Aurora

Aurora


1. Otro nuevo lugar

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OTRO NUEVO LUGAR

El ruido que hacían al abrir y cerrar los cajones de la cómoda fue lo que me despertó. Oí a Padre y a Madre murmurando en la habitación contigua y el corazón empezó a latirme rápida y violentamente. Me apreté el pecho con la palma de la mano, respiré profundamente y me volví para despertar a Jimmy, pero éste ya estaba sentado en nuestro sofá-cama. Bañada por la plateada luz de la luna que se derramaba a través de nuestra desnuda ventana, la cara de mi hermano, de dieciséis años, parecía tallada en granito. Permanecía sentado muy quieto, escuchando. Yo estaba echada allí con él, oyendo cómo el odioso viento silbaba a través de las rendijas y huecos de la pequeña choza que Padre había encontrado para nosotros en Granville, un pequeño y ruinoso pueblo en las afueras de Washington D. C. Apenas hacía cuatro meses que estábamos allí.

—¿Qué ocurre, Jimmy? ¿Qué está sucediendo? —pregunté temblando en parte por el frío y en parte porque en lo más profundo de mi ser conocía la respuesta.

Jimmy se dejó caer contra la almohada y se puso las manos detrás de la cabeza. En un ataque de mal humor contempló el oscuro techo. El ritmo de los movimientos de Padre y Madre se hizo más frenético.

—Aquí nos iban a regalar un cachorro —murmuró Jimmy—. Y esta primavera íbamos a plantar el jardín y hubiésemos tenido nuestras propias verduras.

Podía sentir su frustración y su ira como el calor que emana de un radiador.

—¿Qué ha sucedido? —pregunté con tristeza porque yo también había tenido grandes esperanzas.

—Padre regresó más tarde que de costumbre —contestó con una nota profética de desastre en la voz—. Entró corriendo con ojos de salvaje. Ya sabes, grandes y brillantes, como se le ponen a veces. Entró allí directamente y poco después empezaron a hacer las maletas. Más vale que nos levantemos y nos vistamos —añadió Jimmy, echando a un lado la manta y volviendo a sentarse—. De todos modos, dentro de un momento saldrán y nos dirán que lo hagamos.

Dejé escapar un lamento. Otra vez no, y no nuevamente a medianoche.

Jimmy se inclinó para encender la lámpara que había junto a nuestro sofá-cama y comenzó a ponerse los calcetines para no tener que colocar los pies sobre el suelo frío. Estaba tan deprimido que ni siquiera le preocupó tener que vestirse delante de mí. Me recosté y le observé desdoblar sus pantalones para poder ponérselos, moviéndose con una callada resignación que hacía que todo a mí alrededor pareciese un sueño. ¡Cómo hubiera deseado que lo fuese!

Tenía catorce años y desde que podía recordar, habíamos estado haciendo y deshaciendo el equipaje, yendo de un sitio a otro. Parecía que justo cuando mi hermano Jimmy y yo finalmente nos habíamos adaptado al colegio nuevo y conseguido hacer algunos amigos y yo empezaba a conocer a mis maestras, teníamos que irnos. Quizá no éramos mejor que unos gitanos sin hogar como decía siempre Jimmy, vagabundos, pobres entre los más pobres, porque aun las familias más pobres tenían algún sitio al que llamar hogar, algún lugar al que regresar cuando las cosas iban mal, un lugar donde tenían abuelas y abuelos, o tíos y tías para abrazarlos y consolarlos y hacerles sentir bien de nuevo. Nos hubiésemos conformado incluso con unos primos. Yo por lo menos lo hubiese hecho.

Eche atrás la manta y mi camisón se deslizó dejando al descubierto la mayor parte de mi pecho. Miré a Jimmy y le pesqué contemplándome a la luz de la luna. Miró a otro lado rápidamente. El apuro me hacía palpitar el corazón y presione la palma de la mano sobre el corpiño del camisón. Nunca le había dicho a ninguna de mis amigas en el colegio que Jimmy y yo compartíamos la misma habitación, y mucho menos que dormíamos en el mismo estropeado sofá-cama. Me sentía demasiado avergonzada y sabía cómo iban a reaccionar, haciéndonos avergonzar aún más a Jimmy y a mí.

Puse los pies sobre el helado suelo de madera. Los dientes me castañeteaban y cruzando los brazos sobre el cuerpo atravesé rápida la pequeña habitación para recoger una blusa, un jersey y un par de téjanos. Luego, me fui al baño a vestirme.

Cuando terminé, Jimmy ya había cerrado su maleta. Parecía que cada vez que hacíamos las maletas nos dejábamos alguna cosa atrás. De todos modos, había espacio limitado en el viejo coche de Padre. Doblé mi camisón y lo metí ordenadamente en mi propia maleta. Los cierres estaban tan duros como siempre y Jimmy tuvo que ayudarme.

Se abrió la puerta de la habitación de Padre y Madre y salieron llevando también las maletas en la mano. Los miramos sujetando las nuestras.

—¿Por qué tenemos que irnos otra vez a medianoche? —inquirí mirando a Padre y preguntándome si el marcharnos le pondría tan furioso como sucedía a menudo.

—Es el mejor momento para viajar —murmuró Padre. Me echó una mirada llena de ira con una orden rápida de no hacer demasiadas preguntas. Jimmy tenía razón. Padre tenía nuevamente esa mirada de locura, una mirada que no parecía natural y que me hacía sentir escalofríos en la columna vertebral. Odiaba que Padre tuviese esa mirada. Era un hombre guapo, con facciones acentuadas, un casco de pelo castaño y lacio y ojos negros como el carbón.

Cuando llegara el día que me enamorase y decidiera casarme, esperaba que mi marido fuera tan guapo como Padre. Pero odiaba cuando Padre se enfadaba, cuando tenía esa mirada loca. Estropeaba sus atractivas facciones y lo afeaba, lo convertía en algo que no podía contemplar.

—Jimmy, baja las maletas. Dawn, ayuda a tu madre a guardar lo que quiera de la cocina.

Miré a Jimmy. Tenía sólo dos años más que yo, pero la diferencia era mucho mayor en nuestros aspectos. Era alto, delgado y musculoso como Padre. Yo era bajita, con lo que Madre llamaba «facciones de muñeca china». En realidad tampoco me parecía a Madre, porque ella era tan alta como Padre. Me contó que a mi edad había sido huesuda y torpe y parecía más bien un chico hasta que cumplió trece años, en los que, de repente, floreció.

No teníamos muchos retratos de familia. En realidad, todo lo que tenía era un retrato de Madre cuando tenía quince años. Me pasaba horas sentada contemplando la cara joven y tratando de encontrar señales de algún parecido a mí misma. En la foto estaba sonriendo, de pie, bajo un sauce llorón. Llevaba una falda hasta los tobillos y una blusa ahuecada con mangas de volantitos y cuello rizado. Su largo pelo oscuro tenía un aspecto suave y fresco. Incluso en esta vieja foto en blanco y negro, sus ojos brillaban con esperanza y amor. Padre decía que había hecho la foto con una pequeña cámara de cajón que había comprado por cuatro pesetas a un amigo suyo. No sabía si la cámara funcionaba pero por lo menos salió esta foto. Si alguna vez habíamos tenido otros retratos, se habían perdido o habían quedado atrás en uno de tantos traslados.

Sin embargo, yo pensaba que aun en esta sencilla y vieja fotografía, con el blanco y negro desvaído tornándose sepia y con los bordes desgastados, Madre parecía tan bonita que era fácil ver por qué Padre se había enamorado tan rápido aunque ella no tuviera más que quince años. En el retrato iba descalza y yo pensaba que tenía un aspecto tan fresco e inocente y tan encantador como cualquier otra cosa que la Naturaleza pudiese ofrecer.

Madre y Jimmy tenían el mismo pelo negro y brillante, y ojos oscuros. Ambos tenían la piel bronceada con bellos dientes blancos que les daba una sonrisa de marfil. Padre tenía el pelo castaño oscuro pero el mío era rubio y tenía pecas sobre los pómulos. Nadie más en mi familia tenía pecas.

—¿Qué hacemos con el rastrillo y la pala que compramos para el jardín? —preguntó Jimmy, cuidando de no permitir que asomase a sus ojos ni siquiera un destello de esperanza.

—No tenemos sitio —contestó Padre de modo cortante.

«¡Pobre Jimmy!», pensé. Madre decía que había nacido tan encogido como un puño apretado y los ojos tan cerrados como si estuviesen cosidos. Contaba que había dado a luz a Jimmy en una finca en Maryland. Acababan de llegar y estaban llamando a la puerta, cuando le empezaron los dolores del parto.

A mí me explicaron que también había nacido por el camino. Habían tenido la esperanza de que naciese en el hospital, pero tuvieron que abandonar el pueblo y salir hacia otro, donde Padre ya había conseguido un nuevo empleo. Salieron un día a última hora de la tarde y viajaron todo ese día y toda la noche.

—Estábamos entre ningún sitio y ninguna parte y, de repente, tú decidiste venir al mundo —me contó Madre—. Tu padre aparcó el camión a un lado de la carretera y dijo: «Ya estamos en marcha de nuevo, Sally Jean». Yo me metí en la cama que teníamos en el camión sobre la que había un viejo colchón y al salir el sol viniste al mundo. Recuerdo cómo cantaban los pájaros. Yo estaba mirando un pájaro en el momento en que viniste al mundo, Dawn. Por eso cantas tan bien —me dijo Madre—. Tu abuela siempre decía que lo que una mujer mirase justo antes, durante o inmediatamente después de dar a luz, ésas eran las características que iba a tener la criatura. Lo peor de todo era que hubiese un ratón o una rata en la casa cuando una mujer estaba embarazada.

—¿Qué podía suceder, Madre? —pregunté llena de asombro.

—La criatura sería cobarde y solapada.

Me sentí asombrada cuando me contó todo esto. ¡Madre había heredado tanta sabiduría! Era algo que me hacía preguntarme y preguntarme sobre nuestra familia, una familia que jamás habíamos visto. Yo quería saber mucho más pero era difícil conseguir que Madre y Padre hablasen mucho de sus primeros tiempos, que habían sido duros y dolorosos.

Sabíamos que ambos habían sido criados en pequeñas fincas en Georgia donde sus familias se ganaban la vida pobremente y con dificultad en pequeñas parcelas de tierra. Ambos habían nacido en familias grandes y vivido en granjas descuidadas. En ninguno de los dos lugares había sitio para una pareja muy joven, recién casada y con la esposa embarazada, así pues, comenzaron lo que sería la historia de los viajes de nuestra familia, viajes que aún no habían terminado. De nuevo estábamos en marcha.

Madre y yo llenamos una caja de cartón con todos aquellos utensilios de cocina que quería llevar consigo y después se la dio a Padre para que la cargase en el coche. Cuando hubo terminado, me echó el brazo sobre los hombros y ambas lanzamos una última mirada a la humilde cocinita.

Jimmy estaba en la puerta observando. Sus ojos pasaron de ser lagos de tristeza a lagos color carbón llenos de la ira más profunda cuando Padre vino para darnos prisa. Jimmy le culpaba por nuestra vida de gitanos. A veces me preguntaba si quizá no tendría razón. A menudo Padre parecía distinto de otros hombres, más inquieto, más nervioso. Yo jamás lo decía, pero odiaba todas las veces que se detenía en un bar al regresar del trabajo. Solía llegar a casa con un silencio malhumorado y se colocaba junto a la ventana mirando como si estuviese esperando algo terrible. Ninguno de nosotros podía hablarle cuando estaba de ese mal talante. Ahora se hallaba así.

—Más vale ponerse en marcha —dijo en el umbral, con los ojos aún más fríos al mirarme durante unos segundos.

Por un momento me quedé confundida. ¿Por qué Padre me había lanzado esa mirada tan fría? Era casi como si me culpase de que tuviésemos que irnos.

Tan pronto como me vino ese pensamiento lo alejé de mi mente. ¡Estaba siendo tonta! Padre nunca me echaría la culpa de nada. Me quería. Sólo estaba enfadado porque Madre y yo habíamos sido lentas y morosas en lugar de apresurarnos hacia la puerta. Como si leyese mi pensamiento, Madre habló de repente.

—Está bien —dijo rápidamente.

Madre y yo nos dirigimos hacia la puerta porque todos habíamos aprendido por dura experiencia que Padre era impredecible cuando su voz estaba tan tensa de ira. Nos volvimos atrás una vez para cerrar la puerta detrás nuestro, igual que habíamos cerrado antes docenas de puertas.

Habían salido unas cuantas estrellas. No me gustaban las noches sin estrellas. En esas noches, las sombras me parecían mucho más largas y oscuras. Ésta era una de esas noches, fría, oscura, con todas las ventanas de las casas que nos rodeaban negras. El viento transportaba un pedazo de papel a lo largo de la calle y a lo lejos, en la distancia, aullaba un perro. Entonces oí una sirena. En alguna parte esa noche, alguien tenía problemas. Pensé que alguna pobre persona estaba siendo llevada al hospital, o quizá la Policía estaba persiguiendo a un criminal.

—En marcha —ordenó Padre y aceleró como si nos estuviesen persiguiendo.

Jimmy y yo nos apretamos en el asiento trasero entre las maletas y cajones.

—¿Adonde vamos esta vez? —preguntó Jimmy sin disimular su disgusto.

—Richmond —contestó Madre.

—¡Richmond! —exclamamos ambos. Parecía que habíamos recorrido todo Virginia, menos Richmond.

—Así es. Vuestro padre ha conseguido un empleo allí y estoy segura de poder conseguir un trabajo de camarera en uno de los moteles.

—Richmond —murmuró Jimmy por lo bajo. Las grandes ciudades nos asustaban a ambos.

Al alejamos de Granville y envolvernos la oscuridad, nos invadió nuevamente el sueño. Jimmy y yo cerramos los ojos apoyándonos uno contra otro como habíamos hecho tantas veces antes.

Padre había estado planeando nuestro traslado desde hacía algún tiempo porque ya nos había encontrado un lugar donde vivir. Padre a menudo hacía las cosas calladamente y luego nos las decía.

Como los alquileres en la ciudad eran mucho más caros, sólo podíamos pagar un apartamento de un solo dormitorio, así es que Jimmy y yo teníamos que seguir compartiendo una habitación. ¡Y el sofá-cama! Apenas era lo bastante grande para ambos. Yo sabía que algunas veces se despertaba antes que yo, pero no se movía porque mi brazo estaba sobre él y no quería despertarme y hacerme sentir avergonzada por ello. Y había veces que me rozaba accidentalmente donde se suponía que no debía hacerlo. La sangre le subía al rostro y saltaba de la cama como si hubiese empezado a quemarse. El no decía nada admitiendo que me había tocado y yo tampoco lo mencionaba.

Generalmente sucedía así. Jimmy y yo simplemente ignorábamos las cosas que hubiesen hecho sentir embarazo a otros chicos y chicas obligados a vivir en un espacio tan estrecho, pero yo no podía evitar sentarme a un lado y soñar ansiosamente con esa maravillosa privacidad que disfrutaban la mayoría de mis amigas, especialmente cuando describían cómo podían cerrar sus puertas y chismorrear por sus propios teléfonos o escribir notas de amor sin que nadie en sus familias supiera nada sobre ello. Yo tenía miedo hasta de llevar un Diario porque cualquiera podría estar mirando por encima de mi hombro.

Este apartamento no se diferenciaba en nada de nuestras anteriores casas, con las mismas habitaciones pequeñas, el papel que se desprendía de las paredes y la pintura desconchada, las mismas ventanas que no cerraban bien. Jimmy y yo odiábamos tanto nuestro apartamento que él decía que preferiría dormir en la calle.

Pero justo cuando creíamos que las cosas iban tan mal como era posible, empeoraron.

Una tarde, a última hora, varios meses después de habernos trasladado a Richmond, Madre regresó del trabajo mucho más temprano que de costumbre. Yo había estado esperando que nos trajera algo distinto para la cena. Estábamos terminando la semana, cuando llegaba el día de pago de Padre, y la mayor parte del dinero de la semana anterior ya había desaparecido. Habíamos podido tener una o dos buenas comidas durante la semana, pero ahora estábamos comiendo las sobras. Mi estómago estaba haciendo tanto ruido como el de Jimmy pero antes de que ninguno de los dos pudiese quejarse, la puerta se abrió y ambos nos quedamos sorprendidos de ver entrar a Madre. Se detuvo, movió la cabeza y empezó a llorar. Luego atravesó la habitación y entró corriendo en su cuarto.

—¡Madre! ¿Qué sucede? —le pregunté, pero su única contestación fue cerrar la puerta de golpe. Jimmy y yo nos miramos asustados. Fui a su puerta y llamé suavemente—. ¿Madre? —Jimmy vino a mi lado y esperó—. ¿Madre, podemos entrar? —Abrí un poco la puerta y miré hacia dentro.

Estaba echada boca abajo sobre la cama y sus hombros se agitaban. Entramos lentamente, Jimmy pegado a mí. Me senté en la cama y le puse una mano sobre el hombro.

—¿Madre?

Finalmente, dejó de sollozar y nos miró.

—¿Has perdido tu empleo, Madre? —preguntó Jimmy rápidamente.

—No, no es eso, Jimmy. —Se sentó, frotándose los ojos con los puños para secarse las lágrimas—. Aunque ya no tendré ese empleo mucho más tiempo.

—Entonces, ¿qué es lo que sucede, Madre? Cuéntanoslo —le supliqué.

Hizo un sonido con la nariz, se echó hacia atrás el pelo y nos cogió una mano a cada uno.

—Vais a tener un nuevo hermano o hermana —declaró.

El corazón se me detuvo. Los ojos de Jimmy se agrandaron y se quedó con la boca abierta.

—Ha sido culpa mía. No hice caso e ignoré los síntomas. No creí estar embarazada, porque no había tenido más hijos después de Dawn. Por fin, hoy acudí a un médico y resulta que estoy de más de cuatro meses. De repente, resulta que voy a tener un niño y además ahora ya no podré trabajar —se lamentó y comenzó a llorar de nuevo.

—Oh, Madre, no llores. —La idea de otra boca que alimentar dejó caer como una sombra negra sobre mi corazón. ¿Cómo íbamos a arreglarnos? Tal y como estábamos ahora, no nos alcanzaba.

Miré a Jimmy para empujarle a que dijese algo consolador, pero tenía un aspecto estupefacto y furioso. Simplemente se había quedado de pie, mirando.

—Madre, ¿ya lo sabe Padre? —preguntó.

—No —contestó ella. Respiró hondo—. Estoy demasiado vieja y demasiado cansada para tener otro bebé —murmuró moviendo la cabeza—. Eh, ¿estás furioso conmigo, Jimmy? —le preguntó Madre.

Tenía un aspecto tan malhumorado que me dieron ganas de darle una patada. Finalmente negó con la cabeza.

—No, Madre, no estoy enfadado contigo. No es culpa tuya. —Miró hacia mí y supe que le estaba echando la culpa a Padre.

—Entonces, dame un abrazo. Lo necesito en este momento.

Jimmy miró a otro lado y luego se inclinó hacia Madre. Le dio un apretón rápido, murmuró que tenía que hacer algo afuera y salió apresuradamente.

—Recuéstate y descansa, Madre —le dije—. Ya casi tengo la comida hecha.

—La comida. ¿Qué es lo que vamos a comer? Iba a tratar de traer algo esta noche, ver si podía cargar algo más en nuestra cuenta del colmado, pero con esto del embarazo me olvidé completamente de la comida.

—Nos arreglaremos, Madre —contesté—. Padre cobra hoy, así que mañana comeremos mejor.

—Lo siento, Dawn —murmuró arrugando la cara y preparándose para sollozar de nuevo. Agitó la cabeza—. Jimmy está tan enfadado. Pude verlo en sus ojos. Tiene el temperamento de Ormand.

—Tan sólo está sorprendido, Madre. Voy a ocuparme de la comida —repetí y salí cerrando la puerta suavemente detrás de mí, los dedos temblándome un poco sobre el tirador.

¡Un bebé, un hermanito o hermanita! ¿Dónde dormiría un bebé? ¿Cómo iba Madre a poder cuidar del bebé? Si no podía trabajar, tendríamos incluso menos dinero, ¿es que la gente mayor no planeaba estas cosas? ¿Cómo podían permitir que sucediesen?

Salí a buscar a Jimmy y le encontré tirando una pelota de goma en el callejón. Estábamos a mediados de abril, así que aun al comienzo del atardecer, el aire ya no era frío. Pude distinguir algunas estrellas que iniciaban su aparición en el cielo. Las luces de gas neón en la puerta del bar y grill de Frankie, en la esquina, acababan de encenderse. A veces, cuando regresaba a casa en un día de calor, Padre se detenía allí para tomarse una cerveza fría. Cuando se abría y cerraba la puerta se escapaban las risas y la música del tocadiscos automático que después se desvanecía rápidamente en la acera, una acera que siempre estaba sucia con papeles y envoltorios de chocolatinas y otros desperdicios que el viento sacaba de los sobrecargados contenedores de basura. Podía oír dos gatos en celo amenazándose en el callejón. Un hombre gritaba maldiciones a otro hombre que se asomaba por la ventana de un segundo piso, como a una manzana hacia el sur de donde estábamos. El hombre en la ventana se reía del otro.

Me volví a Jimmy. Estaba de nuevo tenso como un puño apretado y desahogaba toda su ira en cada lanzamiento de pelota.

—¿Jimmy?

No me contestó.

—Jimmy, no querrás hacer que Madre se sienta peor de lo que ya está, ¿no te parece? —le pregunté suavemente. Agarró la pelota en el aire y se volvió hacia mí.

—¿De qué sirve hacer comedia, Dawn? Lo único que con toda seguridad no necesitamos en este momento es otro niño en la casa. ¡Mira lo que vamos a comer esta noche!

Tragué con fuerza. Sus palabras eran como una lluvia fría cayendo sobre una hoguera ardiente.

—Ni siquiera tenemos ropa que se haya quedado pequeña para dársela al nuevo bebé —continuó diciendo—. Vamos a tener que comprar ropa, pañales y una cuna. Y los bebés necesitan toda clase de lociones y cremas, ¿no es así?

—Sí, las necesitan, pero…

—Entonces, ¿por qué Padre no pensó en eso, eh? Está canturreando y charlando con esos amigos suyos que pierden el tiempo por el garaje, como si fuese el dueño del mundo y ahora, mira todo esto —explicó haciendo un gesto hacia nuestro edificio.

¿Por qué Padre no había pensado en eso?, me pregunté. Había oído hablar de chicas que por haber llegado a lo último, se habían quedado embarazadas, pero eso era porque eran chicas, y no sabían hacer nada mejor.

—Supongo que es algo que simplemente sucedió —dije tratando de que Jimmy me diese su opinión.

—Eso no es algo que simplemente sucede, Dawn. Una mujer no se despierta una mañana y se encuentra que está embarazada.

—¿Es que los padres no hacen planes para tener los niños?

Me miró y negó con la cabeza.

—Padre probablemente regresó borracho una noche y…

—¿Y qué?

—Oh, Dawn… Pues hicieron un bebé. Eso es todo.

—¿Y no sabían que lo habían hecho?

—Bueno, no se hace un bebé cada vez que… —movió la cabeza—. Tendrás que preguntarle a Madre sobre eso. No sé todos los detalles. —Habló rápidamente pero yo sabía que él sí los conocía.

—Se va a organizar un infierno cuando Padre llegue a casa, Dawn —comentó moviendo la cabeza mientras regresábamos dentro. Hablaba con una voz que era poco más que un susurro y me hizo estremecer de temor. El corazón me palpitaba por anticipado.

La mayor parte del tiempo, cuando los problemas llovían sobre nosotros, Padre decidía que teníamos que hacer las maletas y salir corriendo, pero no podíamos huir de esto. Como yo siempre era la que cocinaba, sabía mejor que ninguno que no teníamos nada sobrante para un bebé. Ni un centavo, ni una migaja.

Cuando Padre llegó del trabajo esa noche, tenía el aspecto más cansado que de costumbre y las manos y brazos empapados de grasa.

—Tuve que sacar la transmisión de un coche y rehacerla en un día —explicó creyendo que era por eso que Jimmy y yo le mirábamos de un modo tan extraño—. ¿Sucede algo?

—Ormand —llamó Madre. Padre entró en el dormitorio. Me dediqué a la comida, pero el corazón me golpeaba de tal forma que casi no podía respirar. Jimmy se acercó a la ventana que daba al lado norte de la calle y se quedó mirando hacia afuera, quieto como una estatua. Oímos a Madre llorando de nuevo. Después de un rato, se hizo silencio y Padre salió. Jimmy se volvió en actitud expectante.

—Bueno, creo que vosotros dos ya estáis enterados —movió la cabeza y miró a la puerta cerrada tras él.

—¿Cómo vamos a arreglarnos? —preguntó Jimmy rápidamente.

—No lo sé —dijo Padre. Los ojos se le oscurecieron. Su cara empezó a adquirir esa expresión de locura, los labios se le torcían por las comisuras y algo de la blancura de sus dientes resplandeció a través de ellos.

Jimmy se dejó caer en una silla de la cocina.

—Otra gente planifica sus niños —murmuró.

La cara de Padre se encolerizó. Yo no podía creer que él lo hubiera dicho. Conocía el genio de Padre, pero recordé lo que había dicho Madre: Jimmy tenía el mismo genio. A veces eran como dos toros con un trapo rojo entre ellos.

—No te pases de listo —dijo Padre y se dirigió hacia la puerta.

—¿Dónde vas, Padre? —grité.

—Necesito pensar —contestó—. Comed sin mí.

Jimmy y yo escuchamos el sonido de los pies de Padre caminando pesadamente sobre el suelo del vestíbulo. Sus pisadas proclamaban la ira y la agitación de su cuerpo.

—Dice que comamos sin él —se burló Jimmy—. Harina de maíz y fríjoles de carita.

—Se va al bar de Frankie —predije. Jimmy asintió con la cabeza y se recostó en la silla contemplando su plato de mal humor.

—¿Dónde está Ormand? —preguntó Madre saliendo de su habitación.

—Se fue a pensar, Madre —contestó Jimmy—. Probablemente tiene que hacer algún plan y necesita estar solo —agregó esperando aliviarla.

—No me gusta que se marche de ese modo —se quejó Madre—. Nunca acaba bien. Deberías de ir a buscarlo, Jimmy.

—¿Ir a buscarlo? No me lo parece, Madre. No le gusta que lo haga. Vamos a comer y esperar a que regrese.

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