Atlantis

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Capítulo 15

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Al llegar a la entrada del compartimento de los proyectiles, Costas extrajo otro artilugio de su cinturón de herramientas, en este caso una caja amarilla del tamaño de un teléfono móvil. Abrió la tapa y exhibió una pequeña pantalla de LCD que proyectaba un brillo verde pálido.

—Sistema de posicionamiento global —anunció—. Esto debería resolver el problema.

—¿Cómo puede funcionar aquí dentro? —preguntó Katya.

En la pantalla aparecieron una serie de números.

—Esta caja es nuestra especialidad, un receptor GPS acústico submarino combinado con un ordenador de navegación —dijo Jack—. Desde el interior del submarino no podemos enviar ondas acústicas, de modo que no tenemos acceso al GPS. Pero descargamos las especificaciones para esta clase de submarino desde la base de datos de la UMI y las cotejamos con una serie de posiciones del GPS que tomamos sirviéndonos de balizas de superficie en el exterior del submarino durante nuestro reconocimiento con los dos

Aquapod esta mañana. El ordenador debería permitirnos navegar en el interior como si estuviésemos utilizando el GPS.

—Ya lo tengo —anunció Costas—. En el

Aquapod tomé una posición donde la escalera desaparecía debajo del submarino. Está en el lado de babor de la sala de torpedos. Se encuentra a doscientos cuarenta y un grados de nuestra posición, siete punto seis metros delante y dos metros debajo. Eso nos sitúa más allá de las filas de proyectiles y torpedos, y justo delante del lado de babor del tanque de lastre.

Cuando Costas intentó pasar entre los soportes atestados de armas Katya alzó el brazo para detenerlo.

—Antes de seguir adelante hay algo que deberíais ver.

Señaló hacia el pasillo central del compartimento del armamento, justo más allá del lugar donde los tres habían estado tendidos en el suelo y muertos de miedo unos minutos antes.

—Ese pasillo central debería estar despejado para permitir que la grúa llevase los proyectiles y los torpedos desde los soportes hasta los tubos de lanzamiento. Pero está bloqueado.

Tendría que haberles resultado absolutamente obvio, pero los tres habían estado tan concentrados en la bomba trampa que no habían examinado el resto del lugar.

—Son un par de embalajes apilados.

Costas se deslizó a través del estrecho espacio que se abría a la izquierda entre los embalajes y los soportes. Su cabeza sobresalía por encima de la caja superior.

—Hay otros dos detrás. Y otros dos más allá. —La voz de Costas se iba apagando a medida que se alejaba—. Seis en total, cada uno de unos cuatro metros de largo por metro y medio de ancho. Debieron de ser bajados por el conducto del ascensor y colocados aquí utilizando las abrazaderas de los torpedos.

—¿Son embalajes de armamento? —preguntó Jack.

Costas volvió a asomar la cabeza y se sacudió el polvo blanco.

—Son demasiado pequeños para albergar un torpedo o un misil, y demasiado anchos para ser lanzados a través de los tubos. Tendríamos que abrir uno, pero no tenemos ni el equipo ni el tiempo necesarios.

—Hay algunas inscripciones.

Katya se había arrodillado debajo del embalaje inferior y estaba frotando la capa blanca que lo cubría. Al desprenderse dejó al descubierto una superficie metálica con inscripciones impresas en dos grupos separados.

—Códigos del Ministerio de Defensa soviético. —Katya señaló el grupo superior de símbolos—. Son armas, no hay duda.

Su mano se movió hacia el otro grupo, que examinó con más detenimiento.

—Electro… —Titubeó—. Electrochimpribor.

Los tres empezaron a pensar algo que resultaba impensable.

—Complejo Electrochimpribor —dijo Katya con calma—, conocido también como Planta 418, la principal planta de montaje de armas termonucleares soviética.

Costas se apoyó contra el armero de los torpedos.

—¡Santa Madre de Dios! Son cabezas nucleares. Cada uno de estos embalajes tiene aproximadamente el tamaño para alojar una cabeza explosiva SLBM.

—Clase SS-N-20 Sturgeon para ser exactos. —Katya se puso en pie y miró a los dos hombres—. Cada uno de estos embalajes contiene un vehículo de reentrada múltiple con diez cabezas nucleares, cada una con un potencial cinco veces superior a la bomba de Hiroshima. Seis embalajes, diez cabezas en cada uno de ellos. —Hizo una pausa y miró las cajas—. Las autoridades no escatimaron esfuerzos para mantener en secreto la desaparición del submarino. Posteriormente se produjeron una serie de desapariciones asombrosas, especialmente de la base de submarinos de este tipo en Sebastopol. Ahora creo que fueron víctimas de una anticuada purga estalinista. Las ejecuciones pasaron inadvertidas debido a los acontecimientos que tuvieron lugar aquel año.

—¿Acaso estás sugiriendo que estas cabezas nucleares fueron robadas? —preguntó Costas con incredulidad.

—Los militares soviéticos estaban profundamente decepcionados después de la guerra con Afganistán. La armada había comenzado a desintegrarse, con barcos amarrados y tripulaciones ociosas. La paga era patética o directamente no existía. Durante los últimos años de la Unión Soviética se vendieron más secretos a Occidente que durante el período más álgido de la guerra fría.

—¿Cómo encaja Antonov en todo esto? —preguntó Costas.

—Antonov era un hombre que podía resultar útil cuando estaba controlado, pero que se convirtió en alguien muy peligroso cuando se aflojaron las riendas. Él odiaba la

glasnost y la

perestroika, y llegó a despreciar al régimen por sus relaciones con Occidente. Éste parece haber sido su último acto de resistencia.

—Si el régimen soviético ya no podía golpear a Occidente, él sí podía hacerlo —murmuró Costas.

—Y su tripulación lo habría seguido a cualquier parte, especialmente con el atractivo del dinero como premio.

—¿Adónde pensaría llevar estas cabezas nucleares?

—A Sadam Husein, los talibanes de Afganistán, Hamás en Siria, los norcoreanos. Era 1991, no lo olvides.

—No debió de ser más que un intermediario —dijo Jack.

—Los buitres ya estaban volando en círculos, antes incluso del derrumbe de la Unión Soviética —contestó Katya sombríamente.

—Creo que subestimé a nuestro amigo, el comisario político —dijo Costas—. Tal vez fuese un fanático, pero también es posible que haya salvado a la humanidad de su peor catástrofe.

—Aún no ha acabado. —Jack se levantó—. Allí fuera, en alguna parte, hay un cliente insatisfecho, alguien que ha estado vigilando y esperando durante todos estos años. Y ahora los clientes potenciales son mucho peores que antes; son terroristas a los que sólo los mueve el odio.

El resplandor azulado que proyectaba la iluminación de emergencia del submarino apenas si penetraba en la penumbra que reinaba en el extremo delantero de la sala de torpedos. Costas accionó el interruptor de su lámpara para que alumbrase con toda su potencia antes de abrir la marcha a través del laberinto de soportes, hacia las coordenadas que señalaba su transceptor. Jack y Katya lo seguían de cerca, sus trajes de supervivencia adquirían un creciente matiz espectral al rozar la capa de precipitado blanco que cubría todas las superficies del interior del submarino. Después de escurrirse a través de un pasadizo final se agacharon para pasar en fila india por un estrecho corredor casi al mismo nivel que la cubierta del casco.

Costas se apuntaló con la espalda apoyada contra la cubierta. Enganchó los dedos a través de una de las rejillas de un metro de largo que había en el suelo.

—Allá vamos.

Se inclinó hacia adelante y tiró hacia arriba con todas sus fuerzas. Segundos más tarde, la rejilla cedió con un crujido metálico y una ducha de polvo blanco. Jack se acercó a gatas para ayudarlo a hacerla a un lado, dejando espacio para que Costas pasara las piernas y atisbara en la oscuridad que se extendía debajo. Descendió por el agujero hasta que sólo su casco fue visible.

—Me encuentro en el piso de encima de la sentina —anunció—. Esto es lo máximo que podemos descender sin tener que meternos en una sopa tóxica.

Sacó la unidad GPS del bolsillo. Jack pasó por encima del agujero para permitir que Katya se acercase al borde. Ahora las tres lámparas de los cascos iluminaban la pantalla verde del GPS.

—Bingo. —Costas alzó la vista de la pantalla y miró la cubierta que se extendía a menos de un brazo de distancia—. Me encuentro cinco metros por encima del punto donde los escalones desaparecían debajo del submarino. Estamos sobre el blanco.

—¿Qué aspecto tiene la cubierta? —preguntó Jack.

—Estamos de suerte. El

Kazbek posee un doble revestimiento en casi toda su longitud, una cubierta de presión interna y un casco exterior hidrodinámico, separados por veinte centímetros de caucho. Este sistema proporciona un mejor aislamiento acústico y espacio para un tanque de lastre. Pero justo antes de la parte delantera vuelve a tener un grosor individual para permitir más espacio interno a medida que la cubierta adquiere su forma ahusada.

Katya se inclinó hacia adelante.

—Hay algo que no acabo de entender.

—Dispara.

—Entre nosotros y ese muro de roca hay una pared de metal de veinte centímetros de grosor. ¿Cómo haremos para atravesarla?

Costas volvió la cabeza hacia arriba para mirar a Katya. Había dejado el visor abierto desde que desactivara las cabezas explosivas y la mezcla de sudor, suciedad y el polvillo blanco parecía una extraña pintura de guerra.

—Amplificación de luz mediante emisión de radiación estimulada.

Katya lo miró.

—¿Láser?

—Tú lo has dicho.

En ese momento se oyó un ruido metálico detrás de ellos. Antes de abandonar el compartimento de las armas, Costas se había comunicado por radio con Ben y Andy, que aguardaban en el DSRV, dándoles instrucciones para llegar a la sala de torpedos. Los dos miembros de la tripulación aparecieron vestidos con sus trajes de supervivencia y portando sendas mochilas con herramientas.

—Necesitaremos una abertura más grande —les dijo Costas.

Jack y Katya levantaron otras dos rejillas para que Ben y Andy pudieran bajar al piso inferior. Tan pronto como estuvieron instalados en el pequeño espacio, abrieron las mochilas y empezaron a montar el aparato.

Costas trazó un círculo de tiza de aproximadamente un metro de diámetro en la cubierta del casco. Se apartó mientras los dos hombres levantaban el aparato y lo colocaban en posición. Parecía un módulo lunar a escala reducida, una serie de patas articuladas que se extendían desde una unidad central poliédrica del tamaño de un ordenador de mesa. Ben sostuvo la unidad delante de la posición fijada por el GPS mientras Andy se encargaba de apoyar las patas alrededor del círculo que había trazado Costas. Después de una rápida inspección accionó un interruptor y los tampones de succión se pegaron al casco. Al mismo tiempo, un racimo de varillas se proyectó desde cada articulación para convertir el aparato en una masa rígida.

Ben extendió un tubo telescópico desde ambos lados de la unidad, uno de los extremos hacia el centro del círculo de tiza y el otro hacia el oscuro hueco que había debajo de la rejilla metálica del suelo. Detrás de la unidad había una caja de tres lados con la parte superior abierta, de aproximadamente medio metro de lado. Encima del tubo había una mira y, debajo de él, un mango y un gatillo.

Después de hacer una rápida comprobación, Ben enchufó el cable que había traído desde el DSRV. La pantalla de LCD de detrás de la unidad cobró vida y mostró una serie de lecturas antes de exhibir una pantalla en blanco moteada con iconos de diferentes programas.

—Buen trabajo, chicos —dijo Costas—. Ahora hagamos que esta criatura entre en acción.

Pulsó una serie de comandos mientras su mirada iba del teclado a la pantalla. Una vez que el programa hubo finalizado, se inclinó y apoyó el ojo derecho contra el visor e hizo pequeños ajustes en la alineación del tubo usando un par de palancas que había a cada lado.

Menos de cinco minutos después de haber conectado el aparato, se volvió para mirar a Jack.

—Estamos listos.

—Dispara.

Costas apretó el gatillo. Cuando lo hizo, un tubo de rayos catódicos situado encima del teclado empezó a titilar con una luz ámbar.

—Menos sesenta segundos.

La luz adquirió un tono verde.

—Vamos bien —anunció Costas.

—¿Tiempo previsto? —preguntó Jack.

—Dos minutos. Podríamos cortar el revestimiento como si fuese mantequilla, pero el desgaste para las baterías del DSRV sería insoportable. Incluso lo que estamos haciendo reducirá nuestros márgenes de seguridad si pensamos utilizar el DSRV para regresar al

Seaquest.

Costas alzó la vista y su rostro era la viva imagen del nerviosismo contenido.

—Lo que estamos viendo es un láser semiconductor de gas sellado por infrarrojos —explicó—. Conecta este chisme a las dos baterías de plata y zinc de setecientos amperios del DSRV y tendrás un rayo de micrones diez punto seis de diez kilovatios. Es suficiente para que los klingons tengan una pausa para pensar.

Jack gruñó con impaciencia mientras Costas comprobaba el contador y accionaba un interruptor en el teclado.

—El visor es un dispositivo de posicionamiento que nos permite disparar el rayo en dirección perpendicular a la posición en el casco —continuó diciendo—. En este momento el láser está abriendo un orificio en el revestimiento del casco de un centímetro de diámetro. He disparado una válvula que nos permite extraer material al tiempo que mantiene fuera el agua del mar.

—En teoría —replicó Jack.

—No hay nada malo en una ducha fría.

El módulo comenzó a emitir un débil sonido de advertencia. Costas volvió a colocarse delante de la pantalla y a hacer una serie de cálculos. Después de una pausa, colocó la mano derecha en el mando.

—El rayo se interrumpe automáticamente cinco milímetros antes de acabar su tarea. Ahora lo estoy reactivando.

Apretó el gatillo y permaneció inmóvil. Un momento después, la luz verde cambió súbitamente a ámbar. Costas miró a través del visor mientras las gotas de sudor de su frente caían sobre el tubo. Se echó hacia atrás y se relajó.

—El tapón impide que el agua pase. Hemos acabado.

Costas se apartó para dejar que Ben ocupase su lugar. Costas y Jack terminaron de montar la caja con la parte superior abierta a la izquierda de la unidad. Dentro de ella una retícula de líneas despedía un brillo verde, como el telón de fondo del escenario de un teatro en miniatura.

—Ben tiene más práctica —explicó Costas—. Parte del software es tan nuevo que no tuve oportunidad de probarlo antes de irnos al lugar del naufragio.

—¿Quieres decir que no lo habías utilizado antes? —preguntó Katya.

—Siempre tiene que haber una primera vez para todo.

Katya cerró los ojos durante un segundo. A pesar de toda la alta tecnología y la planificación estilo militar, parecía que las operaciones de la UMI, incluyendo la desactivación de bombas trampa, se realizaban por obra y gracia del Espíritu Santo.

—Ahora es cuando esta preciosidad justifica su fama —dijo Costas—. Éste es uno de los láseres polivalentes más sofisticados jamás creados. Observad esa caja.

La pálida luminosidad verde se convirtió en un haz de finas partículas que titilaba cada pocos segundos. Cada impulso dejaba una imagen de creciente complejidad y las líneas eran cada vez más concretas. Después de un minuto, la imagen se había convertido en tridimensional. Era como si alguien hubiera introducido masilla verde y brillante en el interior para crear una gruta en miniatura.

—¡Un holograma! —exclamó Katya.

—Correcto. —Costas permanecía pegado a la imagen—. La fase dos consistió en la inserción de un láser ultravioleta de baja energía a través del orificio en el revestimiento, un dispositivo de cartografía que reproduce la imagen en forma de holograma en la caja. Puedes ajustar el láser para que refleje solamente material de una determinada densidad, en este caso el basalto del volcán.

Jack miró a Katya.

—Lo utilizamos para reproducir objetos —dijo—. Los datos cartografiados son transferidos a un láser de infrarrojos de alta intensidad que puede cortar virtualmente cualquier material con una precisión de un micrón, menor que una partícula de polvo.

—Produjo el modelo del disco de oro del naufragio minoico —dijo Katya.

Jack asintió.

—La UMI también ha desarrollado el hardware necesario para reproducir los mármoles de Elgin para el Partenón de Atenas.

Costas se inclinó sobre Ben, que seguía tecleando.

—Muy bien, Ben. Máxima resolución.

La onda verde, impulsada arriba y abajo, comenzó a definir los rasgos que, hacía unos momentos, aparecían sólo perfilados. Pudieron discernir los afloramientos bulbosos de basalto, una pared de lava formada miles de años antes de que los primeros homínidos llegasen a esas costas.

Fue Katya quien primero reparó en las regularidades que aparecían en la base de la imagen.

—¡Puedo ver escalones! —exclamó.

Todos permanecieron con los ojos fijos en la pantalla mientras las líneas horizontales adquirían una forma inconfundible. La media docena final de escalones que ascendían desde la cara del risco terminaban en una plataforma de cinco metros de ancho. Encima de ella, un saliente rocoso llegaba hasta el submarino, topando con él.

Ben inició la cuenta atrás final con cada pulso del láser.

—Noventa y siete… noventa y ocho… noventa y nueve… cien. Resolución completada.

Todos los ojos se concentraron en el hueco oscuro que había en el centro de la imagen. Lo que al principio parecía una neblina opaca se resolvió en un nicho rectilíneo de cuatro metros de altura y tres metros de ancho. Se encontraba en la parte posterior de la plataforma, detrás de la escalera, y era evidente que había sido excavado en la roca.

Cuando el escáner se retrajo, el nicho quedó completamente a la vista. En el centro pudieron ver una ranura de arriba abajo de la abertura. Otras ranuras horizontales se extendían a lo largo de los bordes superior e inferior. Cada panel estaba adornado con la inconfundible forma de «U» de los cuernos del toro.

Costas dejó escapar un leve silbido. Jack buscó en su bolsillo delantero y sacó una hoja de papel arrugado. Leyó con calma la traducción que había hecho Dillen.

—«La gran puerta dorada de la ciudadela».

Costas alzó la vista para mirar a su amigo y vio en su rostro el familiar brillo de la emoción.

—No puedo decir nada del oro —dijo Jack—. Pero os puedo asegurar una cosa. Hemos encontrado la puerta de entrada a la Atlántida.

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