Aurora

Aurora


7. Brilla, brilla, pequeña estrella

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—Maldita sea —repitió. Puso en marcha el coche y se apartó antes de que sus amigos pudieran molestamos. Tocaron el claxon, pero no hicimos caso. Philip me llevó a casa rápidamente, mirándome apenas.

—Debí haber venido directamente aquí en lugar de llevarte primero a la pizza —dijo casi con un gruñido.

Giramos por mi calle, pero al acércanos hacia la casa, pensé que había visto a Padre y a Jimmy apresurarse por la acera hacia nuestro coche. Al acercamos más, estuve segura y me enderecé en mi asiento rápidamente.

—¡Es Padre! ¡Y Jimmy! ¿Dónde irán tan tarde? —grité. Philip aceleró hasta que llegó justo a su lado, en el momento en que Padre se colocaba tras el volante.

—¿Qué pasa, Padre? ¿Dónde vas a esta hora de la noche?

—Es Madre —repuso—. El hospital acaba de llamar a Mrs. Jackson. Madre no está nada bien.

—¡Oh, no! —Sentí que se me cerraba la garganta y que las lágrimas me llenaban los ojos. Salí rápidamente del coche de Philip y me introduje en el de Padre.

—Espero que todo vaya bien —nos gritó Philip. Padre asintió y nos marchamos.

Tan pronto como llegamos al hospital, nos apresuramos a la entrada, donde el guardia de seguridad se nos acercó para detenernos. Reconocí a la misma persona que había estado en la sala de urgencias cuando trajimos a Madre.

—¿Hacia dónde se dirigen? —preguntó. Habló bruscamente, pidiendo una respuesta, y como la primera vez que le vio, contempló atentamente a Padre.

—El hospital acaba de telefonear acerca de mi mujer Sally Jean Longchamp. Nos dijeron que viniéramos rápidamente.

—Un minuto —contestó el guardia de seguridad, haciendo un gesto con la mano. Fue hasta la mesa central y habló con el recepcionista—. Está bien —dijo, cuando volvió—. Suban. El médico les está esperando. —Nos siguió hasta el ascensor y contempló cómo entrábamos, mirando aun a Padre con fijeza.

Cuando llegamos a la puerta de la unidad de cuidados intensivos, Padre hizo una pausa. El médico de aspecto joven y pelo rojo que había atendido a Madre en la sala de urgencias estaba a un lado hablando en voz baja con una enfermera. Ambos se giraron cuando nos aproximamos. Sentí que algo atenazaba mi garganta y me mordí el labio inferior. Había sombras profundas y oscuras en los ojos del joven médico. Repentinamente, parecieron más los ojos de un viejo, de un médico mucho más experimentado que había visto a muchos más pacientes graves. Se adelantó hacia Padre y negó con la cabeza al hacerlo.

—¿Qu… qué? —preguntó Padre.

—Lo siento —dijo el joven médico. La enfermera con la que había estado hablando se reunió con él.

—¡Madre! —mi voz se quebró. Mis lágrimas eran punzantes.

—Le falló el corazón. Hicimos lo que pudimos, pero su congestión era tan fuerte que… el esfuerzo… fue demasiado para ella —añadió—. Lo siento, Mr. Longchamp.

—¿Mi mujer… muerta? —preguntó Padre, moviendo la cabeza como si negase lo que decía el joven médico—. Ella no puede…

—Me temo que Mrs. Longchamp falleció hace poco más de diez minutos, señor —replicó.

—¡Nooo! —gritó Jimmy—. ¡Usted es un mentiroso, un cochino mentiroso!

—Jimmy —le llamó Padre. Trató de abrazarlo, pero Jimmy dio un paso atrás rápidamente—. No puede estar muerta. No puede haber muerto. Ya lo verás, ya lo verás. —Empezó a avanzar hacia la puerta de la unidad de cuidados intensivos.

—Espera, hijo —le dijo el joven médico—. No puedes…

Jimmy empujó la puerta de un golpe, pero no tuvo necesidad de entrar para ver que la cama que Madre había ocupado estaba vacía, el colchón desnudo. Permaneció ahí, mirando incrédulamente.

—¿Dónde está? —preguntó Padre suavemente. Lo abracé por la cintura y me agarré fuertemente. Él colocó el brazo sobre mi hombro.

—La tenemos allí —dijo el médico, señalando hacia una puerta a medio camino del corredor.

Padre giró lentamente. Jimmy se le acercó y él le alcanzó. Esta vez Jimmy no se apartó. Se acercó más a Padre y los tres fuimos despacio por el corredor. La enfermera abría el camino y se detuvo ante la puerta.

No sentía mis movimientos. No sentía mi respiración. Era como si todos nos hubiéramos introducido en una pesadilla y estuviésemos siendo conducidos por ella. No estamos aquí, deseé. No estamos a punto de entrar en esta habitación. Es un terrible sueño. Estoy en casa en la cama. Padre y Jimmy están en casa acostados.

Pero la enfermera abrió la puerta y en la apenas iluminada habitación, vi a Madre tendida sobre su espalda, con su pelo negro rodeándole la cara, los brazos a los lados con las palmas de las manos hacia arriba y los dedos fruncidos hacia dentro.

—Está en paz —murmuró Padre—. Pobre Sally Jean —dijo y se movió hacia un lado de la camilla con ruedas.

Todo en mi interior se rompió. Lloré más fuerte de lo que nunca había hecho. Me temblaba el cuerpo y el pecho me dolía. Padre tomó la mano de Madre y la sostuvo, mirándola simplemente. Su cara estaba tan llena de paz. La tos había terminado, el esfuerzo había acabado. Cuando la contemplé más detenidamente, pensé que veía una ligera sonrisa en sus labios. Padre también la vio y se volvió hacia mí.

—Debe de haberte oído cantar, Dawn. Justo antes de morir, debe de haberte oído.

Miré a Jimmy. Ahora lloraba, pero permanecía muy quieto, con los ojos obstinadamente fijos en Madre. Las lágrimas corrían libremente por sus mejillas y caían por su barbilla. Una parte de su interior luchaba por no mostrar sus emociones y la otra se había dejado ir. El esfuerzo lo aturdía. Entonces se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y se volvió. Se dirigió a la puerta.

—¡Jimmy! —grité—. ¿Dónde vas?

No me contestó. Siguió caminando.

—Déjalo ir —dijo Padre—. Se parece a mi familia. Tiene que estar solo cuando la pena es muy honda. —Volvió a mirar a Madre—. Adiós, Sally Jean. Siento no haber sido un marido mejor para ti. Siento que los sueños con los que empezamos nunca tomaran forma. Quizás ahora lleves alguno a cabo. —Se inclinó y la besó por última vez. Entonces se volvió, puso la mano sobre mi hombro y empezó a salir. No supe con seguridad si él se estaba apoyando en mí o yo en él.

Cuando dejamos el hospital, buscamos a Jimmy, pero no estaba por ningún sitio.

—No está aquí —dijo Padre—. Casi es mejor que nos vayamos a casa, Dawn.

«Pobre Jimmy. ¿Dónde podía estar? No era justo que estuviera solo ahora», pensé. No importaba lo fuertes que pudieran ser los Longchamp en los malos tiempos, todo el mundo necesitaba consuelo y amor cuando se estaba tan profundamente hundido en la laguna de tragedia en la que nos hallábamos nosotros. Estaba segura de que él estaba sintiendo la misma pena que yo, sintiendo como si le hubieran arrancado el corazón, como si hubiera estado tan vacío, tan débil y ligero, que probablemente una ráfaga de viento lo pudiera levantar y llevárselo. Posiblemente no le importaba nada ya, no le importaba lo que le ocurriera, adonde iba a ir.

A pesar de su duro caparazón, Jimmy siempre había sufrido lo indecible cuando Madre estaba triste o enferma. Sabía que muchas veces se había marchado solo para no tener que verla disgustada o exhausta. Quizá conocía bien la soledad y la desolación y se había refugiado en algún rincón oscuro para llorar con su sombra. La cosa era que yo le necesitaba tanto como esperaba que él me necesitara a mí.

Después de salir del hospital, me di cuenta de que las estrellas se habían ido. Las nubes pasaban a gran velocidad, llevándose la claridad y la luz. El mundo estaba entristecido, sombrío y poco amistoso.

Padre me abrazó y fuimos al coche. Apoyé mi cabeza en su hombro y permanecí en esa posición todo el camino a casa. No nos dijimos nada hasta que llegamos a la calle donde vivíamos.

—Es Jimmy —dijo al llegar frente al edificio de apartamentos. Me incorporé rápidamente. Jimmy estaba sentado en los escalones. Nos vio, pero no se levantó. Salí del coche lentamente y me acerqué a él.

—¿Cómo llegaste a casa, Jimmy? —le pregunté.

—Corrí todo el camino —repuso, mirándome. La pequeña luz sobre la puerta iluminaba lo suficiente para permitirme ver el enrojecimiento en su cara. Aún estaba recuperando el resuello. Podía imaginar lo que había representado para él venir corriendo todos esos kilómetros, golpeando la acera con los pies, para espantar al pájaro negro de la pena que había anidado en su corazón.

—Hemos hecho todos los arreglos, hijo —le explicó Padre—. Más vale que entres ya. No queda nada que podamos hacer.

—Por favor, entra, Jimmy —supliqué. Padre fue a la puerta. Jimmy me miró y entonces se levantó y entramos en el edificio de apartamentos.

Afortunadamente, Fern se había dormido. Mrs. Jackson se mostró muy comprensiva y se ofreció a venir temprano por la mañana para ayudar con Fern, pero le dije que lo podía hacer todo. Necesitaba y quería mantenerme ocupada.

Después de que se marchó, permanecimos los tres en silencio, casi sin saber ninguno de los tres qué hacer. Padre fue hacia la puerta de su dormitorio y entonces rompió a llorar fuertemente. Jimmy me miró y ambos le abrazamos. Nos sostuvimos apretadamente hasta que estuvimos todos demasiado exhaustos para permanecer de pie. Nunca antes ninguno de los tres habíamos agradecido tanto el sueño.

Por supuesto, no podíamos darnos el lujo de pagar un funeral elegante. Madre fue sepultada en un cementerio en las afueras de Richmond.

Algunos de los compañeros de trabajo de Padre en el colegio asistieron al funeral, lo mismo que Mrs. Jackson. Mr. Moore también asistió y me dijo que lo mejor que podía hacer en memoria de mi madre era continuar con mi música. Philip trajo a Louise.

No tenía idea de lo que podíamos hacer ahora. El colegio le dio a Padre una semana de permiso pagada. Padre estuvo haciendo cuentas y dijo que apretando un poco aquí y allí, podríamos darnos el lujo de pagarle algo a Mrs. Jackson para que se ocupara de Fern mientras Jimmy y yo estábamos en el colegio, de forma que pudiéramos terminar el año, pero Jimmy, ahora más que nunca, no quería volver al Emerson Peabody. No nos quedaban muchos días para acabar el semestre. Le pedí a Jimmy que lo reconsiderase y que al menos terminara y creo que habría cedido y lo habría hecho si no nos hubiéramos despertado unas cuantas mañanas después con una fuerte llamada en la puerta. Hubo algo en esa llamada, la forma que resonó por el apartamento que me dio escalofríos en la columna e hizo que me latiese violentamente el corazón.

Fue una llamada que cambiaría nuestras vidas para siempre, una llamada que iba a escuchar en miles de futuros sueños, una llamada que siempre me despertaría, no importa lo profundamente dormida que estuviera o lo cómoda que me sintiera.

Estaba levantándome y me había puesto la bata para ir a la cocina a hacer el desayuno. La pequeña Fern empezaba a moverse en su cuna. Aunque aún era demasiado joven para comprender la naturaleza de la tragedia que había caído sobre nosotros, lo notaba en nuestras voces y en la forma de movernos y en la expresión de nuestras caras. Ni lloraba tanto, ni tenía tantas ganas de jugar y cada vez que buscaba a Madre y no la encontraba se volvía hacia mí con unos gestos tristes e interrogantes. Me ponía enfermo el corazón pero trataba de no llorar. La niña ya había visto bastantes lágrimas.

Los golpes que sonaron en la puerta la asustaron y poniéndose de pie en la cuna comenzó a llorar. Yo la cogí en brazos.

—Vamos, vamos, Fern. —La arrullé suavemente—. No pasa nada. —Me parecía oír a Madre diciéndole esas mismas palabras una vez y otra. Apreté a Fern contra mí y salí justo cuando Padre llegaba al umbral de la puerta de su habitación. Jimmy se sentó en el sofá cama. Nos miramos unos a otros y después a la puerta.

—¿Quién puede ser tan temprano? —murmuró Padre deslizando la mano por sus enredados cabellos. Se frotó la cara con las palmas secas para despertarse un poco más y luego cruzó el cuarto de estar hasta la puerta. Yo me quedé atrás, al lado de Jimmy y esperé. Fern dejó de llorar y también miró hacia la puerta.

Padre la abrió y vimos a tres hombres, dos policías y otro que reconocí como al guardia del hospital.

—¿Ormand Longchamp? —preguntó el más alto de los policías.

—¿Si?

—Traigo una orden de detención.

Padre no preguntó el motivo. Dio un paso atrás y suspiró como si algo que esperaba desde hacía tiempo hubiese sucedido. Bajó la cabeza.

—Lo reconocí la primera vez que lo vi en el hospital —dijo el guardia de seguridad—. Y cuando supe que aún había una recompensa…

—¿A quién reconoció? Padre, ¿qué es esto? —pregunté con la voz llena de pánico.

—Detenemos a este hombre por una acusación de secuestro —contestó el policía más alto.

—¿Secuestro? —miré a Jimmy.

—Eso es estúpido —dijo Jimmy.

—¿Secuestro? ¡Mi padre no ha secuestrado a nadie! —exclamé. Me volví a mirar a Padre. Aún no había respondido para defenderse. Su silencio me asustó.

—¿A quién puede haber secuestrado? —pregunté.

El guardia de seguridad fue el primero en hablar.

—Pues te secuestró a ti, cariño —replicó.

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