Atlantis

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Segunda parte » Capítulo 16

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Capítulo 16

—La marina de guerra y las fuerzas aéreas están desviando los barcos y aviones de la zona del Triángulo de las Bermudas —dijo Foreman por el micrófono del teléfono vía satélite.

—Si esto sigue creciendo, tendrán problemas para mantenerlo en secreto. —La voz de Conners era tensa—. La puerta del Triángulo de las Bermudas alcanzará en seis horas la costa de Florida.

Foreman no sabía quién era esa mujer, pero llevaba cincuenta años enfrentándose él solo a la pesadilla de las puertas.

—Los japoneses están a punto de revelarlo a la prensa. Están obligando a su flota de pescadores a alejarse de la puerta del mar del Diablo en expansión, pero eso constituye un enorme problema logístico. Los pescadores exigen una explicación. —Rio con amargura—. Lo irónico del caso es que, aunque lo hagan público, seguirán sin poder dar una explicación.

—De acuerdo con mi mapa y las gráficas de la propagación, algunas de estas puertas acabarán muy pronto con la vida de muchas personas. Los niveles de radiación son bastante altos.

Foreman profirió un profundo suspiro.

—Lo sé… —Se interrumpió cuando en su consola parpadeó otra luz—. Debo dejarla ahora.

—¡La puerta de Angkor se está activando! —exclamó Conners antes de que él cortara la comunicación—. ¡Hay una oleada de radiactividad en el sector oriental!

—Espere —dijo Foreman. Apretó un botón para abrir otra línea y ordenó—: Hable.

Una voz salió retumbando del altavoz, y Foreman supo por el tono inconfundible que procedía de un submarino que transmitía en ULF u ondas de ultra baja frecuencia a través del agua.

—Aquí el capitán Rogers del Wyoming. Tenemos una situación de crisis.

***

Rogers no hizo caso de la reacción del comandante Sills ante su última transmisión de radio. Una «situación de crisis» restaba importancia a lo que estaba ocurriendo. Se habían disparado las alarmas y la tripulación corría a sus puestos de combate.

—Voy a pasarle con nuestro centro de operaciones —añadió Rogers—. Ahora mismo estoy un poco ocupado para explicárselo con pelos y señales. —apretó un interruptor. Luego ordenó a su timonel—: Timón a estribor a toda máquina.

—A la orden, señor. Timón a estribor a toda máquina.

—¿Estado de la situación? —preguntó mirando a Sills, que estaba pendiente de un indicador.

—La radiación exterior aumenta.

Rogers miró la placa de radiación que llevaba en la camisa.

—¡Más potencia! —gritó al suboficial de marina encargado de la sala de máquinas del submarino.

—Estamos navegando a toda máquina, señor.

—¿Estado? —preguntó Rogers a Sills.

—La radiación exterior sigue aumentando, señor. Muy por encima de los límites de seguridad.

Rogers volvió a mirar a Sills, que parecía preocupado.

—¡Maldita sea! Ha sobrepasado el rojo, señor.

Rogers cerró los ojos. Bajó la mano y arrancó la cinta adhesiva de su placa de radiación. La línea inferior estaba roja. Todos los que se hallaban en la sala de control lo miraban fijamente. Cogió el micrófono que le ponía en contacto con Foreman.

—Estamos en alarma roja, de proa a popa. Todos muertos. Todavía no lo estamos, pero lo estaremos.

Foreman escuchó el informe de Rogers. No había nada que decir. Se sobresaltó al oír una voz por el altavoz; había olvidado que había dejado abierta la línea con la NSA.

—Eso es lo que va a ocurrir pronto en tierra —dijo Conners.

—Lo sé. —Foreman echó un vistazo a varios de los mensajes que habían recibido sus operadores—. Los japoneses han perdido un avión de reconocimiento hace diez minutos. Ha desaparecido. Sabe Dios qué está pasando a los rusos. Han perdido el contacto con su centro de observación próximo a Chernobyl.

—Es el principio del fin, ¿verdad?

Foreman no tuvo nada que añadir.

***

Chelsea oyó los helicópteros cerca del lugar del que había huido y se detuvo a olfatear. Había tantas cosas nuevas para ella en ese extraño lugar, tantos olores, escenas y ruidos raros.

A pesar de su tamaño, se movía con sigilo. Con el morro pegado al suelo, avanzó por la jungla, acercándose al ruido y a los olores de los humanos, y al lugar donde había visto por última vez a esa agradable joven, buscando el olor que recordaba.

***

Entre las cuatro estatuas gigantescas que obstruían el paso había tres túneles. Ariana los miró fijamente.

—¿Cuál? —preguntó Ingram.

—Esto no me gusta —murmuró Carpenter.

Las estatuas de cada flanco se fundían con las paredes de piedra del cauce seco y sus brazos se tocaban, de modo que debajo de las grandes manos las cavidades tenían cinco metros de alto y metro veinte de ancho, y desaparecían en la oscuridad. Todas estaban cubiertas de follaje, restringiendo aún más la visibilidad.

—Creo que la del centro —dijo Ingram.

—No sé —respondió Ariana. Estaba muy preocupada. Veía los ojos de las estatuas, a más de veinte metros por encima de ella. La piedra pintada de rojo brillante apenas se veía a través de la niebla que se arremolinaba.

Los tres volvieron la cabeza cuando el tronco de un árbol partiéndose hendió el aire. A continuación Ariana reconoció el ruido de algo que se acercaba deslizándose.

—¡Mierda! —exclamó Ingram. Se volvió y echó a correr hacia el túnel del centro. Ariana y Carpenter lo siguieron cuando el ruido se hizo más fuerte y cayeron otros árboles.

Ingram ya había entrado en el túnel, cuando de pronto tropezó y cayó de rodillas. Profirió un breve grito y miró por encima del hombro, y en ese preciso momento el techo se desplomó. El bloque de piedra llenó completamente el túnel e Ingram desapareció; el único indicio de su muerte fue la sangre roja que se filtró por debajo de la piedra pulcramente cortada.

Ariana y Carpenter retrocedieron un paso cuando la sangre llegó a sus pies. Ariana se obligó a reaccionar y agarró a Carpenter del brazo.

—Vamos.

Echaron a correr hacia las estatuas. El ruido se oía mucho más fuerte, en algún lugar próximo en la niebla.

—¿Izquierda o derecha? —preguntó Ariana a Carpenter.

—¿Qué te hace pensar que uno de los dos funcionará? —preguntó Carpenter.

—O cruzamos o esperamos a eso. —Ariana señaló en dirección al ruido producido por algo que seguía deslizándose. Ahora se oía también el siseo.

—Izquierda —dijo Carpenter—. La gente suele ir a la derecha cuando se pierde en el bosque, de modo que si podemos escoger, debe de ser la izquierda.

A Ariana no le convenció el razonamiento, pero no había tiempo para discutir. Juntas rodearon la base de la estatua y se adentraron en la cavidad. Se detuvieron y se miraron antes de cruzar el túnel a todo correr.

***

—¡Santo cielo! —exclamó Beasley.

Estaban en el borde de la alta cordillera de montañas que se extendía a izquierda y derecha hasta desaparecer en la niebla. El terreno que tenían ante ellos descendía, y en esa dirección no había niebla por primera vez desde que cruzaran la puerta de Angkor. Dos kilómetros más adelante, de la cima de una montaña escarpada salía un haz de luz dorada que se elevaba unos ciento cincuenta metros por encima de sus cabezas hasta fundirse con el cielo oscuro que se arremolinaba. Pero pudieron ver que la «montaña» era artificial, una enorme y escarpada pirámide de piedra intrincadamente tallada y cubierta de una espesa capa de vegetación. Y al pie de la montaña se hallaban los restos de una ciudad amurallada que se caía a pedazos bajo el peso de los años y había sido invadida por la selva. Fuera de las murallas, un amplio foso se extendía hasta donde ellos se encontraban. Era difícil saber si había agua en el foso, ya que había sido invadido por la vegetación.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Freed.

—Angkor Kol Ker—respondió Dane.

—El mayor descubrimiento… —empezó a decir Beasley, pero Freed lo interrumpió.

—No, me refiero a ese rayo dorado, estúpidos.

—Creo que es lo que está destruyendo nuestro mundo —repuso Dane, recordando las imágenes que Sin Fen le había enviado de las puertas. Y empezó a bajar la pendiente.

***

Ariana cayó desplomada al suelo, momentáneamente exhausta no tanto por la carrera a través del túnel como por el repentino bajón de adrenalina tras conseguir cruzarlo sin ser aplastadas. Había corrido todo el tiempo con los hombros hundidos, esperando que la piedra que tenían sobre sus cabezas se desprendiera en cualquier momento, pero no había ocurrido nada.

—Mira —susurró Carpenter a su lado.

Ariana levantó la mirada, y vio el haz de luz dorada que salía disparado de la pirámide y la antigua ciudad alrededor. Se levantó con esfuerzo, sacudiéndose el agotamiento.

—Vamos.

***

—¿No podemos hacer nada por esos hombres? —La voz del presidente se había dulcificado.

Foreman sabía que la realidad acababa imponiéndose. Se recostó en su asiento, escuchando a los hombres de la Sala de Crisis de la Casa Blanca discutir los últimos avances del Wyoming.

—No sólo no podemos salvarlos —respondió el general Tilson, comandante en jefe del Estado Mayor—, sino que tampoco podemos rescatar el submarino. Ha recibido tanta radiactividad que cualquiera que suba a bordo recibirá también una dosis letal.

—¿Cuánto tiempo les queda? —preguntó el presidente.

—Unas cuatro horas antes de que empiecen a encontrarse mal —^—respondió el general Tilson—. Toda la tripulación habrá muerto en veinticuatro horas.

—¿Qué va a hacer al respecto?

—El oficial al mando del Wyoming, el capitán Rogers, ha decidido permanecer en él y realizar su última misión, que es vigilar la puerta del Triángulo de las Bermudas y estar preparados para cualquier contingencia. No puede hacer otra cosa.

—Caballeros. —La voz del presidente era firme—. Les he estado pidiendo alternativas y no me han dado ninguna. ¡Tenemos que hacer algo antes de que mucha más gente se vea afectada!

Un silencio llenó el altavoz, y Foreman continuó inmóvil en su cubículo de cristal. Bajó la vista hacia su consola. Seguía sin recibir noticias de Sin Fen.

—La fuente de esto está en la puerta de Angkor, ¿verdad? —preguntó el presidente.

—Allí empezó —admitió Foreman, hablando por fin—. Pero ahora parece que hay otras fuentes abiertas en otras puertas.

—Pero fue allí donde empezó todo —insistió el presidente.

—Sí, señor.

—Entonces ¿por qué no lo volamos sin más? —preguntó el presidente—. ¿Por qué no borramos Angkor del mapa?

Foreman pudo escuchar el asombro y la consternación que esa sugerencia provocó en la Sala de Crisis. La voz de Bancroft era la más estridente.

—Señor, ese lugar está en mitad de otro país. ¡No podemos borrarlo del mapa! Piense en las reacciones internacionales.

—¡Piense en lo que nos espera aquí! —replicó el presidente—. Si esa cosa sigue empeorando, no tendremos ocasión de preocuparnos de ninguna reacción internacional.

—Señor—intervino Foreman—, estoy de acuerdo en que hay que destruir esa fuente, pero el problema es doble a nivel práctico. En primer lugar, desconocemos el lugar exacto donde se halla la fuente en la puerta de Angkor, y estamos hablando de un área de más de doscientos kilómetros cuadrados. Ha bloqueado todos nuestros equipos de toma de imágenes.

»El segundo problema es cómo destruir la fuente una vez la hayamos localizado. Ya conoce la historia de estas puertas y cómo afectan a las personas, los aviones y los barcos. También sabe lo que le ha ocurrido al Thunder Dart. Todo lo que enviemos a la puerta de Angkor será destruido. Michelet ha perdido su avión y un helicóptero acaba de saltar en pedazos al intentar entrar. No podemos saber lo que hay dentro, y aunque lo supiéramos, no se me ocurre qué medidas podríamos adoptar.

—¿Entonces vamos a quedarnos de brazos cruzados hasta que nos consuma? —La voz del presidente se elevó unos cuantos decibelios.

—Señor, estoy intentando localizar la fuente —replicó Foreman.

—Pues esfuércese más.

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