Aurora

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6. Noche inaugural

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NOCHE INAUGURAL

Padre empezó a gritarle a Jimmy a primera hora de la mañana.

—¿Por qué te escapaste? —gritó.

—Tú siempre lo haces —le contestó Jimmy como un disparo. Se contemplaron ferozmente, pero cuando salió Madre, estuvo tan contenta de que Jimmy hubiera vuelto a casa que por una vez Padre se detuvo.

—Iré a ver a todos tus profesores para recogerte los deberes, Jimmy —le dije rápidamente—. Mientras tanto, podrás ayudar a Madre con Fern.

—Justamente lo que quería ser —gimió—. Un canguro.

—Es por tu culpa —le contestó Padre. Jimmy puso la cara larga. Me alegré cuando llegó el momento de que Padre y yo nos marchásemos al colegio.

—Jimmy lo va a intentar de nuevo, Padre —le dije después de que nos pusimos en marcha—. Me lo prometió anoche después de volver a casa.

—Bien —gruñó Padre. Entonces se volvió hacia mí y me miró de una forma extraña—. Es muy bueno por tu parte el preocuparte tanto de tu hermano.

—¿En tu familia no os preocupabais unos por otros, Padre? —pregunté.

—No como os preocupáis Jimmy y tú —respondió, pero pude ver por la manera en que se entrecerraba sus ojos que no le gustaba hablar sobre ello.

No podía imaginar que no me preocupara por Jimmy. No importa lo contenta que estuviera, si Jimmy no lo estaba, a mí me era imposible estarlo. Nos habían ocurrido tantas cosas y tan rápido en el Emerson Peabody, que me daba vueltas la cabeza. Pensé que lo mejor que podía hacer era concentrarme en mis deberes del colegio y en mi música y echarme a la espalda todas las cosas malas. Jimmy hizo un esfuerzo mayor cuando volvió. Se entregó más a los deportes y hasta empezó a rendir más en sus clases. Empezó a parecer que todo iba acoplándose mejor.

Sin embargo, de vez en cuando, cuando pasaba por los corredores, veía a Mrs. Turnbell a un lado contemplándome. Jimmy decía que se sentía como si ella lo estuviera persiguiendo, pues la veía observándolo muy a menudo. Le sonreía y la saludaba educadamente y ella me devolvía el saludo, pero parecía estar esperando por algo que confirmara su creencia de que no podíamos llenar las exigencias que un colegio como el Emerson Peabody demandaba de sus alumnos, alumnos que, según ella creía, eran más especiales que nosotros.

Por supuesto, Philip aún estaba disgustado porque yo no podía salir con él y además no me escapara para hacerlo. Me insistía que se lo pidiera a Padre o que me encontrara con él secretamente. En el fondo, esperaba que todo mejorase al llegar la primavera. Desafortunadamente, el invierno persistía, manteniendo frías las tablas del suelo, los cielos grises y los árboles y arbustos desnudos. Pero cuando el aire finalmente se hizo cálido y los árboles y las flores echaron brotes, me sentí llena con una sensación de renovada esperanza y felicidad. Sacaba fuerza y placer de todo lo que florecía a mi alrededor. La radiante luz del sol y los colores brillantes hacían que hasta nuestro pobre barrio pareciera especial. Padre ya no hablaba de dejar su empleo, a Jimmy le iba bien en el colegio y finalmente yo me estaba dedicando a la música en la forma en que siempre había soñado hacerlo.

Sólo la persistente enfermedad de Madre nos deprimía, pero yo esperaba que con la llegada de la primavera podría salir a caminar al aire libre los días de sol, y manteniendo las ventanas abiertas para que tomase más aire fresco, seguramente iba a mejorar. La primavera era algo que hacía renacer la fe. Siempre lo había hecho en mí y ahora más que nunca rezaba para que nuevamente hiciese milagros.

Una brillante tarde después que terminé mis lecciones de piano, encontré a Philip esperándome en la puerta de la sala de música. No le vi y casi tropecé con él porque iba caminando con los libros en los brazos y la mirada baja. Las notas que había estado tocando continuaban resonando en mi cabeza. Cuando tocaba el piano, era como si mis dedos soñasen por su cuenta. Diez minutos después de haberme levantado de la banqueta del piano, podía sentir cómo conservaban la sensación de las teclas. Las puntas de mis dedos cosquilleaban con el recuerdo del contacto y deseaban repetir sus movimientos sobre el teclado, arrancando notas y tejiéndolas en melodías y canciones.

—Te doy un centavo por tus pensamientos —escuché y me encontré con los ojos sonrientes y amables de Philip. Se apoyaba descuidadamente en la pared del corredor con los brazos cruzados sobre el pecho. Tenía su pelo dorado, brillante y cepillado hacia atrás, aún un poco húmedo de la ducha que acababa de darse después de la práctica del béisbol. Philip era uno de los lanzadores que empezaban en el equipo titular.

—Oh, hola —contesté deteniéndome abruptamente con sorpresa.

—Supongo que estabas pensando en mí —me dijo. Me eché a reír.

—Sólo estaba pensando en la música, en mis lecciones de piano.

—Bueno, me desilusionas, pero ¿cómo te va?

—Mr. Moore está satisfecho —dije modestamente—. Me ha puesto a cantar de solista en el concierto de primavera.

—¿De veras? ¡Fantástico! —comentó Philip enderezando el cuerpo—. ¡Te felicito!

—Muchas gracias.

—Hoy el entrenamiento fue más corto y yo… sabía que estarías aquí todavía.

Los corredores estaban prácticamente vacíos. De vez en cuando alguien salía de alguna sala de estudios y se iba, pero fuera de eso, estábamos solos, por primera vez en mucho tiempo.

Se acercó más hasta que estuvo de espaldas a la pared y poniendo sus manos sobre ésta, me dejó como encerrada en una jaula.

—Me gustaría poderte llevar a casa —me pidió.

—A mí también, pero…

—¿Qué te parece si paso por tu casa esta noche y no nos vamos de paseo? Podríamos quedarnos sentados en mi coche.

—No lo sé, Philip.

—Entonces no estarás mintiendo, ¿no es así?

—Tengo que decirles dónde voy y…

—¿Les cuentas todo? ¿Siempre? —movió la cabeza—. Los padres suponen que uno a veces hace cosas en secreto. Seguro. ¿Qué me dices?

—No lo sé. Yo… veré —contesté. Había tal frustración en sus ojos—. Quizás una noche.

—Está bien. —Miró alrededor nuestro y se acercó más.

—Philip, alguien podría vernos —protesté cuando él acercó sus labios.

—Sólo un beso rápido para felicitarte —dijo poniendo sus labios sobre los míos. Hasta puso una mano sobre mi pecho.

—Philip —protesté. Se echó a reír.

—Está bien —dijo enderezándose nuevamente—. ¿Estás nerviosa por cantar en el concierto?

—Naturalmente. Será la primera vez que cante sola delante de tanta gente, tanta gente de dinero que han visto y oído artistas de primera. Louise me dijo que tu hermana va a estar llena de envidia y furiosa por esto. Esperaba que le diesen el papel de solista.

—Lo tuvo el año pasado. Además, su voz parece una bocina para la niebla.

—Oh, no. Eso no es así —dije mirándole rápidamente—. Pero me gustaría que dejase de decir cosas tan feas sobre mí. Si hago bien un examen le dice a la gente que he hecho trampas. No me ha dejado en paz desde que llegué. Un día de éstos, voy a tener que enfrentarme a ella. —Philip se echó a reír—. No tiene gracia.

—Me reía de lo brillantes e intensos que se vuelven tus ojos cuando te enfadas. No puedes esconder tus sentimientos.

—Lo sé. Padre dice que sería un desastre como jugador de póquer.

—Me gustaría jugar

strip póker contigo algún día —sonrió licenciosamente.

—¡Philip!

—¿Qué?

—No me digas cosas así —le dije, pero al mismo tiempo, no pude menos de imaginármelo.

Se encogió de hombros.

—Algunas veces es inevitable, especialmente cuando estoy a tu lado.

¿Podría oír el latido de mi corazón? Vi algunos alumnos que venían por la esquina.

—Tengo que bajar a la oficina de Padre. Probablemente él y Jimmy me estén esperando —añadí comenzando a bajar la escalera.

—Dawn, espera.

Me volví hacia él. Se reunió conmigo en la escalera.

—Crees… quiero decir, como se trata de una ocasión especial y todo eso… ¿No podrías conseguir que tu padre y tu madre me dejasen llevarte al concierto, por lo menos? —preguntó esperanzado.

—Se lo pediré —le dije.

—Estupendo. Me alegro de haber esperado para verte. —Se inclinó hacia delante para besarme. Pensé que iba a darme un beso rápido en la mejilla pero en lugar de eso me besó en el cuello. Lo hizo y se fue antes de que yo tuviese ocasión de reaccionar. Los alumnos que venían por el corredor lo vieron y los chicos soltaron un aullido. Parecía que el corazón no me cabía en el pecho. Latía demasiado de prisa, demasiado fiero, demasiado alto y el pulso también lo tenía alocado. Tuve miedo de que Padre y Jimmy viesen el rubor en mis mejillas y supiesen que me acababan de besar.

Pensé que de repente había surgido algo muy especial entre Philip y yo, como si el simple hecho de besarme o de mirarme o de hablarme en voz baja pudiese hacer arder mi cuerpo, vibrar y sentirme atontada. Respiré hondo y suspiré. «Padre y Madre simplemente tendrían que permitir que me llevase al concierto, tenían que hacerlo», pensé. Yo había hecho todo lo que ellos habían querido y no les había mortificado para que me dejasen salir con chicos, aunque a todas las chicas de mi edad que trataba se les permitía. No era justo. Tenían que comprenderlo.

Yo aceptaba que ellos hubiesen tenido un poco de miedo por mí cuando empecé a ir al Emerson Peabody. Pero creía que había evolucionado considerablemente durante estos últimos meses. El éxito con la música y mi trabajo escolar me habían dado una nueva confianza en mí misma. Me sentía mayor y más fuerte. Seguramente que si reconocía esto en mí misma, Madre y Padre podían verlo igualmente.

Confiando en que iban a darme el permiso me apresuré a bajar al sótano para encontrarme con Padre y Jimmy y darles la noticia sobre mi papel de solista. Nunca había visto a Padre tan excitado y contento.

—¿Has oído eso, Jimmy, chiquillo? —exclamó dando una palmada con las manos—. Tu hermana es una estrella.

—Todavía no soy una estrella, Padre. Tendré que hacerlo muy bien —expliqué.

—Lo harás. ¡Qué buenas noticias! —dijo Padre—. Algo bueno para llevarle a casa a Madre.

—Padre —le dije mientras reunía sus cosas para marcharnos—. Puesto que esto es una ocasión especial, ¿no crees que Philip Cutler podría venir a buscarme y traerme al concierto?

Padre se detuvo en seco. Su sonrisa se evaporó lentamente y por un instante frunció los ojos y se le oscurecieron. Mientras lo contemplaba con alguna esperanza, volvió un poco de calor a su mirada.

—Bueno. No lo sé, cariño… Ya veremos.

Cuando llegamos a casa Madre estaba acostada en la cama, despierta y vigilando a Fern, que estaba sentada con sus juguetes y una manta sobre el suelo. La luz del sol, a esa última hora del atardecer, jugaba por entre algunas nubes pero Madre había bajado tanto las persianas que ni uno sólo de los cálidos y alegres rayos lograba penetrar en la habitación. Cuando entré, Madre se sentó lentamente haciendo un gran esfuerzo.

Indudablemente no se había peinado en todo el día. Por los lados le colgaban los mechones de cualquier modo y unos cuantos se le rizaban encima de la cabeza. Solía lavarse el pelo casi cada día, de modo que le brillaba siempre como si fuera seda negra.

«El pelo de una mujer es la joya que la corona», me había dicho muchas veces. Cuando se sentía demasiado cansada para cepillárselo ella, solía pedirme que yo lo hiciese.

Madre nunca había necesitado muchos cosméticos. Siempre había tenido buen cutis y los labios sonrosados. Sus ojos brillaban como el ónice negro, pulido. Deseaba tanto parecerme a ella, que me parecía muy injusto que la Naturaleza hubiese saltado una generación mientras otros niños se parecían a sus padres.

Antes de enfermarse, Madre solía caminar perfectamente erguida, con los hombros hacia atrás, tan orgullosa como la imaginaria princesa india con la que mi padre la comparaba siempre. Se movía con gracia y rapidez, atravesando los días como un trazo de pintura color ébano sobre un lienzo de un blanco lechoso. Ahora, se sentaba encorvada, con la cabeza caída, los brazos descansados lánguidamente apoyados en sus piernas, y me miraba con los ojos tristes y vidriosos, el ónice nublado, el pelo de seda convertido en algodón áspero, el cutis marchito y pálido y los labios casi sin color. Sus pómulos se habían vuelto mucho más prominentes y la clavícula parecía que le iba a saltar a través de la delgada piel.

Antes de que pudiera decirle nada sobre Philip, Fern me echó los bracitos y comenzó a llamarme por mi nombre.

—¿Dónde están tu padre y Jimmy? —preguntó Madre mirando a mi espalda.

—Fueron a buscar algunos comestibles. Padre pensó que era mejor que yo viniese en seguida para ayudarte con Fern.

—Me alegro —contestó ella, luchando por respirar hondo—. El bebé me ha cansado mucho hoy.

—No es sólo el bebé —regañé suavemente.

—Voy mejorando, Dawn —replicó—. ¿Podrías darme un vaso de agua, cariño? Tengo los labios resecos.

Fui con Fern y traje el agua para Madre. Le entregué el vaso y la observé mientras bebía. La nuez en su garganta se le movía como un flotador en un hilo de pescar.

—Durante meses has estado prometiendo que irías a ver a un médico de verdad y no seguir tomando medicinas del campo si no te ponías bien pronto. Pues ni te estás poniendo bien pronto ni estás cumpliendo tu promesa. —Odiaba tener que hablarle así, tan firmemente, pero pensé que tenía que hacerlo.

—Sólo es una de esas toses rebeldes. Tengo una prima en Georgia que tuvo un catarro casi un año antes de que se le curase.

—Bueno, pues estuvo un año sufriendo sin motivo —insistí yo—. Lo mismo que estás sufriendo tú, Madre.

—Está bien, está bien. Estás poniéndote peor que la abuela Longchamp. Imagínate que cuando estaba yo embarazada de Jimmy no me dejaba en paz ni un minuto.

Todo lo que yo hacía estaba mal. Fue un alivio dar a luz y quitármela de encima.

—¿La abuela Longchamp? Pero Madre, creía que habías dado a luz a Jimmy en una finca en el camino.

—¿Qué? Oh, sí; así fue. Quería decir hasta que me fui de la granja.

—¿Pero Padre y tú no os fuisteis inmediatamente después de la boda?

—No fue exactamente en seguida, sino un poco después. No me hagas tantas preguntas, Dawn. En este momento no puedo pensar con claridad —me dijo bruscamente. No acostumbraba a ser tan seca conmigo pero imaginé que era por su enfermedad.

Pensé que debía cambiar de tema. No quería entristecerla cuando aún estaba sufriendo tanto.

—¿Sabes qué, Madre? —dije haciendo saltar a Fern en mis brazos—. Voy a cantar como solista en el concierto —le conté con orgullo.

—¡Dios me valga! ¡Dios me valga! —Presionó las palmas de las manos sobre su pecho. Aun cuando no estaba tosiendo, parecía tener dificultad de vez en cuando para poder respirar, especialmente cuando algo le cogía por sorpresa o si se movía demasiado rápido—. Eso es maravilloso. Sabía que les demostrarías a esa gente rica que no son mejor que tú. Acércate para poder darte un buen abrazo.

Puse a la pequeña Fern sobre la cama y Madre y yo nos abrazamos. Sus delgados brazos me apretaron tanto como le fue posible y pude sentir sus costillas debajo del amplio vestido.

—Madre —le dije con los ojos llenos de lágrimas—, has perdido mucho peso, mucho más de lo que había pensado.

—No es tanto y me hacía falta perder algunos kilos aquí y allá. Los recuperaré a toda velocidad, ya lo verás. Las mujeres de mi edad cuando deseamos subir de peso nos basta con oler la comida. A veces, sólo con mirarla ya nos basta para aumentar un kilo por un lado y otro—dijo haciendo broma. Me besó en la mejilla—. Felicidades, Dawn, cariño. ¿Ya se lo has dicho a tu padre?

—Sí.

—Apuesto a que se hinchó como un pavo —comentó moviendo la cabeza.

—Madre, tengo que pedirte algo sobre el concierto.

—¿Oh?

—Puesto que es una ocasión especial, ¿crees que estaría bien que Philip Cutler viniese a buscarme y me llevase? Ha prometido conducir con cuidado y…

—¿Se lo has preguntado a tu padre? —interrogó rápida.

—Claro que sí. Contestó que ya vería pero creo que si a ti te parece bien, a él también se lo parecerá.

De repente, me dio la impresión de que se le había puesto un aspecto envejecido y preocupado.

—No es lejos, Madre, y de verdad quisiera ir con Philip. Otras chicas de mi edad dan paseos y salen con chicos y yo no me he quejado…

Asintió.

—No puedo impedirte que crezcas, Dawn. Tampoco deseo hacerlo, pero no quisiera que te metieras en nada serio con ese chico… con ningún chico, todavía. No hagas como yo y dejes perder tu juventud.

—Pero, Madre, no voy a casarme ahora. Tan sólo voy al concierto de primavera. ¿No te parece bien? —supliqué.

Pareció como si necesitase de todas sus fuerzas para hacerlo pero asintió con la cabeza.

—¡Oh, gracias, Madre! —exclamé abrazándola de nuevo.

—Súbeme, Dawn —pidió Fern impaciente con celos de todo el cariño que existía entre Madre y yo—. Dawn, súbeme.

—Su Alteza manda —dijo Madre y se recostó en las almohadas. La contemplé con el corazón en confusión: contenta por poder salir a mi cita pero triste y dolida al ver lo lenta y dolorosamente que Madre hablaba y se movía.

Mr. Moore decidió darme lecciones dobles el resto de la semana. Finalmente llegó el día del concierto. A la hora del almuerzo, Mr. Moore tocó el piano mientras yo cantaba. Dos veces se quebró mi voz. El dejó de tocar y me miró.

—Vamos, Dawn —me dijo—. Quiero que hagas una profunda inspiración y te calmes antes de continuar.

—¡Oh, Mr. Moore, no puedo hacerlo! —exclamé—. No sé por qué pensé que podría. Pero cantar como solista delante de toda esa gente que están acostumbrados a ir a la ópera y a Broadway en Nueva York y que saben lo que es un verdadero talento…

eres un verdadero talento —contestó Mr. Moore—. ¿Crees que sería capaz de colocarte sola en ese escenario si no opinase así? No te olvides, Dawn, que cuando salgas, ahí saldré yo también. No vas a dejarme en la estacada ahora, ¿verdad?

—No, señor —dije casi llorando.

—¿Recuerdas que una vez me dijiste que te gustaría ser como un pájaro en lo alto de un árbol, cantando libremente al viento y sin preocuparte de quién te oye?

—Sí y sigo deseándolo.

—Bien, entonces cierra los ojos y piensa en ti misma sentada en una rama y cantando al viento. Después de un rato, al igual que un pajarito joven, dominarás tus alas y volarás. Subirás alto, Dawn. Lo sé —dijo. Su sonrisa angelical y traviesa había desaparecido, al igual que el brillo juguetón de sus ojos. En su lugar, su cara había adquirido una expresión sumamente seria y sus palabras y sus ojos me llenaron de confianza.

—Bien —dije suavemente, y empezamos de nuevo. Esta vez canté con todo el corazón y cuando terminamos, la cara de Mr. Moore estaba enrojecida de satisfacción. Se levantó y me besó en la mejilla.

—Estás preparada —me dijo.

El corazón me latía con excitación y felicidad mientras salí apresuradamente de la sala de música.

Tan pronto como sonó la campana, corrí en busca de Jimmy y de Padre. Estaba paralizada por el nerviosismo y quería ir directamente a casa para arreglarme para el concierto que estaba programado para las ocho de la noche.

Cuando llegamos a casa, Madre estaba en la cama, tenía la cara más enrojecida que habitualmente y temblaba terriblemente. Fern había estado jugando con las cosas de la cocina, pero me di cuenta de que Madre no lo había notado. Todos nos reunimos alrededor de su cama y yo le toqué la frente.

—Está temblando, Padre —dije—. Tiene fiebre.

Los dientes de madre castañetearon y volvió los ojos hacia mí y forzó una sonrisa.

—Sólo… es… un catarro —explicó.

—No, Madre, no lo es. ¡Lo que sea que tengas está empeorando!

—Estaré bien —protestó.

—Sí, si vas a un médico, Madre.

—Dawn tiene razón, Sally Jean. No podemos permitir que esto continúe. Te vamos a envolver bien y vamos a llevarte al hospital para que te examinen y te den alguna medicina rápidamente.

¡Nooo! —gritó Madre. Traté de consolarla mientras Padre reunía sus ropas más abrigadas. Cuando vi a Madre sin su ropa, me horroricé de lo delgada que estaba. Sus costillas se incrustaban en la piel y todos sus huesos parecían a punto de salirse. Tenía pústulas de fiebre por todos lados. Contuve mis lágrimas y empecé a ayudarla a vestirse. Cuando llegó el momento de sacarla, descubrimos que no podía caminar. Las piernas le dolían demasiado.

—Yo la llevaré —dijo Padre, conteniendo apenas sus propias lágrimas. Apresuradamente, vestí a Fern. Madre no quería, pero todos fuimos con ella. Ni Jimmy ni yo queríamos quedarnos en casa esperando.

Cuando llegamos, yo entré primero y le expliqué a la enfermera de la sala de urgencias el caso de Madre. Hizo que un auxiliar sacara una silla de ruedas y entramos a Madre rápidamente. El guardia de seguridad del hospital nos ayudó a hacerlo. Miró a Padre de forma extraña, como alguien que trata de recordar a alguien que no veía desde hacía muchos años. Padre no tenía ojos para nada más que para Madre.

Mientras esperábamos, Jimmy fue a la tienda de regalos y trajo un pirulí para Fern. La mantuvo distraída, pero también le pintó la cara de verde. Tenía ya una media lengua y de vez en cuando miraba a la otra gente en el vestíbulo y empezaba a parlotear. Algunos sonreían, algunos estaban tan preocupados por sus seres queridos que sólo miraban con expresión vacía.

Finalmente, bien pasada una hora, un médico nos buscó. Tenía el pelo rojo y pecas y parecía tan joven que pensé que no podía traer malas noticias para nadie. Pero me equivocaba.

—¿Durante cuánto tiempo ha tenido su mujer esta tos y estas fiebres, Mr. Longchamp? —le preguntó a Padre.

—Durante algún tiempo le iba y le venía. Parecía estar mejorando, de manera que no le dimos demasiada importancia.

—Tiene consunción y está bastante mal. Sus pulmones están tan congestionados que es increíble que pueda respirar —le dijo a Padre sin ocultarle su irritación.

Pero no era la culpa de Padre. Todo era la terquedad de Madre, quise gritar. Padre parecía abrumado. Bajó la cabeza y asintió. Cuando miré hacia Jimmy, le vi manteniéndose rígidamente, apretando los puños, con los ojos ardiendo de furor y de pena.

—La he internado en cuidados intensivos —continuó el médico—, y le estoy administrando oxígeno. Parece que ha perdido mucho peso —añadió y movió la cabeza.

—¿Podemos verla? —pregunté, con las lágrimas cayendo por mis mejillas.

—Sólo cinco minutos —contestó—. Y no permito más de cinco minutos.

«¿Cómo podía ser tan estricto un hombre tan joven?», pensé. Sin embargo, tuve la sensación de que era un buen médico.

Silenciosamente, sólo con la pequeña Fern repitiendo: «pirulí, pirulí», y comiéndose el final de su caramelo, caminamos hacia el ascensor. Fern estaba intrigada y miraba mientras Jimmy presionaba el botón del dos y el ascensor nos empezó a subir. Sus ojos lo recorrían de lado a lado. La sostuve apretadamente y besé su suave mejilla rosada.

Seguimos el letrero que nos dirigía a la unidad de cuidados intensivos. Cuando abrimos la puerta, la enfermera jefe se aproximó rápidamente dejando su mesa para recibirnos.

—El bebé no puede entrar aquí —declaró.

—Esperaré fuera, Padre —dije—. Entrad primero tú y Jimmy.

—Saldré en un par de minutos —prometió Jimmy. Vi cuánto quería y necesitaba ver a Madre. Había un pequeño sofá y una silla en una sala de espera especial fuera de la unidad de cuidados intensivos. Llevé a Fern allí y la dejé gatear por el sofá mientras esperábamos. Unos dos minutos más tarde, apareció Jimmy. Tenía los ojos rojos.

—Ve —dijo rápidamente—. Quiere verte.

Le entregué a Fern y me apresuré dentro. Madre estaba en la última cama de la derecha. Estaba en una tienda de oxígeno. Padre estaba a la derecha de su cama, sosteniendo su mano. Cuando me acerqué a su lado, Madre me sonrió y alcanzó mi mano también.

—Estaré bien, cariño —me dijo—. Tú ve y canta maravillosamente esta noche.

—¡Oh, Madre! ¿Cómo quieres que cante sabiendo que estás en el hospital?

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