo por otros dos violentos temporales. En los momentos de mayor intensidad de las tormentas buscaban refugio, acurrucándose junto a la litera bajo una curiosa especie de árbol de tronco hinchado con hojas de dos metros y medio tan anchas como un hombre con los brazos extendidos, para luego seguir avanzando penosamente bajo la bochornosa humedad en cuanto amainaba el aguacero. Pasaron junto a varios poblados durante el trayecto, y en cada ocasión se las recibía con una combinación de respetuoso temor y alegría. Nuevos regalos se amontonaban sobre Índigo, y una vez más los donantes sólo querían su bendición a cambio. Shalune presidía, repartiendo consejos y justicia, y luego, pasadas dos o tres horas, se volvía a levantar la litera y seguían su camino.

El quinto día amaneció húmedo y angustiosamente silencioso, con la promesa, dijo

Grimya, de otra fuerte tormenta. Las mujeres habían seguido avanzando hasta tarde la noche anterior, deteniéndose tan sólo cuando la luna se puso y la oscuridad se volvió demasiado intensa para que pudieran seguir andando con seguridad, y, tan pronto como el primer destello de luz se filtró al interior del bosque, levantaron el campamento y volvieron a ponerse en marcha.

Esta mañana, Shalune y sus acompañantes mostraban un aire de ansiosa expectación. Mientras andaban, las porteadoras de la litera cantaban una rítmica canción de marcha en una tonalidad menor ligeramente inquietante.

Grimya que pudo comprender algunas de las palabras, dijo que era para expulsar a cualquier criatura, humana o no, que pudiera desearle algún mal al grupo. Parecía una precaución innecesaria, pues hacía más de un día que no habían pasado junto a ningún poblado, ni visto señal de actividad humana, en lo que parecía ser bosque virgen; pero, a medida que transcurría la mañana y el aire se calentaba hasta convertirse en un infierno abrasador, la canción se volvió más enfática, más apremiante… y, justo antes del mediodía, llegaron al final del viaje.

Índigo dormitaba de forma irregular e incómoda detrás de las cortinas corridas de la litera, pero la llamada telepática de

Grimya la despertó con un sobresalto. Se incorporó sobre un hombro, apartando a un lado los sofocantes velos para poder ver, y sus ojos se abrieron de par en par por el asombro.

La maraña de árboles y maleza había cesado tan de improviso como si una guadaña gigantesca hubiera pasado por allí, y se encontraban a la orilla de un lago circular que reflejaba el profundo azul del cielo como si se tratara de un enorme espejo. El sol, casi directamente encima de sus cabezas en esta latitud, tenía un brillo cegador que blanqueaba el paisaje y laceraba los ojos de Índigo con su intensidad. Alrededor de la orilla del lago, los árboles se apiñaban unos contra otros, pero, en la orilla opuesta, el muro verde-grisáceo quedaba roto por un gigantesco farallón de roca roja, escalonado y aplanado en la cima para formar un zigurat que se alzaba por encima de los árboles. La fachada del zigurat estaba asaeteada de lo que parecían cuevas de una simetría antinatural, y en la cima truncada, demasiado distante para poder apreciar su origen, un fino penacho de humo se elevaba por el aire inmóvil.

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