Aurora

Aurora


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La voz desesperada de Hojarasca se oyó por todo el bosque:

—¡Jaspeada!

No hubo respuesta. La sabia curandera la había guiado muchas veces en sueños, y si Hojarasca había necesitado alguna vez su ayuda, era entonces.

—¡Jaspeada, ¿dónde estás?! —exclamó de nuevo.

Ni siquiera la brisa movía las copas de los árboles. No se oía ni un susurro de presas en las sombras. El silencio desgarró el corazón de Hojarasca como si fuera una zarpa.

De pronto, un aullido desconocido resonó en sus oídos, adentrándose en su sueño. Hojarasca abrió los ojos con un sobresalto. Por un momento, no supo siquiera dónde se encontraba. Una gélida corriente de aire alborotaba su pelo, y, en vez del familiar lecho de musgo, bajo sus patas había una extraña telaraña, fría, dura y reluciente. Se incorporó, presa del pánico, y sus orejas se encontraron con más telaraña reluciente: se hallaba en un espacio muy pequeño, apenas un poco más alto que ella. Respirando hondo, se obligó a serenarse y a observar a su alrededor, y, entonces, se dio cuenta.

Estaba atrapada en una guarida minúscula, de paredes, techo y suelo hechos completamente de aquella especie de telaraña fría y dura. Había el espacio justo para ponerse de pie y estirarse, pero nada más. Estaba rodeada de otras guaridas iguales, que ocupaban todas las paredes de una pequeña casa de madera de los Dos Patas.

Hojarasca anhelaba ver las estrellas, sentir la reconfortante presencia del Clan Estelar y saber que sus antepasados la observaban, pero, al alzar la mirada, sólo vio el techo inclinado de la caseta. La única luz procedía de un rayo de luna que se filtraba a través de un agujero que había en un rincón. La guarida de Hojarasca estaba encima de muchas otras, y la inmediatamente inferior se hallaba vacía, pero debajo de aquélla distinguió un bulto de pelo oscuro. ¿Otro gato? No era un gato del bosque, ya que no reconocía su olor. Estaba muy quieto… Debía de dormir. «Si es que está vivo», pensó Hojarasca con amargura.

Aguzó el oído por si captaba un nuevo aullido, aunque el gato que lo había soltado permanecía ahora en silencio. Sólo pudo oír los leves gemidos y movimientos de los gatos que estaban atrapados en las otras guaridas. Olfateó el aire, pero no reconoció ningún olor. Un acre hedor de los Dos Patas colmaba el lugar, teñido de miedo. Hojarasca sacó las uñas y notó que se le enganchaban en la reluciente telaraña.

«Clan Estelar, ¿dónde estás?». Se le pasó por la cabeza que ya estaba muerta, pero desechó esa idea con un estremecimiento, clavando de nuevo sus uñas en el suelo de la guarida.

—Por fin te has despertado —susurró una voz.

Hojarasca pegó un salto y se volvió para mirar hacia el lugar de donde provenía la voz. Un montón de pelo atigrado se sacudió en la guarida contigua: era otra gata. La aprendiza captó en ella el inconfundible olor a Dos Patas que desprendían los mininos domésticos. Su vecina había hablado con amabilidad, pero Hojarasca se sentía demasiado desdichada para contestar. Su mente se llenó de amargos recuerdos: los Dos Patas la habían atrapado mientras ella estaba cazando con Acedera y la habían llevado a aquel horroroso lugar. La habían separado de su clan para encerrarla en la oscuridad. Abrumada por la desesperación, enterró el hocico entre las patas delanteras y cerró los ojos.

Le llegó otra voz desde una guarida algo más alejada. Apenas había sido un susurro que no pudo entender, pero en aquella voz había algo familiar. Hojarasca levantó la cabeza para saborear el aire, aunque sólo logró captar algo agrio que le recordó a las hierbas que Carbonilla empleaba para limpiar las heridas. La voz sonó de nuevo, y Hojarasca irguió las orejas para escuchar.

—Debemos salir de aquí.

—¿Cómo? No hay forma de salir —respondió otro gato desde el otro extremo del recinto.

—¡No podemos quedarnos aquí, esperando la muerte! —insistió la primera voz—. Aquí ha habido otros gatos… Puedo captar su olor… y el olor de su miedo. No sé qué les pasó, pero, sea lo que sea, estaban muertos de miedo. ¡Tenemos que salir de aquí, antes de que nosotros nos convirtamos también en olor a miedo rancio!

—¡No hay salida, cerebro de ratón! —exclamó una voz ronca—. Cierra el pico y déjanos dormir.

Ante aquellas palabras, Hojarasca sintió náuseas. Tenía miedo y estaba desesperada: ¡no quería morir allí! Agachó las orejas y cerró los ojos, buscando la seguridad del sueño.

—¡Despierta!

Una voz bufó al oído de Hojarasca, sacándola de sus turbulentos sueños con un sobresalto.

Levantó la cabeza y miró a su alrededor. La acuosa luz del sol se colaba por el agujero de la pared, aunque no atenuaba el frío en lo más mínimo. Bajo la débil luz del alba, Hojarasca pudo distinguir un poco más a su vecina atigrada. Estaba rolliza y su pelo se veía bien cuidado. Al mirarla, Hojarasca fue consciente de lo enmarañado que tenía ella el suyo. No cabía duda de que aquella gata de pelaje atigrado era una minina doméstica, regordeta y de músculos flojos.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó la gata, con las pupilas dilatadas de preocupación—. Sonaba como si estuvieras sufriendo.

—Estaba… soñando —contestó Hojarasca con tono ronco.

Notó su propia voz algo extraña, como si no hubiese hablado en días. Al responder, los recuerdos de su pesadilla la acosaron de nuevo: imágenes de ríos crecidos y rojos de sangre… y de grandes aves descendiendo en picado del cielo con garras afiladas como espinas. Por un instante, Hojarasca vio a Plumosa oculta en la oscuridad, y luego envuelta en luz de estrellas, y, sin comprender por qué, sus patas empezaron a temblar.

En el exterior, un monstruo de los Dos Patas se despertó rugiendo, devolviendo a Hojarasca a la cabaña de madera y a la guarida que la rodeaba.

—No tienes buen aspecto —comentó la atigrada—. Deberías comer algo. Tienes un poco de comida en el rincón de la jaula.

«¿Jaula?». A Hojarasca la sorprendió aquella extraña palabra.

—¿Así es como llamáis a esta… guarida? —le preguntó a su vecina.

La atigrada asintió y luego señaló con la cabeza a través de aquella telaraña metálica que separaba las dos «jaulas», para mostrarle un recipiente medio lleno de bolitas apestosas.

Hojarasca miró con asco la comida de los Dos Patas.

—¡No voy a comerme eso! —exclamó.

—Pues, por lo menos, levántate y límpiate un poco —la instó la gata doméstica—. Desde que te dejó aquí aquel trabajador, has estado ahí acurrucada como un ratón herido.

Hojarasca hizo el gesto de levantarse, pero no se movió.

—No te harían daño cuando te atraparon, ¿verdad? —preguntó la atigrada con preocupación.

—No —masculló Hojarasca.

—Entonces, será mejor que te levantes y te asees —repitió, reprendiéndola—. No sirves de nada, ni para ti misma ni para los demás, si andas alicaída.

Hojarasca no quería levantarse y lavarse. El suelo metálico le lastimaba las garras, y le salía sangre de una de las patas. Ahora, además, también le picaban los ojos con el aire sucio que se filtraba en la caseta, contaminado por el monstruo del exterior… Y el Clan Estelar no le había enviado ninguna forma de consuelo que mitigara el desesperado temor que atenazaba su corazón.

—¡Levántate! —le ordenó la atigrada, con más firmeza esta vez.

Hojarasca se volvió con el ceño fruncido, pero su vecina le sostuvo la mirada.

—Vamos a buscar una manera de escapar —maulló—. Pero, a menos que te levantes, estires los músculos y comas y bebas algo, te quedarás atrás. ¡Y yo no pienso dejar a ningún gato aquí si puedo evitarlo!

Hojarasca pestañeó, sorprendida.

—¿Sabes cómo salir de aquí?

—Todavía no —admitió la atigrada—. Pero tú podrías ayudarme si dejaras de compadecerte.

Hojarasca se dio cuenta de que su vecina tenía razón. No arreglaría nada acurrucándose en un rincón a la espera de morir. Además, aún no estaba preparada para reunirse con el Clan Estelar. Era aprendiza de curandera… y su clan la necesitaba allí, en el bosque. Quedara lo que quedase de él…

Venciendo el abatimiento que había consumido sus fuerzas, se levantó. Sus agarrotados músculos protestaron cuando tensó la cola y estiró las patas.

—Así está mejor —ronroneó la atigrada—. Ahora date la vuelta. Tienes más espacio para estirarte si miras hacia el otro lado.

Hojarasca se dio la vuelta obedientemente y alargó las zarpas hasta el rincón de la jaula, clavando las uñas en la rejilla. Mientras se desperezaba, pegando el pecho al suelo y flexionando la espalda, notó cómo se relajaban sus músculos. Enseguida se sintió un poco mejor y comenzó a limpiarse pasándose la lengua por el costado.

La atigrada se acercó a la red metálica que las separaba y la observó con sus brillantes ojos azules.

—Yo soy Cora —maulló—. ¿Cómo te llamas tú?

—Hojarasca.

—¿«Hojarasca»? —repitió Cora—. Un nombre muy curioso. —Se encogió de hombros y continuó—: Bueno, qué mala suerte que te hayan atrapado, Hojarasca. ¿Tú también perdiste tu collar? Yo no estaría aquí si no me hubiese quitado el mío… ¡maldita cosa! Me creía muy lista por haber conseguido librarme de él, pero, si todavía lo tuviera, aquel trabajador me habría llevado a casa en vez de encerrarme aquí. —Inclinó la cabeza y se lamió un mechón de pelo revuelto del pecho—. Mis dueños se volverán locos de preocupación. Si no estoy en casa a medianoche, se ponen a correr por el jardín sacudiendo la caja de la comida y llamándome. Es agradable que se inquieten, pero yo sé cuidar de mí misma.

Hojarasca no pudo evitar soltar un ronroneo risueño.

—¿Una minina doméstica cuidando de sí misma? Si no fuera por la comida que te dan tus Dos Patas, ¡te morirías de hambre!

—¿Dos Patas?

—Perdón. —Hojarasca se corrigió para que Cora la entendiera—: Quería decir tus «dueños».

—Bueno, ¿y de dónde sacas tú la comida?

—Yo la cazo.

—Yo atrapé un ratón una vez… —maulló Cora a la defensiva.

—Yo cazo toda mi comida —replicó Hojarasca. Por un momento, se olvidó de que estaba encerrada en una asfixiante jaula y vio sólo el verde bosque, en el que susurraban los tenues sonidos de las presas—. Y también atrapo lo suficiente para los veteranos.

Cora entornó sus ojos azules.

—¿Eres uno de esos gatos salvajes de los que habla Tiznado?

—Yo soy una gata de clan.

Cora parecía perpleja.

—¿«Una gata… de clan»?

—En el bosque hay cuatro clanes —le explicó Hojarasca—. Cada uno tiene su territorio y sus costumbres, pero todos vivimos juntos bajo la protección del Clan Estelar. —Vio cómo se le dilataban los ojos a Cora y se dio cuenta de que tendría que explicarse mejor—: El Clan Estelar son nuestros antepasados guerreros. Viven en el Manto Plateado. —Apuntó con la cola al techo, señalando el cielo—. Todos los gatos de clan se reunirán algún día con el Clan Estelar.

—Tiznado nunca ha mencionado a ningún clan… —murmuró Cora.

—¿Quién es Tiznado?

—Un gato de otro jardín. Hace mucho tiempo, tenía un amigo, un gato doméstico que se marchó a vivir con los gatos salvajes… quiero decir, los gatos de clan.

—Mi padre nació en una casa de los Dos Patas —maulló Hojarasca—. Pero los abandonó para unirse al Clan del Trueno.

Cora se pegó a la rejilla que las separaba.

—¿Cómo se llama tu padre?

Hojarasca la miró.

—¿Crees que podría ser el viejo amigo de tu amigo?

Cora asintió.

—¡Tal vez! ¿Cómo se llama?

—Estrella de Fuego.

Cora negó con la cabeza.

—El amigo de Tiznado se llamaba Colorado. —Suspiró—. No Estrella de Fuego.

—Bueno, mi padre no fue siempre Estrella de Fuego. Ése es su nombre de clan; es un nombre de líder. Tuvo que ganárselo, del mismo modo que tuvo que ganarse antes su nombre de guerrero.

Cora la observó, pensativa.

—Entonces, los nombres son importantes para los clanes, ¿no?

—Mucho. Cada cachorro recibe un nombre que significa algo. Algo que señala en qué es diferente de sus compañeros de clan. —Hizo una pausa—. Podríamos decir que nos dan el nombre que nos merecemos.

—¿Y qué hizo tu padre para merecerse el nombre de «Estrella de Fuego»?

—Su pelaje es rojizo como las llamas —contestó Hojarasca—. Así que, cuando llegó al Clan del Trueno, la líder lo llamó… —Se interrumpió: Cora estaba mirándola boquiabierta.

—¡Tiene que ser el amigo de Tiznado! —exclamó la atigrada—. Tiznado siempre dice que Colorado tenía el pelaje rojizo más intenso que ha visto en su vida. ¡Y ahora es el líder de tu clan! Vaya. ¡Estoy deseando contárselo a Tiznado!

Hojarasca sintió una punzada de dolor en el corazón al preguntarse si Cora volvería a tener la ocasión de hablar con su amigo… y si ella misma volvería a ver a su padre. «¡Oh, Clan Estelar, ayúdanos!».

Cora bajó la mirada, como si se diera cuenta de los temores de Hojarasca. A continuación maulló, cambiando de tema:

—Creo que a tus orejas les iría bien otra lavadita.

Hojarasca se lamió la pata y se pasó la lengua repetidamente por las orejas, mientras Cora continuaba:

—Tu padre estará preguntándose adónde has ido. Seguro que está tan preocupado por ti como mis dueños lo están por mí.

—Sí… —coincidió Hojarasca.

Aunque, para sus adentros, dudaba de que los Dos Patas tuvieran con sus mininos la misma conexión que ella con su familia. Luego se recordó que Cora parecía adorar a sus dueños: sonaba tan preocupada por ellos como ella misma lo estaba por su clan.

—Debemos encontrar la manera de salir de aquí —afirmó, con la voz endurecida por la determinación.

Pensó en su padre. Con lo angustiado que estaría ya por la suerte de Esquirolina, si ahora perdía a otra hija…

Hojarasca se quedó mirando el agujero que había en lo alto de la pared, por donde se colaba la luz del sol, y se preguntó si sería lo bastante grande para que un gato pasara por él. Ella podría lograrlo, incluso aunque se dejara algo de pelo en el intento, pero ¿cómo escapaba de la jaula? Observó el pestillo que mantenía la puerta cerrada.

—Es inútil —maulló Cora, siguiendo su mirada—. He intentado llegar hasta él, pero es imposible.

—¿Sabes por qué los Dos Patas nos han encerrado aquí? —preguntó Hojarasca, olvidándose por un momento del pestillo.

Cora se encogió de hombros.

—Supongo que creen que nos interponemos en lo que están haciendo en el bosque. A mí me pillaron después de que me internara en él más lejos de lo que suelo, cuando perseguía a una ardilla. Uno de los monstruos apareció rugiendo entre los árboles, y me entró el pánico. Estaba tan asustada que no vi a los trabajadores que había por todas partes. Uno de ellos me agarró y me metió aquí. Incluso sin mi collar, ¡tendría que ser tan tonto como un perro para confundirme con un gato salvaje! —Se erizó de indignación, pero luego dejó que se le alisara el pelo al ver la mirada de Hojarasca—. Lo lamento, he hablado sin pensar. Quiero decir que tú eres mucho más agradable de lo que yo habría imaginado —concluyó con torpeza.

Hojarasca se encogió de hombros. Gata salvaje o gata doméstica, estaban igualmente atrapadas.

—Yo tampoco suelo venir a esta parte del bosque —maulló—. Estaba buscando a Nimbo Blanco y Centella, dos de mis compañeros de clan.

Cora inclinó la cabeza.

—Desaparecieron no hace mucho —le explicó Hojarasca—. Algunos miembros del clan pensaron que se habían marchado, pero yo sé que jamás habrían abandonado a su familia.

—Así que supusiste que los tenían los Dos Patas y viniste en su busca.

—Yo ni siquiera sabía que los Dos Patas estaban atrapando gatos —contestó la joven aprendiza—. Sólo seguí una pista y encontré por casualidad el olor de una gata del Clan del Río, que también había desaparecido…

De pronto, enmudeció. Un escalofrío recorrió su piel. Si a Nimbo Blanco, Centella y Vaharina los habían atrapado los Dos Patas… ¡podían estar allí mismo! Miró frenéticamente por toda la caseta, ahora un poco más iluminada por la luz de la mañana, y al final logró distinguir la figura que tanto había anhelado encontrar: el pelaje canela y blanco de su amiga le resultó familiar incluso en la penumbra.

—¡Centella!

Hojarasca intentó llamar la atención de la guerrera, pero un nuevo ruido la silenció. La puerta se abrió de golpe, y un chorro de luz iluminó todo el interior. Mientras un Dos Patas entraba en la caseta, Hojarasca repasó a toda prisa las jaulas, buscando más figuras conocidas.

El Dos Patas empezó a abrir las jaulas, una tras otra, y a lanzar algo en el interior. Cuando llegó a la de Hojarasca, ella retrocedió de un salto. Se quedó mirando, temblorosa, cómo el Dos Patas depositaba más bolitas de comida en uno de los dos recipientes y añadía agua apestosa en el otro. Sin embargo, cuando el Dos Patas abrió la jaula de Cora, la atigrada se restregó contra su enorme mano, ronroneando, mientras él acariciaba su suave pelaje.

Poco después, el Dos Patas cerró la jaula de Cora y salió de la caseta. Los gatos volvieron a quedar sumidos en la penumbra.

—¿Cómo has podido dejar que te toque? —le bufó Hojarasca a su vecina.

—Quizá ese trabajador sea la única forma de salir de aquí —señaló Cora—. Si puedo convencerlo de que no soy más que una pobre gatita doméstica perdida, a lo mejor deja que me marche. Tú también deberías probar.

Hojarasca se estremeció ante la sola idea de que un Dos Patas la tocara y supo que sus compañeros de clan sentirían lo mismo. Intentó encontrar de nuevo la jaula en la que había distinguido el pelaje de Centella.

—¡Centella! —la llamó, agitando nerviosa la cola.

—Sí… —respondió una voz cautelosa—. ¿Quién es?

Hojarasca se pegó a la parte delantera de su jaula, y notó la fría y dura rejilla contra su cuerpo.

—¡Soy Hojarasca!

—¡Hojarasca! —gritó una nueva voz desde otro punto de la caseta.

La aprendiza soltó un quedo ronroneo al reconocer el familiar maullido de Nimbo Blanco, y examinó las jaulas hasta ver su espeso pelo.

—¡Estáis vivos los dos! —exclamó.

—¿Son ésos los gatos que andabas buscando? —le preguntó Cora.

Hojarasca asintió.

—¿Hojarasca? —maulló también otra voz entre las sombras—. ¡Soy yo, Vaharina!

—¡Vaharina! —repitió Hojarasca—. ¡Me pareció captar tu olor justo antes de que me atraparan! ¿Qué estabas haciendo tan lejos de la frontera del Clan del Río?

—No me habrían pillado en esa maldita trampa de los Dos Patas si no hubiera estado echando de mi territorio a un ladrón del Clan del Viento —gruñó la gata.

Un maullido tembloroso surgió de la parte inferior:

—Cuando me escondí dentro, no sabía que era una trampa.

—¿Quién eres? —preguntó Hojarasca, mirando hacia abajo.

—Soy Tojo, del Clan del Viento.

—¿Hay más gatos de clan aquí? —maulló Hojarasca, esperando sólo a medias una respuesta.

Aunque se sentía muy aliviada de saber que sus compañeros de clan y amigos seguían vivos, habría preferido que no hubieran atrapado a ninguno… incluida ella misma. Pero sólo oyó el sonido de los otros gatos, que se habían puesto a mascar sus bolitas de comida.

—Aquí hay, más o menos, la misma cantidad de gatos de clan que de gatos proscritos —bufó Vaharina.

—¿Qué significa… «proscritos»? —susurró Cora, alarmada.

—Son gatos que deciden no pertenecer a ningún clan —le explicó Hojarasca—. Ni a los Dos Patas tampoco.

—Se preocupan sólo de sí mismos —añadió Vaharina.

—Bueno, sí, pero mira adónde te ha traído preocuparte de tus compañeros de clan —masculló una voz con tono de reproche, cerca del suelo de la caseta.

Hojarasca aguzó la vista y vio a un viejo esmirriado con las orejas desgarradas, en la jaula más cercana al suelo.

—No le hagas caso —siseó Cora—. No nos ayudará en nada.

—¿Lo conoces? —le preguntó Hojarasca, sorprendida.

—Solía rebuscar en la basura de mis dueños —contó Cora—. Puede que se considere un «proscrito», o como se diga, pero, en mi opinión, no es mejor que una rata.

—¿Tú vives en el poblado de los Dos Patas? —le preguntó Nimbo Blanco a Cora—. ¿Conoces a una gata llamada Princesa?

—¿Una atigrada de patas blancas?

—Sí. —Los ojos de Nimbo Blanco brillaron en la oscuridad—. ¡Es mi madre! ¿Cómo está?

—Estupendamente —respondió Cora—. Un perro fue a vivir a la casa de al lado… Un animalillo que no hacía otra cosa que ladrar… Pero Princesa no tardó en dejarle claro que aquél era su territorio. ¡Se sentó en la verja y le bufó, hasta que él corrió a esconderse!

—Mirad —intervino Vaharina—. Todo esto es muy enternecedor, pero ¿podemos buscar una forma de escapar de aquí?

—¿Alguien sabe qué planean hacer con nosotros los Dos Patas? —La voz de Centella sonaba temblorosa.

—¿Qué crees tú que van a hacer con nosotros? —masculló el gato proscrito—.

No nos han atrapado para encerrarnos en esta caseta maloliente porque adoren a los gatos.

—Por lo menos nos dan comida —se apresuró a apuntar Cora—. Aunque no es, ni mucho menos, tan sabrosa como la que yo suelo comer.

Hojarasca le lanzó una mirada.

—Vamos a concentrarnos en buscar una forma de salir de aquí, como dice Vaharina —maulló.

—¿Por qué no cerráis todos el pico de una maldita vez? —bufó el proscrito—. Con tanto alarido, vais a hacer que vuelva el Dos Patas.

Antes de que el proscrito terminara la frase, en el exterior sonaron fuertes pisadas, y Hojarasca se quedó paralizada. Se pegó al fondo de su jaula cuando el Dos Patas entró de nuevo con otra de aquellas trampas. Por el olor, cargado de miedo, Hojarasca supo que allí había una gata encerrada, aunque no la reconoció. Con una punzada de alivio culpable, pensó que la última víctima de las trampas de los Dos Patas no era un miembro de un clan.

«Otra proscrita —se dijo mientras el Dos Patas la metía en la jaula que había encima de la de Nimbo Blanco—. Y, por lo que he visto de los otros proscritos que hay aquí, no nos será de gran ayuda a la hora de planear la forma de huir».

Sin embargo, en cuanto el Dos Patas salió de la caseta, la joven aprendiza oyó cómo Vaharina exclamaba, atónita:

—¡Sasha!

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