Atlantis

Atlantis


Capítulo 27

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Costas parpadeó frenéticamente mientras el agua hirviente mojaba su rostro. Había sido lanzado al suelo después de que lo empujasen durante un momento terrible hacia la columna de vapor, la amplia columna blanca que se elevaba delante de él hasta el ojo que se abría en lo alto.

Estaba otra vez en la sala de audiencias, el lugar donde había visto a Jack por última vez. Se había desmayado tantas veces en las últimas horas que había perdido toda noción del tiempo, pero suponía que la noche había quedado atrás y que ya había pasado todo un día desde que habían abandonado el laberinto para toparse con los reflectores de Asían.

Se preparó para lo que vendría luego. ¿Cómo habían salido del submarino? Una y otra vez la misma pregunta, con tanta frecuencia que su cuerpo se había convertido en una masa de hematomas y contusiones. Sin embargo, Costas era un optimista nato y cada vez que los esbirros de Asían lo golpeaban sentía un rayo de esperanza, una indicación de que Ben y Andy aún resistían el acoso de los intrusos.

Con la cara apretada contra el suelo apenas si conseguía distinguir una figura cubierta con un velo y los ojos vendados que estaba sentada en el trono, a pocos metros de distancia. Cuando consiguió enfocar la imagen, le quitaron la venda de los ojos y vio que se trataba de Katya. Ella lo miró sin reconocerlo y luego sus ojos se abrieron espantados. Él hizo un gran esfuerzo y le sonrió.

Lo que sucedió a continuación hizo que lo recorriese un escalofrío de impotencia. Una figura baja y fornida entró en su campo visual, vestida con el típico mono negro; era una mujer. Sostuvo un cuchillo curvo de diseño árabe contra el cuello de Katya, luego lo hizo descender lentamente hacia el diafragma. Katya cerró los ojos, pero el blanco de sus nudillos mostraba que se aferraba al trono con todas sus fuerzas.

—Si estuviese en mi mano acabaríamos con esto ahora mismo. —Costas consiguió entender las palabras en ruso escupidas al rostro de Katya—. Y estará en mi mano. Ese velo será tu mortaja.

Con un desagradable sobresalto, Costas comprendió que se trataba de Olga. La mujer silenciosa y desaliñada que había visto en el helipuerto en Alejandría y cuya voz había alcanzado a oír tantas veces en las últimas e infernales horas. Debía de ser un monstruo. Mientras Olga continuaba burlándose de Katya, Costas luchó para incorporarse pero fue lanzado nuevamente al suelo con un golpe en la espalda que lo dejó paralizado.

En ese momento se produjo una conmoción en el costado de la cámara donde la luz del sol bañaba la entrada. Con su ojo en buen estado, Costas vio aparecer a Asían, sostenido a ambos lados por sendas figuras vestidas de negro. Bajó los escalones arrastrando los pies hasta quedarse jadeando delante de Olga. Despachó a sus dos ayudantes con un gesto de impaciencia.

Durante un segundo, Costas observó que la mirada de Asían iba de una mujer a otra, con una pizca de duda en su expresión antes de fijar la vista en Olga. En ese momento, Costas se dio cuenta de que ella no era una simple subordinada, que esa mujer poseía más poder del que Asían jamás reconocería. La expresión de Katya revelaba que ella también conocía la verdad, que la megalomanía de su padre había sido alimentada por otra fuerza maligna que había arrancado de él los últimos vestigios de la paternidad.

—Ahora te marcharás. —Asían se dirigió a Olga en ruso—. Vuela en el helicóptero del Vultura de regreso a Abjasia y ponte en contacto con nuestro cliente. Creo que nuestra mercancía estará preparada muy pronto.

Olga paseó con indiferencia el cuchillo por al rostro de Katya. Luego subió la escalera acompañada por los dos ayudantes de Asían. Temblaba ligeramente, los labios trémulos por la aberrante excitación de lo que había estado a punto de hacer. Costas se quedó mirando la escena estupefacto, maravillado ante la fanática maldad que emanaba de la mujer.

Una vez que Olga y los dos hombres se hubieron marchado, Asían se inclinó trabajosamente hacia Costas, con el rostro convertido ahora en una aterradora máscara de furia. Alzó la cabeza de Costas y apoyó el cañón de una pistola debajo de su barbilla. Costas pudo oler su aliento a carne rancia. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados, la piel grasa y mortecina. Costas retrocedió pero le sostuvo la mirada.

—Ayer, antes de que saliera, envié a tres de mis hombres por ese mismo túnel —siseó Asían—. No han regresado. ¿Dónde están?

Costas recordó de pronto las burbujas que habían surgido del respiradero del volcán en el tramo final del pasadizo submarino.

—Supongo que cogieron el camino equivocado.

Asían lo golpeó con la pistola en el rostro. Costas cayó hacia atrás con un gesto de dolor y salpicó el trono con su sangre.

—Entonces usted nos guiará por el camino correcto. —Señaló con la pistola el equipo de inmersión que ahora estaba dispuesto en el suelo y luego hizo un gesto hacia el trono contiguo, donde Katya se debatía entre dos de sus esbirros—. O mi hija será iniciada en los ritos de la ley coránica antes de lo que podría esperar.

Mientras Jack ascendía velozmente a través del sedimento de limo concentró toda su atención en el sistema de navegación. El radar que cartografiaba el terreno mostraba que ascendía peligrosamente cerca de la pared oriental del cañón; su borde se encontraba ahora a menos de cincuenta metros encima de él. La lectura de la profundidad indicaba que subía a más de dos metros por segundo, una velocidad que se incrementaría dramáticamente cuando se redujese la presión exterior pero que Jack no podía permitirse reducir hasta que hubiese salido de la grieta.

De pronto se encendió una luz roja cuando el radar lo alertó de la presencia de un obstáculo encima de su cabeza. En la fracción de segundo en que advirtió el borde del cañón giró hacia el este y accionó los propulsores posteriores. Se preparó para un impacto que milagrosamente nunca se produjo y el AAAP sorteó el saliente que hubiese abierto una brecha en la mochila de propulsión y flotabilidad y lo habría enviado cayendo a plomo hacia su muerte.

Tan pronto como hubo salido del cañón, pulsó el accionador de flotabilidad hasta que quedó flotando en posición neutra y se inclinó hacia adelante, utilizando los propulsores vectoriales. Parecía estar volando por encima de una tormenta gigante que se movía a cámara lenta, una masa pulsante que lamía el borde del cañón y oscurecía el abismo que se abría más abajo. Jack tenía colegas que pagarían por regresar a ese sitio, utilizando sondas para redescubrir los respiraderos hidrotérmicos; pero él esperaba haber hecho su única incursión a un páramo que parecía encerrar las peores pesadillas del abismo oceánico.

Y ahora, en la penumbra que se extendía delante de él, estaba el descubrimiento que los había traído hasta aquí, una perspectiva que hizo que su corazón se acelerara mientras se dirigía hacia las coordenadas que indicaban la ubicación de la isla. El profundímetro señalaba 148 metros, casi el nivel de la antigua costa sumergida. Aún se encontraba en el reducido ambiente debajo de la oxiclina y el lodo gris azulado carecía de todo vestigio visible de vida. Al cabo de varios minutos comenzó a distinguir un reborde que supuso que debía de tratarse del antiguo acantilado de la playa.

Entraría en la ciudad perdida por su sección oriental, en el extremo opuesto al sector que Costas y él habían explorado dos días antes. La primera visión de las estructuras cubiertas de limo le hicieron sentir la intensa emoción que había experimentado entonces, la enormidad de su descubrimiento eclipsando súbitamente los penosos momentos vividos en las últimas veinticuatro horas. Con creciente nerviosismo se alzó por encima del reborde y contempló la escena que había delante de sus ojos.

Su mente se volvió inmediatamente hacia sus amigos. El

Sea Venture no habría tenido noticias de su buque gemelo durante horas y seguramente había alertado a las autoridades turcas y georgianas. Pero habían acordado que informarían primero a los rusos acerca del submarino y una respuesta concertada podía tardar horas.

La ayuda podía llegar demasiado tarde.

Rezó para que Ben y Andy aún resistieran en el submarino. Los hombres de Asían intentarían abrirse paso a través de los túneles para cogerlos por sorpresa. La única manera de conseguirlo era teniendo a Costas o a Katya como guías, obligándolos a que transmitieran el código acordado golpeando el casco del submarino para que Ben y Andy abriesen la escotilla. Jack sabía que, después de eso, sus posibilidades de sobrevivir eran muy pocas. Debía hacer todo lo posible para ponerse en contacto con Ben y Andy y en seguida, de alguna manera, regresar a la sala de audiencias y defender el pasadizo lo mejor que pudiese.

El propulsor estaba funcionando mal y sabía que debía conservar la batería para el esfuerzo final. Se dejó caer al lecho marino y comenzó a caminar a lo largo de una ancha calzada, alzando con cada paso una pequeña nube de limo. A la derecha había una línea de formas curiosamente familiares cubiertas de sedimento. Jack comprendió, asombrado, que estaba contemplando los primeros carros del mundo, más de 2000 años más antiguos que el primer transporte rodado, hallado en Mesopotamia.

A su izquierda había un profundo barranco, que antes había sido una entrada del mar y ahora se ensanchaba hasta formar una dársena rectilínea de unos treinta metros de lado. Pasó junto a unos leños perfectamente apilados, probablemente de abetos, álamos y cedros ancestrales, todos perfectamente conservados en ese ambiente falto de oxígeno. La vista que se extendía más allá superaba sus expectativas más fantásticas. En la playa había dos cascos semicompletos, cada uno de unos veinte metros de largo y elevados sobre bastidores de madera. Podría haber sido una imagen de cualquier astillero moderno en el mar Negro. Los barcos eran embarcaciones de casco abierto y manga estrecha, diseñados para navegar con un remo o dos de pala ancha, pero por lo demás eran tan elegantes y refinados como los barcos vikingos. Cuando se acercó al primer casco, un ligero golpe propinado con el brazo articulado para desprender el limo reveló un trabajo de ebanistería de planchas fijadas con cuerdas, precisamente la técnica que Mustafá y él habían supuesto para los marineros del Neolítico.

Un poco más lejos, la playa estaba cubierta con pilas de tablones pulidos y carretes de grueso cordaje. En medio había cinco juegos de moldes alineados unos junto a otros, en dirección a la ensenada, cada uno lo bastante grande como para alojar un casco de cuarenta metros de longitud. Los soportes estaban vacíos y los carpinteros de barcos hacía tiempo que habían desaparecido, pero durante algunas semanas desesperadas a mediados del VI milenio a. J. C. este lugar debió de ser una colmena de actividad frenética jamás igualada hasta la época de los constructores de las pirámides de Egipto. Cuando el agua sumergió las zonas más bajas de la ciudad, la gente seguramente llevó las herramientas y las maderas a lo alto de las colinas; muy pocos de ellos eran capaces de comprender que sus hogares pronto se perderían para siempre. Jack había encontrado una de las estaciones de paso clave de la historia, el lugar donde toda la energía y la sabiduría de la Atlántida habían cristalizado para alumbrar la civilización desde Europa occidental hasta el valle del Indo.

El trazador cartográfico del terreno comenzó a revelar los contornos de la pendiente que se alzaba un poco más adelante. Jack cambió a modalidad sumergible y se impulsó más allá de la antigua llanura costera por encima de una planicie del tamaño de una pista de carreras con una amplia abertura en el centro. Recordó el conducto de agua en el volcán y dedujo que ésta era la segunda etapa en el sistema, un enorme depósito excavado en la roca que servía como punto radial para una serie de acueductos que abastecían los barrios industriales y residenciales de la ciudad.

Continuó ascendiendo por la pendiente en dirección sur. De acuerdo con el boceto del mapa que había introducido en el ordenador ahora tendría que estar aproximándose a los tramos superiores del camino procesional. Segundos más tarde, el trazador cartográfico proporcionó la confirmación. La imagen tridimensional mostraba la empinada cara de la pirámide oriental. Justo al otro lado de la pirámide, el contorno irregular del volcán comenzaba a materializarse y, en medio, se veía la reveladora forma cilíndrica que bloqueaba la brecha que había entre la pirámide y la dentada cara de la roca.

Fuera de la extraña penumbra consiguió avistar una masa de metal retorcido. El AAAP parecía insignificante junto a la inmensa mole del submarino; el casco se alzaba a una altura superior a un edificio de cuatro pisos y con la longitud de un campo de fútbol. Con mucho cuidado se abrió paso sobre la hélice arrancada, agradeciendo que los propulsores del AAAP fuesen apenas audibles y que los chorros de agua produjesen una mínima turbulencia. Desactivó los reflectores y redujo el brillo de las pantallas de LCD.

Cuando pasó junto a la escotilla de emergencia que se encontraba detrás de la cámara del reactor pensó brevemente en el capitán Antonov y su tripulación, cuyos cadáveres se sumaban a la cosecha de muerte recogida por este mar siniestro. Trató de disipar esa horrible imagen mientras se acercaba a la imponente forma de la torre. En la penumbra que se extendía más allá de la torreta pudo distinguir el halo de un conjunto de reflectores situado sobre la cubierta de proa, en la banda de estribor. Las luces estaban montadas en un sumergible que se había posado como un insecto depredador sobre el DSRV, donde estaba acoplado al conducto de emergencia delantero del submarino. Los hombres de Asían habían conseguido acceder al interior del submarino acoplándose a la escotilla trasera del DSRV.

Jack se posó suavemente sobre el revestimiento a prueba de ecos del submarino. Movió los brazos articulados para ver las junturas de los codos y las muñecas. El metal estaba amarillo y picado por la acción del ácido clorhídrico, pero las junturas habían resistido. Flexionó ambos brazos hasta que tocaron el exterior de los dos compartimentos que estaban sujetos a la parte delantera del traje, encima del propulsor. Utilizó los dedos de metal situado en el extremo de cada brazo para abrir uno y extraer su contenido. Desplegó una malla de esferas del tamaño de pelotas de

ping-pong que estaban unidas por una red de delgados filamentos.

Normalmente, las minas estaban divididas en sartas y se desplegaban como un paraguas flotante sobre una excavación arqueológica. Cada una de las doscientas cargas estaba preparada para estallar por contacto y era letal para un submarinista. Unidas constituían una carga explosiva con la suficiente potencia destructiva para dejar fuera de acción a un sumergible de forma permanente.

Después de haber activado el detonador, utilizó el accionador de flotabilidad para elevarse cautelosamente y alejarse del submarino. Se encontraba fuera del arco de iluminación principal, pero temía que lo localizaran y se alejó de la banda de babor del

Kazbek describiendo un amplio círculo, hacia la zona de popa del sumergible. Se colocó detrás del tambor de un metro de diámetro que protegía la hélice del sumergible, poniendo en automático el sistema de flotabilidad para asegurarse de que se mantendría neutro mientras sus manos estuviesen fuera de los controles. Accionó suavemente el propulsor de popa hasta que estuvo a una prudente distancia y luego volvió a introducir rápidamente las manos en los brazos articulados.

En el momento en que iba a asegurar las minas debajo del eje fue lanzado hacia atrás. Comenzó a dar vueltas como un astronauta fuera de control. El halo de luz del sumergible retrocedía de forma alarmante mientras luchaba por enderezarse utilizando los propulsores laterales. Cuando finalmente consiguió frenar volvió la vista y vio la turbulencia que salía del eje de la hélice. Ya se había sentido intranquilo ante la posibilidad de que los reflectores del sumergible estuviesen encendidos, un gasto innecesario de las reservas de la batería, y ahora vio que bajaban una radio baliza hacia el interior del sumergible.

Accionó los propulsores de popa y se impulsó nuevamente hacia la torreta del

Kazbek. Las minas de burbuja estaban en un precario equilibrio donde las había dejado. Si se caían de la hélice, su empresa estaba condenada al fracaso. Tendría que volar las cargas tan pronto como se encontrase detrás de la aleta del

Kazbek y fuera del alcance de la onda expansiva.

Metió la mano en el bolsillo delantero para preparar el detonador a distancia, una pequeña unidad casi idéntica en apariencia a una radio portátil. Había fijado la conexión en el canal 8.

Jack se permitió echar una rápida ojeada a la banda de estribor mientras se acercaba a la parte superior del casco del

Kazbek. Entonces comprobó consternado que el sumergible se había desacoplado y ahora se encontraba a menos de diez metros de distancia. Podía ver cómo su forma cilíndrica se elevaba hacia él como un tiburón asesino. A través de la ventanilla de observación un rostro miraba directamente hacia él con una expresión de sorpresa y furia.

Jack tenía que pensar de prisa. No podía esperar dejar atrás al sumergible. Estaba familiarizado con este tipo de submarinos, una versión derivada del LR5 británico con propulsores hidráulicos que podía inclinarse hasta los 180 grados, lo que le proporcionaba la agilidad de un helicóptero. Estaba demasiado cerca para correr el riesgo de hacer detonar las cargas, no sólo por el peligro para sí mismo sino también porque la onda de choque podría dañar el sistema de mantenimiento vital del

Kazbek y desestabilizar las cabezas nucleares. Su única opción era quedarse y luchar, atraer al sumergible hacia un duelo que sería absolutamente desigual. Su apuesta descansaba en el peso muerto del sumergible. Con el complemento de un pasajero, sus movimientos serían lentos y cada embestida exigiría un amplio círculo de giro que podría llevarlo más allá de la zona de peligro.

Como si fuese un torero de la era espacial, Jack se posó sobre el casco del

Kazbek y se volvió para enfrentarse a su enemigo. Apenas tuvo tiempo de flexionar las piernas antes de que el sumergible estuviese prácticamente encima de él. Los flotadores no lo golpearon por un pelo. Jack se preparó para otra embestida con los brazos extendidos, como si citara a un toro. Vio que el sumergible abría los tanques de lastre y reducía la velocidad mientras ascendía junto a la cara del risco y giraba para lanzarse nuevamente contra él. Cuando el sumergible pasó zumbando por encima de su cabeza, la turbulencia lo hizo girar sobre su espalda y lo acercó peligrosamente al extremo colgante de las minas de burbuja. Era imposible que la malla pudiese sobrevivir a otro viaje en la montaña rusa sin desprenderse o enredarse en la hélice del sumergible, un resultado potencialmente mortal si provocaba una explosión demasiado cerca del submarino.

Jack observó que el sumergible se movía velozmente hacia un nuevo punto de partida, su forma menguante enmarcada contra la amplia cara sur de la pirámide. En esta ocasión, Jack permaneció tendido sobre el casco y calculó la distancia. Veinte metros. Veinticinco metros. Treinta metros. Era ahora o nunca. En el momento en que el sumergible comenzaba a girar, pulsó el dispositivo de radio.

Se produjo un intenso relámpago seguido de una sucesión de sacudidas que golpearon su cuerpo como estampidos sónicos. La explosión había destrozado los timones del sumergible y ahora era una masa de metal que caía describiendo una enloquecida espiral hacia el lecho marino. La onda de choque seguramente había matado en el acto a sus ocupantes.

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