Atlantis

Atlantis


Primera parte

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Primera parte

El Pasado

La sequía 800 dC: Angkor Kol Ker

Estaba muy avanzado el primer mes de la estación de las lluvias, y aún no había caído una gota. La preocupación de la primera semana había dado paso al miedo en la cuarta. A medida que descendía el nivel del agua en el profundo foso, se debilitaba la determinación de los habitantes de la capital. La ansiedad se propagaba como una enfermedad, de persona a persona y de madre a hijo.

Habían tardado quinientos años en construir la ciudad, y toda su riqueza, sus recuerdos y las tumbas de diez generaciones de antepasados estaban protegidos por sus defensas acuáticas. Era la ciudad más avanzada y hermosa de la faz de la Tierra.

Miles de kilómetros al oeste, en la Ciudad Eterna, Carlomagno era coronado emperador del Sacro Imperio Romano en la Ciudad Eterna. Sin embargo, en comparación con este lugar enclavado en lo más profundo de la selva del Sudeste asiático, hasta Roma parecía pequeña. Era el centro de un imperio que limitaba al sur con los imperios de Srivijaya, en Sumatra, y Sailendra, en Java. Al nordeste, en China, gobernaba la dinastía Tang, mientras que al oeste, en Oriente Medio, subía la marea del islam.

En Angkor Kol Ker, capital y corazón del imperio khmer, dominaba una arquitectura que Europa aún tardaría medio siglo en conocer. Pero en el imperio había una Sombra, una oscuridad, que impedía viajar a la India y más allá.

Los antepasados del pueblo khmer habían recorrido medio mundo para evitarla, y durante muchas generaciones parecían haber burlado la fuerza que había destruido su tierra natal. Ese lugar había visto nacer a los Predecesores, que conocían los secretos de la Sombra, secretos que sus descendientes habían olvidado o sólo recordaban como mitos. Pero hacía dos generaciones el mito y la leyenda habían vuelto a formar parte de la vida de los khmer. En la montañosa selva del noroeste había aparecido la Sombra, unas veces acercándose y otras casi disipándose, pero siempre deteniéndose ante el agua. Ahora el agua estaba evaporándose.

El emperador y sus consejeros miraron hacia la selva cubierta de niebla al otro lado del foso, conscientes de que la Sombra los había dejado sin opciones tan deprisa como el sol evaporaba el agua. En la torre de vigilancia situada en la cima de una montaña del norte que asomaba por encima de la niebla avistaron un fuego. Ardió durante dos noches, luego se apagó y no volvieron a verlo.

El emperador supo que había llegado el momento. Miles de años atrás, los Predecesores habían dejado escrito cómo habían abandonado su tierra. Era consciente del sacrificio que supondría el abandono de la ciudad. Los Predecesores habían tomado una decisión difícil para salvar a su pueblo. A la mañana siguiente, el emperador dio la orden de abandonar la ciudad.

Cargaron los carros hasta los topes, se ataron fardos a las espaldas y, en grupos, los habitantes de la ciudad cruzaron el solitario paso elevado y se encaminaron hacia el sur.

Se quedaron cincuenta hombres fornidos. Guerreros provistos de lanzas, espadas y arcos, habían decidido representar a todo el pueblo khmer. Se enfrentarían a la Sombra para que la ciudad no muriera sola. Destruyeron el paso elevado y esperaron en el extremo norte de la ciudad, observando la oscura niebla que se aproximaba. Ésta se acercó aún más, pese a sus oraciones para que el cielo se cubriera de nubarrones y la lluvia llenara el foso.

Estos hombres habían sido puestos a prueba en el campo de batalla en numerosas ocasiones. Contra el pueblo Tang, al nordeste, y el pueblo del mar, en la costa meridional, habían librado muchas batallas y ganado la mayoría, extendiendo el imperio khmer. Pero los guerreros khmer nunca se habían internado en las selváticas montañas del noroeste. Nunca habían ido, que ellos recordaran, en aquella dirección, ni había llegado ningún intrépido viajero de las tierras del otro lado.

Estos guerreros eran hombres valientes, pero hasta el espíritu más valeroso temblaba cada mañana al comprobar que la niebla se había acercado aún más y que el nivel de agua había bajado. Una mañana distinguieron el fondo de piedra del foso. Sólo quedaban charcos evaporándose bajo el implacable sol. El foso medía trescientos metros de ancho y rodeaba todo el rectángulo de edificios y templos, extendiéndose seis kilómetros de norte a sur, y ocho de este a oeste.

Tras el foso, una alta muralla de piedra rodeaba la ciudad. En Angkor Kol Ker habían vivido más de doscientas personas, y su ausencia reverberaba por la ciudad, un peso pesado sobre las almas de los últimos hombres. Los pasos de los guerreros calzados con sandalias sobre el suelo de piedra resonaban en las paredes de los templos. Habían cesado los gritos alegres de los niños jugando, los cantos de los sacerdotes, los gritos de los vendedores en sus puestos. Hasta los ruidos de la selva desaparecían a medida que los animales huían.

En el centro de la ciudad se alzaba el templo principal, Angkor Ker. La torre central o prang del templo, construida en piedra, tenía una altura de cincuenta metros, treinta más que la Gran Pirámide de Gizeh. Había llevado dos generaciones construirlo, y su larga sombra se proyectaba sobre la ciudad cuando el sol salía por el este, fundiéndose con la Sombra que se acercaba sigilosa por el oeste.

Al secarse el último charco, unos zarcillos de niebla espesa cruzaron el foso. Los guerreros rezaron en voz alta, para que sus voces demostraran a la amenazante Sombra que era una ciudad muy querida. Angkor Kol Ker y los cincuenta hombres esperaron, pero no por mucho tiempo.

Escuadrilla 19, 1945 dC: Base aérea de Fort Lauderdale

—Señor, solicito permiso para no asistir al vuelo de entrenamiento de esta tarde.

El capitán Henderson levantó la mirada de los papeles que cubrían su escritorio. El joven que tenía ante él llevaba un almidonado uniforme caqui con la insignia de cabo de Infantería de Marina cosida en las mangas cortas. En el pecho lucía unos galones que se remontaban a la batalla de Guadalcanal.

—¿Algún motivo, cabo Foreman? —preguntó Henderson. Se calló que el teniente Presson, que estaba al mando de la Escuadrilla 19, acababa de presentarse en su oficina con la misma petición. Henderson se la había denegado al instante, pero Foreman era otro caso.

—He acumulado suficientes puntos de servicio como para ser licenciado la próxima semana, señor. —Foreman era un hombre corpulento, ancho de espaldas. Tenía el pelo oscuro y lo peinaba hacia atrás en gruesas ondas, flirteando con las regulaciones. Pero la guerra había terminado hacía pocos meses y con la euforia de la victoria se habían relajado algunas normas.

—¿Qué tiene que ver eso con el vuelo? —preguntó Henderson.

Foreman hizo una pausa, y la posición de firmes que había adoptado después de saludar se relajó levemente.

—Señor…

—¿Sí?

No me encuentro bien, Señor. Creo que es posible que este enfermo.

Henderson frunció el entrecejo. Foreman no parecía enfermo. De hecho, su bronceada piel rebosaba salud. Ya había oído esa clase de excusas, pero sólo antes de una misión de combate, no de un vuelo de entrenamiento. Miró los galones que Foreman llevaba en el pecho y, al reparar en la Cruz de la Armada, contuvo la apresurada respuesta que empezaba a formularse en sus labios.

—Necesito algo más —dijo, suavizando el tono.

—Tengo un mal presentimiento acerca de ese vuelo, señor.

—¿Un mal presentimiento?

—Sí, señor.

Henderson dejó que el silencio se prolongara.

—Tuve un presentimiento parecido en otra ocasión —continuó Foreman por fin—. Estando en acción. —Guardó silencio como si no hiciera falta añadir más.

Henderson se recostó en su silla, dando vueltas a un lápiz entre sus dedos.

—¿Qué pasó en esa ocasión, cabo?

—Iba en el Enterprise, señor. En febrero. Teníamos órdenes de atacar la costa de Japón, destruir todo lo que flotara. Yo iba en esa misión.

—¿Y?

—Se perdió todo mi escuadrón.

—¿Se perdió?

—Sí, señor. Todos desaparecieron.

—¿Desaparecieron?

—Sí, señor.

—¿No hubo supervivientes?

—Sólo la tripulación de mi avión, señor.

—¿Cómo regresó?

—Mi avión tuvo problemas en el motor, y el piloto y yo tuvimos que saltar en paracaídas. Nos recogió un destructor. El resto del escuadrón nunca regresó. Ni un solo avión. Ni un solo hombre.

Henderson sintió un escalofrío en la nuca, debajo de su corte de pelo reglamentario. El tono desapasionado de Foreman y su falta de detalles le inquietaron.

—Mi hermano iba en mi escuadrón —continuó Foreman—. Nunca volvió. Me sentí mal antes de ese vuelo, capitán. Como ahora.

Henderson miró el lápiz que tenía en las manos. El teniente Presson le había dicho que se sentía intranquilo, y ahora lo hacía él. El primer impulso de Henderson fue dar a Foreman la misma orden que al joven aviador. Pero dirigió una última mirada a sus galones. Foreman había cumplido muchas veces con su deber. Presson, en cambio, nunca había estado en la línea de fuego. Además, Foreman era artillero. Su presencia no cambiaría nada.

—Está bien, cabo. Quédese en tierra. Pero quiero que permanezca en la torre de observación. ¿Se encuentra lo suficientemente bien para ello?

Foreman se puso en posición de firmes. Su rostro no reflejó una expresión de alivio; era la misma mirada estoica de la Infantería de Marina.

—Sí, señor.

—Puede retirarse.

***

El teniente Presson dio unos golpecitos a su brújula, luego apretó el botón del intercomunicador.

—Deme la posición —ordenó al radiotelegrafista, sentado detrás de él.

—Este chisme se ha vuelto loco, señor. Gira sin parar.

—Maldita sea —murmuró. Apretó un interruptor de su radio—. ¿Alguno de vosotros puede darme la posición, amigos?

Los pilotos de los otros cuatro bombarderos TBM Avenger informaron que tenían el mismo problema con sus brújulas. Presson advirtió la irritación y el miedo subyacente en algunas voces. La Escuadrilla 19 había tenido dificultades desde el momento del despegue, y los miembros de las restantes tripulaciones en prácticas tenían en su haber muy pocas horas de vuelo.

Presson miró hacia fuera desde la cabina de mando y sólo vio el océano. Era un día despejado y visibilidad ilimitada.

Ya deberían estar de vuelta en la base. Hacía dos horas que habían dejado atrás un pequeño grupo de islas, que había tomado por los cayos de Florida, pero ya no estaba tan seguro. Era su primer ejercicio de navegación fuera de la base aérea de Fort Lauderdale. Había sido trasladado recientemente de Texas y, mientras observaba cómo la aguja de la brújula giraba enloquecida, deseó haber prestado más atención a la ruta de vuelo.

No había querido hacer ese vuelo. De hecho, había solicitado al comandante del escuadrón que lo sustituyera, pero había denegado su petición porque no le había dado una buena razón. No le había dicho la verdadera razón: volar ese día era una mala idea.

Bueno, pues había sido una mala idea, pensó. Y ahora empezaba a poner en duda su criterio. Creyendo que habían sobrevolado los cayos, había ordenado a la escuadrilla girar al nordeste, hacia la península de Florida. Pero durante los últimos noventa minutos sólo habían visto océano a sus pies. ¿Se había equivocado? ¿Habían sobrevolado otras islas y estaban ahora mucho más allá del Atlántico, en lugar de en el golfo de México como había supuesto? ¿Dónde estaba Florida?

Les quedaban poco más de dos horas de combustible. Tenía que decidir inmediatamente si debían dar media vuelta, pero no podía contar con la brújula para dirigirse al oeste. Echó un vistazo al sol, que se ponía por encima de su hombro, y supo que el oeste quedaba ligeramente a su espalda. Pero si se desviaban unos grados en cualquier dirección, y si Florida estaba detrás de ellos, pasarían por el sur de los cayos y terminarían, en efecto, en el Golfo. Si su razonamiento era correcto, Florida debía estar al otro lado del horizonte.

Se mordió el interior de la boca hasta hacerse sangre mientras se enfrentaba al problema, pero no sintió el dolor, consciente de que si tomaba la decisión equivocada, acabarían todos en el mar. Ordenó a su radiotelegrafista que tratara de ponerse en contacto con alguien, quien fuera, para averiguar su posición. Mientras esperaba, con el ruido del motor zumbándole en los oídos, comprobó el indicador del combustible, cuya aguja había bajado y se acercaba a la banda de vacío. Casi podía sentir cómo el combustible de alto octonaje era absorbido por los carburadores y los depósitos se vaciaban por segundos.

—Tengo a alguien —informó por fin el radiotelegrafista—. Parece Fort Lauderdale, pero lo recibo entrecortado y distorsionado.

—¿Pueden orientarnos? —preguntó Presson.

—Se lo estoy pidiendo, pero no estoy seguro de que nos reciban con claridad, señor.

Trece vidas, además de la suya, pesaban sobre Presson. Deberían de haber sido catorce, pero el cabo Foreman se había liberado del vuelo. Se preguntó cómo lo había logrado.

—Vamos. ¡Dame una posición! —gritó por el intercomunicador, intentando concentrarse en el presente.

—Lo estoy intentando, señor, pero ya no recibo nada.

Presson profirió una maldición. Miró una vez más el mar, esperando ver algo más que agua. Y vio algo: un remolino de niebla que unos segundos antes no estaba allí. Salía hirviendo del cielo y se extendía a lo largo de varios kilómetros sobre la superficie del océano, extrañamente brillante en un cielo cada vez más oscuro con la llegada de la noche. Algo parecía brillar con fuerza en su interior. La niebla era blancoamarillenta, atravesada por unas oscuras vetas que el resplandor hacía destacar aún más. Tenía varios cientos de metros de lado a lado y aumentaba a gran velocidad.

Al principio, Presson creyó que podía tratarse del humo de un barco, pero nunca había visto ningún barco que produjera humo de un color tan extraño, ni un humo más brillante que el mar circundante. Al aumentar la niebla rápidamente de tamaño, Presson supo que no procedía de ningún barco. Fuera lo que fuese, estaba justo en su ruta de vuelo.

Su intuición le dijo que girara y la rodeara, pero con las brújulas estropeadas temía perder el rumbo. Claro que no estaba seguro de si, manteniéndolo, se acercaba o alejaba más de la base y la seguridad.

Esos segundos que Presson malgastó debatiendo mentalmente, llevó a la Escuadrilla 19 a menos de un kilómetro y medio de la niebla blanca que aumentaba rápidamente. De pronto, ésta se convirtió en un muro y se puso a su altura, al tiempo que aumentaba a un ritmo que desafiaba todo fenómeno natural o provocado por el hombre que Presson hubiera visto jamás.

Se quedó mirando fijamente la niebla, que se arremolinaba alrededor de su centro. Dentro del resplandor distinguió un círculo negro como el carbón, más oscuro de lo que jamás había visto. Era como el centro de un remolino, y la niebla giraba a su alrededor y era absorbida por él.

—Vamos a sobrevolarla —ordenó Presson por la radio, pero no obtuvo respuesta. Miró alrededor. Los otro cuatro aviones estaban en formación. Movió la palanca de mando hacia atrás para ganar altitud, esperando que los demás pilotos siguieran su ejemplo, pero le bastó con volver a mirar al frente para saber que era demasiado tarde.

Llegó al borde de la niebla y, de repente, se vio dentro.

***

En Fort Lauderdale, el cabo Foreman había observado en la pantalla de radar a la Escuadrilla 19 desde el momento del despegue. Después de cruzar varias de las islas occidentales de las Bahamas próximas a la isla de Bimini, la Escuadrilla había girado inexplicablemente hacia el nordeste, en dirección al mar abierto. Los aviones habían logrado pasar entre el sur de la Gran Bahama y el norte de Nassau, sin otra cosa que mar abierto ante ellos, con las Bahamas como única tierra a su alcance muy al nordeste.

Al principio, el cabo no había advertido nada raro en el vuelo. Tal vez el teniente Presson quería ofrecer a los pilotos nuevos la oportunidad de volar más tiempo sobre mar abierto. Los jefes de las escuadrillas de vuelo tenían total libertad a la hora de entrenar a las tripulaciones a su mando.

Pero al ver que la escuadrilla se alejaba cada vez más de tierra firme, sin regresar ni dirigirse a la Gran Bahama, Foreman había reaccionado intentando establecer contacto por radio. Había recibido varias llamadas de preocupación de los pilotos, pero no había logrado comunicarse con ellos. Les había transmitido su posición, pero los aviones habían seguido volando hacia el nordeste, alejándose de tierra firme, lo cual indicaba que no lo recibían.

—Escuadrilla 19, aquí la base aérea de Fort Lauderlade —dijo Foreman por enésima vez—. Se están dirigiendo al nordeste. Deben dar la vuelta ahora mismo. Sus coordenadas son… —Se interrumpió en mitad de la frase cuando desapareció la imagen de la pantalla de radar. Parpadeó, mirando fijamente la pantalla. Estaban a demasiada altura para haberse estrellado. Observó la pantalla mientras seguía llamando por la radio. Con la mano libre descolgó el auricular del teléfono y llamó a la oficina del capitán Henderson.

Al cabo de diez minutos, Henderson y otros oficiales estaban en la torre de control, escuchando cómo el silencio despedía a la Escuadrilla 19 hacia un destino desconocido. Foreman los puso al corriente de lo ocurrido.

—¿Cuál ha sido su última posición? —preguntó Henderson.

—Ésta. —Foreman señaló un punto en el mapa—. Exactamente al este de las Bahamas.

Henderson se acercó a un teléfono y ordenó que salieran dos aviones en busca de la Escuadrilla desaparecida. Al cabo de unos minutos Foreman vio en la pantalla de radar dos puntos de luz que correspondían a los dos aviones de reconocimiento Martin Mariner.

—¿Qué tal tiempo tienen, cabo? —preguntó Henderson.

—Bueno y despejado, señor —informó Foreman.

—¿No hay tormentas locales?

—Despejado, señor—repitió Foreman.

Los hombres reunidos en la torre de control se quedaron callados, tratando cada uno de imaginar qué podía haber sido de los cinco aviones. Sabían que a esas alturas habrían caído por falta de combustible. Todos sabían que hasta con el mar en calma, sobrevivir a un amerizaje forzoso era como mínimo arriesgado.

Menos de treinta minutos después de que comenzara la misión de rescate, el punto de luz en la pantalla de radar que correspondía al Martin situado más al norte, el más próximo a la última posición de la Escuadrilla 19, desapareció bruscamente de la pantalla.

—¡Señor! —exclamó Foreman, pero Henderson había estado observando por encima de su hombro.

—¡Póngase en contacto con ellos por radio! —ordenó.

Foreman lo intentó, pero como había ocurrido con la Escuadrilla 19, no obtuvo respuesta. Sin embargo, el otro avión de rescate informó.

Henderson ya había tenido suficiente.

—Ordene al último avión que regrese.

Muchas horas más tarde, después de que los desconcertados oficiales hubieran abandonado la torre de control, preocupados por las comisiones de investigación y por sus carreras, Foreman se inclinó sobre el mapa y lo estudió con atención. Marcó con un punto la última posición de la Escuadrilla 19, y con otro punto el lugar donde había desaparecido el Mariner. Luego trazó una línea entre ambos y, a partir de cada punto, otra línea hasta las Bermudas, donde habían comenzado los problemas de la Escuadrilla 19. Miró fijamente el triángulo que había dibujado, luego levantó la cabeza para mirar hacia el océano oscurecido.

Después de que lo hubieran rescatado, hacía ocho meses, había tratado de averiguar qué le había ocurrido a su hermano y a sus compañeros de escuadrón. Había averiguado que la zona del océano donde se había hundido su escuadrón era conocida entre los pescadores japoneses del lugar como el mar del Diablo, y en ella se habían producido muchas desapariciones inexplicables.

Después de la rendición incluso había bajado a tierra y viajado hasta uno de los pueblos situados en esa zona. Por un viejo pescador se había enterado de que en el mar del Diablo se pescaba, pero sólo cuando el chamán del pueblo les decía que podían hacerlo sin peligro. Cómo lo sabía el chamán, el pescador no se lo había sabido decir. Mirando fijamente el mar, Foreman se preguntó si el chamán del pueblo había tenido, sencillamente, un mal presentimiento.

Se llevó la mano al bolsillo del pecho y sacó una fotografía. Era de una familia, dos chicos adolescentes, a todas luces gemelos, junto a un hombre corpulento de barba poblada y una mujer menuda y sonriente, con la cabeza ligeramente ladeada mirando a su marido. Cerró los ojos y tardó largo rato en volverlos a abrir.

Recogió el mapa de la mesa, lo dobló y lo guardó en el bolsillo de la camisa, luego salió de la torre de control y bajó a la playa. Miró fijamente el agua, escuchando el ritmo del mar, tratando de penetrar con la mirada el horizonte hasta el triángulo que temía. Ladeó la Cabeza como si escuchara, como si alcanzara a oír las voces de la Escuadrilla 19 y algo más, algo más profundo, más oscuro y más antiguo, mucho más antiguo.

Allí afuera acechaba el peligro, lo sabía. Era algo más que la desaparición de la Escuadrilla 19. Miró una vez más la foto de su familia y se concentró en sus padres, que hacía seis años no habían hecho caso de las advertencias de peligro y habían acabado engullidos en el infierno de Europa durante el oscuro reinado de Hitler.

Seguía allí cuando la luz del amanecer empezó a teñir el horizonte.

Agua y selva, 1968

En un extremo del mundo, un avión secreto, capaz de volar a una velocidad varias veces superior a la del sonido, se estabilizaba a gran altitud; en el otro extremo, un submarino nuclear, el orgullo de la flota y equipado con las últimas innovaciones tecnológicas y el armamento más sofisticado, abría los tanques de lastre para iniciar la inmersión. Ambos estaban conectados electrónicamente con un lugar en Oriente Medio.

El puesto de escucha se encontraba en las escarpadas montañas del norte de Irán para controlar el sur de la Unión Soviética. Pero esta vez se trataba de una misión diferente: coordinar el avión espía SR-71 Blackbird, que había despegado de Okinawa, y el Scorpion, un submarino de ataque rápido que se había desligado de las operaciones normales del Atlántico para realizar esa misión secreta.

El hombre que estaba al mando de la operación llevaba unos auriculares especiales. Por el izquierdo escuchaba los informes transmitidos desde el Scorpion, que subían por un cable aislado que se desenrollaba de una jarcia en la cubierta trasera del submarino, hasta una boya transmisora que daba brincos en las olas por encima del submarino. Por el derecho, escuchaba al piloto del SR-71 identificarse como Blackbird, sin rodeos. Él utilizaba su propio nombre, Foreman, sin molestarse en ocultar su identidad con un nombre en clave porque no tenía otra vida que su trabajo. En la Agencia Central de Inteligencia se había convertido no tanto en una leyenda como en un anacronismo, de quien se cuchicheaba como si no existiera en la vida real.

Ante él tenía tres papeles: uno era una carta de navegación del océano al nordeste de las Bermudas, donde en esos momentos operaba el Scorpion; el otro, un mapa del Sudeste asiático que sobrevolaba el SR-71; y el tercero, una carta de navegación de la costa este de Japón. En ellos había trazados tres triángulos: el de la carta de navegación del Atlántico en rotulador azul; el del mapa, en verde; y el último, el de la carta del Pacífico, en rojo.

La puerta del Triángulo de las Bermudas, como prefería llamarla él, cubría una zona que se extendía de las Bermudas a Key West y cruzaba las Bahamas hasta San Juan, en Puerto Rico. No se conocía con este nombre cuando él había contemplado la desaparición de la Escuadrilla 19, pero con la publicidad sobre el incidente la leyenda había cobrado impulso, y un periodista había designado la zona con ese nombre a falta de otro mejor. A Foreman no le interesaban las leyendas, sino los hechos.

Llamaba a esos lugares puertas porque eran entradas, de eso estaba convencido, pero los perímetros nunca eran estables, y aumentaban y disminuían a distintos ritmos. A veces casi desaparecían, otras alcanzaban unos límites en forma de triángulo. Si el centro de cada puerta estaba fijado geográficamente, el tamaño dependía más del momento, unas veces abriéndose de par en par y otras cerrándose aparentemente del todo.

Las leyendas sobre la puerta de Angkor eran más lejanas y vagas. Se apartaban del camino trillado de la civilización moderna y localizaban la puerta en medio de un país conocido como el campo de minas más extenso del mundo, consecuencia de décadas de guerra civil e internacional. Foreman había tardado varios años en oír siquiera rumores sobre ese lugar, y muchos más en aceptar que, en efecto, había otro lugar en el planeta que merecía su atención. De mayor importancia para él era el hecho de que la puerta de Angkor estuviera en tierra firme, y no escondida en el océano. La había llamado puerta de Angkor porque las leyendas mencionaban una antigua ciudad en la región, Angkor Kol Ker.

Según sus cálculos, la puerta de Angkor se hallaba al noroeste de Camboya, limitando al norte con el acantilado de Dangkret que separa Camboya de Tailandia, y al sur con las tierras inundadas del Tonle Sap, el lago de agua dulce más extenso del Sudoeste asiático. Los vértices máximos de la puerta de Angkor, que con tanto esfuerzo había logrado fijar a partir de distintas fuentes, se hallaban situados de modo que en el territorio circunscrito no había carreteras ni ciudades, y estaba delimitado toscamente por corrientes y ríos. Esta puerta era mucho más pequeña que la del Triángulo de las Bermudas, pero en lo que a Foreman respectaba, tenía un potencial mucho mayor no sólo por hallarse en tierra firme, sino porque la actividad era más constante.

La puerta del mar del Diablo se llamaba así porque delimitaba el mar del mismo nombre. Dado que, al igual que el Triángulo de las Bermudas, comprendía agua, Foreman había preferido centrarse en este último. De vez en cuando recibía informes de profundo y encubierto interés por parte de los japoneses en la zona de la puerta del mar del Diablo. Todas estas puertas estaban intercomunicadas de alguna manera, y Foreman sólo vivía para descubrir su verdadera naturaleza, cuál era su causa y qué había al otro lado de ellas.

—Sobrepasados los trescientos metros de profundidad —informó el hombre al mando del Scorpion, el capitán Bateman—. Rumbo nueve-cero grados. Cruce de línea de partida previsto en cinco minutos. Estado óptimo.

—Nivel a sesenta mil —dijo el piloto de SR-71—. Llegada prevista en cinco minutos.

Foreman no dijo nada. Había dado instrucciones personalmente al piloto y al capitán del Scorpio la semana anterior. Les había dejado muy claro que la sincronización y la posición debían ser exactas. Echó un vistazo al gran reloj del puesto de escucha y observó cómo el segundero daba una vuelta. Y otra.

—Tres minutos —dijo Scorpion—. Todo listo.

—Tres minutos —oyó decir a Blackbird al mismo tiempo por el otro auricular—. Todo despejado.

Foreman bajó la vista hacia la carta de navegación, donde una línea trazada en lápiz representaba el curso del Scorpion. Sabía que esos tres minutos significaban que el submarino estaba a menos de un metro del borde actual de la puerta del Triángulo de las Bermudas, a lo largo de la línea occidental trazada desde las Bermudas hasta Puerto Rico. En el mapa del Sudeste asiático, otra línea trazaba la ruta de vuelo del SR-71, y Foreman sabía que éste estaba a ciento cincuenta metros de la línea verde, y regresaba al sur, pasando en esos momentos por encima del lago Tonle Sap. Había esperado años para hacerlo, observando hasta que las dos puertas, la de Angkor y la del Triángulo de las Bermudas, estuvieran simultáneamente activas.

Otra vuelta del segundero.

—Transmitiendo por alta frecuencia —informó Scorpion, indicando que el transmisor especial de alta frecuencia que había sido conectado a la cubierta delantera del submarino la semana anterior estaba encendido.

—Eh, Foreman, aquí Blackbird.

Foreman se irguió en su asiento al advertir un cambio en la voz normalmente lacónica del piloto del SR-71.

—Hay algo delante y debajo de nosotros.

—Especifique —ordenó Foreman, hablando por primera vez.

—Una nube de color blanco amarillento. Una especie de niebla, pero que aumenta rápidamente.

—¿Puedes sobrevolarla? —preguntó Foreman.

—¡Oh, sí! No hay ningún problema. Tengo suficiente cielo despejado. Entrando en el espacio aéreo de la puerta de Angkor.

—Estamos dentro —informó a su vez el capitán Bateman—. Seguimos transmitiendo. Empezamos a tener problemas eléctricos con los sistemas, pero nada serio. El sonar informa que el océano está despejado hasta sus límites.

—¿Qué hay del transmisor de alta frecuencia? —preguntó Foreman, para saber si el SR-71 recibía la señal del submarino y viceversa. Normalmente no había forma de que las señales de alta frecuencia llegaran al SR-71, situado en el otro extremo de la Tierra. Pero la palabra clave en esa frase, como Foreman sabía bien, era «normalmente». No había nada normal en ninguna de las posiciones a las que se dirigían las dos naves, y el objetivo de ese ejercicio era demostrar que existía un vínculo entre las dos puertas.

—Señal positiva en el transmisor de alta frecuencia. Estoy recibiendo la señal del Scorpio.

Foreman golpeó el escritorio con el puño en un gesto triunfal. Las dos puertas estaban conectadas y de un modo que era imposible conseguir utilizando la física conocida. Apretó un botón de la radio.

—Capitán Bateman, ¿recibe el repetidor de alta frecuencia del SR-71?

—No entiendo cómo, pero sí. Alto y fuerte.

Siguió un breve silencio, interrumpido por un grito de sorpresa del piloto.

—¿Qué demonios?

Foreman se echó hacia adelante, con los ojos cerrados. La sensación de triunfo se desvaneció.

—Blackbird—dijo—. ¿Qué ocurre?

—¡Uf, esta niebla! Estoy sobre ella, pero aumenta muy deprisa. No tiene buen aspecto. Empiezo a tener problemas electrónicos.

—¿Crees que estarás fuera antes de que alcance tu altitud? —preguntó Foreman.

—¡Uf, sí! —Hubo una larga pausa—. Creo que sí.

—¿Qué hay de las señales de alta frecuencia del Scorpion? —insistió Foreman.

—Sigo recibiéndolas. Qué extraño. Sí, es… ¿Eh?

Foreman escuchó unos parásitos indescifrables por el auricular derecho.

—¿Blackbird? ¡Informa!

—¡Mierda! Tengo problemas serios. —La voz del piloto era angustiosa—. La brújula no funciona. El ordenador de a bordo se está volviendo loco. Estoy… ¡Mierda! Sale luz de la nube. ¡Rayos de luz! ¡Dios! ¿Qué demonios es eso? ¡Por los pelos! Justo en el centro hay algo oscuro. ¡Mierda! Lo estoy… —La voz se desintegró en parásitos ininteligibles. Luego silencio.

Foreman apretó el botón para transmitir.

—¿Blackbird? ¿Blackbird? —No perdió más tiempo y apretó el otro botón—. Scorpion, aquí Foreman. Evacúa la zona. Inmediatamente.

—Estoy girando —respondió Bateman—. Pero hay un montón de interferencias electrónicas. Y varios fallos en el sistema. Todo es muy extraño.

Foreman sabía que el submarino tenía que completar un amplio giro para salir de la puerta del Triángulo de las Bermudas. También sabía cuánto tardaría en hacerlo. Consultó el reloj.

—Estamos detectando algo raro por el sonar —anunció de pronto Bateman.

—¡Especifica! —ordenó Foreman.

—Parece casi como si alguien tratara de ponerse en contacto con nosotros a través de él —informó el capitán del Scorpion—.Enviándonos una señal metálica. La estamos copiando. ¡Oh, no! —exclamó de pronto—. Tenemos problemas con el reactor.

Foreman lo oyó gritar órdenes, manteniendo la comunicación todavía abierta, pero con el micrófono lejos de los labios. Luego regresó.

—Tenemos una avería grave en el reactor. Los cables refrigerantes se han estropeado. También estamos detectando algo por el sonar. ¡Algo grande! ¡No estaba ahí hace un momento!

Foreman se echó hacia adelante, escuchando las débiles voces del capitán y sus hombres hablando en la falsa torre.

—Jones, ¿qué demonios es eso? Has dicho que estaba despejado. ¡Vamos a tenerlo encima en un par de segundos!

—¡No lo sé, señor! Es enorme, señor. ¡Nunca había visto nada tan grande moviéndose!

—¡Maniobras para eludir el ataque! —ordenó el capitán a voz en grito.

—¡Señor, el reactor se ha desconectado! —exclamó otra voz de fondo—.No…

—¡Maldita sea! —lo interrumpió el capitán—. Sácanos de aquí, número uno! Vacía todos los tanques. ¡Ahora mismo!

La voz del hombre del sonar, Jones, sonó débilmente en el auricular izquierdo de Foreman.

—Señor, está aquí mismo. ¡Dios mío! Es enorme. ¡Es real…!

Hubo un crujido, un pocos alaridos ininteligibles y luego se produjo un brusco silencio. Foreman se recostó en la silla. Se metió una mano en el bolsillo y sacó unos cacahuetes. Partió despacio la cascara del primero e hizo una pausa antes de introducirse el contenido en la boca. Se miró la mano. Le temblaba. Sintió unas dolorosas punzadas en el estómago, y tiró la cascara y el cacahuete al suelo.

Esperó una hora, tal como habían acordado. No había vuelto a escuchar ningún otro sonido por ninguno de los dos auriculares. Finalmente se los quitó y se acercó a la radio que lo comunicaba con un miembro del Consejo de Seguridad Nacional. Había descubierto un vínculo entre las puertas del Triángulo de las Bermudas y de Angkor, pero al parecer había pagado un alto precio por la información.

El comando: Sudeste asiático, 1968

La selva se apretujaba contra los bordes del campamento, un oscuro muro de ruidos escalofriantes y vaga amenaza a las últimas luces vespertinas. Habían despejado el terreno prendiendo fuego a todo lo que había en cien metros a la redonda, pero más allá no había ojo humano o bala que pudiera penetrar la espesura.

—Soy tan bajo que podría jugar a balonmano en la cuneta —dijo el jefe del equipo a los otros tres hombres reunidos en la pequeña cabaña que hacía las veces de casa. Se besó los dedos y los acercó con ternura a la foto de una joven clavada en la pared, a la derecha de la puerta—. Hasta pronto, nena. —Con la otra descolgó un CAR-15 y, tras meterlo en la cintura, salió al exterior. Una versión en miniatura del M-16, su arma automática, tenía un brillo que hablaba de muchas limpiezas y mucho uso.

—Imagino que Linda sabe muy bien lo bajo que eres —dijo con voz grave y resonante el segundo hombre que salió de la cabaña, haciendo reír a los otros dos.

—No hables así de mi prometida—replicó el primer hombre.

Pero en su voz no había ninguna amenaza. Se detuvo, dejando que el resto del grupo lo alcanzara. El jefe del equipo y el mayor de los cuatro, el primer sargento Flaherty, tenía veintiocho años, pero un desconocido les hubiera echado más años a todos. La guerra había envejecido sus caras y sus corazones surcándolos de arrugas, que eran los recuerdos físicos del miedo, el cansancio y el estrés. Llevaban uniforme con rayas, sin remiendos ni distintivos. Cada uno utilizaba un arma diferente, pero todos tenían la misma mirada: la mirada atormentada de los hombres que han conocido de cerca la muerte y la violencia.

Aquella tarde, la cara de Flaherty estaba surcada de arrugas de preocupación, como correspondía a su cargo de jefe del equipo. Alto y flaco, tenía el pelo pelirrojo cortado casi al rape y llevaba un pañuelo verde alrededor del cuello. Debido al pelo corto, el gran bigote rojo encendido sobre su labio superior parecía fuera de lugar. En las manos acunaba su CAR-15. Y encajado a una montura llevaba un lanzagranadas M-79. Le gustaba cargarlo con munición flechette en lugar de con los proyectiles explosivos de alta potencia normales de 40 milímetros, convirtiendo el lanzagranadas en una gran escopeta. Lo había heredado del que había sido el jefe de su equipo en su primer período de servicio, y desde entonces lo había llevado siempre consigo. Lo llamaba arruinaemboscadas.

A la espalda llevaba su mochila, verde y maltrecha, llena de agua, munición, minas y comida. Lo había acompañado en las dieciséis misiones fronterizas en las que había participado desde que se había unido a ese equipo especializado. Formaba parte de él tanto como el arma que tenía en las manos.

El siguiente miembro más antiguo, el sargento segundo James Thomas, había participado en catorce de esas misiones, lo cual le permitía bromear con impunidad sobre la prometida de Flaherty. Thomas era el radiotelegrafista, y su mochila, tan voluminosa como la de Flaherty, incluía los mismos pertrechos, además de la radio del equipo y baterías de repuesto. Pese a su gran tamaño, parecía pequeña en la espalda de Thomas, que medía más de dos metros y era muy musculoso. Tenía su piel negra perlada de sudor incluso allí, a mil doscientos metros de altitud y con el aire frío de la noche arremolinándose a su alrededor. La broma continua entre los miembros del Equipo de Reconocimiento Kansas era que Thomas sudaría hasta en el polo Norte. En sus manos, el M-2203, una combinación de rifle M-16 y lanzagranadas de 40 milímetros, parecía un juguete.

El tercer miembro más antiguo del ER Kansas era el sargento Eric Dane, y tanto Flaherty como Thomas estaban encantados de tenerlo entre ellos. Dane era experto en armas y llevaba una ametralladora M-60 capaz de escupir más de mil balas de 7,62 milímetros por segundo. Pero no era el arsenal que acarreaba consigo lo que había conquistado el corazón de sus compañeros, sino su habilidad para avanzar con sigilo a la cabeza del grupo e impedir que cayeran en emboscadas. En sus tres años de servicio en Vietnam, Flaherty no había conocido a nadie tan bueno. Dane les había librado de caer en cuatro emboscadas, y Flaherty sabía que cualquiera de ellas habría sido el fin del ER Kansas.

Dane era de estatura mediana, y tenía el pelo negro y abundante. Llevaba unas gafas reglamentarias cuya gruesa montura de plástico estropeaba una cara muy atractiva. Era delgado y musculoso, capaz de manejar sin problemas los diez kilos que pesaba su ametralladora.

Como llevaba la ametralladora, según las tácticas convencionales se suponía que no debía ir a la cabeza, pero su potencia de fuego no era nada comparada con su insólito don. Además, nunca se quejaba, nunca creía que le tocaba a otro ocupar la posición más peligrosa de la patrulla. No la había abandonado desde la segunda operación «al otro lado de la alambrada», en la que le había correspondido ocuparla. Una noche que Flaherty se quedó a solas con él le habló de ello, y le dijo que podían reanudar los turnos. Pero Dane había respondido que ése era su sitio, y por eso Flaherty le estaba agradecido. Dane era un hombre callado y reservado, pero Flaherty se sentía tan unido a él y a Thomas como nunca lo había estado a nadie.

El cuarto hombre, el especialista Tormey, era nuevo en el equipo. Los demás ni siquiera sabían su nombre de pila. Se había incorporado hacía dos días y se habían dedicado a tareas más importantes que hacerse colegas, como enseñarle los ejercicios de acción inmediata. Tormey tampoco pertenecía a las Fuerzas Especiales, y eso también lo diferenciaba de los demás. Era un indicio de lo que se avecinaba. Las Fuerzas Especiales habían perdido a demasiados hombres en la máquina de picar carne de Vietnam. La fábrica humana de Fort Bragg sólo producía un número limitado de reemplazos entrenados cada año. El Quinto Grupo había empezado a reclutar de las unidades de infantería regular del país a voluntarios como Tormey para sustituir a los miembros muertos o que iban rotando.

Tormey había combatido, pero nunca había estado en una misión al otro lado de la alambrada. Llevaba un AK-47, un arma que debía de haber adquirido en alguna parte con su anterior unidad.

A Flaherty no le importaba que la llevara, ya que los malos podrían confundir su estampido con el de sus propias AK-47. Tormey sólo tenía veintiún años, y miraba alrededor en busca de indicios sobre cómo comportarse. Los otros tres hombres sabían cómo se sentía, preparándose para emprender su primera misión fronteriza, pero no dijeron nada porque se sentían igual que él, por muchas misiones que tuvieran en su haber. Más misiones significaba que eran mejores en lo que hacían, no que tuvieran menos miedo.

Los cuatro hombres se abrieron paso a grandes zancadas entre la hierba que les llegaba a la rodilla, en dirección a la zona de aterrizaje donde estaba previsto que su helicóptero tomara tierra. Estaban a medio camino cuando Dane silbó de improviso y levantó un puño. Flaherty y Thomas se quedaron inmóviles donde estaban y, tras un breve titubeo, Tormey siguió su ejemplo.

Dane alargó el brazo y sacó del lado derecho de su mochila un machete. A continuación avanzó despacio, más allá de Flaherty y Thomas, moviéndose con sigilo a través de la hierba.

El machete destelló bajo el sol poniente cuando Dane lo blandió. Se agachó y recogió del suelo el cuerpo de una cobra real de metro y veinte centímetros. Tenía la cabeza limpiamente cortada.

—¡Por Dios! —exclamó Thomas, relajándose—. ¿Cómo diablos sabías que estaba ahí?

Dane se limitó a encogerse de hombros, limpiando la hoja del machete en la hierba antes de guardarlo.

—Simplemente lo sabía. —Ésta había sido su respuesta al prevenirlos contra las emboscadas. Ofreció la serpiente a Flaherty sonriendo—. ¿Quieres llevársela a Linda? Sería un bonito cinturón.

Flaherty la cogió y la arrojó lejos. Tenía un nudo en el estómago. La habría pisado si Dane no le hubiera detenido.

—Me estoy haciendo viejo para esta mierda —murmuró.

—Se acerca un helicóptero —dijo Dane ladeando la cabeza.

—Vamos —ordenó Flaherty, aunque no oía el helicóptero.

***

El terreno que sobrevolaban no se parecía a nada que hubiera visto ninguno de los miembros del ER Kansas. Era mucho más escarpado y tenía un aire primitivo, de tierra que no reconocía el tiempo o el predominio del hombre en otras partes del globo. De la espesa alfombra verde de la selva se alzaban montañas puntiagudas cuyas cimas se recortaban contra el sol poniente. Los ríos serpenteaban por las tierras bajas, rodeados por cada lado de altas paredes de piedra caliza o fértiles orillas. Allá abajo había pocos indicios de presencia humana, y uno hubiera creído que la tierra había permanecido así durante milenios.

El helicóptero se dirigía al norte, y cada uno de los cuatro hombres que ocupaban la cabina sabía que habían cruzado la «alambrada», la frontera entre Vietnam y Laos, hacía mucho tiempo.

—¿Alguna idea de adónde vamos? —preguntó Tormey a gritos para hacerse oír por encima del ruido de los rotores y los motores de turbina situados justo detrás de la pared contra la que estaban apoyados.

Flaherty tenía la vista clavada en el territorio que sobrevolaban, siguiendo el recorrido de su avance. Thomas parecía dormido, con la cabeza apoyada en el hombro. Dane miró a Tormey y esbozó una tenue sonrisa.

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