Asylum

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Capítulo Veintinueve

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Al día siguiente se cancelaron las clases y Dan pasó la mayor parte del día en el jardín, viendo a los estudiantes que dejaban el curso. Abby tenía varios amigos que habían decidido irse y quería que Dan y Jordan estuvieran con ella para las despedidas. No había esperado que una tarea tan simple lo agotara, pero ver cómo persona tras persona le lanzaba miradas de lástima o temor realmente le desgastó los nervios. Lo que pensaban estaba muy claro: que estaba loco por seguir en el curso.

Félix decidió quedarse. Él se alegró por su compañía. No podía ni imaginar dormir ahí solo.

Exhausto después de un día largo, Dan debería haberse dormido enseguida esa noche. Pero, aunque su cuerpo estaba cansado, su mente permanecía inquieta. Se dormía y se despertaba cada media hora.

El reloj que estaba en su mesita decía que eran las 2:57. Félix roncaba en la cama vecina. Por la ventana abierta entraba una brisa fresca que hacía volar las cortinas. Se dio cuenta de que a ese paso no iba a poder dormirse y decidió ir a buscar algo para comer en las máquinas expendedoras. Con cuidado para no hacer ruido, salió de la cama, se puso una camisa y tomó su celular y su billetera. Decidió no cambiarse los pantalones deportivos, pensando que si un policía lo veía parecería menos sospechoso que acababa de salir de la cama. Siempre podía decir que era sonámbulo.

Cerró la puerta suavemente y comenzó a caminar por el pasillo. No había policías a la vista. De puntitas, bajó silenciosamente las escaleras hasta la planta baja, obligándose a no pensar en Yi ni en Joe. Echó un vistazo al pasillo pero, nuevamente, no había policías. ¿Dónde estaban todos? Acababa de llegar a las máquinas expendedoras y se había metido la mano en el bolsillo para buscar monedas, cuando una mano pesada lo tomó por el hombro. Se volvió de prisa y dejó escapar un suspiro. Solo era Jordan.

—Casi me matas del susto, Jordan —y eso era quedarse corto. Dan apoyó la palma de su mano sobre su pecho, sintiendo su corazón.

—Lo siento. No fue mi intención. Pensé que sabrías que era yo. Bueno, ¿para qué querías verme? —susurró.

—¿De qué estás hablando? —Dan estaba confundido.

—¿Tú me citaste aquí? —Jordan sonaba irritado—. Pensé que era importante.

—No, definitivamente YO no…

—Son las tres de la mañana. No tengo ganas de jugar —murmuró Jordan—. Al menos ven a mi habitación para que los policías no nos atrapen.

Cuando estaban a salvo arriba, Jordan sacó su celular y le mostró el mensaje. Efectivamente, había un mensaje de el número de Dan pidiéndole a Jordan que se reunieran en las máquinas expendedoras a las tres para hablar de algo urgente.

—¿Satisfecho? —preguntó Jordan.

¿Qué podía decir? Dan permaneció viendo el mensaje, parpadeando, mientras el alma se le iba a los pies. No tenía ningún recuerdo de haber enviado ese mensaje; en realidad, ni siquiera había considerado pedirle a Jordan, ni a nadie, que se reuniera con él. Había decidido buscar algo para comer solo unos minutos antes. ¿Cómo podría haber planeado esto?

—Te lo juro, Jordan: yo no envié eso —sonaba como si estuviera suplicando.

—Revisa tu teléfono.

—¿Qué?

—Revísalo. Ahora. Quiero ver tus mensajes enviados —tendió la mano, esperando que Dan le diera el teléfono.

—No sé qué prueba esto —murmuró. Pero recordó los extraños correos electrónicos que habían aparecido en su teléfono, así que ni siquiera se sorprendió al ver el mensaje en su carpeta de Enviados. No importaba, porque él no lo había enviado. Estaba seguro. Pero Jordan no iba a creerle.

—¿Qué estupidez es esta, Dan? —siseó Jordan. Se quitó los lentes y se frotó los ojos con las manos—. Realmente no puedo lidiar con lo que sea que estés tramando, sin importar cuál es tu juego. Yi está en el hospital, tengo que dormir solo en este maldito basurero espeluznante y ahora tú estás haciendo… ¡lo que sea que sea esto! —Jordan se restregó la cabeza—. Creo que deberías irte ahora. Necesito dormir.

De pronto, hacer que su amigo le creyera era más importante que cualquier otra cosa. Necesitaba que alguien le dijera que no estaba volviéndose loco.

—Jordan, tienes que confiar en mí. Yo no envié esto. No sé quién lo hizo, pero… —Dan volvió a mirar su teléfono y el de Jordan, que podría haber estado quirúrgicamente injertado a su mano, ya que nunca lo dejaba. ¿Podría ser que él estuviera detrás de todos los mensajes extraños?

No, era una idea ridícula. Imposible. Dan solo estaba dando manotazos de ahogado y buscando a cualquiera que pudiera culpar. Cualquiera menos tú mismo.

—Pero está en tu teléfono, así que evidentemente estás mintiendo. ¿Por qué te molestas en negarlo? —preguntó Jordan—. ¿Con qué sentido?

—Mira… Esto es estúpido. No te envié ese mensaje. Me voy a la cama.

—Sí: huye, Dan. Muy maduro.

Se marchó con un resoplido frustrado. Mientras volvía a su habitación notó que la residencia estaba vacía: no había señales de los policías ni los prefectos. Cuando abrió la puerta y entró, inmediatamente supo que algo no andaba bien.

Félix no estaba.

Antes de que pudiera asimilarlo, su celular comenzó a vibrar en su mano y se encendió. Sobresaltado, casi lo arrojó al otro lado de la habitación. Miró la pantalla, esperando que fuera un mensaje de Jordan o Abby. Pero era de un número desconocido. Las manos le temblaban cuando abrió el mensaje.

Tú también puedes ser uno de ellos. Puedes ser inmortal. Te doblaré, te pondré en pose, con una sonrisa o el ceño fruncido. Te estoy esperando en el cuarto piso, Daniel, para esculpirte.

—Imposible —susurró Dan. Sostuvo el teléfono cerca de su rostro, como si leer el mensaje desde otro ángulo fuera a modificar las palabras de alguna manera.

Obviamente no vas a ir. Vas a hacer lo más sensato y le vas a mostrar esto a la policía. Alguien está jugando contigo.

Pensó en Félix. ¿Dónde estaba? Dan tuvo un mal presentimiento. Félix debía haberse despertado y al ver que él no estaba, podría haber salido a buscarlo. Pero ¿y si accidentalmente había encontrado al Escultor en lugar de encontrarlo a él? ¿Podía ser que Félix estuviera en el cuarto piso? Tenía que encontrarlo, antes de que fuera demasiado tarde.

Estaba decidido. Pero no era estúpido; le pediría a uno de los oficiales que fuera con él, aunque la policía creyera que El Escultor había muerto. Ahora tenía pruebas de que estaba vivito y coleando… y que andaba tras él.

Cualquiera podría haber escrito ese mensaje, le recordó una vocecita molesta. Incluso tú dijiste que podía haber un imitador…

En todo caso, pensó Dan, este era el responsable de lo que les había sucedido a Joe y a Yi. Original o imitador, iba a descubrir quién estaba detrás de todo eso.

Pero cuando dejó su habitación por segunda vez aquella noche, descubrió que seguía sin haber policías por ninguna parte. Buscó en el primer piso y después en la planta baja, y fue hasta las máquinas expendedoras otra vez. Debía haber habido una emergencia en la ciudad o algo así. La fuerza policial de Camford no era precisamente inmensa. Dio una última vuelta por la planta baja, pero estaba en silencio. No había más tiempo. Tendría que ir solo o arriesgarse a que Félix pudiera ser la próxima víctima.

Corrió escalones arriba, esperando hacer suficiente ruido como para despertar a alguien. Quizá los policías ya estaban en el cuarto piso. Pero cuando llegó al final de la escalera y dio vuelta en la esquina, Dan supo que era solo una tonta esperanza. Aquel piso también estaba en silencio y alguien había cortado la luz.

Dan tanteó la pared en busca de un panel de interruptores, pero solo encontró uno.

Afuera, el viento aullaba y los aleros, viejos y probablemente podridos, crujían en respuesta. Pasó una puerta a su derecha, apretando los puños para combatir el nerviosismo, que le estaba causando escalofríos. Había suficiente luz para ver que la habitación estaba vacía. La contigua también, y la siguiente, y la siguiente. Pero, de pronto, escuchó una voz en el último cuarto y se dirigió furtivamente hacia ella.

—Por favor… P-por favor no me lastime.

Félix.

Se apresuró.

—P-por favor… —era Félix otra vez. Nunca había escuchado a nadie lloriquear así, un joven convertido en un niño pequeño. Dan caminaba tan silenciosamente como podía. Si algo iba a delatarlo, era su respiración trabajosa. La garganta se le había cerrado de tal modo, que cada inhalación venía acompañada de un silbido.

Presionando su cuerpo contra la pared, asomó lentamente la cabeza, asustado por lo que podría encontrar. No esperaba que fuera un hombre de un metro noventa con una palanca de hierro. Estaba de pie junto a Félix, que yacía desplomado en el piso.

Dan debió hacer algún ruido, porque el hombre se volvió para mirarlo y comenzó a pasar la palanca de una mano a la otra. Llevaba guantes negros. Dan no podía quitarles los ojos de encima. Los asesinos usaban guantes negros.

Haz algo.

Nunca había sido un héroe ni un atleta, pero un instinto que no reconoció, uno que provenía de un profundo pozo de ira, lo impulsó a entrar en la sala. Arremetió, gritando, viéndose como Rambo en su cabeza, pero probablemente solo como un búfalo ebrio en la realidad. No importaba.

El hombre que sostenía la palanca se tambaleó hacia atrás, sorprendido, y cayó al suelo cuando chocó con fuerza contra él. Dan oyó un fuerte chasquido y esperó haberle roto una costilla. Elevó la rodilla, apuntando a darle donde sabía que realmente le dolería, pero el hombre bloqueó el golpe con una patada. Unas manos de acero sujetaron los brazos de Dan y los separaron. Ya no tenía inmovilizado al hombre, que rodó y lo aprisionó contra el suelo.

—¡Pequeño imbécil! —siseó.

—¡Ayuda! —gritó, lo más fuerte que pudo. Pero las manos del hombre le presionaban tan fuerte el pecho que sonó como un susurro.

La cabeza de Dan pegó contra la alfombra, que sirvió de poca protección contra el piso que estaba debajo, que debía ser de concreto, a juzgar por lo que le dolió el golpe.

Se le nubló la vista; surgieron borrones negros, azules y morados entremezclados, inseparables. Eso era todo. Iba a morir. El tiempo pareció comenzar a ir más lento; los momentos se alargaron como trozos de algodón estirados cada vez más, hasta que oyó gritos y pasos que resonaban en el pasillo.

—¡Maldición! —dijo el hombre. Levantándose de un salto, corrió hacia una ventana abierta y desapareció segundos antes de que dos policías entraran velozmente en la sala, con sus armas desenfundadas.

Sus voces rebotaban, apagadas, como si su cráneo se hubiera transformado en una cámara de resonancia vacía. Dan intentó sentarse, pero le dolía demasiado la cabeza. Volvió a caer al suelo.

—¿Puedes escucharme? ¡Oye! ¿Estás bien? ¿Te golpeaste la cabeza?

Miró hacia arriba al oficial. Teague.

—¿Estás bien? ¿Puedes ponerte de pie?

Eso estaba por verse. Al menos su vista estaba comenzando a recomponerse. Dan intentó asentir. Ay. Mala idea.

—La ventana —dijo, arrastrando las palabras en un intento de indicar a los policías por dónde había escapado el hombre.

—Llama a una ambulancia —le decía un oficial a su compañero. Estaba arrodillado junto a Félix—. Este necesita ir al hospital. Lo golpearon —una manta surgió de algún lado y el policía cubrió al chico con ella—. No queremos que entre en shock.

Con otra manta cubrieron los hombros de Dan.

—Estoy bien —insistió—. El hombre… por la ventana…

Un momento después, Teague lo ayudó a ponerse de pie. Los policías lo dejaron recuperar el equilibrio y el dolor de cabeza disminuyó poco a poco mientras esperaban a los paramédicos.

Llegó la ambulancia y colocaron a Félix en una camilla. Cuando dejaron la sala se estaba moviendo, intentando sentarse. Poco después, Dan escuchó el sonido de la sirena que se alejaba.

Se quedó de pie, tambaleante, mientras tomaban nota de su nombre, número de habitación y la información de contacto de sus padres.

—El tipo se está escapando —dijo, desesperado—. Todavía pueden atraparlo si van ahora; probablemente siga en el techo.

Uno de los oficiales corrió hacia la ventana y revisó el exterior. Finalmente, se volvió hacia ellos encogiéndose de hombros.

—No hay nadie ahí afuera —dijo—. Y es una caída de unos quince metros hasta el suelo.

—¡Está ahí afuera! —gritó Dan.

—Oye, oye, cálmate, amigo —dijo Teague—. Comienza desde el principio. ¿Qué estabas haciendo aquí arriba, en primer lugar? —Teague sacó una libreta y un lápiz.

Dan quería llorar.

—Me levanté para ir al baño —dijo, no queriendo mencionar lo que había sucedido con Jordan y el extraño mensaje de texto—. Cuando regresé a mi habitación, Félix no estaba. Ha estado agotado últimamente. Fue él quien encontró a Joe en las escaleras… El Escultor me envió una especie de poema extraño y me dijo que me esculpiría si me encontraba con él en el cuarto piso. Me asustó que Félix estuviera con él, así que fui a buscarlo. No quería que deambulara solo de noche.

—Ajá —dijo Teague. Le indicó que continuara, pero entonces una tercera oficial se les acercó. Le entregó un celular a Teague. El celular de Félix.

—Creo que deberías ver esto —dijo ella—. Y debes confiscarle el celular a este chico.

Dan tragó con dificultad y sintió ganas de vomitar. Ambos oficiales lo miraban fijamente, esperando.

—¿Qué hay en el teléfono de Félix? —preguntó Dan, luchando por pronunciar las palabras. ¿En qué momento había empezado a hacer tanto calor en la habitación? Estaba sudando a mares—. Por favor, estoy seguro de que puedo explicarles si solo…

—Sí, estoy seguro de que puedes. Tu celular, por favor.

—Pero…

—Tu celular —Teague entrecerró los ojos—. No voy a pedírtelo otra vez.

Era inútil protestar. Quizás esto fuera lo mejor. Entre sus mensajes enviados seguramente habría uno que decía algo como «Hola Félix. Me gustaría mucho reventarte la cabeza con una palanca». De alguna forma, iba a suceder. Entonces lo llevarían a la cárcel y lo encerrarían. Al menos entonces no podría meterse en más problemas. Lo dejarían solo con sus pensamientos y eso acabaría con él sin siquiera necesidad de un juicio.

Entonces recordó que tenía un mensaje de El Escultor en su bandeja de entrada. Ahora la policía tendría que creerle. ¡Y podían rastrear el número!

Le entregó su celular a Teague. Todo acabaría pronto.

El oficial encontró sus mensajes enviados rápidamente.

—¡Bingo! —dijo en tono triunfal—. Sala de estar del cuarto piso, 3:30, tengo algo genial que mostrarte —hizo un sonido de desaprobación con la lengua—. Justo lo que estaba en el teléfono de Félix. Suena amistoso. ¿Qué salió mal?

—Yo no envié eso —respondió Dan, furioso—. No lo envié. Lo juro…

—¿Parezco un idiota? —preguntó Teague.

—¡Revise mi carpeta de entrada! —estalló Dan—. ¡Le dije que hay un mensaje del Escultor diciéndome que lo vea aquí!

Teague lo observó extrañado, pero revisó la carpeta de entrada. Hubo una pausa.

—No hay nada aquí, muchacho. Ningún mensaje misterioso. Y como dije antes, El Escultor está muerto.

La situación empeoraba a cada momento. El sudor había empapado la parte delantera de su camiseta. Quería encogerse y desaparecer.

—¿Por qué no me cuentas lo que pasó en realidad?

Dan respiró profundamente.

—Francamente, ya no lo sé —dijo. Teague entrecerró los ojos—. Intenté encontrar un oficial antes de venir aquí, pero no había nadie por ninguna parte.

—Muchacho, tenemos oficiales en todos los pisos.

—¡No había ninguno cuando salí de mi habitación! —gritó—. Todo lo que sé es que llegué al cuarto piso y escuché a Félix pidiendo ayuda. Así que entré aquí y vi a un tipo grande con una palanca. Corrí hacia él.

—Continúa —dijo Teague.

—Estábamos peleando y entonces escuchó que ustedes se acercaban y saltó por esa ventana —la señaló otra vez, sintiéndose excepcionalmente estúpido.

Teague lo miró y sacudió lentamente la cabeza.

—Está bien, muchacho, vamos a seguirte la corriente por ahora. Digamos que existe ese hombre misterioso que sale por la ventana de un cuarto piso después de atacar a tu mejor amigo. ¿Habías visto a ese hombre antes?

—Nunca —respondió, sosteniendo la mirada de Teague.

El oficial dudó, examinando a Dan mientras mordía el interior de su mejilla.

—Sabes, lo más extraño es que casi te creo. O estás en medio de un tremendo caso de incriminación o eres muy buen mentiroso. De todos modos, te recomiendo que no te metas en líos hasta que podamos sentarnos y volver a hablar de esto. No voy a llevarte a la estación de policía ahora, pero lo haré si tengo que hacerlo. Hasta entonces, tendrás a una oficial contigo todo el tiempo.

—Espere…

Todo el tiempo —Teague señaló su propio ojo con el índice y después lo señaló a Dan como advertencia—. ¿Me entiendes?

—Sí, señor —murmuró Dan.

Acomodando su gorra, Teague asintió, satisfecho. Dan casi no percibió que la oficial que le habían asignado lo tomó del brazo. Félix pasaría la noche en el hospital mientras un policía esperaba pacientemente para interrogarlo. En tanto a él lo arrastraban de vuelta a su habitación. Una sensación de temor paralizante lo invadió.

—Estaré justo aquí afuera —dijo su carcelera—, así que no intentes nada raro.

La ironía de que su habitación estuviera siendo utilizada como una celda no le pasó inadvertida.

Toda la noche, todo el día, ahora le parecían un sueño. Los pormenores se desvanecían, los detalles desaparecían. ¿Cómo se veía el hombre de la palanca? Ahora no podía recordarlo realmente. ¿Podría Félix corroborar su historia? No sabía. Tendría que esperar a ver qué pasaba.

Se metió en la cama sin sentir el colchón ni las mantas. Era extraño pensar que era un sospechoso, que la policía creía que había atacado a Félix. ¿Pensaban que también era responsable del ataque a Yi y… oh, Dios, no: del asesinato de Joe? Si descubrían que había estado inconsciente en el sótano, ¿qué dirían? Toda la evidencia estaba en su contra.

Fuera de la habitación, escuchó que su guardia caminaba de un lado a otro lentamente.

Debo defenderme, pensó Dan, cerrando fuerte los ojos. Su mente no dejaba de dar vueltas. ¿Por qué El Escultor tendría una palanca? Era un arma muy pesada, burda. El Escultor era más inteligente, más cruel. A Dan le asustaba poder llegar a esa conclusión con tanta facilidad. No lo conocía, pero estaba comenzando a entender, o al menos a reconocer, su maldad. ¿Y eso qué decía de él?

La locura es relativa. Depende de quién tiene a quién encerrado en qué jaula.

Se colocó de costado y miró fijamente el reloj. Si era una lucha contra la locura, sentía que estaba perdiendo. Quizá ya había perdido.

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