Atlantis

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Segunda parte » Capítulo 14

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Capítulo 14

Después de hablar con Conners por teléfono vía satélite, Foreman se quedó mirando el mapa electrónico de la parte delantera del centro de operaciones, y observó los distintos símbolos en movimiento que representaban las fuerzas militares que el Pentágono estaba reuniendo. El Wyoming se acercaba a la puerta del Triángulo de las Bermudas, y otros aviones y barcos se dirigían a los vértices donde la actividad era más fuerte. Parte de la Séptima Flota rodeaba el extremo sur de Vietnam para estacionarse en el golfo de Tailandia.

Pero aún no se había elaborado ningún plan. Todos estaban recuperándose del fracaso de la misión del Thunder Dart para detener la propagación. Habían lanzado contra esa amenaza el equipo tecnológicamente más avanzado del país, y habían sido derrotados. Habían rescatado al piloto del Thunder Dart, pero la aeronave de 2,2 billones de dólares había sido aplastada como una mosca.

Pero no sólo era Estados Unidos. Foreman había estado en contacto con sus homólogos rusos y japoneses. Los rusos habían utilizado un satélite de búsqueda y destrucción para eliminar uno de sus propios satélites de comunicaciones que había caído en poder de la propagación. El resultado había sido un satélite de búsqueda y destrucción arrasado por el resplandor dorado. La marina de guerra japonesa había enviado su destructor más moderno a la puerta más próxima, en medio del mar del Diablo, y no había vuelto a saber nada de él.

Foreman echó un vistazo a su tablero de comunicaciones. La luz que indicaba la comunicación con Sin Fen estaba apagada. Ya le había transmitido la interpretación de Beasley sobre los bajorrelieves de la torre de vigilancia, que ella había recibido a través de Dane.

Mientras observaba, parpadeó otra luz y sonó un pitido. Se echó hacia adelante y apretó un botón.

—Aquí Foreman.

—¿Y ahora qué, señor Foreman? —El presidente no perdió tiempo en saludar—. Hasta ahora hemos perdido el Bright Star, el Thunder Dart y uno de nuestros satélites MILSTARS.

Foreman no respondió.

—Mi equipo de científicos confirma la propagación de las ondas electromagnéticas y de la radiación —continuó el presidente—. He hablado con el presidente ruso y confirma en parte lo que usted me ha dicho. Están investigando Chernobyl y el lago Baikal, pero no saben mucho más. También tengo informes de la NSA de que los rusos han perdido uno de sus satélites al enfrentarse a esta amenaza. Necesito otras alternativas.

—Mis hombres se disponen a entrar en la puerta de Angkor —respondió Foreman.

—¡Maldita sea! —estalló el presidente—. Según las lecturas que estoy recibiendo, en menos de doce horas morirán muchas personas en las proximidades de esas puertas.

—No tengo nada más que añadir a lo que ya le he dicho, señor —repuso Foreman—. En cuanto averigüe algo de lo que ocurre al otro lado de la puerta de Angkor, me pondré en contacto con usted.

—Eso no es suficiente.

—Le llamaré, señor —dijo Foreman. No añadió que temía que fuera demasiado tarde.

La comunicación se cortó.

***

—Todo listo —dijo Carpenter, sosteniendo en alto un manguito de plástico verde—. Ésta es la espoleta. Tendremos cinco minutos. —Un cable azul se extendía de la espoleta a los cuatro paneles del suelo, donde Carpenter lo había conectado a dos explosivos C-4 de noventa gramos colocados contra la parte superior del tabique del depósito de combustible central.

—Muy bien —dijo Ariana. Llevaba una pistola de 9 milímetros en una mano y una pequeña mochila al hombro.

Ingram sujetaba a Hudson del brazo derecho, ayudándole a sostenerse de pie. Todos estaban junto a la puerta de emergencia situada sobre el ala derecha. O donde había estado el ala derecha, se dijo a sí misma Ariana.

—Saldremos por la puerta y bajaremos por la rampa de emergencia, que se inflará. —Miró las caras que la rodeaban. Carpenter permanecía impasible. Ingram parecía asustado, pero firmemente resuelto. Hudson sólo estaba asustado—. Adelante. —Agarró la palanca de la puerta de emergencia y la empujó.

Con un fuerte ruido de succión, la puerta se abrió de par en par. Se oyó un sonoro siseo y la rampa de emergencia amarilla se extendió y se infló rápidamente.

Ariana echó un vistazo. Era de día, pero sólo una débil luz grisácea penetraba la niebla. Alcanzó a ver los troncos de los árboles astillados debajo del avión y el comienzo de la espesa selva a sólo tres metros del costado del avión. No se veía nada más allá de seis metros.

—¡Vamos! —gritó a Hudson e Ingram.

Los dos hombres se dejaron caer por la rampa y desaparecieron. Ariana se volvió hacia Carpenter.

—Adelante.

La mujer negra tiró de la espoleta, la comprobó e indicó con el pulgar que todo iba bien. A continuación pasó por su lado y se deslizó por la rampa.

Ariana echó un último vistazo al interior del avión y a los cuerpos cubiertos de sábanas y chaquetas, y en ese momento se dio cuenta de que su padre debería haber tenido más cuidado con los costosos ordenadores y el resto del equipo que estaban a punto de destruir. Se deslizó por la rampa.

***

Dane sintió el agua fría en sus piernas y se detuvo. La niebla de la otra orilla era más espesa de lo que recordaba. Sólo veía lo que había a unos pocos palmos de distancia, pero no eran sus ojos los que lo prevenían. Como los latidos continuos de un corazón, en su cerebro palpitaba una advertencia, diciéndole que se mantuviera alerta, que fuera cauto, pero, a diferencia de hacía treinta años, instándolo al mismo tiempo a continuar, a adentrarse en la niebla.

Miró por encima del hombro. Freed, Beasley y los cuatro canadienses estaban justo detrás de él. Siguió avanzando a través del río. A llegar a la otra orilla, salió sin mirar atrás y se vio envuelto en la niebla.

***

El helicóptero aterrizó suavemente en medio del follaje destrozado. Sin Fen bajó con los motores todavía en marcha. Se acercó al borde del claro y miró hacia el oeste, pero con los ojos cerrados. Chelsea se sentó a su lado, meneando la cola y con la lengua fuera.

Sin Fen intentó alcanzar a Dane. Lo sintió, sintió su esencia, pero era intermitente y supo que estaba entrando en la puerta. Sintió el agua del río que acababa de cruzar y logró captar imágenes de su mente; había hablado con Flaherty por radio.

Se concentró en un mensaje para enviárselo:

Escucha las voces de los dioses.

Chelsea empezó a ladrar, mirando hacia el este. Sin Fen se volvió en esa dirección. Un helicóptero Huey los sobrevoló a poca altura y aterrizó junto a su helicóptero.

Se bajaron de un salto seis hombres, con las armas listas. Eran blancos, con uniformes de rayas y una expresión dura que hablaba de muerte y dolor. Los vio acercarse a Michelet, que la señaló.

Se acercaron a ella, seguidos por Michelet. Ella percibió en todos ellos amenaza, pero le costaba separar los pensamientos de cada uno.

—No haga ninguna tontería —advirtió Sin Fen.

—Eres la zorra de Foreman —replicó Michelet—. Él ha montado todo esto.

—Le dio suficiente información para que desistiera de sus propósitos —repuso Sin Fen—. Fue usted quien puso a su hija y a la tripulación en peligro.

—Es un manipulador mentiroso —respondió Michelet, haciendo un gesto de negación.

—¡Oh, eso sí que es irónico! —exclamó Sin Fen, echándose a reír.

Percibió movimiento con el rabillo del ojo. Uno de los hombres de rayas levantó algo que tenía en la mano y una pequeña pieza de metal salió destellando hacia ella. Sin Fen bajó la vista hacia el pequeño dardo de metal que se quedó incrustado en su chaleco. Se concentró en el hombre que sostenía el arma. Éste retrocedió tambaleante y dejó caer el arma sin apretar el gatillo, llevándose las manos a las sienes.

Otro de los hombres disparó su pistola anestesiante y el dardo alcanzó a Sin Fen en la espalda. Era más rápido y apretó el gatillo mientras ella se volvía.

Sin Fen se quedó rígida a causa de la corriente eléctrica que la recorrió, el mundo se quedó a oscuras y cayó desplomada al suelo. Chelsea gimió y entró corriendo en la selva.

El jefe de los mercenarios se detuvo junto a Sin Fen y miró a Michelet, que señaló el barranco en el lado norte del campamento.

—Atadla y arrojadla allí. Que los animales acaben con ella.

El cabecilla hizo una seña a dos de sus hombres, y éstos sacaron una cuerda y empezaron a atar a Sin Fen.

—¿Y Syn—Tech? —preguntó Michelet.

—Estamos en ello, señor. Estoy coordinado con los camboyanos para ocuparme del asunto.

—¿Cuánto me va a costar esa coordinación?

—Doscientos mil.

Michelet se dirigió al centro de la zona de aterrizaje, entre los dos helicópteros, y miró hacia el oeste con los brazos en las caderas.

—Nadie que juegue conmigo sale impune. Nadie.

El jefe de los mercenarios se quedó mirándolo sin hacer ningún comentario.

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