Aurora

Aurora


2. Tierra a la vista

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Un día que pasó a solas en las pampas, acompañada por dos perros pastores y un rebaño de ovejas, Euan se presentó ante ella, salido de la hierba alta que bordeaba el río pantanoso que discurría a trompicones por el bioma.

Ella lo abrazó (él le llegaba a la altura de la barbilla), y luego lo apartó de sí.

—¿Qué estás haciendo aquí? —quiso saber.

—¡Podría hacerte la misma pregunta! —Su sonrisa casi era de desprecio, pero había demasiada alegría en ella para considerarla así—. Pasaba por aquí, y pensé que te gustaría visitar algunas partes de la nave que no podrás ver durante tu peregrinaje.

—¿Qué quieres decir?

—Podemos acceder al Radio 2 desde la esclusa oeste —explicó el joven—. Si me acompañas y la subimos, puedo mostrarte toda clase de lugares interesantes. He superado las escotillas del anillo interior. Incluso podría llevarte por la columna hasta Sonora, para que pudieras saltarte la Pradera. Eso sería una bendición. Y podemos hacerlo sin llamar mucho la atención de la gente.

—A mí me gusta esta gente. Eso por no mencionar que llevamos el chip —le recordó Freya—. Así que no sé por qué dices que puedes escurrirte sin ser visto.

—Tú siempre llevas chip, yo no —replicó Euan.

—No te creo.

—No importa que lo hagas o no, sigo pudiendo mostrarte cosas que nadie puede.

Eso era verdad, tal como había demostrado anteriormente.

—Cuando esté lista para partir —dijo Freya.

Euan extendió los brazos para abarcar las pampas con un gesto.

—¿Quieres decir que no lo estás ya?

—¡No!

—De acuerdo, volveré dentro de un tiempo. Apuesto a que entonces estarás lista.

De hecho a Freya le encantaban Plata y sus gentes, la reunión nocturna en la plaza para cenar al aire libre y pasar parte de la noche charlando allí, sentados a las mesas bajo los cordeles de luces blancas y de colores. Una banda modesta tocaba música en un rincón, cinco ancianos que rascaban el violín y le daban a la zambomba para interpretar tonadas alegres que algunas parejas aprovechaban para bailar, pasos complejos, ajenas a todo.

Pero sentía curiosidad por ver más, tal como admitió a sus anfitriones, y cuando Euan apareció de nuevo durante una de sus excursiones a las colinas, accedió a acompañarlo; pero solo después de despedirse adecuadamente de la población, lo que resultó mucho más sentimental y desgarrador de lo que había sido su despedida de la taiga. Freya lloró cuando cerraron las puertas de la cafetería, y dijo a su jefa y a su marido:

—¡Esto no me gusta! Siguen pasando cosas, llegas a conocer a la gente, y les coges cariño, se convierten en todo para ti, y entonces se supone que debes seguir adelante. ¡No me gusta! ¡No quiero que las cosas cambien!

Ambos ancianos asintieron. Se tenían el uno al otro, y a su pueblo, y sabían a qué se refería Freya, de eso se dio cuenta. Lo tenían todo, así que la entendían. A pesar de todo debía marcharse, le dijeron. Eso era la juventud. Toda edad tiene sus pérdidas, dijeron, incluso la juventud, que primero perdía la niñez, antes de perderse a sí misma. Y todas las primeras cosas son vívidas, incluidas las pérdidas.

—Tú no dejes de aprender —le dijo la anciana.

—Esto te llevará a partes de la nave donde nadie podrá seguirte el rastro —dijo Euan mientras tamborileaba en el teclado situado junto a la portezuela que había al final del radio.

No era exactamente cierto. No estaba claro si Euan creía en lo que estaba diciendo o si no eran más que palabras. Posiblemente las cámaras de a bordo y los sistemas de micrófonos, que habían sido diseñados desde un principio para mantener un registro exhaustivo de todo lo que ocurría en la nave, ampliados tras los sucesos del año 68, quedaban lo bastante ocultos a la vista para evitar las miradas incluso de quienes pudieran estar buscándolos. Lo cierto es que de generación en generación, las personas olvidan cosas que algunos habían averiguado. Por tanto, era difícil discernir la naturaleza de la aseveración de Euan: ¿error?, ¿mentira?

Fuera como fuese, tenía el código para abrir la puerta de acceso al radio, y pudo conducir a Freya hasta el Radio 2.

Subieron por la imponente escalera de caracol que recorría las paredes interiores del radio. El espacio abierto medía unos cuatro metros, con algún que otro ventanuco desde el que pudieron contemplar el oscuro espacio estrellado. Freya se detuvo ante todas para echar un vistazo fuera, asombrada ante las estrellas que atestaban la negrura, y ante las curvas de la propia nave, con su leve fulgor. Por tanto, fue un ascenso lento, pero Euan no le metió prisas. También él se asomaba por los ventanucos para ver todo cuanto podía verse.

Sobre ellos, la columna se extendía a proa en dirección a Tau Ceti. No podían apreciarse las explosiones de fusión que reducían su andadura, lo cual sin duda era una suerte para la salud de sus retinas. Alcanzaron otra escotilla sobre ellos, similar a la que habían encontrado cuando accedieron al radio, escotilla cuyo código tampoco tenía secretos para Euan.

—Esto es interesante —dijo a Freya cuando la escotilla se abrió y la empujó hacia arriba como si de una trampilla se tratara. Accedieron a una estancia pequeña y cúbica—. Aquí es donde el anillo interior interseca el radio, antes de que accedas a la columna propiamente dicha. Por lo visto, el anillo interior se utiliza principalmente para el almacenaje de combustible. Así que las salas se han ido vaciando a medida que frenamos, y disponemos de muchas más rutas abiertas de las que solíamos tener cuando veníamos. Nos hemos dedicado a explorar los anillos interiores, y encontramos modos de colarnos en los puntales que unen directamente los anillos interiores unos con otros. No incluyen aparatos de grabación.

Un nuevo error.

—Y puedes acceder al siguiente anillo interior sin tener que recorrer todo el trecho de subida a la columna. Eso podría resultar útil. La propia columna está cerrada a cal y canto…

Esto sí era cierto.

—… de manera que no podemos discernir. Así que está bien disponer de los anillos interiores y de los puntales que los unen. Es necesario conocer los recovecos y escondrijos, así como las puertas de servicio, además de qué habitaciones están vacías. Pero no dejamos de comprobarlas regularmente. De hecho, eso es lo que hacemos en este momento.

La llevó a través de una portezuela adentro del anillo interior, que no tenía un corredor propiamente dicho, sino que constaba de una serie de salas, vacías algunas de ellas, otras hasta los topes de contenedores de metal llenos, hasta tal punto atestadas que apenas había espacio para colarse y alcanzar la siguiente puerta. Las encontraron todas cerradas, pero Euan tenía todos los códigos necesarios. El anillo interior era lo bastante pequeño para que Freya comentase que tenía la impresión de moverse en círculos.

—No, es hexagonal —dijo Euan—. Hay seis radios, así que el anillo interior es un hexágono.

—Es como un laberinto móvil —comentó Freya.

—Lo es.

Concordaron en que los laberintos que había en Long Pond se habían contado entre sus pasatiempos infantiles favoritos. Intentaron razonar por qué no se habían conocido antes. Cada bioma albergaba un promedio de 305 personas, y Nueva Escocia se acercaba a ese promedio. La mayoría de la gente tenía la sensación de conocer a todas las personas con quienes convivía en el bioma. No era del todo cierto, tal como estaban descubriendo. A menudo, la tendencia o hábito se había repetido a lo largo de los años: un residente cualquiera podía reconocer cualquier rostro en el bioma, pero únicamente conocía a unas cincuenta personas. Esa era la norma humana, al menos tal como se había podido comprobar durante las siete generaciones que habían poblado la nave durante el viaje. Había quien decía que también había sido la norma en la sabana, así como en todas las culturas que habían existido.

Llegaron a una sala vacía con cuatro puertas, repartidas una por pared. Euan dijo que ese era el distribuidor al Radio 3, y su camino de vuelta al Anillo B, donde podrían salir en Sonora.

—¿Tienes buena memoria para los números? —le preguntó Euan mientras introducía el código de esa puerta.

—¡No! —exclamó Freya—. ¡Deberías saberlo!

—Lo sospechaba. —Rio—. De acuerdo, vas a tener que recordar el concepto. En este anillo, hemos programado el código de modo que sea una secuencia de números primos, una secuencia ascendente de números primos. Por tanto tenemos el segundo primo, el tercero, el quinto, y así hasta que introduzcas los siete. Recuerda este detalle y podrás hacerlo.

—U otro podrá —apuntó Freya.

Euan rio. Se volvió hacia ella y la besó, y ella respondió al beso, y se besaron un buen rato; luego se desnudaron y se tumbaron sobre la ropa, y retozaron. Ambos se sabían infértiles. Gimieron y se arrullaron. Rieron.

Después, Euan la llevó por el largo corredor descendente del Radio 3, de vuelta a Sonora. Anduvieron cogidos de la mano, y se detuvieron ante cada ventanuco por el camino para disfrutar de las vistas, riéndose de la nave, riéndose de la noche.

—La ciudad y las estrellas —proclamó Euan.

En Sonora, Freya se enteró de cómo Devi había reconstruido el sistema de extracción salina que les había permitido deshacerse del exceso de sales de los campos. Todo el mundo en Sonora quería conocer a Freya debido a las intervenciones de Devi, y a medida que transcurrieron las semanas y meses de su estancia, no solo tuvo la sensación de haber conocido, sino de haber conocido a fondo, a todas y cada una de las personas que poblaban la ciudad principal, Módena. No era así, pero noventa y ocho personas de un grupo compuesto por trescientas suele considerarse «todo el mundo». Probablemente esto sea el resultado de una combinación de errores cognitivos, especialmente los conocidos como facilidad de representación, ceguera probabilística, exceso de confianza y seguridad. Incluso quienes son conscientes de la existencia de estos errores cognitivos heredados genéticamente se muestran incapaces de evitarlos.

De día, Freya trabajaba en un laboratorio que criaba ratones para su uso en las instalaciones contiguas dedicadas a la investigación médica. Había unos treinta mil ratones blancos o sin pelo que vivían en el laboratorio, y Freya se encariñó de ellos, de sus brillantes ojos negros o de color rosa, de la continua inquietud que se demostraban unos a otros e incluso en su presencia. Aseguraba reconocerlos individualmente, y sabía en qué pensaban. Mucha gente en el laboratorio decía lo mismo. Era otra muestra de ceguera probabilística combinada con facilidad de representación.

De nuevo pasó muchas noches formulando sus preguntas sobre las esperanzas y miedos de la gente. El resultado en Sonora fue muy parecido al registrado en La Pampa. Como en Plata, se encargaba de la última limpieza del comedor, lo cual explicó era una de las mejores maneras de conocer a mucha gente. Hizo, también, amistades, que la acogieron con calidez; pero ahora, tal vez de resultas de sus anteriores experiencias, parecía mostrarse más reservada. Evitó entrometerse en las vidas de estas personas como si fuera a convertirse en un familiar más y a quedarse allí para siempre. Dijo a Badim que había aprendido que cuando llegaba la hora de seguir su camino, le dolía más si se había estado planteando quedarse, y no solo le dolía a ella, sino a quienes había tratado.

En la pantalla, Badim asintió con la cabeza cuando le dijo esto. Le sugirió mantener un equilibrio, haciendo ambas cosas. Le aseguró que la clase de dolor que decía experimentar no era un mal dolor, y que no debía evitarlo.

—Recibes lo que das, y no solo eso, dar es, de hecho, recibir. Así que no te reprimas. No mires mucho atrás ni adelante. Limítate a estar donde estés. Solo se vive en el presente.

En el Piamonte le contaron cómo en una ocasión Devi había salvado las cosechas, evitando que sufrieran un rápido declive que ella había identificado como una especie concreta de reacción del fértil suelo del bioma ante la corrosión del aluminio. Devi había ordenado aplicar una capa en todo el aluminio expuesto con aerosol de diamante, de modo que las superficies dejaron de constituir un problema. Por tanto, también allí era Devi popular, y de nuevo la gente quería conocer a Freya.

Esa fue la tónica habitual a medida que recorrió los biomas del Anillo B. Allá donde fue descubrió que su madre, la gran ingeniera jefe, había efectuado una intervención crucial, hallando solución a complicaciones que habían acuciado a los residentes. A Devi se le daba bien resolver problemas, dijo Badim cuando Freya lo mencionó; su método consistía en desandar varios pasos lógicos y abordar la situación desde un nuevo punto de vista en el que nadie había reparado aún.

—A menudo se llama evitar la aquiescencia —le explicó Badim—. La aquiescencia supone aceptar el marco de un problema, y trabajar en él en las condiciones que imponga el marco. Es una especie de economía mental, pero también una especie de pereza. Y ya sabes que Devi no tiene esa especie de pereza. Siempre cuestiona el marco del problema. La aquiescencia no forma parte de su modo de obrar.

—No. Definitivamente no.

—Pero no se te ocurra decir que esto es pensar fuera de la estructura —advirtió a Freya—. Odia esa expresión, sería capaz de decapitar a quien se la mencione.

—Porque nosotros vivimos dentro de una —aventuró Freya.

—Exacto. —Badim rio.

Freya no rio. Se mostró pensativa.

Freya aprendió durante los meses de duración del

wanderjahr que, aunque la nave no contaba con un ingeniero jefe nombrado formalmente, era como si lo tuviera. Muchos años antes de que Freya iniciase su peregrinaje por los anillos, Devi había saltado de un bioma a otro, solventando problemas, o incluso prediciéndolos cuando situaciones concretas le sugerían la posibilidad de que surgieran, basándose en su experiencia en otro lugar. Nadie conocía la nave mejor que ella. Eso decía la gente.

Era cierto. De hecho, era mucho más cierto de lo que nadie sospechaba. Devi no compartía sus conversaciones con la nave, las cuales habían conformado el núcleo de su maestría. Nadie estaba al corriente de esta relación, puesto que no hablaba de ella. Badim y Freya tan solo la entreveían, ya que a menudo dormían cuando Devi conversaba con la nave. Tenía la naturaleza de una relación privada.

Freya continuó trabajando y después marchándose, aprendiendo todo lo que podía por el camino. Vivió en las copas de los árboles en el bosque nuboso de Costa Rica, y ayudó a los arbolistas, y fue admirada por su altura y la longitud de sus brazos. Hizo sus preguntas y tomó nota de las respuestas. En Amazonia volvió a buscar la compañía de arbolistas, después de haber disfrutado de ella en Costa Rica, pero allí eran más bien arbolistas de árboles frutales, ya que cultivaban un amplio abanico de frutas y frutos secos que se habían adaptado a la ecozona de bosque lluvioso tropical, la más cálida y húmeda a bordo. Conciliaban esa clase particular de agricultura con las plantas y animales más salvajes.

Mucho más fría era Olympia, un bosque lluvioso templado, oscuro bajo los altos árboles de hoja perenne, lleno de colinas y de gargantas pronunciadas. Decía la gente que allí era donde se congregaban los cinco fantasmas, y de noche era un lugar realmente tenebroso, con el viento en las pinochas y el canto de los búhos nivales. Allí la gente se reunía en torno a estufas en los comedores, y tocaban música en compañía hasta bien entrada la noche. Freya se sentaba en el suelo y escuchaba a estos círculos musicales, a veces tocando una melodía cuando un sonido agitanado parecía encajar en el tema; en otras ocasiones cantaba, era otra forma de socializar sin entrometerse, una obra de arte comunitaria que desaparecía en el preciso instante de su creación.

Uno de los guitarristas y cantantes de estos círculos musicales era un joven llamado Speller. A Freya le gustaba su voz, su alegría, el modo en que conocía la letra de lo que parecían centenares de canciones. Siempre era uno de los últimos que dejaban de tocar, y siempre animaba al resto a tocar hasta bien entrada la noche, incluso hasta el desayuno. «¡Más tarde ya habrá tiempo de dormir!». Su alegre sonrisa volvía acogedoras incluso las lluvias de invierno, tal como explicó Freya a Badim. Comía con él, y hablaba con él de la nave. Él la animaba a ver todo cuanto pudiera, pero, al menos mientras estuviera en Olympia, debía trabajar con él. El trabajo tenía que ver con ratones, así que ella quería intentarlo. Trabajó en el laboratorio de ratones que suministraba al programa de investigación de Speller, y también se encargaba de la limpieza del comedor. Dormía arriba y tenía una ventana con un tejadillo cubierto de musgo que goteaba constantemente. Speller le enseñó los conceptos básicos de genética, los principios iniciales de los alelos, de los dominantes y los recesivos, y mientras le dibujaba las cosas, y ella las dibujaba también, parecía recordar más de lo que había aprendido. Speller consideraba que era muy buena aprendiendo.

—Es posible que no se te dieran bien los números —sugirió—. No veo por qué aseguras que se te dan tan mal estas cosas. A mí me parece que no tienes ningún problema. Todos concebimos los números de forma distinta. A mí tampoco me entusiasman. Es uno de los motivos de que me dedicara a la biología. Me gusta ver imágenes en la cabeza, y en pantalla. Me gusta que las cosas sean simples. Claro que la genética se vuelve compleja, pero al menos la matemática se limita a un área. Y al menos mientras permanece allí, puedo seguir contemplándola.

Freya asentía cuando le oyó decir eso.

—Gracias —dijo—. De veras.

Él la miró a los ojos y luego le dio un abrazo. Estaba emparejado con una música del grupo, y habían solicitado permiso al consejo infantil para tener descendencia; al abrazar a Freya con la cabeza hundida bajo su barbilla, no parecía tener el menor interés en nada que fuese más allá de la amistad. Eso se estaba volviendo poco habitual en su vida.

Partir de Olympia supuso haber dado la vuelta entera al Anillo B, y de vuelta al Fetch explicó a Badim que tenía la sensación de que apenas acababa de empezar. Tenía un método, decía, y también quería dar la vuelta al Anillo A, dedicarse a cualquier cosa de día, trabajar en el comedor de noche, y hacer de socióloga aficionada como de costumbre. Quería conocer y hablar con todas las personas que habitaban en el anillo.

Buena idea, dijo Badim.

Así que anduvo el Radio 5 en B hasta la columna, donde tenía permiso para acceder al túnel de tránsito, se adentró en la microgravedad del túnel, desplazándose de saliente en saliente hasta alcanzar el distribuidor del radio que daba al Anillo A. De allí pasó de largo el compartimento móvil que le hubiese permitido ahorrarse ese trecho, de modo que notó en sus propios músculos cuán separados estaban los anillos; no le pareció que fuese mucho, más o menos la longitud de un bioma. Bajó por el Radio 5 de A hasta Tasmania, y se asentó en un poblado costero llamado Hobart, otro pueblo dedicado a la pesca del salmón. Conocía bien esa clase de trabajo manual, así que se dedicó un tiempo a ello, junto al empleo en el comedor, y de nuevo conoció gente y tuvo ocasión de grabar sus relatos y opiniones. Ahora era algo más exhaustiva y organizada; tenía hojas de cálculo, bases de datos, gráficas, y sacaba partido de ellas, aunque al no haber concebido hipótesis, su estudio resultaba algo vago, y era muy posible que únicamente resultase de utilidad integrado en un estudio ajeno. Podía ser de utilidad a la nave, por ejemplo.

La gente seguía encantada de conocerla, y también ellos compartieron sus relatos de las brillantes hazañas de las reparaciones efectuadas por Devi. Tampoco a ellos les gustaba tener que llevar una vida tan encorsetada por las normas, las restricciones y las prohibiciones. También anhelaban llegar al nuevo mundo, donde podrían extender las alas y echar a volar. No faltaba mucho ya.

Seguidamente, Europa del norte, seguida por los asombrosos acantilados del Himalaya; las granjas del Yangtsé; Siberia; Irán, donde Devi había localizado en una ocasión una fuga en el fondo del lago que nadie había sido capaz de encontrar; Mongolia, las Estepas, los Balcanes, Kenia, Bengala, Indonesia. A lo largo de sus viajes, decía a Badim que el Viejo Mundo parecía más colonizado, más poblado, lo cual no era verdad, pero posiblemente su proyecto, y el modo en que deliberadamente intentaba conocer a todos los habitantes del bioma, le hacían pensar de ese modo. También solía ceñirse a las poblaciones, y trabajar en los comedores y laboratorios, por tanto rara vez lo hacía en los campos.

A medida que hizo más y más preguntas, las formulaba mejor, hasta tal punto que no efectuaba sesiones de entrevistas, sino conversaciones. Estas sonsacaron más información, más sentimientos, suscitaron una mayor intimidad; pero también resultaron más y más complejas de circunscribir a una gráfica. Seguía sin concebir una hipótesis, no llevaba a cabo suficiente investigación; tan solo le interesaba conocer gente. Era pseudosociología, pero el contacto era real. Como había sucedido en anteriores ocasiones, la gente se encariñó de ella, quiso que se quedara, quiso que pasara tiempo en su compañía.

Y que tuviese relaciones con ellos. Freya a menudo aceptaba. Puesto que todo el mundo era estéril, exceptuando a quienes habían obtenido el aprobado para el periodo de gestación, las relaciones de esa clase eran a menudo casuales, ya que no tenían consecuencias reproductoras. Si las conexiones emocionales con el acto habían cambiado también era una pregunta que solían hacerse, y que de hecho a menudo comentaban. Pero no parecían capaces de alcanzar conclusiones en firme. Era una situación fluida, generación tras generación, que no obstante siempre suscitaba interés.

Tienes que andarte con ojo, le advirtió en una ocasión Badim. Te marchas y dejas a tu paso un camino sembrado de corazones rotos. Me llegan noticias al respecto.

No es culpa mía, decía Freya. Vivo el momento, como me dijiste que hiciera.

Una noche, sin embargo, uno de esos encuentros adquirió tintes extraños. Conoció a un hombre mayor que le prestó mucha atención, trabó conversación con ella, la sedujo y pasaron la noche en su habitación, copulando y charlando. Luego, mientras el sistema de luz solar iluminaba el extremo oriental del techo, llevando a los Balcanes la «rosada aurora», se sentó a su lado y pasó la mano por su estómago.

—Soy la razón de tu existencia, chica.

—¿A qué te refieres?

—Sin mí tú no existirías. A eso me refiero.

—Pero ¿cómo?

—Estuve con Devi, de jóvenes. Fuimos pareja, en el Himalaya donde ambos trabajábamos y ascendíamos a las alturas. Íbamos a casarnos. Yo además quería tener hijos. Pensé que ese era el motivo de casarse, y además la amaba y quería ver cómo podíamos obrar en ese sentido. Contaba con todos los permisos habidos y por haber, había hecho los cursos y eso. Soy algo mayor que ella. Pero ella no dejaba de decir que no estaba preparada, que no sabía cuándo lo estaría, que tenía mucho trabajo, que no estaba segura de si alguna vez estaría lista. De modo que peleábamos a menudo por ello, incluso antes de casarnos.

—Puede que no fuese el momento adecuado —dijo Freya.

—Puede. En fin, habíamos discutido cuando se marchó de vuelta a Bengala, y para cuando logré llegar allí, me dijo que todo había terminado entre ambos. Había conocido a Badim, y se casaron al año siguiente, y poco después me enteré de que tú habías nacido.

—¿Y?

—Pues que creo que le di la idea. Creo que le puse la idea en la cabeza.

—Es raro —dijo Freya.

—¿Te lo parece?

—Sí. No estoy segura de que dormir juntos haya sido buena idea. Eso es lo raro.

—Fue hace mucho tiempo. Sois personas distintas. Además, me dio por pensar que sin mí tú no existirías, así que quería hacerlo.

Freya negó con la cabeza.

—Eso es raro.

—Todas las mujeres de a bordo soportan la presión de tener al menos un hijo —dijo el hombre—. Si son dos, mejor. La tasa de sustitución se sitúa en torno a dos coma dos hijos por mujer, y aquí la política consiste en mantener una población constante. Así que si una mujer se niega a tener dos, otra mujer deberá tener tres. Eso da pie a mucho estrés.

—Estrés que no he experimentado —admitió Freya.

—Lo harás. Y cuando suceda, quiero que pienses en mí.

Freya apartó la mano, se levantó y se vistió.

—Lo haré —dijo.

Afuera se despidió del hombre a la luz matinal, y anduvo hasta la Plaza de la Constitución, en Atenas, donde tomó el tranvía a Nairobi.

Cuando se apeó del tranvía, Euan la esperaba, atento, en un quiosco situado en un rincón.

Echó a correr hacia él y lo abrazó, besándole la frente. A ella debía parecerle normal que todo el mundo fuese más bajito.

—Me alegro tanto de verte —dijo—. Acaba de pasarme algo muy raro.

—¿De qué se trata? —preguntó él, alarmado.

Mientras caminaban fuera de la ciudad, hacia la sabana, donde Euan había trabajado durante varias estaciones, ella le contó lo sucedido y lo que le había confesado aquel hombre.

—Eso es muy raro —dijo Euan cuando ella hubo terminado—. Vamos a darnos un baño para que desaparezca el menor rastro de las manos de ese tipo de tu enorme y precioso cuerpo. Creo que necesitas tener las huellas de otra persona en tu piel cuanto antes, y aquí me tienes, ¡dispuesto a servirte!

Ella se rio de él, y se dirigieron hacia un arroyo que conocía Euan.

—Si Devi nos descubre, me pregunto qué sería capaz de hacer —dijo Freya.

—Olvídalo —le aconsejó Euan—. Si todo el mundo supiera todo lo que todos hemos hecho aquí, sería un lío. Es mejor olvidar y pasar página.

Devi: Nave, describe otra cosa. Recuerda que hay otros. Cambia de foco.

Aram y Delwin visitaron la pequeña escuela en Olympia, en un típico día lluvioso. Estaba ubicada en terreno montañoso, en un punto elevado próximo al sistema de luz solar. Había postes totémicos delante de la escuela. También piedras de los ancestros, como en Hokkaido.

Dentro se reunieron con el director del centro, un amigo suyo llamado Ted, quien los condujo a una sala llena de sofás, con un ventanal enorme donde se proyecta un paisaje lluvioso, todo uves y equis en afluentes recombinados que difuminaban el verde paisaje exterior.

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