Aurora

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16. Conversaciones privadas

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CONVERSACIONES PRIVADAS

Regresé al hotel lentamente con la cabeza dándome vueltas y mi vida girando delante mío. De vez en cuando detenía la rueda de la suerte y leía algo que ahora era comprensible. Las ultimas palabras de Madre en el hospital, pidiéndome que no los odiase a ella y a Padre, el disgusto de mi abuela por mi regreso, la cobardía de mi verdadera madre y su estado nervioso, todo comenzó a encajar en su lugar y crear un cuadro que no me gustaba pero que, por lo menos, tenía sentido.

El almuerzo acababa de terminar en el hotel. Los huéspedes paseaban por los jardines, sentándose en el porche del frente y disfrutando del hermoso día. Los huéspedes más jóvenes estaban en las pistas de tenis y muchos se habían ido a la piscina. Del otro lado del camino, en los muelles, otros huéspedes entraban o salían de los barcos que les llevaban de paseo a ver la vista de la costa. Todo a mi alrededor eran sonrisas y risas. Estaba segura de que se me distinguía porque las nubes que llevaba conmigo llenaban de sombras mi rostro.

Pero no podía evitarlo. El brillante sol, las cálidas brisas del mar, el sonido feliz de la risa de los niños, la agitación y energía de los turistas, todo subrayaba mi propia tristeza. Cutler’s Cove no era un lugar para sentirse deprimido, pensé, especialmente el día de hoy.

Mi abuela estaba sentada en el vestíbulo sonriendo y hablando con los huéspedes. Rieron de algo que había dicho y después escucharon atentamente mientras ella continuó. La atención de todos estaba fija en ella, como si fuera una celebridad. Vi el modo en que otros huéspedes se sentían atraídos a ella, ansiosos de escucharla. Ella no vio que yo había entrado y pude así contemplarla sin que lo supiese.

Pero de repente su mirada se posó sobre mí y su expresión se volvió helada. No fui la primera en apartar la mirada. Fue ella. Recuperó su sonrisa mientras continuaba hablando con sus huéspedes. Yo seguí a través del vestíbulo. Tenía algo que hacer antes de hablar con ella. Quería hablar primero con otra persona.

Clara Sue estaba detrás del mostrador de recepción. Algunos de los huéspedes jóvenes estaban charlando con ella. Todos rieron y entonces Clara Sue se volvió hacia mí con el rostro lleno de curiosidad. La ignoré y atravesé el vestíbulo. Hizo algún comentario burlón sobre mí, estoy segura, porque un momento más tarde, ella y sus amigos se echaron a reír aún más alto de lo que habían estado haciendo. No miré para atrás. Entré en la parte antigua y me apresuré a través del corredor hacia la escalera.

Aquí me detuve un momento y luego subí lentamente con la mirada fija delante mío, y mi decisión iba fortaleciéndose a cada paso. Lo único que podía oír eran las últimas palabras de Madre en el hospital. Lo único que podía ver era a Padre con la cabeza baja en su derrota cuando llegó la Policía.

Lo que estaba a punto de hacer iba a hacerlo por ellos.

Me detuve de nuevo ante la puerta de la suite de mi madre y entré lentamente encontrándomela sentada ante su tocador, cepillándose el pelo dorado y contemplándose con admiración en el espejo ovalado. Durante un largo instante no se dio cuenta de que yo había entrado. Estaba demasiado encantada con su propia imagen. Finalmente advirtió de que estaba allí contemplándola y dio media vuelta sobre su banqueta.

Iba vestida con un salto de cama azul claro, pero, como de costumbre, tenía puestos pendientes, un collar y pulseras. Había estado pintándose la cara y llevaba pintura de labios, colorete y lápiz de ojos.

—Oh, Dawn. Me has asustado, entrando así a escondidas. ¿Por qué no llamaste a la puerta? Aunque yo sea tu madre, tienes que aprender a llamar —me dijo con reproche—. Las mujeres de mi edad necesitamos que se respete nuestra intimidad, Dawn, cariño —añadió poniendo una sonrisa amistosa que ahora más que nunca parecía una máscara.

—¿No tienes miedo de que la abuela te oiga llamarme Dawn y no Eugenia? —le pregunté. Me miró con más atención y vio la cólera en mis ojos. Esto la desorientó rápidamente y dejando el cepillo, se levantó para irse a la cama.

—No me siento demasiado bien esta mañana —murmuró mientras se deslizaba por las sábanas de seda—. Espero que no tengas nuevos problemas.

—Oh, no, mamá. Todos mis problemas son antiguos —le dije acercándome. Me contempló con curiosidad y después se cubrió con la manta y se recostó sobre las esponjosas almohadas.

—Estoy tan cansada —dijo—. Debe de ser la nueva medicina que me ha recetado el doctor. Voy a hacer que Randolph le llame y le diga que me hace sentir muy agotada. Lo único que quiero hacer es dormir, dormir, dormir. Tendrás que irte y dejar que cierre los ojos.

—Tú no estuviste siempre así, ¿verdad, mamá? —pregunté cortante. No dijo nada. Mantuvo los ojos cerrados y la cabeza en la almohada—. ¿Lo estabas, Mamá? ¿No solías ser una señora joven muy animada? —pregunté acercándome a la cama. Abrió los ojos y me lanzó una mirada salvaje.

—¿Qué es lo que quieres? Estás actuando de una forma muy extraña. No tengo fuerzas. Si tienes un problema, vete a ver a tu padre, por favor.

—¿Dónde puedo encontrar a mi padre?

—¿Qué?

¿Donde voy a encontrarlo? ¿A padre? —pregunté con una voz dulce y musical—. Mi

verdadero padre.

Cerró los ojos y se recostó nuevamente.

—Estoy segura de que en su despacho. O en el despacho de su madre. No vas a tener ningún problema en localizarlo. —Movió una mano despidiéndome.

—¿De veras? Pensé que sería muy difícil encontrarle. ¿No tendría que empezar a buscarle de hotel en hotel, de cabaret en cabaret, oyendo a los artistas?

—¿Qué? —Abrió los ojos nuevamente—. ¿De qué estás hablando?

—Estoy hablando de mi verdadero padre… Finalmente de mi

verdadero padre. El de la piscina.

Mi frase había hecho blanco. Saboreé el aspecto de incomodidad que empezó a aparecer en su cara. Por una vez yo no era quien debía de rendir cuentas sobre el pasado. No era yo quien tenía que sentirse avergonzada. Era ella.

Me contempló sin comprender y entonces se puso las manos sobre el pecho.

—¿No querrás decir ese señor Longchamp? No le estarás llamando padre todavía, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Bien, entonces, ¿de qué estás hablando? No puedo soportar esto. —Sus párpados se agitaron—. Me está mareando.

—No te desmayes antes de haberme contado la verdad, Madre —le pedí—. No me apartaré de tu lado hasta que lo hagas. Eso te lo prometo.

—¿Qué verdad? ¿De qué estás parloteando? ¿Qué te han dicho? ¿Con quién has estado hablando? ¿Dónde está Randolph? —Miró hacia la puerta como si él estuviera detrás mío.

No querrás que esté aquí —dije—, a no ser que haya llegado el momento de que lo sepa todo. ¿Cómo fuiste capaz de cederme? —le pregunté rápidamente—. ¿Cómo pudiste permitir que alguien se quedara con tu bebé?

—Permitir… ¿a alguien?

Moví la cabeza con disgusto.

—¿Siempre has sido tan débil y egocéntrica? Permitiste que ella te forzara a cederme. Hiciste tu trato…

—¿Quién te ha estado contando todas esas mentiras? —preguntó con un repentino golpe de energía.

—Nadie me ha estado contando mentiras, Madre. Vengo de hablar con Mrs. Dalton. —Su furioso ceño decayó—. Sí, Mrs. Dalton, que fue mi enfermera, a quien tú me dijiste que la abuela había responsabilizado. Sólo querías desviar la culpa de otro. Si la abuela la hubiera culpado, ¿le habría pagado el salario de un año? ¿Y por qué fue nuevamente contratada cuando nació Clara Sue?

»No tiene sentido inventar otra mentira para cubrir ésta —añadí rápidamente, cuando vi que iba a empezar a hablar. Era mejor mantenerla de esa forma. Si se ponía a la defensiva, podría animarse y empezar a contar más mentiras—. Mrs. Dalton está muy enferma y quiere hacer las paces con Dios.

Lamenta su parte en el plan y está dispuesta a decirle la verdad a todos.

»¿Por qué lo hiciste? ¿Cómo pudiste permitir que otro se quedara con tu propia hija?

—¿Qué te dijo Mrs. Dalton? Está enferma. Debe de haber enloquecido para hablar así. ¿Por qué fuiste a hablar, con esa mujer? ¿Quién te envió? —preguntó mi madre.

—Está enferma, pero no ha enloquecido y hay otros en el hotel que pueden testificar que su historia es cierta. Soy yo la que se siente enferma —dije cortante—. Estoy enferma de oír mentiras, de vivir una vida de mentiras.

»Te metes en esta cama haciendo ver que estás débil y nerviosa sólo para huir de la verdad —dije—. Bien, no me importa. Haz lo que quieras, pero no me mientas más. No hagas ver que me quieres y que me has añorado y que me tienes compasión por haber tenido que vivir una vida dura y de pobreza. Tú me enviaste a esa vida. ¿No es cierto?

¿No es cierto? —le grité. Parpadeó y pareció que iba a estallar en lagrimas—.

¡Quiero la verdad! —grité golpeándome los muslos con los puños.

—¡Dios mío! —gimió y enterró la cara en sus manos.

—El que te eches a llorar y que finjas estar enferma no te van a salvar esta vez, madre. Hiciste algo terrible y yo tengo el derecho a saber la verdad.

Movió la cabeza.

—Dímelo —insistí—. No me marcharé hasta que lo hayas hecho.

Lentamente se destapó la cara. Había cambiado totalmente y no sólo por las lágrimas que habían destrozado su maquillaje y que había hecho que su lápiz de ojos se corriera. Había una mirada cansada y vencida en sus ojos y los labios le temblaban. Asintió lentamente y se volvió hacia mí. Parecía aún más joven, casi como una niña pequeña a la que han pescado haciendo algo malo.

—No debes pensar mal de mí —dijo con la vocecilla de un niño—. No quise hacer esas cosas terribles. No quería. —Frunció los labios y agitó la cabeza como lo hubiera hecho una criatura de cinco años.

—Sólo dime lo que en realidad ocurrió, Madre. Por favor. Miró hacia la puerta y se inclinó hacia mí, con la voz transformada en un susurro.

—Randolph no lo sabe —me dijo—. Le rompería el corazón. Me quiere mucho, casi tanto como quiere a su madre, pero no lo puede evitar. No puede —añadió.

—Entonces, ¿me entregaste a otra gente? —pregunté, sintiendo náuseas. Hasta este momento…, este momento de verdad…, una parte secreta dentro de mí no quería creer lo que se le decía—. ¿Tú

permitiste que Ormand y Sally Jean Longchamp se me llevaran?

—Tuve que hacerlo —susurró—. Ella me obligó. —Miró por el rabillo del ojo hacia la puerta. Era una niña pequeña tratando de pasarle la culpa de algo a otra niña pequeña. Mi ira disminuyó. Había algo muy patético y triste en ella—. No debes culparme, Dawn.

¡Por favor! —suplicó—. No debes. Yo no quería hacerlo, de veras, pero ella me dijo que si no lo hacía, le explicaría a Randolph una serie de cosas sobre mí y me haría echar como una vergüenza. ¿Dónde podía ir? ¿Qué podría hacer? La gente me odiaría. Todo el mundo la respeta y la teme —añadió furiosamente—. Se creerían cualquier cosa que ella dijese.

—Así que hiciste el amor con otro hombre y me concebiste —dije esta vez suavemente.

—Randolph siempre estaba tan ocupado con el hotel.

Está enamorado del hotel —se quejó—. No tienes idea de lo difícil que fueron esos tiempos para mí —explicó con la cara retorciéndosele. Las lágrimas le llenaban los ojos—. Yo era joven y bella y llena de energía y quería hacer cosas, pero Randolph siempre estaba muy ocupado o su madre le estaba siempre pidiendo que hiciera esto o aquello y si yo quería ir a algún sitio o quería hacer algo, siempre tenía que hablar con su madre. Gobernaba nuestras vidas como una reina.

»No iba a estar encerrada todo el tiempo.

¡Él nunca tenía tiempo para mí! ¡Nunca! No era justo —gritó indignada—. No me dijo que iba a ser así cuando éramos novios. Me engañaron. Sí —dijo ella moviendo la cabeza y saboreando su teoría—. Me tendió una trampa, me defraudó. Era una clase de hombre fuera del hotel y otra dentro. Dentro, es lo que su madre quiere que sea, sin importarle lo que yo diga o haga.

»Así que no pueden culparme —concluyó—. Todo ha sido culpa suya… Culpa de ella. —Las lágrimas caían por su cara—. ¿No lo ves? Soy inocente.

—Ella te dijo que tendrías que cederme y tú lo aceptaste —concluí como si fuese un abogado que está interrogando a un testigo en un juicio, pero realmente tenía la sensación de que esto era una especie de juicio y que yo estaba actuando como abogado defendiendo a Ormand y Sally Jean Longchamp a la vez que a mí misma.

—Tuve que aceptar. ¿Qué otra cosa podía haber hecho?

—Podías haber dicho que no. Podías haber luchado por mí y haberle dicho que yo era tu niña. Podías haberle dicho: ¡No, no, no! —Grité salvajemente, pero era como tratar de enseñarle a una criatura de cuatro años a comportarse como un adulto. Mi madre sonrió a través de sus lágrimas asintiendo.

—Tienes razón. Tienes razón. Fui mala. ¡Muy mala! Pero ahora todo está bien. Tú has regresado. Todo está bien. No hablemos más de eso. Hablemos de cosas buenas, de cosas felices, por favor.

Me acarició la mano y respiró profundamente. Su expresión cambió como si todo lo que habíamos estado discutiendo hubiese quedado olvidado instantáneamente y, de todos modos, no fuese muy importante.

—Estaba pensando que tendrías que hacerte arreglar el pelo y quizá podríamos ir a comprar alguna ropa nueva y bonita para ti. Y zapatos nuevos y algunas joyas. No tienes por qué usar la ropa vieja de Clara Sue. Ahora puedes tener tus propias cosas. ¿Te gustaría? —preguntó.

Negué con la cabeza. Verdaderamente era una criatura. Quizá siempre había sido así y era por eso que mi abuela había podido dominarla fácilmente.

—Pero estoy tan cansada ahora —dijo—. Estoy segura de que es esa medicina nueva. Tan sólo quiero cerrar los ojos por un rato. —Dejó caer la cabeza sobre la almohada—. Y descansar, descansar. —Abrió los ojos y me miró—. Si ves a tu padre, por favor, dile que llame al médico. Necesito que me cambien la medicina.

Me quedé contemplándola. Verdaderamente tenía la cara de una niña pequeña, una cara para ser compadecida y mimada.

—Gracias, cariño —me dijo y cerró los ojos otra vez.

Me aparté. Era inútil gritarle o exigirle nada más. En cierto modo, era una enferma, no tan enferma como Mrs. Dalton pero cerrada a la realidad. Me dirigí a la puerta.

—¿Dawn? —llamó.

—Sí, madre.

—Lo siento —dijo y volvió a cerrar los ojos.

—Yo también, mamá —contesté—. Yo también.

Toda mi vida, pensé al bajar la escalera, he sido gobernada por acontecimientos fuera de mi control. De niña, de bebé, de jovencita, siempre había dependido de adultos y había tenido que hacer lo que querían que hiciese, o, como acababa de aprender, aceptar lo que querían que fuera hecho conmigo. Sus decisiones, sus acciones y sus pecados eran los vientos que me llevaban de un sitio a otro. Incluso aquéllos que me querían de verdad podían volverse e ir a determinados lugares. Lo mismo rezaba para Jimmy y ciertamente para Fern. Los sucesos que habían empezado aun antes de nuestros nacimientos, ya habían dispuesto qué y cómo seríamos.

Pero ahora, toda la tragedia de los últimos meses cayó como una avalancha sobre mí: la muerte de Madre, el que hubiesen metido a Padre en la cárcel, ver deshacerse lo que yo consideraba que era mi familia, los continuos intentos de Clara para hacerme daño, la violación de Philip, la huida de Jimmy y su captura, y el enterarme de la verdad. Me encontraba como alguien que se ve atrapado en medio de un huracán que lo hace girar. Ahora, como una bandera que repentinamente se ve sacudida en una violenta ráfaga y es arrancada de las cuerdas que la amarran al mástil, giré sobre mis tacones, salí disparada hacia el vestíbulo del hotel, con la cabeza alta, la mirada fija al frente, sin mirar ni a izquierda ni a derecha, sin ver a nadie más, y sin oír ninguna voz.

Mi abuela estaba sentada en un sofá en el vestíbulo, con un pequeño grupo de huéspedes a su alrededor, que escuchaban atentamente todo lo que decía. Sus caras sonreían con admiración. Cualquiera que mi abuela escogía para dirigirle una palabra especial, un toque, se iluminaba como alguien que hubiera sido bendecido por un clérigo.

Algo en mi cara hizo retroceder a la gente como una ola, les hizo separarse y alejarse al acercarme. Lentamente, con su sonrisa suave y angelical aún fija en su cara, mi abuela se volvió para ver qué era lo que le había robado la atención de la gente del brillo de sus ojos y del calor de su voz. En el momento en que me vio, sus hombros se irguieron y su sonrisa desapareció, trayendo profundas sombras a su cara que, repentinamente, pareció más bien un duro caparazón.

Me detuve ante ella, con los brazos cruzados bajo mis pechos. Mi corazón latía violentamente, pero yo no quería que ella viese lo nerviosa y asustada que estaba.

—Quiero hablar contigo —declaré:

—Es de mala educación interrumpir a la gente de este modo —replicó y se volvió para regresar a sus huéspedes.

—No me importa lo que sea de buena educación o no. Quiero hablar contigo, ahora —insistí, poniendo en mi voz tanta firmeza como me fue posible. No le quité los ojos de encima para que se diese cuenta de lo decidida que estaba.

De repente se sonrió.

—Bueno —dijo a su círculo de admiradores compuesto por los huéspedes—. Veo que tenemos un pequeño asunto familiar que atender. Por favor, ¿querrá todo el mundo disculparme durante unos minutos?

Uno de los señores que estaba a su lado, se movió rápidamente para ayudarla a levantarse.

—Gracias, Thomas. —Me echó una mirada furiosa—. Ve a mi despacho —me ordenó. Yo le devolví la mirada furiosa y después me encaminé hacia allí, mientras ella continuaba dando disculpas por mi comportamiento.

Cuando entré en su oficina, miré al cuadro de mi abuelo. Tenía una sonrisa cálida y gentil. Me pregunté cómo hubiera sido el conocerle. ¿Cómo había podido soportar a la abuela Cutler?

La puerta se abrió de golpe detrás mío al entrar mi abuela como si fuera una tormenta. Sus zapatos golpearon contra el suelo de madera al pasar ante mí y después se giró violentamente, con los ojos ardiendo de rabia, y los labios delgados como la línea de un lápiz.

—¿Cómo te has atrevido? ¿Cómo te atreves a comportarte de ese modo mientras estoy hablando con mis huéspedes? Ni siquiera mis más pobres empleados, gente que viene de los ambientes más bajos y deprimentes, actúan de ese modo. ¿Es que no queda un poco de decencia en tu insolente cuerpo? —regañó. Fue como si me hubiese detenido ante una estufa de carbón, justo cuando la puerta estaba abierta y me hubiese enfrentado al ardiente fuego y al rojo calor descubierto. Cerré los ojos y retrocedí unos pasos, pero después los abrí y escupí mis palabras ante ella.

—Tú ya no puedes hablarme a mí de decencia. ¡Eres una hipócrita!

—¿Cómo te atreves? Te haré encerrar en tu habitación. Te…

—No harás nada, abuela. Sólo decir la verdad… finalmente —le ordené con firmeza. Sus ojos se agrandaron con la confusión. Con un poco de alegría, anuncié la sorpresa que le tenía preparada—. Fui a ver a Mrs. Dalton esta mañana. Está muy enferma, pero feliz por haber podido finalmente quitarse el peso de la culpa de su conciencia. Me contó lo que verdaderamente sucedió, después y antes de nacer yo.

—Esto es ridículo. No voy a quedarme aquí y…

—Después fui a ver a mi madre —añadí—. Y ella también confesó.

Mi abuela se quedó mirándome un momento. Su ira fue bajando lentamente como la llama en una estufa y después se volvió y se dirigió a su escritorio.

—Siéntate —me ordenó. Ella se sentó en su propio sillón. Me fui a la silla delante de su escritorio. Durante un largo momento, ella y yo nos contemplamos la una a la otra.

—¿De qué te has enterado? —preguntó en un tono de voz mucho más calmado.

—¿De qué crees? De la verdad. Descubrí lo del amante de mi madre y cómo finalmente la obligaste a entregarme a otros. Cómo lo arreglaste todo para que Ormand y Sally Jean Longchamp me llevasen y luego hacer ver que me habían robado. Cómo pagaste a la gente y cómo buscaste gente que te ayudase en tus planes. Cómo ofreciste una recompensa para encubrir tus acciones —dije todo seguido sin respirar.

¿Quien va a creer esa historia? —repitió con un autocontrol tan frío que me provocó estremecimientos de miedo en la columna. Agitó la cabeza—. Yo sé lo muy enferma que está Mrs. Dalton. ¿Sabías que su yerno trabaja para «Cutler’s Cove Sanitation Company»? Podía hacer que lo despidiesen mañana mismo, así de fácil —dijo haciendo chasquear los dedos—. Y si tú y yo subimos ahora, en este momento, y enfrentamos a Laura Sue con esta historia, se va a desmoronar y llorar, y dirá tonterías con tanta incoherencia que nadie comprendería ni una palabra. Lo más probable es que si yo estoy a tu lado ni siquiera pueda recordar nada de lo que te ha dicho. —Me lanzó una mirada de triunfo.

—Pero es todo cierto, ¿verdad? —le grité. Estaba perdiendo aquella firmeza, aquella confianza en mí misma que me había puesto una vara de acero en la columna. Ella era muy fuerte y estaba tan segura de sí misma, que podía defender su terreno y hacer retroceder una manada de caballos salvajes.

Se volvió hacia otro lado y permaneció callada durante un largo momento. Me volvió a mirar nuevamente.

—Pareces ser alguien al que le gusta la controversia… dándole amparo aquí a ese chico mientras lo estaba buscando la Policía. —Movió la cabeza—. Está bien, te lo diré. Sí, es verdad. Mi hijo no es realmente tu padre. Le pedí a Randolph que no se casase con esa pequeña sinvergüenza. Sabía lo que era y en qué se convertiría, pero, como todos los hombres, le hipnotizó la belleza superficial y su voz melosa y dulce. Incluso mi esposo estaba encantado con ella. Observé cómo ella movía los hombros y los deslumbraba con su risita tonta y su total desamparo —dijo, haciendo una mueca de asco con la boca—. A los hombres les encantan las mujeres desamparadas, sólo que ésta no lo era tanto como quería aparentar —agregó con una fría sonrisa en sus labios—. Especialmente cuando se trataba de satisfacer sus deseos.

»Siempre sabía lo que quería. Yo no quería que esa clase de mujer formara parte de mi familia, parte de esto…, este hotel —dijo extendiendo los brazos—. Pero discutir con hombres que están bajo el hechizo de una mujer es como tratar de detener una catarata. Si le haces frente demasiado tiempo, te ahogas.

»Así que me retiré, les advertí y luego me retiré. —Asintió recuperando su fría sonrisa—. Oh, ella simuló que quería ser responsable y respetable pero cada vez que yo le daba cualquier cosa seria para hacer, iba a Randolph a quejarse del trabajo y del esfuerzo, y él suplicaba para que fuese relevada de esto o aquello.

»Ya tenemos bastantes adornos para colgar en la pared y en el techo, le dije. No necesitamos más. Pero igualmente podía haber dirigido mis palabras a las paredes de este despacho.

»No pasó mucho tiempo antes de que comenzase a mostrar su verdadera naturaleza, coqueteando con todo el mundo que llevara pantalones. ¡No había forma de detenerla! ¡Era asqueroso! Traté de decírselo a Randolph, pero él estaba tan ciego respecto a eso como a todo lo demás. Cuando un hombre está tan deslumbrado por una mujer como él estaba, es lo mismo que si hubiese estado mirando directamente al sol. Después de eso, no ve nada.

»Así que cedí y naturalmente, como sin duda ya sabrás, tuvo un lío y se encontró con problemas. Yo podía haber echado a la pequeña sinvergüenza entonces. Debí de haberlo hecho —añadió con amargura—. Pero… quise proteger a Randolph y a la familia y a la reputación del hotel.

»Lo que hice, lo hice por el bien de todos y por el hotel y la familia, porque son uno y lo mismo.

—Pero Padre… Ormand Longchamp…

—Él aceptó el trato —dijo ella—. Sabía lo que estaba haciendo.

—Pero tú le dijiste que todo el mundo lo quería así, ¿no es verdad? Creyó que estaba haciendo lo que Randolph y mi madre deseaban, ¿verdad? ¿No es así? —perseveré cuando no me respondió.

—Randolph no sabe lo que quiere, nunca lo ha sabido. Siempre tomé las decisiones correctas por él. Casarse con ella —me dijo inclinándose sobre el escritorio—. Es la única vez que él ha ido en contra de mis deseos y mira cómo ha resultado.

—Pero Ormand creía…

—Sí, sí, él lo pensó, pero le pagué generosamente y evité que la Policía lo encontrase. Fue culpa suya si lo cogieron. Debió quedarse más al Norte y no haber venido jamás a Richmond.

—Pero él no merece estar en la cárcel —insistí—. No es justo.

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