Aurora

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Hojarasca se arrimó más a Carbonilla cuando el frío del amanecer la despertó. La piedra sobre la que se encontraba parecía haber absorbido todo el calor de su cuerpo, y el aire era tan frío que, al abrir los ojos, vio cómo su aliento formaba pequeñas nubes. Se desperezó.

Las rocas relucían por la escarcha bajo la débil luz del alba, y la envolvió un olor tan delicioso que se le hizo la boca agua. Cuervo estaba subiendo la ladera con un conejo recién cazado entre los dientes.

Los demás gatos del Clan del Trueno seguían durmiendo, apretujados en un hueco en la roca, a varias colas de distancia de los lugares en los que se habían instalado los otros clanes para pasar la noche. Pero el olor del conejo los despertó a todos, y empezaron a levantar la cabeza mientras Cuervo serpenteaba entre ellos. Estrella de Fuego ya estaba desperezándose, con Tormenta de Arena a su lado. Cuervo depositó la pieza ante las patas del líder del Clan del Trueno.

—Un regalo de despedida —maulló.

Estrella de Fuego se quedó mirándolo.

—Ojalá vinieras con nosotros. He perdido a Látigo Gris, no me gustaría dejar atrás a otro amigo.

Cuervo sacudió la cabeza.

—Mi hogar está aquí, pero nunca te olvidaré; te lo prometo. Siempre te estaré esperando.

Con una punzada, Hojarasca se preguntó si regresarían alguna vez. Sabía que iban a hacer un largo viaje, pero no tenía ni idea de lo lejos que irían.

—Hemos vivido muchas cosas juntos —murmuró Estrella de Fuego, con ojos relucientes al recordar—. Hemos visto la muerte de Estrella Azul, la derrota de Estrella de Tigre… —Suspiró—. Han pasado muchas cosas, como el agua por un río.

—Pasará más agua todavía antes de que nos reunamos con el Clan Estelar —aseguró Cuervo—. Esto no es el final. Es un principio. Necesitarás el valor de un león para enfrentarte a este viaje.

—Cuesta encontrar valor cuando se ha perdido tanto… —La mirada de Estrella de Fuego se ensombreció—. ¡Jamás pensé que abandonaría el bosque! Incluso cuando apareció el Clan de la Sangre, estaba dispuesto a morir para salvar mi hogar.

Cuervo le pasó cariñosamente la cola por el costado.

—Si veo a Látigo Gris, le diré qué camino habéis tomado —prometió. Luego inclinó la cabeza ceremoniosamente—. Adiós, Estrella de Fuego, y buena suerte.

—Adiós, Cuervo.

Mientras el solitario negro descendía la ladera, a Hojarasca se le encogió el corazón pensando en lo que estaría sintiendo su padre. Dejaba atrás a sus dos mejores y más viejos amigos… sin saber siquiera si uno de ellos seguía vivo. Vio cómo Tormenta de Arena restregaba la mejilla contra la de Estrella de Fuego, como recordándole que no estaba solo.

Carbonilla estiró una de sus patas delanteras y luego la otra.

—Deberíamos echar un vistazo a los gatos y asegurarnos de que todos están listos para la jornada que nos espera —le dijo a Hojarasca.

La joven asintió. Pensó de nuevo en la noche anterior, cuando Esquirolina había vuelto con los demás desde la cima del risco. Le centelleaban los ojos.

—¡Hemos visto al guerrero agonizante! —había exclamado Zarzoso, casi sin aliento de la emoción.

—¿Os han enviado la señal? —Estrella de Fuego, que estaba dormitando junto a Tormenta de Arena, se levantó de un salto.

—¿Cómo podéis estar seguros? —preguntó Carbonilla.

—Una estrella ha resplandecido a través del cielo, y luego se ha esfumado —explicó Esquirolina—. Ha caído detrás de las montañas.

Estrella Negra, que estaba apiñado con el Clan de la Sombra sobre la roca, se aproximó a toda prisa. Parecía desconcertado.

—¿Es la señal que estuvimos esperando en la Gran Roca?

Trigueña se quedó mirándolo como si acabara de reparar en algo.

—¡Por supuesto! ¡Ésta debe de ser la gran roca a la que se refería Medianoche! ¡Aquí, en las Rocas Altas, no en los Cuatro Árboles!

Borrascoso asintió.

—Medianoche nunca ha estado en nuestro bosque. Obviamente, lo que vio parecía una roca muy grande, aunque para nosotros significaba algo totalmente distinto.

Estrella Leopardina se abrió paso hasta la primera fila.

—Bueno, ¿y qué hay más allá de las montañas?

—¿Más montañas? —repitió Fronda, atrayendo a Betulino hacia sí.

—Cuando las atravesamos, veníamos del lugar donde se ahoga el sol —contestó Zarzoso—. Pero parece que la estrella ha caído más lejos.

Alcotán entrecerró los ojos.

—Entonces, ¿tendremos que buscar una nueva ruta?

—No exactamente… —respondió Zarzoso.

—Será más seguro si atravesamos las montañas por la misma ruta de la última vez —maulló Trigueña—. De lo contrario, nos arriesgamos a perdernos… y la nieve puede llegar en cualquier momento.

—Cuando las hayamos cruzado, podremos encaminarnos hacia donde ha caído la estrella —añadió Esquirolina.

Hojarasca vio cómo su hermana agitaba los bigotes, y que Zarzoso flexionaba las garras sobre la roca, como preparándose para el viaje. Pero en sus ojos también había una expresión atormentada. Les asustaba lo que tenían por delante, porque sabían lo que aquel viaje podía depararles. Con cierta alarma, Hojarasca se preguntó por qué el Clan Estelar habría elegido a un guerrero agonizante, precisamente, para mostrarles el camino. Parecía un oscuro presagio en el que poner las esperanzas de los clanes.

—¡Vamos, Hojarasca! —La voz de Carbonilla la devolvió a la gélida mañana.

—Carbonilla… —empezó a decir la aprendiza, no muy segura de compartir sus dudas—. ¿Tú crees que la señal del Clan Estelar significa que nos acompañará?

La curandera gris la miró larga y pensativamente.

—Eso espero.

—Pero ¿no estás segura?

Carbonilla miró alrededor. No había nadie cerca.

—Cuando estuve ayer en la Piedra Lunar, apenas pude oír al Clan Estelar —confesó.

—Pero ¿te dijeron algo los antepasados? —le preguntó Hojarasca, alarmada.

Carbonilla entrecerró los ojos.

—Sé que estaban hablando conmigo, pero no podría decirte qué decían exactamente. Era como si el rugido de un gran viento ahogara sus voces.

—¿No entendiste nada?

—Nada. —Carbonilla cerró los ojos un momento—. Pero estaban ahí.

—Deben de estar sufriendo tanto como nosotros —murmuró Hojarasca—. Tiene que ser terrible presenciar la destrucción del bosque y ser incapaz de detenerla. Al fin y al cabo, también fue su hogar.

Carbonilla asintió.

—Tienes razón. Pero, al igual que nosotros, se recuperarán, siempre que los clanes se mantengan unidos.

—Pero ¿nos encontrarán en nuestro nuevo hogar? —se angustió la aprendiza—. ¿Cómo sabrán dónde buscarnos?

—Ésas son preguntas que no podemos responder. —La curandera se incorporó, y añadió con voz enérgica—: Vamos. Nuestros compañeros de clan nos necesitan.

Hojarasca se dirigió al lugar en que Cuervo había dejado el conejo, que permanecía intacto a los pies de su padre. Una partida de guerreros había salido ya a buscar más presas.

—¿Puedo llevarme esto para Fronda y Betulino? —le preguntó a Estrella de Fuego, pero su padre parecía perdido en sus pensamientos.

—Desde luego —respondió Tormenta de Arena.

Hojarasca miró nerviosa a su madre.

—¿Estrella de Fuego estará bien?

El líder se volvió hacia ella.

—Por supuesto que lo estaré —maulló—. Adelante, llévale eso a Fronda.

Hojarasca recogió el conejo y corrió a donde estaba Fronda, ovillada alrededor de Betulino. El cachorrito atigrado temblaba de frío, y su madre estaba lamiéndolo ferozmente para que entrara en calor.

—¡Hace demasiado frío para dormir a la intemperie! —se quejó la reina al ver aparecer a Hojarasca—. Apenas he descansado.

Miró a su hijo con los ojos llenos de temor, y Hojarasca supuso que la gata había sido incapaz de pegar ojo, temerosa de despertar y encontrar muerto al último de sus cachorros.

—Toma. —Dejó el conejo en el suelo—. Seguro que esto te ayuda.

A Fronda se le iluminaron los ojos. Lanzando una mirada agradecida a Hojarasca, arrancó una de las patas traseras del conejo y la colocó delante de Betulino.

—Prueba esto —lo instó—. Antes comíamos conejo muy a menudo, pero hace lunas que no lo probamos.

—Acuérdate de comer tú también —le recomendó Hojarasca.

—Lo haré —prometió Fronda.

A la aprendiza le rugió el estómago, y esperó que la partida de caza regresara pronto. Miró alrededor para ver si algún otro gato parecía necesitar ayuda, pero la mayoría estaban moviéndose con bastante alegría, sacudiéndose la rigidez de las extremidades y yendo a las rocas para beber de los pequeños charcos. Varios gatos, entre ellos Zarzoso y Esquirolina, estaban sentados cerca de la cima del risco; la piedra gris despedía ahora una luz rosada con los primeros rayos del sol.

Hojarasca oyó cómo Zarpa Candeal le daba la tabarra a Zarzoso:

—Cuéntanos cómo es. ¡Por favor!

Zarzoso miró por encima del hombro, al extremo más lejano del risco.

—Pronto lo descubriréis por vosotros mismos.

—Pero, si nos lo cuentas, ¡estaremos preparados para cualquier cosa! —intervino Zancón.

—Tiene razón —maulló Zarpa Candeal—. Tienes que prepararnos.

Zarzoso enroscó la cola alrededor de las patas con un suspiro de resignación.

—Bueno, hay muchas ovejas, que son unas criaturas blancas y lanudas que se parecen un poco a nubes con patas. Son inofensivas, pero, cuando las veáis, tendréis que estar atentos por si hay perros, porque los Dos Patas los usan para controlar a las ovejas. También hay Senderos Atronadores, por supuesto… la mayoría son pequeños, pero hay que cruzar muchos. Y luego están las montañas…

El guerrero enmudeció, y Hojarasca notó cómo el frío viento azotaba su pelaje. ¿Qué había en las montañas que asustaba tanto a los gatos que habían estado allí? ¿Cómo podrían los veteranos y los cachorros atravesar un lugar así? «Oh, Clan Estelar, ¿dónde estás?». Si pudiera creer que el Clan Estelar viajaba con ellos, quizá no tendría tanto miedo.

Hojarasca jamás habría imaginado que existiera un mundo tan extenso al otro lado de las Rocas Altas. Ante ellos se desplegaba un campo tras otro, salpicados de ovejas que parecían exactamente nubes, como las había descrito Zarzoso. Esquirolina caminaba junto a ella; su aliento se condensaba en el gélido aire.

—¿Te acuerdas de esto? —preguntó Hojarasca.

—Un poco —respondió Esquirolina.

—Entonces, ¿vamos por el buen camino?

—Sí.

Hojarasca se preguntó por qué su hermana parecía tan reacia a hablar. Vio cómo intercambiaba miradas nerviosas con Zarzoso. El guerrero había pasado toda la mañana zigzagueando entre los gatos, flanqueando primero un lado y luego el otro, como si temiera perder a alguien.

Hojarasca percibió un temblor en el aire y un retumbo en la distancia, y se detuvo de inmediato. Sonaba como si se avecinara una tormenta, pero el cielo despejado le indicó que aquello no era posible. Levantó la nariz y olfateó el aire. Un Sendero Atronador.

—Es uno grande —le advirtió Esquirolina.

A medida que se aproximaban, el retumbo se transformó en un rugido, y el hedor comenzó a irritarle la garganta a Hojarasca. Los gatos que iban delante redujeron el paso, empujándose, pero manteniéndose más cerca de sus compañeros de clan que de los otros. Esquirolina se abrió paso entre ellos, y Hojarasca la siguió hasta que alcanzaron una zanja de pendientes muy pronunciadas. Más allá estaba el Sendero Atronador.

—Deberíamos cruzar primero a los cachorros —dijo Estrella de Fuego, abriendo la marcha hacia la estrecha hondonada.

Hojarasca saltó junto a Acedera, y sus patas resbalaron sobre la aceitosa hierba. Los monstruos pasaban rugiendo en ambas direcciones, y la aprendiza se encogió cuando la tierra se sacudió bajo sus patas.

—Cada clan debería correr sus propios riesgos —replicó Enlodado.

—El Clan del Río cruzará primero —declaró Alcotán.

—No todos los guerreros son tan fuertes como los del Clan del Río —señaló Estrella Leopardina—. Estrella de Fuego tiene razón: deberíamos ayudar a los clanes más débiles con sus cachorros.

—¡Mi clan no necesita vuestra ayuda! —bufó Enlodado—. Además, ¡sería un caos! ¡Nadie sabría qué órdenes seguir!

—Entonces, ¿por qué no nos das tú las órdenes a todos? —le espetó Estrella de Fuego.

—¡Ningún gato excepto yo da órdenes a los guerreros del Clan de la Sombra! —gruñó Estrella Negra.

Zarzoso avanzó entre la multitud para situarse junto a Estrella de Fuego. Hojarasca estaba lo bastante cerca como para captar su olor a miedo.

—¡Morirán gatos mientras vosotros estáis discutiendo! ¿No creéis que poco importa quién esté al mando hasta que todos los gatos estemos a salvo en el otro lado?

Estrella Negra echó las orejas hacia atrás, y Alcotán sacudió la cola.

—Dejad que continúe —les advirtió Estrella de Fuego.

—Yo guiaré al Clan del Trueno —maulló Zarzoso—. Corvino puede guiar al Clan del Viento. Trigueña puede ocuparse del Clan de la Sombra, y, Borrascoso, tú guiarás al Clan del Río.

—Corvino no puede guiar al Clan del Viento —protestó Enlodado—. No es más que un aprendiz.

—¿Tú has cruzado alguna vez este Sendero Atronador? —quiso saber Zarzoso.

—No —bufó Enlodado—. Pero ¡he dirigido a mi clan en otras ocasiones!

—¡Lo hará Corvino! —insistió Zarzoso.

Ignorando aquella absurda discusión, Borrascoso agitó la cola y condujo a sus compañeros de clan hasta el borde del Sendero Atronador, donde se agazapó, a la espera de dar la señal.

Un monstruo pasó rugiendo; su pelaje centelleaba bajo la luz del sol. En cuanto se alejó, Borrascoso soltó un aullido, y los gatos del Clan del Río salieron en tropel y corrieron por el Sendero Atronador. Hojarasca buscó con la mirada a Flor Albina. Enseguida distinguió su pelaje gris claro, y se sintió aliviada al comprobar que dos guerreros de su clan estaban ayudándola a cargar con sus cachorros.

Mientras los gatos del Clan del Río se apiñaban en la cuneta opuesta, Hojarasca oyó el amenazante sonido de otro monstruo que se acercaba. Dando gracias al Clan Estelar porque todo el Clan del Río hubiera cruzado sano y salvo, calculó la distancia a la que estaba el monstruo. Le dio un vuelco el corazón. ¡Enlodado le había dicho a su clan que empezara a cruzar sin esperar la orden de Corvino!

Atenazado por el pánico, Corvino se quedó mirando cómo el monstruo aullaba hacia ellos.

—¡Deprisa! —Salió disparado, agarró un cachorro y corrió al otro lado. Tras lanzarlo a la cuneta, dio media vuelta para ir por otro—. ¡Los cachorros, llevad a los cachorros! —ordenó.

Sacando las uñas, intentó aferrarse a la resbaladiza superficie, agarró a otro de los cachorros por el pescuezo y corrió de nuevo al extremo opuesto. Los guerreros y los aprendices tomaron a los últimos cachorros y lo siguieron a toda velocidad, con las reinas pisándoles los talones. Pero Flor Matinal, una veterana del Clan del Viento, se quedó atrás.

—¡Corre! —chilló Hojarasca.

Por encima de ella, Estrella de Fuego se agazapó al borde del Sendero Atronador. Lanzó un vistazo al monstruo que se acercaba, calculando si podría alcanzar a tiempo a Flor Matinal.

—¡Quédate donde estás! —le gritó Zarzoso.

Estrella de Fuego se agazapó más y echó las orejas hacia atrás.

—¡Sigue adelante! —le indicó a la veterana del Clan del Viento—. ¡Puedes conseguirlo!

El monstruo se aproximaba amenazadoramente, como un torbellino, pero de repente viró en medio del Sendero Atronador y fue directo hacia Estrella de Fuego. Hojarasca sintió una oleada de pánico y cerró los ojos, esperando el repulsivo sonido de huesos aplastados.

No sucedió. Abrió los ojos apenas un poco, y vio al monstruo pasando tan cerca de Estrella de Fuego que el viento le revolvió el pelo. Se alejó rugiendo sin reducir la velocidad. Hojarasca abrió los ojos del todo. Flor Matinal estaba cruzando decididamente el Sendero Atronador, observada por sus compañeros de clan desde el otro arcén. Estrella de Fuego se apartó del borde, jadeando.

—No te preocupes; tu padre está bien. —Acedera tocó con la nariz la cabeza de Hojarasca.

—Creía que ese monstruo iba a matarlo —susurró la aprendiza.

—Estrella de Fuego es valiente —murmuró Acedera—, pero no es un insensato.

Hojarasca se volvió entonces hacia el Clan de la Sombra, que aguardaba el momento para cruzar. Esperó que Estrella Negra hubiera aprendido la lección, y fuera más cauto tras la imprudencia de Enlodado. El líder del Clan de la Sombra tenía los ojos clavados en Trigueña.

Un aprendiz echó a correr.

—¡Vuelve atrás! —le ordenó Trigueña con un bufido. Su tono hizo que el aprendiz frenara en seco y se apresurara a reunirse con los demás—. ¡Iremos juntos! —declaró la guerrera mirando a Estrella Negra, y el líder asintió.

No había monstruos a la vista. Cautelosamente, Estrella Negra dio unos pasos adelante, olfateando el aire.

—¡Ahora! —ordenó.

Y los gatos del Clan de la Sombra saltaron de la zanja y empezaron a atravesar el Sendero Atronador.

Los cachorros de Amapola iban seguros, transportados por guerreros, y la propia Amapola fue arrastrada por su clan como un pez que nadara siguiendo la corriente. Hojarasca suspiró aliviada cuando todos los gatos alcanzaron la cuneta opuesta justo antes de que un nuevo monstruo hiciera temblar la tierra.

—¡Nosotros iremos después de ese monstruo! —exclamó Zarzoso.

De pronto, un chillido agudo sonó desde el otro lado de la vía. Hojarasca se puso en tensión. ¡Uno de los cachorros de Amapola se había despistado y estaba de nuevo en el Sendero Atronador! Desconcertado, giraba en círculos sobre la dura superficie, llamando a su madre.

Manto Polvoroso y Musaraña se agazaparon, listos para correr hacia el cachorro.

—¡Esperad! —les ordenó Estrella de Fuego—. Es demasiado peligroso.

El clan permaneció donde estaba.

Amapola intentó atravesar la multitud de gatos del Clan de la Sombra para alcanzar a su hijo, pero una de las reinas del Clan del Río estaba más cerca. Flor Albina saltó al Sendero Atronador y quitó al cachorro de la trayectoria del monstruo. Lo llevó hasta la cuneta, lo dejó sobre el césped y empezó a lamerlo con brío.

De repente, se detuvo y se pasó la lengua por la boca, confundida, al darse cuenta de que el cachorro no era suyo. Miró azorada a sus compañeros de clan, mientras Amapola corría junto a su hijo. Hojarasca se puso nerviosa, y esperó que Amapola no se sintiera ofendida por la intervención de la reina del Clan del Río. Por suerte, cuando llegó hasta ellos, los ojos de Amapola rebosaban gratitud, y antes de llevarse a su cachorro inclinó la cabeza ante Flor Albina para agradecerle aquel gesto.

—Ésta es la valla de la que me rescató Plumosa.

Esquirolina señaló con el hocico la malla brillante y espinosa que se extendía entre los postes de madera. El Sendero Atronador había quedado atrás, y a Hojarasca ya no le temblaban las patas. Le agradecía a su hermana que la distrajera con historias de su primer viaje.

—Mientras los demás estaban ocupados discutiendo sobre qué podían hacer —continuó Esquirolina—, Plumosa mascó unas hojas de romaza y luego me frotó el pelo con ellas, y salí de allí deslizándome como un pez.

—Pero ¡te dejaste atrás la mitad del pellejo! —le recordó Borrascoso.

Esquirolina respondió dándole unos zarpazos amistosos.

Allí no parecían estar en peligro. No había olores recientes de perros ni de Dos Patas, sólo montones de ovejas que pastaban ruidosamente, sin apenas prestar atención a los gatos. Los clanes se habían desplegado por aquel prado, aunque seguían sin mezclarse entre ellos. Sólo Corvino, Trigueña, Zarzoso, Esquirolina y Borrascoso se alejaban de sus respectivos compañeros de clan, turnándose para correr arriba y abajo por si alguien se quedaba rezagado.

Estrella Alta caminaba fatigosamente, y Bigotes no se había separado de él en todo el día. Los demás líderes miraban de vez en cuando a su viejo colega, claramente preocupados.

—Deberíamos buscar un sitio para descansar —aconsejó Cascarón cuando el cielo se oscureció y un frío viento alborotó el pelaje de los gatos.

—Ahí delante hay una arboleda —maulló Estrella de Fuego—. Allí tal vez encontremos cobijo.

Los demás líderes asintieron, y los gatos ascendieron a lo alto del prado en pendiente y se internaron en el bosquecillo. Hojarasca se dejó caer agradecida sobre un montón de musgo.

—Huelo a zorro —advirtió Estrella Negra.

—El olor es rancio —observó Estrella Leopardina, olfateando el aire.

—Pero podría regresar cuando estemos durmiendo —intervino Enlodado.

—¡Los clanes deberían dormir todos juntos! —exclamó Flor Albina, levantando la cola para impedir que uno de sus cachorros, un atigrado de cara redonda, se alejara persiguiendo a una cochinilla—. Túmbate, hijo —lo regañó.

—Los cachorros y las reinas deberían dormir en el centro —propuso Bigotes—. Ahí estarán más seguros. —Miró de soslayo a Estrella Alta—. Y los gatos más veteranos deberían hacer lo mismo.

—Muy bien —aceptó Estrella Negra—.

Cada clan pondrá dos guerreros de guardia.

Hojarasca se acercó a Acedera, agradeciendo la protección que proporcionaban los helechos. Pensó que, esa noche, Fronda dormiría profundamente, protegida por los cuatro clanes y con una espesa vegetación para mantener caliente a Betulino. La arboleda estaba sumida en un gran silencio, roto tan sólo por el ulular de un búho. Aquel refugio natural no era su hogar, y el olor entremezclado de los cuatro clanes le resultaba extraño, pero Hojarasca se sentía lo bastante segura como para ovillarse junto a Carbonilla y dormirse.

A medida que avanzaban hacia donde se ponía el sol, la aprendiza de curandera fue acostumbrándose poco a poco a enfrentarse a los Senderos Atronadores. Los clanes seguían cruzándolos por separado, pero ahora las reinas vigilaban también a los cachorros de las otras, pues habían visto que los más pequeños se desorientaban con facilidad por el hedor y el ruido de los monstruos. Como telarañas bajo la lluvia, las fronteras de clan estaban empezando a disolverse.

—Deberíamos llegar a las montañas esta tarde —anunció Zarzoso mientras Hojarasca hacía su ronda matinal por el clan, revisando heridas o buscando signos de infección.

—¿Estamos tan cerca? —preguntó ella.

Levantó la mirada hacia las cumbres, que habían pasado de ser una diminuta línea en el horizonte a una imponente masa de piedra. Se estremeció al ver la nieve que coronaba los riscos más altos. Algunos gatos ya habían empezado a resfriarse y a toser, y ella temía que algunos se vieran afectados por la tos verde, la enfermedad que podía aniquilar a un clan entero en la estación sin hojas.

—¡Hojarasca! —la llamó Estrella de Fuego—. ¿Estás preparada para salir a cazar?

—Sí, por favor —respondió ella, ansiosa.

Había estado tan ocupada atendiendo al clan, cubriendo cortes con telarañas y aliviando arañazos con romaza, e intentando hacer todo lo posible con las hierbas que Carbonilla y ella habían encontrado a lo largo del camino, que llevaba días sin salir a cazar.

—Entonces irás con Zarzoso y Esquirolina —ordenó Estrella de Fuego—. A ver si podéis traer un ratón o dos.

Esquirolina se le acercó saltando.

—¿Por dónde vamos a ir?

—En ese campo de ahí debe de haber muchos ratones. —Zarzoso señaló con la cola un prado que había tras la arboleda.

—¡Pues en marcha! —exclamó Esquirolina.

Zarzoso echó a correr detrás de ella, y Hojarasca los siguió, retorciéndose a través del sotobosque para alcanzar un espacio extenso y herboso.

Mientras Zarzoso y Esquirolina recorrían los extremos del prado, Hojarasca se dirigió hacia una zona de hierba alta, aplastada por el viento y la lluvia de la estación sin hojas. Casi de inmediato olió a ratón. Tras las largas lunas de hambre en el bosque que habían dejado atrás, apenas daban crédito a su suerte. Agazapándose, avanzó sobre la hierba hasta que encontró el rastro más reciente. Un instante después, vislumbró algo marrón que escarbaba profundamente en la hierba, y saltó sobre él.

El ratón salió disparado antes de que las zarpas de Hojarasca tocaran el suelo. La aprendiza sólo aplastó la mata de hierba en la que un segundo antes se hallaba el roedor.

—Veo que estás más acostumbrada a cazar en el bosque.

El condescendiente maullido de Alcotán hizo que Hojarasca pegara un brinco. Al volverse hacia él, vio que el guerrero del Clan del Río estaba observándola tranquilamente, con la cola enroscada alrededor de las patas.

—¿Es que no tienes nada mejor que hacer? —le espetó ella—. ¿Como cazar para tu clan?

—Ya he cazado tres ratones y un tordo —maulló el guerrero—. Creo que me he ganado un descanso.

Mientras Hojarasca buscaba una réplica mordaz, Alcotán levantó la nariz para olfatear el aire.

—¡Perro! —bufó—. ¡Y viene hacia aquí!

Hojarasca oyó entonces sus firmes pisadas resonando a través de la hierba. Miró a su alrededor, aterrorizada, preguntándose hacia dónde correr.

—¡Vuelve a la arboleda! —le ordenó Alcotán.

Hojarasca echó a correr, pero un grave gruñido la hizo detenerse. Al mirar por encima del hombro, vio cómo Alcotán arqueaba el lomo ante un rabioso perro blanco y negro. El guerrero del Clan del Río soltó un bufido y saltó hacia atrás, al tiempo que propinaba un zarpazo en el morro de su enemigo.

—¡Zarzoso! ¡Esquirolina! ¡Ayuda! —chilló Hojarasca.

El perro embistió de nuevo, y Alcotán se zafó de un salto, pero la bestia se volvió de inmediato y mordió el aire justo donde un instante antes estaba el guerrero.

—¡Cuidado! —Zarzoso salió entre la hierba y saltó al lomo del perro.

Se aferró a él con sus afiladas garras, y el chucho se alzó sobre sus patas traseras, lanzando un gañido desesperado y tratando de librarse de las garras del gato. Zarzoso se mantuvo donde estaba, pero el perro se revolvió y lanzó una dentellada a apenas un ratón de distancia de la cara del guerrero. Bufando de terror, Zarzoso se soltó y salió lanzado al suelo. En el segundo que le costó recuperarse, el perro tuvo tiempo de volverse hacia él, babeando de rabia.

Justo en ese momento, Alcotán apareció de nuevo delante de Zarzoso, lanzándole varios zarpazos al perro en el hocico. Zarzoso consiguió ponerse en pie y se unió al ataque. Hojarasca se quedó paralizada de espanto, viendo cómo los dos guerreros se revolvían, saltaban y encorvaban sus poderosos lomos como si el uno fuera el reflejo del otro.

El perro empezó a retroceder con el rabo entre las patas. Alcotán se irguió sobre las patas traseras y bufó tan amenazadoramente que el perro lanzó un último gañido y corrió hacia el bosque.

—Zarzoso, ¿estás bien? —preguntó Hojarasca sin aliento.

—Sí, estoy bien.

—Por suerte, yo estaba aquí para salvarte —se mofó Alcotán.

—Por si no lo has visto bien, soy yo quien te ha salvado a ti —replicó Zarzoso.

Alcotán se encogió de hombros.

—Supongo que sí —admitió a regañadientes.

—Bueno, pues yo supongo que has ahuyentado bastante bien a ese chucho —concedió Zarzoso.

—¡¿Qué ocurre?! —Esquirolina apareció corriendo entre la alta hierba—. Huelo a perro…

—Nos ha atacado. Zarzoso y Alcotán lo han ahuyentado —informó Hojarasca.

—¡Estás de broma! —se asombró Esquirolina.

—Me voy —anunció Alcotán bruscamente.

El peligro al que se habían enfrentado no lo había vuelto más afable, y Hojarasca se alegró al verlo marcharse.

—Venga, sigamos cazando —maulló Zarzoso.

Y se alejó por la hierba.

—¡Vamos, Hojarasca! —la llamó Esquirolina, poniéndose en marcha—. Tendrás que comer bien antes de que empecemos el ascenso a las montañas.

Hojarasca miró de nuevo las cimas cubiertas de nieve. Le gustaría tener el mismo valor que su hermana. Los clanes ya habían hecho un gran esfuerzo para llegar tan lejos… ¿Cómo se las arreglarían los cachorros y los veteranos con las rocas y el hielo, entre vertiginosos precipicios cortados a pico? Incluso para los guerreros y los aprendices sería difícil afrontar esos peligros. Cerró los ojos y dirigió una plegaria silenciosa al Clan Estelar, pero se sintió vacía y aterrada cuando sus palabras regresaron como el eco, como si no hubiera nadie para oírlas.

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