Aurora

Aurora


Libro primero

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Para determinar el valor de la vida contemplativa. Aunque seamos hombres dedicados a una vida contemplativa, no olvidemos las miserias y maldiciones que hubieron de sufrir los hombres de la vida activa, a causa de su rechazo de la contemplación; en suma, qué cuenta nos tendría que pasar la vida activa si nos enorgulleciésemos demasiado de los beneficios que reportamos.

En primer lugar, nos achacarían las almas

religiosas que, por su cuantía, predominan entre los contemplativos, constituyendo, así, su especie más común, y que en toda época han hecho todo lo posible para que la vida les resultara difícil a los hombres prácticos, llegando incluso a aburrirles, oscureciendo el cielo, eclipsando el sol, haciendo sospechosa la alegría e inútil la esperanza, paralizando la actividad. Esto es lo que han sabido hacer, junto con estar siempre dispuestos a prodigar a las épocas y a los sentimientos miserables sus consuelos, sus limosnas, sus brazos abiertos y sus bendiciones.

En segundo lugar, los artistas, una clase de contemplativos más escasa que los religiosos, pero bastante frecuente. En cuanto a sus personas resultan, por lo general, insoportables: son caprichosos, envidiosos, violentos y quisquillosos. Con todo, hay que compensar esta impresión reconociendo la serenidad o la noble exaltación que producen sus obras.

En tercer lugar, los filósofos, una clase en la que intervienen conjuntamente factores religiosos y artísticos, a los que se une un tercer elemento: El dialéctico, el afán de discutir. También estos han hecho daño, de la misma forma que los religiosos y los artistas, y, además, con su inclinación a la dialéctica, han aburrido a mucha gente; pero su número fue siempre muy reducido.

En cuarto lugar, los investigadores científicos, teóricos y experimentales, que pocas veces han tratado de hacerse notar, contentándose con ir abriendo silenciosamente sus agujeros de topo, lo cual ha hecho que ni aburran ni deleiten. Como han sido objeto de irrisión y de burla, sin pretenderlo, han aliviado o divertido a los hombres dedicados a la vida activa. Por otra parte, la ciencia ha llegado a reportar una gran utilidad a todo el mundo.

Gracias a esta utilidad, muchos hombres predestinados a la vida activa se han abierto camino hacia la ciencia a base de sudores, de maldiciones y de quebraderos de cabeza, cosa que la mayoría de los investigadores científicos, teóricos y experimentales, no está dispuesta a soportar, pese a no ser más que «la miseria generada por nosotros mismos».

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El origen de la vida contemplativa. En las épocas bárbaras, cuando imperan ideas pesimistas sobre los hombres y el mundo, el individuo, confiando en la plenitud de sus fuerzas, procuraba comportarse siempre de acuerdo con dichas ideas, es decir, ponerlas en práctica mediante la caza, el saqueo, la emboscada, la crueldad y el homicidio, o a través de las formas atenuadas de estos actos, que se toleraban dentro de la comunidad. Sucedía, sin embargo, que cuando decaía el vigor del individuo, al estar cansado o enfermo, melancólico o satisfecho, y, en consecuencia, sin deseos ni apetitos temporalmente, se convertía en un hombre mejor en comparación, menos peligroso, y sus ideas pesimistas sólo se manifestaban en palabras y en reflexiones sobre sus compañeros, su mujer, su vida o sus dioses, por ejemplo. Los juicios que entonces emitía eran

malos. En este estado de ánimo, el hombre se convertía en pensador y en profeta, o si ampliaba sus supersticiones con el uso de su imaginación, creaba nuevas costumbres o satirizaba a sus enemigos. Sin embargo, imaginara lo que imaginara, todos los productos de su espíritu reflejaban necesariamente su estado psicológico, es decir, el aumento del miedo y del cansancio, la disminución de la valoración que le merecían el obrar y el disfrutar. Esta forma de pensar tenía que corresponder necesariamente a los elementos del estado de ánimo poético, imaginativo y sacerdotal; por lo que acabaron imponiéndose los juicios malos. Posteriormente, a quienes hacían de continuo lo que antaño sólo hacía el individuo que se hallaba en esa disposición de ánimo, a quienes emitían juicios malos, vivían melancólicamente y actuaban poco, se les llamó poetas o pensadores, sacerdotes o

médicos. Como no obraban lo suficiente, de buen grado les hubieran despreciado e incluso expulsado de la comunidad; pero en esto se veía un peligro: esos extraños individuos estaban sobre la pisa de la superstición y sobre las huellas del poder divino, y no se dudaba de que disponían de secretos relativos a fuerzas desconocidas. Este grado de estimación se tributó a las

más antiguas generaciones de caracteres contemplativos, estimación que correspondía exactamente al grado de temor que inspiraban. De esta forma enmascarada, con esta dudosa respetabilidad, con un corazón malo y un espíritu a veces atormentado, hizo su aparición la contemplación, débil y terrible a la vez, despreciada interiormente y cubierta en público de muestras de respeto supersticioso. En esta cuestión hay que decir como siempre:

Pudenda origo!

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La cantidad de fuerzas que debe reunir hoy el pensador. Antiguamente se pensaba que la auténtica elevación del espíritu consistía en remontarse a la abstracción y dejar a un lado las consideraciones de los sentidos; pero hoy no podemos seguir sustentando esa forma de pensar. La embriaguez que producían las más pálidas imágenes de las palabras y de las cosas, el trato con seres invisibles, imperceptibles, intangibles, eran considerados como un existir en otro mundo superior, existencia que tenía su origen en un profundo desprecio del mundo perceptible por los sentidos, al que se tachaba de seductor y de malo. Decían: «Estas cosas abstractas no sólo no nos engañan, sino que pueden servirnos de guía». Esta creencia actuaba como un impulso para elevarse a la cima. Sin embargo, lo que se consideró como

algo superior en los tiempos primitivos de la ciencia no fue el contenido de estos juegos intelectuales, sino los juegos mismos. De ahí la admiración que sentía Platón hacia la dialéctica, y su fe entusiasta en la relación necesaria que debe guardar con esta el hombre bueno, liberado de la esclavitud de los sentidos.

No sólo se fueron descubriendo paulatinamente y por separado las diferentes formas de conocimiento, sino también los medios del conocimiento en general: las condiciones y las operaciones que en el hombre preceden al conocimiento. Y siempre parecía que la operación o los estados anímicos que se acababan de descubrir no eran un medio para llegar al conocimiento, sino el fin buscado, la esencia y la suma de lo que hay que conocer. El pensador precisa imaginación, arrebato, abstracción, espiritualidad, inventiva, presentimiento, inducción, dialéctica, deducción, crítica, división del material, pensamiento impersonal, contemplación y síntesis, y, en no menor grado, requiere sentido de la justicia y amor a todo lo existente; pero todo esos medios han sido considerados alguna vez y separadamente, a lo largo de la historia de la

vida contemplativa, como fines, y como fines supremos, y han suministrado a sus descubridores esa beatitud que inunda el alma cuando es iluminada por el resplandor de un fin

supremo.

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Origen y significación. ¿Por qué me viene constantemente a la cabeza esta idea y reviste cada vez colores más vivos? Me refiero a la idea de que

antiguamente, cuando los filósofos buscaban el origen de las cosas, suponían siempre que acabarían encontrando algo inapreciablemente valioso para toda clase de actos y de juicios. Hasta imaginaban

previamente que la salvación del hombre dependía del conocimiento que tuviera del origen de las cosas. Hoy, en cambio, cuanta mayor atención prestamos a investigar los orígenes, menos interés nos suscita esta operación. Por el contrario, todas nuestras apreciaciones, todo el interés que concedemos a las cosas, comienzan a perder su significación a medida que retrocedemos en el conocimiento para captar las cosas más de cerca.

Con la intelección del origen, aumenta la insignificancia de ese origen, mientras que lo

cercano, lo que está en nosotros y a nuestro alrededor, empieza poco a poco a mostrar una gran riqueza y variedad de colores, de enigmas y de significaciones, que los antiguos no sospecharon ni en sueños. Antes los pensadores daban vueltas como fieras enjauladas, poseídos de una rabia interior, con la mirada fija en los barrotes de la jaula, contra los que se arrojaban a veces tratando de romperlos; y quien creía ver algo de fuera, algo situado en un más allá lejano, se consideraba

feliz.

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Desenlace trágico del conocimiento. De entre todo lo que ha exaltado al hombre, lo que más le ha elevado y espiritualizado, en cualquier época, han sido los sacrificios humanos. Hay una prodigiosa idea que incluso hoy supera a cualquier otra aspiración, triunfando hasta sobre las más victoriosas. Me refiero a la idea de que

la humanidad se sacrifique. Pero ¿a quién iba a sacrificarse? Evidentemente, podríamos jurar que si la constelación de esta idea apareciera alguna vez en el horizonte, el único objeto grandioso que correspondería a tamaño sacrificio sería el conocimiento de la verdad, ya que ningún sacrificio es poco si se hace en aras del conocimiento. Sin embargo, este problema no se ha planteado nunca; jamás se han preguntado los hombres qué medios habría que utilizar para llevar a toda la humanidad al sacrificio, y menos aún qué instinto de conocimiento impulsaría a la humanidad a ofrecerse en holocausto, para morir con la luz de una sabiduría brillando anticipadamente ante sus ojos. Tal vez cuando lleguemos a fraternizar con los habitantes de otros planetas, a fin de alcanzar un mayor conocimiento, y cuando, después de milenios, hayamos transmitido nuestro saber de una estrella a otra, la ola de entusiasmo que levante el conocimiento pueda llegar a semejante altura.

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Dudar de que se duda. «¡Qué buena almohada es la duda para una cabeza bien equilibrada!». Esta frase de Montaigne exasperó siempre a Pascal, porque nadie ha deseado como él una buena almohada. ¿A qué se debería esto?

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Las palabras nos obstaculizan el camino. Siempre que los hombres de las primeras épocas introducían una palabra, creían haber realizado un descubrimiento, haber resuelto un problema. ¡Qué error el suyo! Lo que habían hecho era plantear un problema y levantar un obstáculo que dificultaba su solución. Ahora, para llegar al conocimiento, hay que ir tropezando con palabras que se han hecho duras y eternas como las piedras, hasta el punto de que es más difícil que nos rompamos una pierna al tropezar con ellas que romper una de esas palabras.

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«Conócete a ti mismo»: a esto se reduce toda la ciencia. Sólo cuando el hombre haya llegado a obtener el conocimiento de todas las cosas podrá conocerse a sí mismo, pues las cosas no son más que las fronteras del hombre.

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Un nuevo sentimiento básico: nuestra naturaleza definitivamente perecedera. Antiguamente se intentaba despertar el sentimiento de la soberanía del hombre, apelando a su

origen divino. Este camino nos está hoy vedado, pues en su entrada hay un mono, con otros animales de aspecto no menos espantoso. Ese mono rechina los dientes, como si dijera: «¡No avances en esta dirección!». En consecuencia, se intenta ir en dirección opuesta: el camino que

sigue la humanidad debe servir de prueba de su soberanía y de su naturaleza divina. Pero, lamentablemente, esto tampoco conduce a nada. Al final de ese camino se encuentra el sarcófago del último hombre que entierre a los muertos (con esta inscripción:

Nihil humani a me alienum puto).

Cualquiera que sea el grado que pueda alcanzar la evolución humana —y acaso terminará siendo inferior a lo que fue al principio—, no tiene medio alguno de acceder a un orden superior, como la hormiga o el tábano. Acabada su carrera terrenal, el hombre está muy lejos de entrar en la eternidad o de reposar en el reino de los cielos. El

devenir arrastra tras de sí todo el pasado. ¿Por qué un pequeño planeta y una miserable especie animal de ese planeta iban a constituir una excepción en medio de ese espectáculo eterno? Dejemos a un lado estos sentimentalismos.

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La fe en la embriaguez. Los hombres que viven momentos de sublime arrebato y que, en estado normal, se sienten miserables y desconsolados a causa del contraste y de su enorme desgaste de fuerza nerviosa, consideran esos momentos como la auténtica manifestación de ellos mismos, de su yo, y piensan, por el contrario, que la miseria y la desolación son efectos de su no-yo. Por eso quieren vengarse de los que les rodean, de su época y de

todo lo que significa

su mundo. La embriaguez les parece la verdadera vida, el verdadero yo, no viendo en los demás sino enemigos que tratan de impedirles o de obstaculizarles el disfrute de su embriaguez, ya sea esta intelectual, moral, religiosa o artística. Una buena parte de los males de la humanidad se debe a estos ebrios entusiastas, ya que siembran incansablemente la semilla del descontento con uno mismo y con el prójimo, del desprecio del mundo y de la época en que viven, y sobre todo el desaliento. Puede que todo un infierno de

criminales no hubiera bastado para producir unas consecuencias tan nefastas y duraderas, unos efectos tales de pesadez y de inquietud que corrompen la tierra y el aire, y que es lo que lega ese pequeño grupo de individuos desenfrenados, lunáticos y medio locos, de genios que no saben controlarse, que sólo disfrutan plenamente de sí mismos extraviándose por entero; mientras que el criminal, en cambio, da muchas veces muestras de un admirable dominio de sí mismo, de sacrificio y de sabiduría, contribuyendo a mantener vivas estas cualidades en los que le temen. Para él, la bóveda celeste que se eleva sobre la vida se va tornando quizá oscura y peligrosa, pero la atmósfera sigue siendo saludable y clara. Por otra parte, esos iluminados hacen todo lo que pueden para implantar en la vida la fe en la embriaguez espiritual, como si esta fuera la vida por excelencia. Se trata, ciertamente, de una creencia terrible. Al igual que hoy se corrompe a los salvajes con aguardiente, hasta hacerles perecer, toda la humanidad ha sido envenenada lenta y radicalmente por los aguardientes espirituales que producen esos sentimientos embriagadores y por quienes mantenían vivos el deseo de experimentar dichos sentimientos. Hasta puede que la humanidad perezca por esta causa.

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Tal como somos. «Seamos indulgentes con los grandes tuertos», dijo Stuart Mili, como si hubiese que mostrar indulgencia con aquello que habitualmente nos inspira fe e incluso admiración. Yo digo: seamos indulgentes con los hombres que tienen los dos ojos sanos, con los grandes y con los pequeños, porque, siendo como somos, no podremos ir más allá de la indulgencia.

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¿Dónde se encuentran los nuevos médicos del alma? Las formas de consolar al afligido son las que han conferido a la vida ese carácter tan sumamente miserable que ahora se le atribuye. La enfermedad más grave que padecen los seres humanos tiene su origen en la lucha contra las enfermedades: a largo plazo, los presuntos remedios ocasionan consecuencias peores que las que trataban de evitar. Por ignorancia se han considerado como remedios narcóticos y anestésicos de acción rápida, a los que se ha llamado calmantes, sin caer en la cuenta de que no tenían un carácter puramente curativo. No se ha considerado que este alivio pasajero produce a veces una profunda y generalizada alteración de la salud; que el enfermo padece los efectos de la embriaguez; luego, los de la ausencia de esta, y, por último, una sensación de ansiedad y opresión, temblores nerviosos y malestar general. Cuando la enfermedad había llegado a un estado avanzado, ya no se curaba. Quienes se ocupaban entonces del enfermo eran esos acreditados y venerados médicos del alma. Se ha dicho, con razón, que Schopenhauer ha vuelto a considerar seriamente los dolores de la humanidad. Pero ¿dónde está el que va a tomarse al fin en serio el antídoto contra esos dolores, el que ponga en la picota esa incalificable palabrería que la humanidad ha utilizado hasta hoy para tratar las enfermedades de su alma, con el uso de los términos más sublimes?

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El abuso que se comete contra las personas de conciencia. Las personas de conciencia, y no las que carecen de ella, fueron las que tuvieron que sufrir terriblemente bajo el peso de las exhortaciones a la penitencia y del miedo al infierno, sobre todo si eran individuos imaginativos. De este modo, se les amargó la vida a quienes más necesidad tenían de paz y de imágenes agradables, no sólo para confortarse y curarse ellos, sino también para que la humanidad pudiera recrearse en su autocontemplación y absorber el resplandor de su propia belleza. Pero ¡ay!, ¡cuánta crueldad gratuita y cuánto martirio han causado las religiones que inventaron el pecado y los individuos que se valieron de ellas para disfrutar al máximo del poder!

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Las ideas sobre la enfermedad. Creo que ya es algo —y no poco— apaciguar la imaginación del enfermo para que el pensar en su enfermedad no le haga sufrir

más que la propia enfermedad. ¿Comprendéis, entonces, en qué consiste vuestra misión?

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Los «caminos». Los caminos considerados

más cortos han sido siempre los que mayores peligros han hecho correr a la humanidad. Cada vez que se anuncia a esta la buena nueva de que se ha encontrado uno de tales atajos, se extravía y

pierde su camino.

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El apóstata del espíritu libre. ¿Quién va a sentir aversión contra un hombre piadoso y seguro de su fe? ¿No lo miramos, por el contrario, con silenciosa veneración, alegrándonos al verlo, lamentando profundamente que estos hombres excelentes no abriguen los mismos sentimientos que nosotros? ¿De dónde procede, entonces, esa aversión repentina e irrazonable que experimentamos contra el que, después de haber

disfrutado de una completa libertad de espíritu,

se vuelve creyente? Cuando pensamos en esto, tenemos la impresión de haber presenciado un espectáculo repugnante, cuyo recuerdo desearíamos borrar de pronto de nuestra memoria. ¿No volveríamos la espalda al hombre más venerado, si tuviésemos la más mínima sospecha de él respecto a este punto? Y que conste que no le condenaríamos desde el punto de vista moral, sino en virtud de la repugnancia y del espanto que se apoderaría de nosotros súbitamente. ¿De dónde procede este sentimiento tan estricto? Posiblemente no faltará quien diga que, en el fondo, lo que sucede es que no tenemos la suficiente seguridad en nosotros mismos; que plantamos a nuestro alrededor, en el momento preciso, la valla del desprecio más espinoso, para que, al llegar el instante decisivo en que la edad nos haga débiles y olvidadizos, no podamos ya saltar esa valla de nuestro desprecio.

Con toda sinceridad, este supuesto es falso, y quien parte de él no tiene ni la menor idea de qué es lo que agita y determina a un espíritu libre. ¡Qué poco despreciable le parece a un espíritu libre el hecho en sí de cambiar de opinión! ¡Cuánto venera, en cambio, el poder cambiar de opinión, cualidad poco común y superior, sobre todo cuando se conserva hasta una edad avanzada! Su orgullo (y no la pusilanimidad) le lleva incluso a coger las frutas prohibidas del

spemere se spemi y del

spemere se ipsum, sin que le disuada de ello el miedo que atenaza a los engreídos y a los perezosos. Por otra parte, la doctrina de que

todas las opiniones son inocentes, le parece tan cierta al espíritu libre como la doctrina de que

todos los actos son inocentes. ¿Cómo iba a erigirse, entonces, en juez y en verdugo de los apóstatas de la libertad intelectual? La visión de esta apostasía le afecta, en cambio, del mismo modo que a un médico la contemplación de una enfermedad repugnante. La repugnancia física ante lo flácido, lo reblandecido, lo purulento se impone momentáneamente a la razón y a la voluntad de asistir a otro. De esta forma, nuestra buena voluntad queda abatida ante la idea de la monstruosa deslealtad que ha tenido que dominar al apóstata del espíritu libre y ante la idea de la degeneración absoluta que corroe hasta la médula de su carácter.

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A nuevo temor, nueva incertidumbre. El cristianismo había extendido sobre la vida una amenaza nueva y sin límites, y, a la vez, había creado certidumbres, goces y deleites completamente nuevos, así como nuevas valoraciones de las cosas. Nuestro siglo niega que exista esa amenaza con la conciencia tranquila; y, no obstante, sigue arrastrando tras de sí los viejos hábitos de la certidumbre cristiana, del goce, del deleite y de la valoración cristianos. Y ello hasta en sus más nobles artes y filosofías. ¡Qué débil y gastado, qué cojo y torpe, qué arbitrariamente fanático y, sobre todo, qué erróneo debe parecer hoy todo esto, cuando se ha perdido ese terrible contraste de su certeza que era el omnipresente miedo del cristianismo por su salvación

eterna!

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El cristianismo y las pasiones. En el cristianismo se vislumbra una gran protesta popular contra la filosofía: la razón de los sabios antiguos había apartado a los hombres de las pasiones; el cristianismo quiere devolver las pasiones a los hombres. Con esta finalidad, niega todo valor moral a la virtud, tal como la entendían los filósofos, esto es, como una victoria de la razón sobre la pasión; condena, en términos generales, toda forma de buen sentido, e incita a las pasiones a que se manifiesten con su mayor grado de fuerza y de esplendor como

amor de Dios,

temor de Dios,

fe fanática en Dios,

esperanza ciega en Dios.

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El error como bebida reconfortante. Dígase lo que se quiera, lo cierto es que el cristianismo ha tratado de librar al hombre del peso de los compromisos morales, creyendo que le mostraba

el camino más corto hacia la perfección. Igualmente, algunos filósofos creyeron poder prescindir de la dialéctica larga y laboriosa y de la recogida de datos estrictamente comprobados, sobre el supuesto de que hay

un camino real que lleva a la verdad. En ambos casos esto constituye un error, pero también una bebida reconfortante para los desesperados que se mueren de cansancio en medio del desierto.

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Todo espíritu acaba volviéndose visible corporalmente. El cristianismo se ha ido incorporando el espíritu de un número incalculable de individuos que necesitaban ser dominados, de todos esos sutiles o burdos entusiastas de la humillación y de la devoción. De este modo, dejó a un lado su rústica tosquedad —como se observa claramente en la primera imagen del apóstol San Pedro, por ejemplo—, para convertirse en una religión muy espiritual, con el rostro lleno de arrugas, subterfugios y sinuosidades. Dicha religión ha proporcionado ingenio a la humanidad en Europa, y no se ha contentado con volverla astuta desde el punto de vista teológico. Con este ingenio, unido al poder y muchas veces a una profunda convicción y a una lealtad abnegada, ha configurado las individualidades más sutiles que hubo jamás en las sociedades humanas: los individuos del clero católico en sus jerarquías más elevadas, sobre todo cuando procedían de familias nobles y aportaban, desde la cuna, unos ademanes dotados de una gracia innata, una mirada dominadora, unas manos hermosas y unos pies finos. Su rostro reflejaba esa espiritualidad que produce el flujo constante de dos clases de felicidad (la del sentimiento de poder y la del sentimiento de sumisión), después de que una forma de vida preconcebida haya dominado a la bestia en el hombre. Su actividad consistía en bendecir, en perdonar los pecados, en representar a Dios y en mantener siempre despierto, en el alma y

hasta en el cuerpo, el sentimiento de una misión sobrehumana. En tales individuos imperaba ese noble desprecio hacia la fragilidad corporal, el bienestar y la felicidad, que corresponde a los guerreros natos; ese obedecer con orgullo, que caracteriza a todos los aristócratas; el idealismo y la excusa que este supone, dada la enorme imposibilidad de su tarea. La imponente hermosura y la sutileza de los príncipes de la Iglesia han constituido siempre ante el pueblo una demostración de la verdad de la Iglesia. El envilecimiento pasajero del clero —como el que se dio en la época de Lutero— genera el efecto contrario. ¿Se perderá cuando desaparezcan las religiones

este efecto de la belleza y de la sagacidad humana en la armonía del físico externo, del ingenio y de la misión? ¿No habría forma de lograr algo más elevado, o por lo menos de intentarlo?

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El sacrificio necesario. Los hombres serios, firmes, leales, sumamente sensibles, que siguen siendo cristianos de corazón, están obligados, por respeto propio, a tratar de vivir sin el cristianismo durante algún tiempo; deben

a su fe el escoger

residir en el desierto, con la finalidad de adquirir el derecho a que se les juzgue respecto al problema de si el cristianismo es o no necesario. Mientras no hagan esto, vivirán apegados a su terruño, desde donde insultarán a todo aquel que viva más allá del mismo y hasta se irritarán cuando alguien les dé a entender que en ese más allá se encuentra el mundo entero y que el cristianismo no es más que un rincón. No; vuestro testimonio sólo tendrá peso cuando hayáis vivido algunos años sin el cristianismo, cuando deseéis sinceramente poder existir sin él, cuando os hayáis alejado totalmente de él. Vuestro regreso a él tendrá un auténtico significado, no cuando sea la nostalgia lo que os haga volver al redil, sino cuando vuestro juicio se base en una estricta comparación. Eso es lo que harán los hombres del futuro con todos los valores del pasado; es preciso, pues,

revivir voluntariamente esos valores alguna vez, así como los valores opuestos, para acabar teniendo el derecho a pasarlos por la criba.

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