Aurora

Aurora


Libro quinto

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LIBRO QUINTO

423

En el gran silencio. Junto al mar nos olvidamos de la ciudad. Las campanas tocan el avemaría con un sonido fúnebre aunque dulce en esta hora crepuscular. Aguardad un poco más. Todo se encuentra ahora en silencio. Se extiende el mar pálido y brillante. No puede hablar. A esta hora de la tarde, el cielo representa su eterno papel, revestido de rojos colores, de tintes amarillentos y verdosos. Las rocas y arrecifes que se precipitan en el mar como tratando de encontrar un lugar más solitario, tampoco pueden hablar. Hay una íntima quietud. ¡Qué hermoso y qué cruel es este gran silencio que nos sorprende repentinamente! ¡Qué doblez encierra esta belleza muda! Si quisiera, ¡cuántas cosas diría y qué malas serían estas cosas! Su lengua y la doliente felicidad que hay impresa en su rostro no es más que malicia para burlarse de su compasión. ¡Que así sea! No me avergüenza servir de risa a semejantes poderes. Pero yo te compadezco, naturaleza, porque te han de hacer callar, aunque no sea sino la malicia lo que te hace enmudecer. Sí, me apena tu malicia.

Mira cómo aumenta el silencio y cómo se oprime y se espanta mi corazón ante una nueva verdad; tampoco él puede hablar; se ha puesto de acuerdo con la naturaleza para burlarse también. Cuando la boca trata de pronunciar palabras en medio de esta belleza, mi corazón disfruta con la dulce malicia del silencio. En medio de este, la palabra y el propio pensamiento me resultan odiosos. ¿Acaso no escucho detrás de cada frase la risa y el error, la imaginación y la ilusión? ¿Habré de burlarme de mi compasión y de mi propia burla? ¡Oh mar! ¡Oh tarde! ¡Sois seres malignos!: enseñáis al hombre a dejar de ser hombre. ¿Habrá de abandonarse este a vosotros y convertirse en lo que sois vosotros, algo pálido, brillante, mudo, inmenso, aquietado en sí mismo, elevado por encima de sí?

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¿Para qué la verdad? Hasta ahora han sido los errores las fuerzas más fecundas para consolar; ahora esperamos los mismos servicios de las verdades reconocidas, pero la espera se va haciendo aburrida. ¿Acaso no servirán las verdades de consuelo? ¿Podrá ser este un argumento contra las verdades? ¿Qué tienen estas en común con el estado enfermizo de ciertos hombres para que se les pueda exigir que sean útiles a tales individuos? Nada se prueba contra la verdad de una planta demostrando que no sirve para curar a los enfermos. Pero antaño se pensaba ciegamente que el hombre es el fin de la naturaleza, hasta el punto de aceptar, sin más, que el conocimiento no podía revelarnos nada que no fuese útil y saludable para el hombre, y que en el mundo no existía nada que no respondiera a esta finalidad.

Tal vez quepa deducir de esto que la verdad como entidad total no existe más que para las almas fuertes y desinteresadas, alegres y tranquilas (como la de Aristóteles); y que estas almas son las únicas que la buscan, dado que las demás buscan remedios para utilizarlos; por mucho orgullo que pongan en alabar su inteligencia y la libertad de esa inteligencia, en realidad no buscan la verdad. Por eso la ciencia agrada tan poco a esos hombres que le reprochan su frialdad, su sequedad y su inhumanidad. Así enjuician los enfermos los ejercicios que realizan los sanos. Los dioses griegos tampoco sabían consolar; cuando la humanidad griega acabó cayendo enferma, sus dioses perecieron también.

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Nosotros, dioses desterrados. Por los errores relativos a su origen, a su situación única en el universo y a su destino, y por las exigencias basadas en estos errores, la humanidad se ha superado a sí misma, pero, por estos mismos errores, se han introducido en el mundo dolores indecibles, persecuciones, sospechas y desconocimientos recíprocos, y un número todavía mayor de penalidades para el individuo en sí y sobre sí. Los hombres se han convertido en criaturas que sufren, y lo que han conseguido ha sido el convencimiento de que son, por naturaleza, demasiado buenos para la tierra, en la que están sólo de paso. Por el momento, el tipo superior de hombre lo constituye el orgulloso que sufre.

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El daltonismo de los pensadores. Los griegos veían la naturaleza de distinta forma que nosotros, pues hay que aceptar que sus ojos eran ciegos para el azul y el verde, y que, en lugar del azul, veían un marrón oscuro, y, en lugar del verde, un amarillo (ya que designaban con una misma palabra el color de una melena oscura, el de los ancianos y el de los mares meridionales; y, con una sola palabra también, el color de las plantas verdes y el de la piel humana, el de la miel y el de las resinas amarillas; de forma que sus mejores pintores, como se ha podido demostrar, no supieron reproducir el mundo que les rodeaba más que con el negro, el blanco, el rojo y el amarillo). ¡Qué diferencia y cuánto más cercana al hombre debía de parecerles la naturaleza, puesto que, a sus ojos, los colores del hombre predominaban en la naturaleza, y esta nadaba, en cierto modo, en el éter coloreado de la humanidad! (El azul y el verde son los colores que más despojan a la naturaleza de su humanidad).

En virtud de este defecto, se desarrolló esa facilidad infantil, tan característica de los griegos, de considerar los fenómenos de la naturaleza como dioses y semidioses, es decir, de imaginárselos con forma humana.

Sirva esto de símbolo para otra suposición. Todo pensador pinta su mundo y las cosas que le rodean con menos colores de los que tienen, porque es ciego para determinados colores. Esto no es sólo un defecto. En función de esta simplificación y de esta combinación, introduce en las cosas armonías de color que tienen un gran encanto y que pueden generar un enriquecimiento de la naturaleza. Es posible que por esta vía haya aprendido la humanidad a disfrutar de la contemplación de la existencia, por el hecho de que esta se le ofreció primero con uno o dos tonos, y, en consecuencia, de una forma más armoniosa; así, se habituó, en cierto modo, a esos tonos simples, antes de pasar a matices más variados. Y todavía hoy, algunos individuos se esfuerzan en superar un daltonismo parcial, para alcanzar una visión más rica y una mayor diferenciación, con lo que no sólo descubren nuevos goces, sino que también se ven obligados a abandonar y a perder algunos de los antiguos.

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El embellecimiento de la ciencia. Al igual que en la horticultura el gusto rococó surgió de la idea de que la naturaleza es fea, salvaje y aburrida, y que, en consecuencia, hay que embellecerla (¡embelleced la naturaleza!), la idea de que la ciencia es fea, seca, árida, desesperante, difícil y aburrida, y que, por consiguiente, hay que embellecerla, provoca siempre la reaparición de eso que llamamos filosofía. Esta quiere lo que quieren todas las artes y todos los poemas: divertir, antes que nada. Pero quiere hacerlo con una altivez congénita, de una forma superior y sublime, y ante un público de espíritu selecto. Ahí es nada crear para ella una especie de horticultura, cuyo encanto consistiría, como para la horticultura más corriente, en producir una ilusión óptica (por medio de templetes, perspectivas, grutas, laberintos y cascadas, hablando en sentido figurado), presentar la ciencia en extracto, con toda suerte de iluminaciones maravillosas y súbitas, mezclando con ella cierta vaguedad, algo de absurdo y de ensueño, para poder pasearse por ella como por la naturaleza salvaje, pero sin molestias ni aburrimiento. Quien está poseído de ella, sueña hasta con hacer superflua la religión, que para los hombres de antaño constituía la forma más elevada del arte de agradar y entretener.

Esta tendencia se va abriendo paso para alcanzar un día su punto culminante, pero ya se dejan oír voces de oposición contra la filosofía, voces que exclaman: «¡Volvamos a la ciencia, a la naturaleza, a lo que hay de natural en la ciencia!». Por ello, tal vez está comenzando una época que descubre la belleza más poderosa en las partes «salvajes y horribles» de la ciencia; del mismo modo que, hasta llegar a Rousseau, no se descubrió el sentido de la belleza de las altas montañas y de los desiertos.

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Dos clases de moralistas. Captar totalmente desde el primer momento una ley de la naturaleza, es decir, demostrar esta ley (como la de la caída de los graves, la de la refracción de la luz, etc.), es algo distinto a explicarla, y corresponde también a inteligencias diferentes. Así se diferencian también los moralistas que observan y recogen las leyes y las costumbres humanas —moralistas con oídos, olfato y vista sutiles—, de los moralistas que explican lo que han observado. Estos últimos han de ser, ante todo, inventivos, y han de tener una imaginación liberada por la sagacidad y el saber.

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La nueva pasión. ¿Por qué tememos y aborrecemos la posibilidad de retroceder a la barbarie? ¿Será porque la barbarie haría a los hombres más desgraciados de lo que son? ¡No! Los bárbaros de todas las épocas eran más felices; no nos engañemos. Pero nuestro instinto de conocimiento se ha desarrollado demasiado para que podamos seguir apreciando la felicidad sin conocimiento, o por lo menos la felicidad de una ilusión sólida y vigorosa.

La sola imaginación de un estado así nos causa dolor. La inquietud de descubrir y adivinar ha adquirido para nosotros un encanto tal que ha llegado a sernos tan indispensable como el amor no correspondido lo es para el enamorado, que no lo cambiaría a ningún precio por una actitud de indiferencia. Quizá seamos nosotros también amantes desgraciados. El conocimiento se ha convertido para nosotros en una pasión, a la que no asusta sacrificio alguno ni teme otra cosa que extinguirse. Creemos sinceramente que toda la humanidad, agobiada por el peso de esta pasión, se cree más grande y mejor consolada de lo que nunca estuvo hasta ahora, dado que aún no había superado las satisfacciones groseras que acompañan a la barbarie. La pasión por conocer acabará quizá haciendo que perezca la humanidad. Pero tampoco esta idea nos impresiona. ¿Se asustó acaso el cristianismo ante una idea semejante? ¿No van hermanadas la pasión y la muerte? Sí, odiamos la barbarie, todos preferimos que perezca la humanidad antes de que retroceda y se pierda el conocimiento. Y, en última instancia, si la pasión no hace perecer a la humanidad, esta sucumbirá por debilidad. ¿Qué es preferible? ¿Queremos que la humanidad encuentre su fin en el fuego y la luz, o en la arena?

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También esto es heroico. Hacer las cosas más malolientes, esas cosas de las que ni siquiera nos atrevemos a hablar, pero que son útiles y necesarias, constituye también un heroísmo. Los griegos no se avergonzaron de incluir, entre los trabajos de Hércules, la limpieza de un establo.

431

Las opiniones de los adversarios. Para calibrar la medida natural de sutileza o de debilidad de los cerebros —incluidos los más inteligentes—, no hay forma mejor que fijarse en cómo conciben y expresan las opiniones de sus adversarios: en esto se revela la medida natural de la inteligencia. El sabio perfecto eleva involuntariamente a su adversario en la idea que se forma de él y, limpia la contradicción de este de toda mancha y de todo lo accidental; sólo lucha con su adversario, cuando este se ha convertido en un dios de relucientes armas.

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Investigador y tanteador. No hay método científico fuera del cual no exista saber. Es preciso que procedamos con las cosas como por tanteo; que seamos con ellas unas veces buenos y otras malos, actuando alternativamente con justicia, con pasión y con frialdad. Hay quien trata a las cosas como un policía, o como un confesor, o como un viajero curioso. Con simpatía o con violencia se consigue arrebatarles una partecita de ellas. Uno avanza y llega a ver claro gracias a la veneración que les inspiran los secretos de las cosas; otro, merced a la forma indiscreta y maliciosa en que interpreta los misterios. Nosotros los investigadores, como todos los conquistadores, los exploradores, los navegantes y los aventureros, tenemos una moral audaz, y es bueno que nos tengan por malos.

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Ver con buenos ojos. Si, como creo que es cierto, la belleza artística ha consistido siempre en la representación del hombre feliz, según la idea de felicidad que tiene una época, un pueblo o un individuo singular que se autolegisla gustosamente, ¿qué revelará respecto a la felicidad de hoy ese arte de los artistas actuales al que llaman realismo? Es indudable que esta es la clase de belleza que hoy captamos con mayor facilidad y la que más nos hace disfrutar. Cabe deducir, por consiguiente, que a la felicidad actual, a nuestra felicidad, le complace el realismo, con una sensibilidad lo más afinada posible y con una concepción lo más fiel posible de la realidad. Ahora bien, lo que agrada no es la realidad en sí, sino lo que se sabe acerca de la realidad. Los resultados de la ciencia han avanzado tanto en profundidad y en extensión, que los artistas de nuestro siglo se han convertido involuntariamente en los panegiristas de la suprema felicidad científica.

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Intercesión. Los paisajes sin pretensiones son para los grandes paisajistas; los paisajes singulares y raros, para los pequeños. Es decir, que las grandes cosas de la naturaleza y de la humanidad deben interceder con sus admiradores en favor de todo lo pequeño, mediocre y vanidoso; y lo grande intercede por las cosas sencillas.

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No perecer imperceptiblemente. No una vez, sino constantemente, quedan esterilizadas nuestra capacidad y nuestra grandeza; la vegetación parasitaria que crece por todas partes, aniquila lo que hay de grande en nosotros. Todo contribuye a ello: la pequeñez de nuestro ambiente, lo que tenemos diariamente y a todas horas ante la vista, las mil raicillas de este o de aquel sentimiento mezquino que crece a nuestro alrededor, aquello que frecuentamos y el uso que hacemos de nuestro tiempo. Si dejamos que crezca esta hierbecita, sin que lo notemos, nos hará perecer imperceptiblemente. Y si queréis perderos, es preferible que lo hagáis de golpe y repentinamente. Al menos, lo que quede de vosotros serán unas ruinas altivas y no madrigueras de topos, como es de temer que suceda ahora. El musgo y la mala hierba que cubren esas madrigueras de topos son indicios de pequeñas victorias, de victorias humildes como en otro tiempo y demasiado mezquinas para acabar triunfando.

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Casuística. Hay una amarga alternativa que sorprende a nuestra valentía y a nuestro carácter: consiste en descubrir, cuando viajamos en barco, que el capitán y el piloto cometen errores peligrosos y que nosotros les superamos en conocimientos náuticos. Entonces nos preguntamos: «¿Y si organizamos un motín y los hacemos prisioneros a ambos? ¿No nos obliga a ello nuestra superioridad? Pero ellos, a su vez, ¿no tienen derecho a encerrarnos, puesto que conspiramos contra su obediencia?».

Este ejemplo constituye un símbolo de situaciones más elevadas y más comprometidas, y, a fin de cuentas, siempre queda en pie la cuestión de saber qué es lo que en tales casos garantiza nuestra superioridad y la confianza en nosotros mismos. ¿El éxito? Pues entonces es preciso llevar a cabo la empresa en cuestión, que implica toda suerte de peligros, no sólo para nosotros, sino también para la embarcación.

437

Privilegios. Quien es, realmente, dueño de sí mismo, esto es, quien se ha conquistado definitivamente, considera que uno de sus privilegios consiste en castigarse, perdonarse, compadecerse de sí mismo. No necesita conceder esto a nadie, aunque puede transferirlo libremente a otro, por ejemplo, a un amigo; pues sabe que, haciéndolo, le otorga un derecho, y que, para conferir derechos, antes hay que estar en posesión del poder.

438

El hombre y las cosas. ¿Por qué no ve el hombre las cosas? Porque es él mismo quien se interpone en el camino, ocultando las cosas con su cuerpo.

439

Signos característicos de la felicidad. Todas las sensaciones de poder tienen dos cosas en común: la plenitud del sentimiento y la vanidad que deriva de él, de forma que el hombre feliz se encuentra tan en su elemento como el pez en el agua. Los buenos cristianos saben muy bien lo que es la prodigalidad cristiana.

440

No abdicar. Renunciar al mundo sin conocerlo, como una monja, equivale a realizar un sacrificio estéril, quizá melancólico. Esto no tiene nada que ver con la soledad de la vida contemplativa que lleva el pensador. Cuando este escoge dicha soledad, no trata de renunciar a nada; por el contrario, la renuncia, la melancolía y la autodestrucción serían, para él, el continuar llevando una vida activa. Renuncia a esta porque la conoce y se conoce. Así es como da un salto en su agua; así conquista su serenidad.

441

Por qué el prójimo está cada vez más lejos de nosotros. Cuanto más pensamos en todo lo que ha sido y en todo lo que será, más atenuado nos parece lo que se encuentra fortuitamente en el presente. Si vivimos con los muertos y si morimos con su agonía, ¿qué es el prójimo para nosotros? Nos volvemos más solitarios, porque todo el oleaje de la humanidad bulle a nuestro alrededor. El ardor que hay en nosotros, ese ardor que abrasa todo lo humano, aumenta sin cesar; por eso miramos cuanto nos rodea como si cada vez nos resultara más indiferente, más semejante a un fantasma. Pero la frialdad de nuestra mirada ofende.

442

La regla. Quien piense que la regla es más interesante que la excepción, habrá avanzado mucho en el conocimiento y se encontrará entre los iniciados.

443

Respecto a la educación. Poco a poco he ido viendo claro cuál es el defecto más general de nuestra forma de enseñar y de educar. Nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña a soportar la soledad.

444

La sorpresa que provoca la resistencia. Cuando algo ha terminado siendo transparente para nosotros, nos figuramos que ya no se nos podrá resistir, y nos encontramos con que podemos ver a través de ello, pero no atravesarlo. Es la misma necedad y la misma sorpresa de la mosca que se encuentra ante un cristal.

445

En lo que se engañan los más nobles. Acabamos dando a alguien lo mejor que tenemos, nuestro tesoro; y, después, el amor ya no tiene nada más para dar. Pero el que lo acepta no encuentra en ello lo mejor que tiene, y, por consiguiente, carece de esa gratitud plena y definitiva con la que cuenta el que da.

446

Clasificación. Hay, primero, pensadores superficiales; segundo, pensadores profundos, que ven en las profundidades de las cosas; y, tercero, pensadores fundamentales, que descienden hasta el fondo último de las cosas, lo que tiene más valor que asomarse simplemente a sus profundidades. Por último, hay pensadores que sumergen la cabeza en la ciénaga, lo que no debe tomarse como una muestra de profundidad ni de pensamiento profundo.

447

Maestro y discípulo. Es preciso que el maestro ponga a sus discípulos en guardia contra él. Esto forma parte de su humanitarismo.

448

Honrar la realidad. ¿Cómo podemos contemplar sin lágrimas y sin aplausos esa alegre muchedumbre popular? En otros tiempos, considerábamos despreciativamente sus motivos de alegría, y lo mismo seguiría ocurriendo hoy si no hubiésemos vivido también nosotros esas alegrías. ¿Adónde pueden arrastrarnos los acontecimientos? ¿Qué son nuestras opiniones? Para no perdernos, para no perder la razón, hay que huir ante los acontecimientos. Así es como Platón huye de la realidad y no quiere contemplar más que las pálidas imágenes ideales de las cosas; su extrema sensibilidad le hacía ver lo fácilmente que pasan sobre la razón las olas de la sensibilidad. ¿Debería decirse, por consiguiente, el sabio: «quiero honrar la realidad, pero volviéndole la espalda, porque la conozco y la temo? ¿Debería hacer como ciertos pueblos africanos que, cuando están delante de su soberano, no se acercan a él, sino que retroceden, como muestra de veneración y al mismo tiempo de temor?».

449

Lo que sería vivir. ¡Ay! ¡Cómo me repugna imponer a otros mis pensamientos! Quiero alegrarme con cada pensamiento que me llega, con cada cambio íntimo que se produce en mí, en el que las ideas de otros se resisten contra las mías. Pero de vez en cuando se produce una alegría mayor aún: cuando tenemos la posibilidad de esparcir nuestros bienes espirituales, como el confesor que, sentado en el confesionario, espera que llegue a él alguien que necesite consuelo y que le hable de la miseria de sus pensamientos, para colmarle de nuevo el corazón y las manos, y para aliviar su alma inquieta. El confesor no sólo renuncia a la gloria por el bien que hace, sino que quisiera escapar incluso de la gratitud, ya que esta resulta indiscreta e impúdica ante la soledad y el silencio.

Una vida, una razón para vivir mucho tiempo sería vivir sin fama o, siendo objeto de amistosas burlas, de un modo lo bastante oscuro como para no suscitar envidias ni enemistades, provisto de un cerebro sin fiebre, de un puñado de conocimientos y de un bolsillo lleno de experiencias; ser, en cierto modo, un médico de los pobres de espíritu; ayudar a este o a aquel, cuando su cabeza está turbada por opiniones, sin que el individuo en cuestión se dé cuenta de que se le ayuda; no tratar de tener la razón ante ellos ni celebrar una victoria, sino hablarles de forma que, a la más mínima e imperceptible indicación u objeción, ellos mismos descubran la verdad y se enorgullezcan de haberla descubierto; ser como un modesto albergue que acoge a todo el que lo necesita, pero el que luego se olvida y hasta inspira burlas; no tener ventaja alguna, ni en una alimentación mejor, ni en un aire más puro, ni en un espíritu más alegre, sino dar siempre, devolver, comunicar, empobrecerse, saber hacerse pequeño para ser accesible a muchos, sin humillar a nadie; tomar sobre sí muchas injusticias y arrastrarse como gusanos sobre toda clase de errores a fin de poder entrar por caminos secretos en lo más íntimo de muchas almas; estar en posesión de un poder y, sin embargo, mantenerse oculto, renunciando a él; estar constantemente expuesto al sol de la dulzura y de la gracia, sabiendo, no obstante, que el acceso a lo sublime está al alcance de nuestra mano.

450

La seducción del conocimiento. Una simple mirada al dintel de la ciencia ejerce en los espíritus exaltados la mayor de las seducciones. Tales espíritus terminan volviéndose imaginativos y, en el mejor de los casos, poéticos, tan grande es su avidez por la alegría de conocer. ¿No cautiva todos vuestros sentidos ese tono de dulce seducción con el que la ciencia anuncia su buena nueva con cien palabras, y con la más maravillosa de todas, la ciento una, que dice: «Haz desaparecer la ilusión, y así dejarás también de quejarte y de compadecerte de ti mismo; y cuando dejes de quejarte y de compadecerte de ti mismo, desaparecerá también el dolor». (Marco Aurelio)?

451

Los que necesitan un bufón. Los que son muy hermosos, muy buenos, muy poderosos, no captan casi nunca la verdad entera y vulgar, cualquiera que sea el tema de que se trate, pues, en su presencia, se miente involuntariamente un poco, ya que se está influido por la seducción de tales individuos, y, por efecto de dicha impresión, se presenta la verdad atenuada o adaptada a las circunstancias (falseando el color y el grado de los hechos, omitiendo o añadiendo detalles y prescindiendo de lo que no se puede asimilar). Cuando, a pesar de ello, los hombres de esta especie quieren saber la verdad a cualquier precio, necesitan un bufón, un ser que tenga esa prerrogativa de los locos consistente en no poder asimilar las cosas.

452

Impaciencia. En los hombres de pensamiento y de acción, hay un grado de impaciencia que, al más mínimo fracaso, les hace pasarse al campo contrario y les lleva a apasionarse y a entregarse a nuevas empresas, que terminan abandonando también cuando dudan del éxito. De este modo, andan errantes, aventureros y violentos, de un lado para otro, conociendo numerosos reinos y numerosas situaciones, y puede suceder que el conocimiento universal de los hombres y de las cosas, conseguido por la maravillosa experiencia de sus aventuras, termine haciendo de ellos individuos sumamente prácticos. Así, un defecto de carácter puede llegar a ser una escuela del genio.

453

Interregno moral. ¿Quién sería capaz de intuir hoy lo que reemplazará algún día a los sentimientos y a los juicios morales, aunque sea fácil entender que estos están contaminados de errores fundamentales, que su edificio amenaza inevitablemente ruina, que su sanción disminuye necesariamente de día en día, en la medida en que no disminuye la sanción de la razón? Para realizar la tarea de formular nuevamente las leyes de la vida y de la acción, nuestras ciencias de la fisiología, de la medicina, de la sociedad y de la soledad, no están aún lo bastante seguras de sí mismas, aunque sólo estas ciencias pueden suministrarnos las bases de un nuevo ideal o incluso el propio ideal. Vivimos, pues, una existencia provisional o arrastramos una existencia de perezosos, según nuestros gustos y nuestro talento, y lo mejor que podemos hacer en este interregno es ser, en la medida de lo posible, nuestros propios reyes y no fundar pequeños campos de experimentación. Somos experimentos. ¡Tengamos el valor de serlo!

454

Interrupción. Un libro como este no se ha escrito para ser leído deprisa, de un tirón, ni en alta voz. Hay que abrirlo muchas veces, sobre todo mientras paseamos o viajamos. Es necesario poder sumergirse en él, mirar luego a otra parte y no encontrar a nuestro alrededor nada de lo que nos es habitual.

455

La primera naturaleza. De la forma en que hoy se nos educa, adquirimos una segunda naturaleza, y la poseemos cuando la gente dice que hemos alcanzado la madurez, que nos hemos emancipado, que somos unos individuos útiles. Sólo un pequeño número de individuos tienen lo bastante de serpientes para saber cambiar algún día esa piel, cuando la primera naturaleza que hay debajo de ella, ha alcanzado la madurez. Pero en la mayoría de los hombres se ahoga esta primera naturaleza cuando aún se encuentra en germen.

456

Una virtud que está en devenir. Afirmaciones y promesas, como las que hacía la filosofía antigua respecto a la armonía entre la virtud y la felicidad o la que hace el cristianismo cuando dice que busquemos el reino de Dios y lo demás se nos dará por añadidura, nunca fueron formuladas con absoluta sinceridad, aunque se hicieran de buena fe. La cosa consistía en presentar con audacia las proposiciones que se pretendía que fueran tenidas por verdaderas como si fueran la verdad misma, aunque estuvieran en contra de la evidencia; y esto sin remordimientos de conciencia religiosos o morales, pues «a la mayor gloria de Dios» se rebasaba el límite de la realidad sin ninguna intención egoísta.

Hoy sigue habiendo muchas personas honradas que se encuentran aún en ese grado de veracidad; con tal de actuar de una forma desinteresada, se sienten autorizadas a tomar la verdad muy a la ligera. Observemos que ni entre las virtudes cristianas ni entre las socráticas, figura la lealtad; esta es una de las virtudes más jóvenes; aún no está formada y es frecuente confundirla o no conocerla. Apenas tiene conciencia de sí misma: es algo que se desarrolla, y ese desarrollo podemos acelerarlo u obstaculizarlo, según las tendencias de nuestro espíritu.

457

Discreción suma. Hay hombres que viven una aventura similar a la de los buscadores de tesoros, y descubren, por casualidad, en un alma ajena las cosas que se escondían en ella, adquiriendo así una experiencia difícil de obtener. En determinadas circunstancias se puede conocer a los vivos y a los muertos, lograr que su alma se nos revele hasta el punto de que vacilemos a la hora de hablar de ello, por miedo a que a cada palabra nuestra cometamos una indiscreción. Yo me imagino fácilmente al historiador más sabio quedándose mudo de repente.

458

El primer premio. Hay algo extraordinariamente raro y que nos embriaga: el hombre de gran talento, que posee a su vez el carácter y las inclinaciones propias de un espíritu así, y que encuentra en la vida aventuras que responden a su condición.

459

La generosidad del pensador. Rousseau y Schopenhauer tuvieron el suficiente orgullo de grabar en su vida el lema: «consagrar la vida a la verdad». ¡Cuánto debió de resentirse su orgullo al no lograr «consagrar la verdad a la vida» —entendiendo la verdad como ellos lo hacían—, al ver que su vida discurría al lado de su conocimiento como un fagot que desafina al tratar de tocar una melodía! Pero el conocimiento se encontraría en una posición incómoda si se midiera su grado de adaptación al pensador en función de su adaptación a su cuerpo. Y el pensador se encontraría también en una posición incómoda si su vanidad fuera tan grande que no pudiera soportar otra medida que esta. Aquí es donde brilla la virtud más hermosa de los pensadores: la generosidad que muestran al ofrecerse ellos mismos, al ofrecer su vida en sacrificio, cuando buscan el conocimiento, unas veces con humildad, y muchas veces con una ironía suprema y una sonrisa.

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Utilizar los momentos peligrosos. Aprendemos a conocer mucho mejor a un hombre o a comprender una situación, cuando cada gesto supone un peligro para los bienes, la honra o la vida, ya sea para nosotros o para nuestros allegados. Tiberio, por ejemplo, debió de reflexionar más profundamente sobre el alma del emperador Augusto y sobre su reinado, y debió de conocerlos mejor que el más sabio historiador. Pero, comparativamente hablando, todos nosotros vivimos en un estado de seguridad demasiado grande para poder convertirnos en expertos conocedores del alma humana. Uno conoce por dilettantismo; otro, porque no tiene nada que hacer; otro, por hábito. Nadie se dice: «¡Conoce o perecerás!». Mientras las verdades no se graben en nuestra carne a golpes de cincel, mantendremos hacia ellas una especie de reserva, que se parece al desprecio; nos parecerán muy semejantes a ensueños, como si nos fuera posible alcanzarlas o no alcanzarlas, como si pudiéramos despertamos de estas verdades, al igual que nos despertamos de un sueño.

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Hic Rhodus, hic salta. Nuestra música, que puede revestir cualquier forma y que puede y debe transformarse, porque, como el demonio del mar, no tiene en sí un carácter propio, esta música, digo, tentó en otros tiempos el espíritu del sabio cristiano, traduciendo en armonías su ideal. ¿Por qué no ha de acabar encontrando esas armonías más claras, más alegres, más universales, que corresponden al pensador ideal? ¿Por qué no ha de haber una música que sea capaz de mecerse familiarmente bajo las vastas bóvedas flotantes de su alma? Nuestra música ha sido hasta hoy tan grande y tan buena, que para ella no ha habido nada imposible. Que nos demuestre, pues, que es capaz de sentir a un tiempo estas tres cosas: la grandeza, la luz intensa y cálida y el placer de la lógica más elevada.

462

Curaciones lentas. Las enfermedades crónicas, tanto del alma como del cuerpo, raras veces se deben a un burdo atentado contra el alma o contra el cuerpo, sino que, por lo general, tienen su origen en incontables descuidos pequeños, casi imperceptibles. Por ejemplo, quien día a día, en grado insignificante, respira demasiado débilmente y aspira en sus pulmones una cantidad de aire demasiado pequeña, de forma que, en conjunto, no les exige un esfuerzo suficiente ni los ejercita, acaba contrayendo una neumonía crónica. En tales casos, no se puede conseguir la curación más que corrigiendo insensiblemente los hábitos nocivos, a base de adquirir los hábitos contrarios, por ejemplo, aspirando fuerte y profundamente cada cuarto de hora (a ser posible, tumbándose en el suelo boca abajo y utilizando un reloj que dé los cuartos de hora).

Todas estas curaciones son lentas y minuciosas, y el que quiere curarse el alma debe pensar también en cambiar hasta sus hábitos más pequeños. Hay quien se dirige diez veces al día de forma fría y maliciosa a los que le rodean, y no le da a ello importancia alguna, sin darse cuenta de que, al cabo de los años, ha contraído un hábito que desde ese momento le obliga a indisponerse diez veces al día con los que le rodean. Claro que también puede habituarse a hacerles un bien en diez ocasiones al día.

463

El séptimo día. ¿Alabas esto como obra mía? ¡Pero si yo no he hecho más que quitarme de encima un peso que me molestaba! Mi alma se ha elevado por encima de la vanidad de los creadores. ¿Alabas en esto mi resignación? ¡Pero si yo no he hecho más que quitarme de encima lo que me molestaba! Mi alma se ha elevado por encima de la vanidad de los resignados.

464

La vergüenza del que da. ¡Qué falta de generosidad se aprecia en el que está representando constantemente el papel de dar y de dispensar beneficios públicamente! Lo que hay que hacer es dar y repartir beneficios, ocultando el nombre y el don en sí. O bien no tener nombre alguno, como la naturaleza ciega, que es lo que más nos conforta, porque, en tal caso, no descubrimos a nadie que da y que distribuye beneficios, alguien de semblante benévolo.

Bien es cierto que nos habéis privado de esta forma de confortarnos, al introducir a un Dios en la naturaleza, con lo que todo queda exento de libertad y cae en el sometimiento. ¡Cómo! ¿No tenemos nunca derecho a estar solos con nosotros mismos? ¿Hemos de estar siempre vigilados, protegidos, espiados y gratificados? Si siempre hemos de tener alguien al lado, será imposible que se dé en el mundo la mayor parte del valor y de la bondad. ¿No sería mejor mandarlo todo al diablo, a causa de esa indiscreción del cielo, de ese vecino ineludible y sobrenatural? Pero no hace falta, porque todo ha sido un sueño. ¡Despertémonos, pues!

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Al volver a encontrarse. A: «¿Qué miras? Observo que llevas mucho tiempo parado». B: «Miro siempre lo mismo, y lo que miro me parece siempre algo nuevo. El interés que me despierta una cosa me hace que la persiga hasta tan lejos, que termino por llegar al fondo de ella, y entonces me doy cuenta de que no valía la pena que me haya tomado tanto trabajo. Todas estas experiencias acaban dejándome una especie de tristeza y de estupor. Y esto me pasa unas tres veces al día».

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La gloria supone una pérdida. ¡Qué ventaja tan grande supone el poder hablar a los hombres como un desconocido! Los dioses nos despojan de la mitad de nuestras virtudes, cuando nos sacan del anonimato y nos hacen célebres.

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Doble paciencia. «De este modo, estás haciendo sufrir a mucha gente». Ya lo sé, y también sé que he de sufrir doblemente: primero, por la compasión que me inspira el dolor ajeno; y segundo, porque se vengarán de mí. Sin embargo, es preciso que me comporte así.

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El imperio de la belleza es mayor. De la misma forma que nos paseamos por la naturaleza con curiosidad y satisfacción, tratando de sorprender en cada cosa su belleza peculiar, como en flagrante delito; de la misma forma que, unas veces con sol y otras veces bajo un cielo de tormenta, nos esforzamos en ver un lugar concreto de la costa, con sus rocas, sus ensenadas, sus pinos y olivares, con su aspecto de perfección y de maestría: así también, digo, deberíamos pasearnos entre los hombres, explorando e interrogando, haciéndoles bien y mal para que se manifieste la belleza que les caracteriza, belleza que en uno está llena de sol, en otro es tormentosa, y en un tercero se muestra a media luz y bajo un cielo lluvioso. ¿Es que no se puede gozar ante un hombre malo, como se goza ante un paisaje salvaje que tiene sus propias líneas atrevidas y sus efectos de luz, cuando ese mismo hombre, en cuanto se le toma por bueno y conforme a la ley, aparece a nuestra vista como un dibujo equivocado, como una caricatura, y nos hace sufrir como una mancha de la naturaleza? Bien es cierto que esto está prohibido, pues hasta hoy se ha pensado que lo único lícito es buscar la belleza en lo moralmente bueno, lo que explica suficientemente que se hayan descubierto tan pocas cosas y que haya habido que perseguir bellezas imaginarias, que no eran de carne y hueso. Del mismo modo que en los malos se dan cien tipos distintos de felicidad, que los buenos no pueden sospechar, hay en ellos cien clases de belleza, muchas de las cuales todavía están por descubrir.

469

La inhumanidad del sabio. Junto a la pesada marcha del sabio que todo lo aplasta, y que, según las palabras del himno budista, «camina solitario como el rinoceronte», ha de aparecer de vez en cuando una manifestación de humanidad conciliadora y dulce; no bastan los pasos apresurados ni los rasgos de ingenio familiares, ni las agudezas ni la ironía; hacen falta también una cierta dosis de contradicción y un retorno ocasional a los absurdos dominantes. Para que no parezca el rodillo de una apisonadora que avanza ciegamente como el destino, el sabio que quiere enseñar ha de hacer uso hasta de sus defectos para embellecerse. Al pedir que le desprecien, solicita convertirse en el defensor de una verdad usurpada. Quiere llevaros a las montañas y hacer que vuestra vida corra peligro, por lo que os autoriza voluntariamente a que os venguéis, antes o después, de un guía semejante. A este precio paga la satisfacción de ir delante de vosotros como jefe de fila. ¿Recordáis lo que se os ocurrió el día que os condujo por una oscura caverna, a través de un resbaladizo sendero? Vuestro corazón latía aceleradamente y se decía: «Este guía podía hacer algo mejor que trepar por aquí. Pertenece a esa clase de perezosos que están llenos de curiosidad. No le demos demasiada importancia haciéndole ver que le seguimos porque le concedemos gran valor».

470

En el banquete multitudinario. ¡Qué felicidad la de ser alimentado, como los pájaros, por la mano de un solo hombre, que lanza el grano sin reparar en quién lo recibe y en si se merece que se lo den! ¡Vivir como un pájaro que viene a tomar su sustento y luego echa a volar sin llevar un nombre grabado en el pico! Por eso me agrada tanto saciarme en el banquete multitudinario.

471

Otra forma de amar al prójimo. La marcha agitada, ruidosa, desigual, nerviosa, está en contra de las grandes pasiones. Estas se encuentran en lo más íntimo del hombre como un brasero silencioso y oculto, y, al acumular allí todo su calor y todo su ímpetu, permiten al hombre mirar hacia fuera con frialdad e indiferencia, e imprimen a sus facciones una cierta impasibilidad. Llegado el caso, los hombres así son capaces de mostrar amor al prójimo, pero este amor difiere mucho del de las personas sociables y ansiosas de agradar; se manifiesta en una dulce benevolencia, contemplativa y serena. En cierto modo, estos hombres miran desde lo alto de esa torre suya que constituye a un tiempo su fortaleza y su prisión. ¡Cuánto bien les hace mirar hacia fuera y ver lo que les es externo y diferente!

472

No justificarse. A: Pero ¿por qué no quieres justificarte? B: Podría hacerlo en este caso y en muchos otros casos, pero desdeño el placer de la justificación, pues todo esto me importa poco, y prefiero llevar una mancha a proporcionar a la gente mezquina el pérfido placer de pensar que concedo mucha importancia a estas cosas. Esto no sería cierto. Quizá tendría que concederme más importancia a mí mismo para pensar que debo rectificar las ideas falsas que se formen de mí los demás; pero soy demasiado indiferente e indolente respecto a mi persona y respecto a lo que esta suscita.

473

Dónde hemos de edificar nuestra casa. Si estando solo, te sientes grande y fecundo, la compañía te volvería pequeño y estéril, y a la inversa. Donde te asalte el sentimiento de una poderosa dulzura, similar a la de un padre, allí deberás edificar tu casa, ya sea en el silencio de la soledad o entre el bullicio de la multitud. «Donde soy padre, allí está mi patria».

474

Los únicos caminos. «La dialéctica es el único camino que conduce a la divinidad y que permite atravesar el velo de la apariencia»; esto es lo que sostenía Platón con la misma pasión y solemnidad con que Schopenhauer defendía lo contrario. Y ambos se equivocaban, pues no existe aquello adonde conducía el camino que marcaban. Todas las grandes pasiones de la humanidad, ¿no han sido hasta hoy pasiones por nada? Y todas las solemnidades de la humanidad, ¿no han sido solemnidades a causa de nada?

475

Hacerse pesado. No le conocéis; es capaz de cargar con muchos pesos, y, sin embargo, levantarlos todos ellos hasta las alturas. Y vosotros, con vuestros cortos vuelos, creéis que si carga con tanto peso, es porque no quiere elevarse.

476

La fiesta de la cosecha del espíritu. La experiencia, los acontecimientos de la vida, lo que estos nos hacen reflexionar y los ensueños que ello suscita, crecen y se acumulan día a día constituyendo una riqueza inmensa y enloquecedora. Da vértigo contemplar esa riqueza. No comprendo cómo se puede llamar bienaventurados a los pobres de espíritu; aunque a veces, cuando me siento cansado, les envidio, pues resulta difícil administrar semejante riqueza, y no es raro que esta dificultad impida toda clase de felicidad. ¡Ay! ¡Si pudiéramos contentarnos con contemplar ese tesoro; si no fuéramos avaros más que de nuestro propio conocimiento!

477

Libre del escepticismo. A: Otros abandonan un escepticismo moral generalizado aburridos y débiles, roídos, carcomidos y medio corroídos, pero yo salgo más valiente y más sano que nunca, con los instintos reconquistados. Cuando corta la brisa, sube la marea y no hay peligros pequeños que vencer, empiezo a sentirme a gusto. No me he convertido en gusano, aunque muchas veces haya tenido que actuar y roer como un gusano. B: Si niegas, es porque has dejado de ser escéptico. A: Y por eso mismo he aprendido nuevamente a afirmar.

478

No nos detengamos. No le importunéis. Dejadle en su soledad. ¿Queréis que termine rompiéndose del todo? Se ha rajado como un vaso en el que se ha echado un líquido muy caliente. ¡Era de un material tan precioso!

479

Amor y veracidad. Por amor nos hemos convertido en criminales peligrosos para la verdad; en encubridores habituales que proclamamos más verdades de las que admitimos. Por eso conviene que el pensador ahuyente de vez en cuanto a las personas a las que ama (que no serán precisamente las que le aman a él), para que le muestren su aguijón y su maldad y dejen de seducirle. Por eso la bondad del pensador ha de tener su luna creciente y su luna menguante.

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Inevitable. Os pase lo que os pase, quien no os quiera bien encontrará en lo que os ocurra un pretexto para empequeñeceros. Si sufrís las más hondas perturbaciones en vuestro espíritu y en vuestro conocimiento, y acabáis llegando, como convalecientes, con una melancólica sonrisa, a la libertad y a la luz silenciosa, no faltará alguien que os diga; «Este utiliza su enfermedad como un argumento, hace uso de su importancia para demostrar que todos somos impotentes; es lo suficientemente vanidoso para caer enfermo por gusto a fin de experimentar el prestigio que suministra el dolor». Y si alguien rompe sus ataduras, y, al hacerlo, se hiere profundamente, siempre habrá alguien que aluda a ello en son de sorna: «¡Qué torpe es —dirá—! ¡No podía sucederle otra cosa a un hombre que se había acostumbrado a sus ataduras y que ha cometido la locura de romperlas!».

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