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Capítulo 12

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Con la salida del sol a la mañana siguiente, los preparativos para la iniciación de Yima empezaron en serio. Índigo esperaba encontrarse con un ambiente de celebración y nerviosismo en la ciudadela, una extensión y continuación del estado de ánimo generado por el anuncio de Uluye, pero sus esperanzas no se cumplieron. En su lugar, la atmósfera predominante entre las sacerdotisas era de tensión extrema; había expectación, desde luego, pero fuertemente dominada por una poderosa sensación de opresión y un muy arraigado temor. Parecía como si las mujeres consideraran la iniciación no sólo como una prueba para Yima, sino también, a través de ella, como una prueba de la reputación de todo el culto a los ojos de la Dama Ancestral. Si Yima fracasaba, la señora se enojaría y todos sus sirvientes padecerían las consecuencias de su cólera. Era una responsabilidad terrible para depositarla en un par de hombros jóvenes y sin experiencia, y a medida que empezaba a darse cuenta y a comprender los riesgos que correría Yima, Índigo se veía atormentada por una conciencia culpable, pues sabía que ella misma era en gran parte responsable de la prueba a que tendría que someterse la muchacha.

Se trataba de un simple pero devastador malentendido. Cuando el oráculo fue poseído y ella había dicho: «Ven a mí», Uluye había interpretado el mensaje como una llamada a su hija y se sentía ávidamente ansiosa por obedecer. Pero Uluye estaba equivocada. La criatura que había mirado al mundo a través de los ojos de Índigo y hablado con la voz de Índigo aquella mañana no quería a Yima: quería a Índigo. La orden no había sido una llamada, sino un desafío, un reto para que recogiera el guante y se preparara para un enfrentamiento. Pero Uluye había intervenido e impuesto su propia interpretación de la declaración del oráculo y, como resultado, Yima iba a atravesarse en el camino de algo potencialmente letal.

Debería haber intentado explicarlo, se decía Índigo. Incluso aunque Uluye no aceptara su explicación —y ésta era una conclusión inevitable—, quizá podría existir alguna mínima posibilidad de persuadir a Shalune de que había malinterpretado el mensaje de la Dama Ancestral. Pero la única forma en que Índigo podía esperar hacerlo era contando a Shalune la verdad,

toda la verdad, lo que significaba la totalidad de su amarga historia; y eso no podía hacerlo. No porque no pudiera soportar la idea de admitir lo que era y la naturaleza de su misión —al menos, eso se dijo a sí misma—, sino porque hacerlo sería decir a Shalune que la diosa que ella y todas las demás sacerdotisas adoraban no era una diosa, sino un demonio. Acuñando una frase de

Grimya, eso sería muy similar a agitar la cola frente a un cazador armado con una ballesta; la condenarían como blasfema o algo peor, y probablemente se encontraría condenada al armazón de madera de la orilla del lago para esperar su destino a manos de los

hushu. No se atrevía a hacerlo. Por más remordimientos de conciencia que tuviera, y a pesar de estar en juego la seguridad de Yima, no podía correr ese riesgo.

Además, como admitió para sí en un momento de franca lucidez, hacer cualquier cosa que pudiera retrasar o impedir la iniciación iría directamente en contra de sus intereses. Se le había concedido la providencial oportunidad de ir a buscar al demonio en su propio territorio —en realidad, daba la impresión de que era el demonio quien había ido activamente en su busca— y, por mucho que compadeciera a Yima, la compasión quedaba relegada a un lado ante sus necesidades y deseos más personales. Se daba cuenta de que sus motivos eran egoístas, pero era lo bastante honrada para reconocer que no era ninguna enaltecida idealista y jamás lo había sido. Según la escala de justicia de Índigo, el destino de Yima, quien después de todo era una verdadera desconocida, debía quedar relegado a un segundo plano en favor del suyo propio y del de

Grimya.

Grimya, entretanto, se veía acosada por sus propias inquietudes. Desde la noche del anuncio de Uluye, Índigo se había mostrado distante y preocupada, y los esfuerzos de la loba para sacarla de su sombrío estado de ánimo no habían surtido demasiado efecto.

Grimya estaba enterada de que Índigo se había forzado a sí misma a abandonar la preocupación por el bienestar de Yima en favor de su misión y, con su acostumbrada timidez, se sentía incapaz de aumentar las preocupaciones de su amiga revelando las complicaciones de su pequeño misterio particular. Así pues, sintiéndose aislada y un poco abandonada, decidió averiguar todo lo posible, aunque no fuera más que para tener alguna forma en que pasar las largas y deprimentes horas en la ciudadela.

La tarea resultó menos sencilla de lo que había previsto. Para empezar, Yima pasaba ahora la mayor parte de las horas diurnas y una buena parte de la noche encerrada a solas con su madre, mientras Uluye la instruía intensivamente para la iniciación. No había habido más visitas secretas al bosque, y parecía que Shalune también había estado demasiado ocupada para cumplir la promesa de encontrarse con Tiam. La identidad de la tercera conspiradora, la «ella» mencionada en la breve conversación subrepticia que

Grimya había escuchado por casualidad, seguía siendo un misterio y, aunque escuchaba muchos fragmentos de conversaciones por todas partes de la ciudadela, la loba no había averiguado nada que pudiera darle más información. El único tema de conversación de las sacerdotisas era la futura ceremonia, y el tono de voz apagado y temeroso en el que se discutía dejaba a

Grimya con una desagradable sensación en la boca del estómago. Entonces, tres noches después de la proclama, Shalune se escabulló fuera de la ciudadela.

Grimya estaba tumbada en el saliente frente a la entrada de la cueva que compartía con Índigo. La noche era extraordinariamente calurosa y opresiva incluso para la Isla Tenebrosa. Índigo estaba en cama, pero

Grimya no conseguía dormirse y se había trasladado al saliente con la esperanza de que el aire del exterior fuera un grado o dos más fresco que la insoportable atmósfera del interior de la cueva.

Al vislumbrar la borrosa figura que se alejaba rápida y furtivamente de la base del farallón bajo la débil luz de la luna menguante, la loba se incorporó de un salto, alerta y curiosa. Luego, cuando la figura se recortó con claridad en el lago,

Grimya reconoció en ella a Shalune.

La loba clavó la mirada en la oscuridad. La gruesa sacerdotisa se dirigía al bosque, evidentemente con prisas, y evidentemente también temerosa de que la descubrieran, pues no dejaba de mirar por encima del hombro una y otra vez como temiendo que alguien le diera el alto. Avanzando con el estómago pegado casi al suelo,

Grimya recorrió el saliente hasta llegar a la escalera, allí se detuvo y miró con atención para fijar la posición y dirección de Shalune en su cerebro. Sí, parecía dirigirse al mismo sitio en el que Yima había celebrado su cita. Silenciosa como una sombra, la loba empezó a descender la escalera para ir tras ella.

De no haber sido por la pura casualidad de una tosecilla ahogada,

Grimya quizá no habría encontrado el claro. La cautela de Shalune y sus constantes miradas atrás obligaron a la loba a esperar hasta que su presa hubo entrado en el bosque antes de atreverse a cruzar la desnuda plaza, y cuando llegó al linde de los árboles, Shalune había desaparecido.

Durante algunos minutos

Grimya permaneció inmóvil, escuchando los susurros de los sonidos nocturnos y olfateando el aire con el hocico en busca de algún rastro del olor de Shalune. Por desgracia, los poderosos olores del mismo bosque —tierra húmeda, árboles apiñados y vegetación putrefacta— ocultaban cualquier resto de olor que pudiera haber quedado, y la loba acabó por comprender que tendría que confiar en otros medios. Empezó a rastrear, buscando alguna señal física de alguien que se moviera por la maleza, y por fin descubrió lo que parecía un sendero recién pisado, aunque las huellas eran débiles y no muy claras.

Este bosque le gustaba a

Grimya aún menos de noche de lo que le gustaba durante el día. A pesar de la agudeza de su vista, los árboles eran frecuentados a la puesta del sol por criaturas cuyos ojos eran aún más agudos si cabe: cazadores como ella misma, pero nacidos y criados en esta región salvaje, lo que les proporcionaba una enorme y peligrosa ventaja. Mientras se aventuraba bajo el dosel de un árbol cuyas ramas se curvaban hacia abajo como si quisieran enterrarse en el suelo, algo se escurrió por una rama por encima de su cabeza.

Grimya se encogió lanzando un involuntario gruñido, y una voz ronca le respondió desde la rama. Con el corazón latiéndole con fuerza, la loba retrocedió a toda prisa y dio un rodeo para evitar el árbol; entonces se dio cuenta de que había perdido el rastro de Shalune.

Se detuvo y miró a su alrededor. Lo que fuera que la había amenazado desde las ramas o bien se había ido o había perdido todo interés por ella, y el bosque permanecía muy tranquilo.

Grimya comprobó primero el aire y luego el suelo, pero, al igual que antes, era imposible captar el olor de Shalune, y por encima del incesante murmullo de fondo, no se destacaba ningún sonido que traicionara el paso de alguien avanzando por entre la maleza. Enojada consigo misma por haberse dejado dominar por la cobardía,

Grimya se preguntó qué debía hacer. Seguir adelante hacia el interior del bosque con la esperanza de localizar a Shalune sería una locura. Las posibilidades de dar con ella por pura casualidad eran remotas, y le resultaría muy fácil perderse en este territorio desconocido. Tendría que abandonar su plan y regresar a la ciudadela.

En ese momento, no muy lejos de allí, alguien tosió.

Grimya giró en redondo, las orejas bien tiesas mientras buscaba el punto del que había surgido el sonido. Un pájaro chilló asustado, alejándose ruidosamente por entre las ramas más altas de los árboles, y entonces consiguió localizarlo: a favor del viento, más al interior del bosque y un poco a la izquierda del sendero que había estado siguiendo. La loba se agachó y, adoptando el andar furtivo que utilizaba cuando cazaba, empezó a moverse sigilosamente en dirección al origen del sonido. Los localizó a menos de quince metros de distancia. Se encontraban en un pequeño claro: dos figuras borrosas que incluso su aguda visión habría tomado por troncos cortados de árbol, hasta que la más baja de las dos se movió y la silueta de Shalune se perfiló por unos instantes bajo la moteada luz de la luna que se filtraba por entre las ramas. Cuando se detuvo al borde del claro, oculta apenas por un maloliente matorral,

Grimya oyó la voz aguda de la gruesa sacerdotisa y la respuesta de una voz masculina más profunda: Tiam. De modo que tenía razón: Shalune había venido a encontrarse con el amante de Yima, y a traerle un mensaje.

Grimya irguió las orejas al frente de nuevo, intentando captar la apremiante conversación apagada de los dos humanos por entre los sonidos del bosque. Muchas de las palabras que se dijeron se le escaparon, y la voz de Tiam era más difícil de comprender que la de Shalune, que ya le resultaba familiar, pero le escuchó hacer una pregunta con el nombre «Yima» en ella, y oyó cómo Shalune respondía:

—No. No, Tiam, eso no puede ser. —La mujer añadió algo más que

Grimya no pudo captar, y luego dijo—: Lo siento, pero debes comprender que eso es imposible ahora.

—¡Por favor, Shalune! —suplicó Tiam—. Simplemente no puedo… —Pero el repentino chirriar de insectos hizo que el resto resultase incomprensible.

—No quiero arriesgarme —replicó Shalune, negando con la cabeza—. Haría cualquier cosa por Yima, pero no eso; no ahora. Es demasiado tarde, Tiam. Tienes que resignarte a…

De nuevo los insectos irrumpieron con su chirriar, ahogando sus palabras. En esta ocasión, ante la intensa frustración de la loba, el ruidoso coro siguió adelante durante un minuto o dos, y, cuando las criaturas finalmente callaron, Shalune y Tiam se despedían ya.

Tiam realizó una reverencia ante la sacerdotisa e introdujo algo en sus manos: un regalo o una ofrenda, supuso

Grimya, como pago por la ayuda. Luego el muchacho dijo:

—Dile que yo…

—Sí, sí, se lo diré —interrumpió Shalune con brusquedad—. Lo sabrá, tenlo por seguro. Ahora regresa a tu casa. Y recuerda: no tenéis que volver a aventuraros jamás por aquí. Nunca, Tiam…, jamás en la vida. Lo comprendes, ¿verdad?

—Sí —respondió él con voz tensa por la emoción—. Lo comprendo.

—Entonces, mis votos por una larga vida.

—Adiós, Shalune. Nunca…, nunca lo olvidaré.

—Sería mejor para todos los interesados que lo hicieses. Adiós, Tiam.

Shalune se volvió tan deprisa y de una forma tan inesperada en dirección a

Grimya que ésta no pudo hacer otra cosa que quedarse totalmente inmóvil detrás del matorral y contemplar, con los ojos muy abiertos, cómo la rechoncha figura pasaba junto a ella en dirección al linde del bosque. También Tiam se alejaba, aunque en dirección opuesta, y por un momento la loba se sintió tentada de seguirlo hasta su casa con la esperanza de averiguar más cosas. Pero el impulso se desvaneció rápidamente cuando recordó lo fácil que le sería perderse, y a renglón seguido también comprendió que sería mucho mejor que regresara a la ciudadela antes que Shalune si no quería arriesgarse a ser vista. Shalune seguramente tomaría el camino más corto alrededor del lago;

Grimya se dijo que, si cortaba en diagonal por entre los árboles hasta la orilla del agua y luego corría a toda velocidad en la otra dirección, podría llegar al farallón la primera. Aguardó hasta estar segura de que Shalune no oiría sus movimientos, y se puso en marcha. Mientras se abría paso a través de la maleza,

Grimya se sentía invadida por la tristeza. Creía comprender ahora por qué Shalune y Tiam se habían reunido aquí esta noche, y el saberlo había intensificado aún más la compasión que le inspiraba la situación de Yima. Acababa de presenciar la despedida de Yima al hombre que amaba, pero realizada por poderes porque el repentino cambio en sus circunstancias le había imposibilitado abandonar la ciudadela. Todos los movimientos de Yima estaban ahora sometidos al minucioso escrutinio de su madre; su destino estaba sellado, y no podía escabullirse ni siquiera para celebrar una última y agridulce cita.

Ahora, con este último mensaje de Shalune, los sueños de los jóvenes amantes habían quedado enterrados para siempre, y las últimas y conmovedoras frases intercambiadas entre Shalune y el joven resonaban en la mente de

Grimya. «Nunca lo olvidaré», había dicho él. «Sería mejor para todos los interesados que lo hicieses», había respondido Shalune. El corazón de la loba se conmovía con facilidad, y, de haber sido humana, habría llorado por Yima y Tiam y por la definitiva destrucción de sus esperanzas.

Los árboles empezaban a escasear, y la loba se dio cuenta de que se acercaba al final del bosque. Con un esfuerzo, apartó a un lado sus tristes pensamientos y alzó el hocico para atisbar al frente. Obtuvo una fugaz visión del negro centelleo del agua por entre los apiñados troncos y, en menos de un minuto, salió al sendero de arena que rodeaba el perímetro del lago. Shalune se encontraba ya en el sendero y andando a paso rápido;

Grimya hizo intención de tomar la dirección opuesta, pero entonces se detuvo, erizando el lomo. Había algo en el sendero delante de Shalune, entre ella y el farallón. La mujer no lo había visto aún, pero los agudos ojos de

Grimya habían captado un revelador destello de movimiento junto a los árboles. Era otra figura humana, pero no se trataba de Tiam; esta figura era demasiado alta. Parecía… «Madre todopoderosa —pensó

Grimya con un sobresalto—. ¡No puede ser Uluye! No…».

La aterradora idea se vio violentamente truncada cuando comprendió que no se trataba de Uluye, que la figura se movía de una forma demasiado extraña, demasiado rígida, como si unas manos invisibles manipularan sus piernas y brazos y ocuparan el lugar de un cerebro que ya no podía controlar el cuerpo que habitaba. En ese mismo instante, Shalune también lo vio. Titubeó, dio un traspié y estuvo a punto de caer, pero recobró el equilibrio. Luego se quedó inmóvil, transfigurada como si fuera víctima de la despiadada mirada refulgente de una cobra.

El

hushu penetró en el sendero arrastrando los pies y alzó un brazo. Sus movimientos eran desarticulados, una serie de sacudidas inconexas, pero sus intenciones eran claras. Dirigió el brazo en dirección a Shalune, y los dedos de su mano muerta se extendieron como los dedos de un bebé que intenta agarrar el objeto de sus deseos. Shalune no podía moverse. La monstruosidad le impedía el paso, y ella estaba demasiado paralizada por el terror para pensar siquiera en echar a correr por donde había venido. También

Grimya estaba aterrada, pero no permitió que el miedo la venciera. Un instinto primitivo, una sensación de repugnancia arraigada más profundamente aún en su psique que el temor a esta parodia infernal, brotó a la superficie, y la loba se lanzó hacia adelante; recorrió el sendero como una exhalación, descubriendo los colmillos con un salvaje rugido. Un chillido agudo y penetrante

—Grimya jamás sabría si había sido lanzado por el

hushu o por Shalune— provocó que todas las aves del bosque empezaran a gritar y piar mientras la delgada forma gris de la loba sobrepasaba a Shalune, se detenía en seco frente a ella y empezaba a gruñir de nuevo en furioso desafío. El

hushu se balanceó sobre los talones, agitando los brazos, y

Grimya pudo contemplar su rostro medio descompuesto, medio momificado, la mandíbula descarnada que mostraba unos dientes negros y podridos en unas encías resecas, y los dos puntitos blancos de luz que centelleaban en lo más profundo de unas cuencas vacías y traicionaban la existencia de una semivida sin inteligencia dentro de su cerebro. La loba sintió cómo su cuerpo parecía arder, para luego quedarse frío como un glaciar, pero se mantuvo firme, el rostro desfigurado en una máscara de rabia y odio, los labios tirantes con la saliva resbalando en hilillos por entre los dientes.

La mandíbula del

hushu se abrió con un sonoro crujido, y un hedor insoportable brotó de su garganta.

Hammm

No era capaz de hablar, pues sus cuerdas vocales y músculos se habían descompuesto; pero los sonidos abismales que la criatura producía eran casi,

casi palabras y daban la espantosa impresión de que sabía lo que quería decir. El horrible aliento volvió a caer sobre la loba, y el monstruo graznó:

Hammmbr… Hammmbreee

Detrás de

Grimya, Shalune lanzó un gemido casi tan terrible como el farfullar del

hushu. La criatura volvió a agitar el brazo, abriendo y cerrando los dedos.

Ooooo… —chirrió—.

Oooo… oomm… cooom… —Entonces, de improviso, la espantosa voz se elevó en un gemido tan lúgubre que una violenta sacudida recorrió el cuerpo de la loba—.

¡Cooom… ah, ahhh, cooomiiidaaa!

Si se hubiera detenido un momento a pensar,

Grimya habría dado media vuelta y huido. Pero no había tiempo para mostrarse racional; el instinto, y sólo el instinto, se hizo cargo de la situación, y se arrojó contra el

hushu en un gran salto mientras el miedo, la repugnancia y la rabia se combinaban y la impulsaban a atacar. El

hushu se estrelló contra el suelo bajo su peso, chirriando como un ave enloquecida; los dientes de la loba se cerraron en el vacío, y una ráfaga hedionda como salida de una vieja tumba la lanzó hacia atrás cuando la criatura le aulló al rostro.

Grimya empezó a morder una y otra vez, babeante, casi histérica mientras intentaba acabar a mordiscos con la existencia de aquel ser anormal y aullante. Entonces unas manos la sujetaron por el pelaje del cuello y una violenta fuerza tiró de ella hacia atrás, y escuchó la voz de Shalune que gritaba en su oído.

—¡No,

Grimya, no! ¡Déjalo, suéltalo! ¡Corre! ¡Corre!

El

hushu se quedó tumbado al borde del sendero agitando brazos y piernas violentamente. No conseguía levantarse, pues no podía coordinar sus movimientos; todo lo que podía hacer era patear y agitar los brazos, meneando la contrahecha cabeza y profiriendo sonidos guturales que resultaban a la vez lastimeros y furiosos.

Grimya lo contempló horrorizada mientras sus propios sentidos regresaban como en un torbellino a la normalidad; entonces Shalune volvió a tirar de ella con renovadas energías.

¡Grimya! ¡Vamos! ¡Corre!

Echó a correr, con Shalune junto a ella, y ambas se lanzaron sendero adelante como alma que lleva el diablo. Ninguna pensó en el peligro mientras atravesaban la plazoleta situada junto al lago en dirección a la pared del farallón, y fue sólo cuando llegaron a la escalera y Shalune se desplomó, jadeante, sobre el peldaño inferior que a

Grimya se le ocurrió mirar a lo alto del zigurat que se alzaba sobre ellas. Pero no se veía resplandor de antorchas, ni se oían voces, ni aparecían figuras agitadas saliendo del entramado de cuevas. Nadie, al parecer, había oído nada extraño.

Shalune estaba caída sobre la escalera, el rostro apretado contra uno de los escalones de piedra, el pecho tembloroso mientras intentaba llenar los pulmones de aire.

Grimya volvió la cabeza para mirar más allá de la plazoleta al sendero y al sombrío bosque. Sabía dónde debía de encontrarse el

hushu, pero una nube se deslizaba en esos momentos por encima de la luna y no podía ver nada que se moviera. El bosque murmuraba, tan desconocido y reservado como un mar lejano; mezclándose con sus sonidos le pareció escuchar un débil ulular que no pertenecía a un ave nocturna, pero no estaba segura.

La agitada respiración de Shalune volvió poco a poco a la normalidad, y, por fin, la sacerdotisa levantó la cabeza. Su mirada y la de

Grimya se encontraron por un instante; luego Shalune rascó a

Grimya entre las orejas y desvió la vista. No sentía curiosidad ni suspicacia por la presencia de la loba en el bosque; sencillamente, suponía que

Grimya debía de haber estado de caza, y no encontraba nada raro en ello: después de todo era un animal. Pero la loba había visto gratitud y admiración en los ojos de la sacerdotisa, el silencioso reconocimiento de que el animal le había salvado la vida. Shalune no lo olvidaría, y su gesto había sido un mudo pero enfático reconocimiento de su deuda.

La gruesa sacerdotisa se incorporó pesadamente.

Grimya lanzó un suave gañido interrogante, y Shalune bajó los ojos para mirarla. Intentaba sonreír, pero no ponía el corazón en ello. Y la loba vio temor en su rostro.

La mujer se llevó un dedo a los labios pero no dijo nada. Dirigió la mirada al lago, y se estremeció como si un viento glacial se hubiera apoderado por un segundo de la sofocante atmósfera. Movió los labios, y

Grimya consiguió a duras penas descifrar las palabras murmuradas a la quietud de la noche.

—¡Qué presagio, qué presagio tan espantoso! ¡Qué es lo que he hecho!

Se dio la vuelta y, con la espalda encorvada y las piernas pesadas como las de alguien muy muy anciano, empezó a subir la escalera.

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