Ava

Ava


Capítulo 9

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Capítulo 9

Origen

Sus tobillos sangraban y dejaban su marca a cada paso que daba, Ava abrió la puerta de su casa y cayó de rodillas. La noche ya había avanzado, dejando increíbles acontecimientos atrás. El caballo había arrastrado el carro por varios kilómetros hasta detenerse finalmente, lo que le permitió a la muchacha desanudar las cuerdas que la sujetaban, luego de caer exhausta al suelo huyó lo más pronto posible al refugio de su querido hogar. Así, ella había caminado largos trayectos con sus pies sangrantes y su cuerpo cubierto de fango hasta que se desplomó en el suelo de la casa. Agustina acudió en su ayuda.

Un ardoroso fanal iluminaba aquel ambiente. Natalia y Agustina secaban con algunos paños el cabello de la joven tras el baño que acababan de darle. Ava estaba sentada delante de la mesa tratando de secarse y probando cada tanto el sorbo de un té que su madre le había servido. Ya estaba limpia y, poco a poco, su amiga le cepillaba el cabello. Todavía lloraba y templaba, tratando de secar sus lágrimas, Ava seguía pensando en todo lo que le había ocurrido, la vergüenza la carcomía por dentro, pero sentía los abrazos de su madre y el cariño de Agustina.

—Lo importante es que escapé… —comentó terminando de vestirse.

—Pero todavía no entiendo —le dijo Agustina ya sentándose a su lado—. ¿Cómo fue?

—Pues… Me fui antes de la fiesta y unos ebrios me quisieron robar, me empujaron, me robaron el vestido y caí sobre el lodo — les contó mirando el suelo—. Pero ya es tema olvidado…

—¿Y quiénes fueron mi niña querida? ¿¡Quién es esa gentuza!? —le preguntó Natalia.

—No lo sé madre, eran borrachos.

—¡Santo Cristo! Y mejor a tu padre no le diremos nada… Si llega a saber lo que te pasó, no creo volver a verlo. ¡Morirá de saña!

—Vale. Creo lo mismo madre, guardaremos silencio en todo esto… ¿Pero sabes qué? —la joven se puso de pie—. Necesito ir a dormir, nos veremos mañana, madre.

—Claro que sí, mi niña. —Natalia le dio un beso, recogió la taza de té, guardó los paños que había usado para secarla y volcó la pequeña tina de madera donde Ava acababa de lavarse—. Que duermas bien…

Las dos amigas caminaron al cuarto, cerraron los postigos de la ventana, deslizaron la cortina y se prepararon para dormir. Ava tomó asiento en su cama, abrazó uno de sus almohadones y quedó en silencio, mirando la llama del candil. Agustina también se acomodó en su colchón, se descalzó, observó el rostro tieso de su compañera y no dudó en hablarle.

—Puedes mentirle a tu madre… pero conmigo no lo harás —le dijo en voz baja—. ¿Qué te sucedió, Ava? —la interrogó poniéndose de pie, acercándose a la cama y cruzándole el brazo por encima de la espalda—. Puedes confiar en mí.

—Fue horrible —confesó rompiendo en llanto—. ¿De verdad quieres escucharlo?

—Soy tu amiga… siempre lo seré, no es necesario preguntar eso.

—Pues, todo comenzó en el jardín como si de una pesadilla se tratase… La noche iba avanzando de manera espléndida y, junto a él me senté sobre las raíces de… —comenzó a relatar con amargura en su alma mientras la llamita de aquel farolillo de mano se reflejaba en sus grandes pupilas.

Con acongojada voz la dama fue desenredando los hechos de aquel triste evento en “La quinta dorada”. Su amiga le prestaba oído y, sintiéndose desbordada por aquellas duras emociones, Ava no se detuvo un solo minuto al declarar la cruel injusticia que acababa de experimentar. Les llevaría toda la noche.

Las horas de alborada dieron anclaje en el término español, la mesa de madera ya estaba lista con los diferentes preparados para el desayuno y, mordiendo una de las rebanadas de pan, Ava masticó, tragó y tomó un sorbo de leche fría. Oscar y Natalia habían partido a buscar cierta cosecha en un campo colindante, así que, acompañada de su buena amiga Agustina, Ava comía y conversaba.

Habían dormido poco tras debatir sobre aquel delicado suceso en la privacidad del cuarto y, todavía no lograban despertar con buena energía. Parpadeaban con lentitud, bostezaban y hasta hablaban por lo bajo mientras saboreaban algún que otro bocadillo de fruta, tarta o leche blanca.

Las primeras líneas del sol atravesaban el ventanal durante aquel periodo matutino. La tibieza de aquellos nuevos días otoñales era placentera y sin planificar aún que sería de su día, proseguían con el desayuno. Agustina debía regresar pronto a la casa donde vivía con su abuela y Ava debía ayudar con los quehaceres de la granja. Sin embargo, con el trote y el resoplido de un corcel que se aproximaba a la agreste vivienda la atención se les despertó.

—¿Quién viene? —preguntó Ava parándose—. ¿También lo oyes?

—Sí… —Agustina dio media vuelta, se arrimó a la ventana y vio a un muchacho de cabello largo cabalgando en dirección a la granja—. Es un joven —le contó—. Viene a caballo. ¿Lo conoces?

—¡Cielos! Dime, Agustina, ¿cómo es él?

—Cabello largo, ojos color almendra, buen ropaje, brazos marcados —detalló contemplando la belleza de aquel joven—. ¿Es Jesús?

—¡Es él! Pero no quiero verlo. —Dio un giro y se escondió detrás de los estantes—. Sal y dile que no estoy, que se vaya.

—Pero, Ava… Él no te hizo nada, fue la bellaca de su madre.

—¡No me importa, Agustina! —le gritó—. Sal y haz lo que te pido, no quiero verlo —le reiteró mientras Jesús daba un salto de su corcel negro, se aproximaba a la casa y llamaba a la puerta.

Así, Agustina abrió la puerta, sonrió y lo saludó.

—Hola, buen día —dijo ella.

—Buen día —respondió con un cordial gesto—. Mi nombre es Jesús Esparza, estoy buscando a la señorita Ava. ¿Está aquí en este momento?

—Pues… pues… —titubeó durante unos instantes—. No, creo que salió con don Oscar para hacer unos trabajos. ¿Qué necesitabas de ella?

—Es que ayer fue a la fiesta de nuestra finca, y de un momento al otro escapó. No sé nada de ella ¿Pero podrías dejarle un mensaje?

—Claro que sí, ¿qué debo decirle?

—Dile que necesito hablar con ella, incluso estoy preocupado. Fue muy extraña su partida, yo volví a buscarla y ya se había ido. Dile eso, por favor, y también dile que… que la aprecio.

—De acuerdo, muchas gracias, Jesús —respondió ella. —No fue nada, hasta luego entonces… ¿Y tú? ¿Quién eres? —Eso no te incumbe, nadie me conoce en este pueblo. Adiós.

El caballero subió a su oscuro corcel y cabalgó en la distancia hasta perderse entre los halos luminosos del sol matinal. Agustina regresó a la casa, cerró la puerta y vio cómo su amiga emergía por detrás de los muebles.

—Eso estuvo cerca… Pero pudiste haber sido más cordial — añadió la joven Eiriz.

—¿Yo cordial? Aquí la que ni siquiera quiso saludar fuiste tú —le retrucó—. Muy mal de ti…

Como un vil saqueador el tiempo soplaba con ímpetu llevando consigo infinidad de recuerdos que se sellaban para siempre en los pergaminos de la historia. Hálito tras hálito iba arrastrando las eventualidades de esta peculiar aventura en los rincones del continente Europeo. La vida era un engranaje que nunca parecía detener su avance. Ava y Agustina terminaron de desayunar, limpiaron la mesa, lavaron los utensilios, ordenaron el cuarto y alimentaron a una de las vacas del corral. Luego la joven invitada debió marcharse a la morada de su abuela, así que despidiéndose, dio un abrazo a su amiga, le deseó una pronta mejoría y se perdió en la distancia.

Nuevamente en soledad, dio agua a los animales, regó las plantas, limpió una de sus prendas de vestir, comió una deliciosa manzana, enumeró la cantidad de frascos de mermelada que le quedaba, revisó que su arco y sus flechas estuvieran bien guardadas, cepilló a Araél y recibió con gusto a sus padres.

Oscar y Natalia traían tres canastas con verduras recién cosechadas en el ejido cercano, las guardaron en varios cajones de madera y prosiguieron con la rutina diaria. La joven dama concluyó, mojó sus manos, caminó hasta su habitación y tomó asiento para descansar hasta que su madre abrió la puerta e ingresó.

—¿Hija? —le susurró— ¿Podemos hablar?

—Sí, madre, ¿qué sucede? —le preguntó, viendo como Oscar también entraba al lugar.

—Es que, es que tenemos algo importante que decirte. Algo muy serio.

Los tres fueron a la cocina, tomaron asiento alrededor de la mesa y en silencio se miraron a los ojos. Ava no comprendía lo que estaba sucediendo, pues sus padres acababan de llegar.

—Mi niña… Mi querida niña —le habló Natalia—. Esto debimos decírtelo hace mucho tiempo.

—Suplicamos que no te enojes, querida. —Oscar le cogió la mano—. Puede ser que a veces me veas indiferente o muy serio mientras trabajo, quizá en ocasiones también me cueste contártelo, pero te amo, Ava. ¡Soy tu padre y te amo!

—Por favor, no me asusten —dijo ella con temor— ¿Qué ocurre?

—Será duro para ti, pero siempre debes saber que te amamos —ratificó el hombre—. Para nosotros esto es muy duro, en verdad.

—Puedes decirme lo que quieras, padre, también los amo. ¡Los quiero mucho, en verdad!

—El problema, mi niña —le habló Natalia con algunas lágrimas en la mejilla—. Es que pensamos que ya era momento de confesarte la verdad, y es que tú… es que tú no eres…

—No eres nuestra hija —le contó Oscar mientras Ava se cubría la boca con las manos y sin decir una sola palabra continuaba mirándolos—. Te amamos como a una hija, pero no lo eres. Una noche que caminábamos por el bosque, Natalia, mi amada Natalia te oyó gemir —agregó apretujando la mano de su esposa—. Corrimos y te vimos a la orilla de un arroyo, mojada y hambrienta sobre la corteza de un árbol. Estabas atada con raíces —explicó mientras Natalia daba media vuelta y, llorando, se cubría en el hombro de su esposo—. Sin dudarlo te rescatamos y decidimos cuidarte, te amamos. ¡Te amamos mucho!

Sin decir una sola palabra, Ava se puso de pie, caminó hasta la ventana y, observando el paisaje a través del cristal les respondió.

—¿Cómo es posible que una niña aparezca abandonada en un arroyo?

—En estas tierras antes solían vivir mudéjares… —reveló Oscar—. Musulmanes que aún deciden vivir en esta zona, cuando te encontramos, oímos el rumor de que una horda de perros y guardias cristianos habían atacado una morería. Pues, Ava… Creemos que tu madre te soltó en el río e improvisó una pequeña barca de madera para que puedas sobrevivir. ¡Sé que esto es muy directo! Pero debíamos contártelo, era nuestro deber.

—Ava… —gimió Natalia entre lágrimas mientras desenredaba de entre sus dedos un antiguo cordón con un trocito de madera grabado—. Cuando te encontramos, tenías esto en tu cuello — dijo extendiendo su mano con aquel collar. Al instante, la joven lo cogió y contempló—. Ahí está escrito tu nombre. Así debió llamarte tu madre.

Viendo aquel trozo de madera labrada, la dama se echó hacia atrás, tembló, cedió al llanto y viendo el rostro de Natalia y Oscar, caminó al otro extremo de la cocina, se colocó aquel collar, tomó un vaso de agua y abriendo la puerta se despidió.

—Solo necesito pensar… —les informó corriendo a todo lo que daban sus piernas para luego saltar sobre Araél, montarlo, sujetar las riendas y escapar a galope mientras el desconsolado matrimonio la miraba por la ventana en absorto silencio.

Ava no podía creer lo que estaba oyendo en su mente, pues era en una afligida realidad que aquellas personas que reconocía desde su infancia como los padres que le habían dado la vida, ahora le confesaban que la habían encontrado abandonada en el bosque al borde de la muerte y que, en verdad, sus posibles padres habían perecido en una masacre por soldados cristianos y perros de caza. Así pues, el desconcierto la abrumaba y tras desenmascarar aquellos hechos del ignominioso pasado, la joven no podía más que huir, montar su fiel animal y esprintar al centro urbano.

Sobre su cuello llevaba aquel collar que Natalia acababa de entregarle, supuestamente ese trocito de madera tenía el nombre tallado que su verdadera madre mudéjar le había concedido con amor. Ava continuó cabalgando durante un largo trayecto hasta llegar a la ciudadela de Cartagena, recorrió los andurriales del lugar y se detuvo frente a una antigua casa. Luego bajó del caballo, lo ató a uno de los árboles de la acera y llamó a la puerta de la morada. Todavía se desmoronaba por la angustia cuando la señora Alicia la recibía.

—Oh, niña… —suspiró la costurera saliendo con un gato al hombro—. ¿Qué haces por aquí? ¿Qué te sucede, Ava? —le preguntó tomándole las manos.

—Necesito hablar.

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