Ava

Ava


Capítulo 26

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Capítulo 26

Entre los arbustos

Un tercer día tomó distancia en el tiempo y navegando cual astro errante de lo incierto de la vida, Ava se había dedicado a pasar más tiempo con su cónyuge. Allí, en el patrimonio, las horas se le hacían eternas y, por ello, buscó diversas actividades para entretenerse, como cepillar el pelaje de Araél, aprender a cocinar junto a Haala, danzar para su marido, leer el sagrado Corán, hablar con Leylak, mantener relaciones íntimas con Idrís, observar el paisaje frondoso que la rodeaba, oír los rumores del pueblo, preparar dulce de frambuesa, recibir la visita de su querida hermana, tomar té, recordar sus épocas en Fez, practicar tiro de arco a escondidas de la familia, observar el collar que Imâd le había tallado con amor y seguir aprendiendo el dialecto utilizado en Marruecos.

Idrís y Abbas también tenían muchas tareas por concretar, ellos eran los encargados de sostener la economía de aquel heraldo, cuidar el renombre del apellido, dedicar tiempo a la alabanza a Dios, estar al pendiente de la disputa entre el Reino Nazarí y el poderío español e incluso, dar honra al hermosear la casa. Sin embargo, lo más inquietante en la historia era que, allí, en Cartagena, la gente del pueblo comentaba lo ocurrido. Graneros, militares, alfareros, comerciantes de fruta, carniceros, orfebres, devotos religiosos, bibliotecarios e incluso, la costurera Alicia. Todos platicaban sobre los hechos trascendentales que habían sucedido. El chimento viraba de un rincón a otro, la muchedumbre estaba enojada con los viles engaños cometidos en el pasado por Cirilo y la dama adinerada, pero, siendo ya un mero recuerdo de antaño, la vida debía continuar.

Así fue, que Ava e Idrís terminaron de comer algunos bocadillos con la mano derecha, bebieron el delicioso té de hierbabuena y tomaron asiento entre los almohadones del valioso alfombrado. El caballero veía su rostro espejado en la diadema que ella llevaba en la cabeza y acariciándole la mano, sonrió y continuó hablando.

—No sabía escribir… —confesó hablando del profeta— pero sus enseñanzas prevalecieron. ¡Insha’Allah!

—¿Y cómo sucedió, habib?

—Pues como te conté recién, Mahoma no sabía escribir, él contaba sus revelaciones y se mantenían por tradición oral. Las primeras transcripciones escritas del Corán se perpetraron sobre trozos de cerámica.

—Increíble… —dijo Ava sorprendida—. ¿Fue el último profeta verdad?

—Mezian, el último de una larga línea de mensajeros enviados por Dios —anunció acariciándole la mano ya mientras la ventisca ingresaba por la ventana y él la abrazaba.

En la religión musulmana, se considera a Mahoma el último de los profetas. Él había sido un mensajero al igual que Abraham, Moisés y Jesús de Nazaret. Según la historia, el primer milagro narrado sobre Mahoma es aquel en el que el arcángel Gabriel descendió y partió su pecho para sacar su corazón. Así, le extrajo un coágulo negro y dijo: “Esta era la parte por donde Satán podría seducirte”. Como resultado de aquello, después lo lavó con agua del pozo Zamzam en un recipiente de oro y le devolvió el corazón a su sitio. Quedó huérfano a temprana edad, por lo que fue acogido y educado primero por su abuelo, Abd al-Muttalib, y luego por su tío paterno, Abu Talib, un líder de la tribu Quraysh, la más poderosa de La Meca.

Durante aquellos periodos, la Meca era un centro comercial próspero. Mercaderes de diferentes clanes la visitaban en la época del peregrinaje, cuando las guerras tribales estaban prohibidas y podían confiarse de un viaje seguro. En su adolescencia, Mahoma acompañó a su tío por viajes a Siria y otros lugares, llegando a ser una persona con amplia usanza en los hábitos de otras regiones.

Ya mayor, Mahoma trabajó como mercader en la ruta caravanera entre Damasco y La Meca a las órdenes de Jadiya, una rica comerciante viuda, a quien impresionó y esta le propuso matrimonio en el año 595 d. C.

Él también solía pasar noches meditando en una cueva. Según las creencias, fue a los cuarenta años de edad, (mientras meditaba) que tuvo una visión del arcángel Gabriel. Estas primeras revelaciones hicieron que Mahoma llegase a cavilar que estaba ante el influjo de una presencia demoníaca, llevándolo cerca del suicidio. Sin embargo, y como respuesta a sus dolencias, la mediación de su esposa evitó tal desenlace y animó a Mahoma a escuchar las revelaciones. Luego, el hombre se encargó de atinar esta visita como un mandato para memorizar y recitar los versos enviados por Dios.

Finalmente, tras largos años de inspiración divina, influencias religiosas y batallas decisivas, luego de una corta enfermedad, Mahoma falleció en el año 632 d. C en la ciudad de Medina a la edad de sesenta y tres años. Tal resultado, se atribuye a la ingestión de un trozo de carne envenenado, preparado por una mujer perteneciente a una población judía de Khaibar. Para la fecha de su muerte, Mahoma había unido la Península Arábica y expandido la religión islámica en dicha región, así como en territorios de Siria y Palestina. Posteriormente, los cesionarios de Mahoma y seguidores de la fiel creencia, extendieron el dominio del imperio árabe a Palestina, Siria, Mesopotamia, Persia, Egipto, el Norte de África y Al-Ándalus.

Los mensajeros del Islam habían sido muy influyentes en toda la región y en la adoración del dios Alá. Mientras aprendía estas cuestiones, Ava trataba de memorizar los hechos en sus vidas. A veces le era difícil aprender aventura tras aventura, pero, para continuar con su día, concluyó el diálogo con su marido, le comentó que iría a visitar a su hermana, Sofía, se despidió de él y subió al cuarto superior. Allí se perfumó, conversó con Leylak, y danzaron durante algunos instantes, observaron el paisaje de las fértiles sierras desde el balcón, y, luego de vestirse con adornados ropajes de seda, la dama partió, buscó su caballo blanco (a pesar de tener la posibilidad de ir en carruaje), lo montó y cabalgó sin más hasta la afamada hacienda de la familia Esparza.

Priorizando una llegada ventajosa, la señorita de cabello ambarino acogió el sendero más seguro, marchó bajo la sombra de los altos árboles, percibió el aroma silvestre, se enlazó a la energía de su fiel corcel y, al arribar al prominente paraje de renombre, descendió del animal, acomodó su cabello, se retiró el velo con libertad y, caminando en dirección a la casa, saludó a algunos trabajadores del recinto que ya conocía desde hacía tiempo.

El sol le daba de lleno en su regazo y, paseando con delicadeza entre el follaje del armonioso vergel, vio la sombra de algunos pajarillos, se inclinó a oler una de las flores, permitió que su cabello bailoteara frente a la brisa vagante y oyó la sinfonía de la vívida naturaleza. Al divisar la gran mansión ya a corta distancia, apresuraba su marcha cuando una mano ancha la sujetó de atrás, le cubrió la boca. Sintiendo la respiración de un hombre en su cuello, trató de voltearse, pero él la tomó por el abdomen, la llevó a la fuerza detrás de unos gruesos troncos y, dándola vuelta la besó sin previo aviso.

Luego de tantos años, Ava volvía a sentir la tibieza de sus labios y, sabiendo ahora que Jesús acababa de raptarla en los páramos del mágico jardín, no pudo más que bajar sus brazos, quedar suspendida ante él y sentir cómo levantaba la mano y le sujetaba la cabeza. Los ojos pardos del muchacho se unieron a ella y suspirando sobre su piel, le beso la mejilla y el cuello, y se dejó caer sobre la hierba, volvió a observarla e irrumpió en el habla.

—¿Hasta cuándo te rehusarás a lo que sentimos, Ava? —inquirió a su lado mientras los pajarillos revoloteaban entre la ramada—. Ya no puedo engañarme, fuiste mi primer gran amor, y siempre perdurarás dentro de mí.

—Jesús… —suspiró ella.

—Ya no digas más. ¿Acaso hay algo que no sepamos? ¿Hay algo que decir? Solo con mirarnos, desenvolvemos nuestros pensamientos.

—Pero, Jesús —dijo ella—. Sucedió demasiado, ya no somos los mismos jóvenes que en aquella época, ya todo es distinto.

—¿Todo es distinto? Entonces quiero que me lo demuestres, apártate de mí ahora y muéstrame cuan distinto ha de ser todo. ¡Hazlo! —clamó viéndola allí sentada sobre sus piernas—. Hazlo, Ava, enséñame cuanto hemos cambiado —añadió sujetándole la espalda.

—¿Por qué eres así, Jesús? Sabes que no puedo ¡Eres tan engreído!

—Entonces hazlo —retrucó apartándole las manos—. Vete.

—¿Quieres que me vaya? —indagó mirando sus ojos amarronados.

—Sí, tú misma lo dijiste.

—Sabes que no puedo… Fuiste un vil mercader que hurtó mi corazón —terminó por mencionar para luego lanzarse sobre sus brazos, besarle la boca y desprenderle la camisa.

—Fuiste tú quien me lo cedió —ultimó el caballero oyendo las melodías de la brisa mientras se arrojaban al suelo y se desprendían del ropaje.

Ya nada sería suficientemente fuerte para separarlos. Sus pasiones se habían reencontrado y, aceptando el lazo que dibujaban sus almas en los límites de lo eterno, decidieron que, a partir de ese momento, nada podría vencer el amor mutuo que cargaban en las hendiduras de sus corazones. Así fue que rodaron por encima del césped, él la cubrió con sus brazos, la desvistió y, observando nuevamente su nívea desnudez, le acarició el cabello, se recostó por encima y la besó con deseo.

Ava se deslizaba bajo él y, cruzándole los brazos por arriba de los hombros, lo abrazó, sintió sus largos cabellos rozarle la cara. Jesús se arrodilló y, descubriéndole la espalda, echó sus rizos rubios hacia adelante, olió su perfume, y besó, primero, su cuello y, luego, comenzó a descender besando partes de su espalda para, a continuación, levantarla contra su fornido torso, asentarle las manos en ambos senos y susurrarle al oído. Súbitamente, Jazmín se apareció por detrás de los arbustos, los vio y gritó con desconcierto.

—¡Oh, santo cielo! ¡Jesús! ¡Ava! —vociferó la mujer—. ¿¡Que han hecho!? Por el amor de Dios…

—Jesús… —suspiró Ava asustada mientras ambos se ponían de pie y ella se ocultaba tras él.

—¿Por qué lo han hecho? —gritó enfadada—. ¡Me has engañado, Jesús!

—Pero dime, Jazmín, ¿qué quieres que te responda? Tus ojos ya han visto todo.

—Es verdad… —respondió ella aún sorprendida—. Ya he visto todo. —Dio media vuelta y partió de allí a todo lo que daban sus pies.

Se inclinaron y con rapidez, volvieron a colocarse las prendas de vestir, poco a poco ajustaron su ropaje, sus rostros desdibujados por el temor, y salieron de allí, cruzaron bajo las líneas del sol, caminaron hasta las escalerillas de la vivienda y se toparon con Sofía.

—Ava… Jesús… ¿Qué sucedió? ¿Por qué esos gritos? —preguntó con curiosidad.

—Oh, Sofía… —dijo Ava apretándole los brazos.

—Jazmín nos acaba de descubrir desnudos —confesó Jesús secando el sudor de su frente—. Estábamos manteniendo relaciones íntimas y nos vio.

—Eres tonto, hermano. ¿¡Por qué lo han hecho!?

—Sabes que nos amamos Sofía, siempre lo supiste —le respondió tomando la mano de su amada.

—Nos amamos —añadió Ava—. Ya nada podrá vencernos.

—Está bien…. Los entiendo. —Sofía abrió sus brazos y los cubrió al mismo tiempo—. Los quiero, pero deberán hacer algo. Jazmín acaba de salir en estampida en uno de los carruajes.

—¿Sí? —preguntó Jesús.

—¡Oh, cielos! —exclamó Ava con temor—. Debo irme de inmediato —explicó soltándoles la mano—. Luego regreso —terminó por decir mientras besaba a Jesús en la boca y se despedía de su hermana—. ¡Adiós!

—Aguarda, Ava, iré contigo —la detuvo él.

—No, Jesús —dijo con firmeza—. Debo ir sola, no empeores el asunto —le suplicó mientras montaba al caballo y galopaba fuera del patrimonio.

Las patas de Araél corrían a toda velocidad y, yendo por uno de los senderos de tierra, la joven trataba de llegar cuanto antes. Temía que el destino volviera a jugar en su contra. Sujetando las riendas de mando, continuó cabalgando con empeño por bastante tiempo hasta llegar, con desesperanza, al dominio de los hermanos Ássad.

Su corazón latía y latía e incluso, percibía como se le dificultaba la respiración, siguió hasta la caballeriza, dejó allí al formidable corcel, suspiró, se colocó el velo en la cabeza, vio a alguno de los trabajadores del patrimonio y corrió hasta la vivienda por el sendero ornamentado, abrió la puerta y quedó pasmada al ver con desaliento a Idrís y Jazmín platicando al interior de la sala.

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