Asya

Asya


San Petersburgo

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San Petersburgo

Año 1920

 

 

Anna Kurikova dejó de tocar el violín colocándolo con cuidado sobre la mullida alfombra persa que cubría la sala de ensayos de la Gran Filarmónica Rusa de San Petersburgo. Un fuerte dolor de cabeza la obligó a cerrar los ojos y apoyar la cabeza contra el respaldo afelpado de la silla. Unos instantes después sintió cómo alguien le zarandeaba el hombro con delicadeza.

No tenía el menor deseo de abandonar el estado letárgico en el que se encontraba; sin embargo, abrió los ojos y sonrió al observar la mirada preocupada de su marido. Se regañó mentalmente por haberse quedado dormida e hizo el intento de incorporarse. Las piernas le fallaron y, de no haber sido por los brazos fornidos de Vitya, se hubiera caído al suelo.

—Anushka, cariño, ¿qué tienes? Estás muy pálida. —Vitya la sujetó por la cintura ayudándola a dar pequeños pasos en dirección hacia la puerta. Ella dejó que su cuerpo se apoyase en el suyo y no protestó cuando le colocó sobre los hombros su largo abrigo, confeccionado de piel de potro. Atusó los pelos que cubrían el cuello y ató con firmeza el cinturón. Bajaron con cuidado los dieciséis escalones que separaban la primera planta del vestíbulo principal.

—Seguro que no es nada. No me mires con tanta zozobra. —Se esforzó en ofrecerle una sonrisa despreocupada aun cuando su cuerpo le enviaba señales muy claras de que algo no iba del todo bien. Vitya abrió la puerta de madera maciza de la entrada de la Filarmónica y enfrentaron con valentía el aire gélido de pleno mes de octubre.

A pesar del temporal, Anna no se puso la capucha para resguardarse del frío deseando que el aire fresco la ayudase a recuperarse. Una ráfaga de viento le azotó la cara y se sintió un poco mejor. Percibió el tacto suave de los copos esponjosos de nieve sobre sus mejillas, al tiempo que los pelos de su largo abrigo se llenaban de minúsculas estrellas brillantes. Alargó el brazo y extendió los dedos para sentir el suave cosquilleo en la palma abierta de su mano. Una repentina ola de felicidad se apoderó de ella y exclamó encantada:

—¡Mira, la primera nevada de este año!

Vitya la contempló con el ceño fruncido, pero al ver la amplia sonrisa de su mujer se dejó contagiar por su entusiasmo.

—¿Y este cambio de humor? Hace unos minutos parecías enferma y ahora te has convertido en una niña inquieta que desea atrapar la nieve. No será que… —dejó la pregunta flotar en el aire y se plantó expectante delante de ella. La observó con curiosidad mientras le atusaba con sus dedos un largo mechón oscuro medio escarchado.

—¿En qué estás pensando? —se interesó impaciente.

—Pienso que podría estar en camino el hermano de nuestra pequeña Asya. —Su mirada oscura brilló con fuerza—. ¿Has tenido alguna falta?

Ella arrugó el entrecejo y juntó los labios en una línea fina. Lo pensó un momento y cayó en la cuenta de que, efectivamente, llevaba un retraso de un par de días. Se acordó de las veces que se había ilusionado sin tener ningún fundamento y el amargo sabor de la derrota la invitó a ser prudente. Un sudor frío la traspasó de arriba abajo y el fuerte dolor de cabeza reapareció de nuevo.

—Nuestra pequeña Asya está feliz siendo hija única, no te entusiasmes con tanta facilidad. —Rehuyó la mirada de Vitya y se entretuvo con los guantes de piel que intentaba ponerse. El gesto de él se tornó serio y, cogiéndole la barbilla, la obligó a mirarlo a los ojos. Cuando obtuvo su plena atención, le preguntó:

—Pero tienes una falta, ¿verdad?

—Sí, pero es una muy pequeña. Vámonos, no me apetece hablar de esto ahora.

Unas repentinas ganas de llorar se apoderaron de ella y, el hecho de contenerse, acentuó de forma drástica su malestar. Le apenó la mirada anhelante de su marido porque comprendió que, aun cuando no lo mencionaba, sufría en silencio la falta de más descendencia. Y, sobre todo, advirtió lo mucho que deseaba un hijo varón.

Caminaron en silencio los diez minutos que les separaban de su casa, situada en las proximidades de la Filarmónica, donde los dos trabajaban como músicos.

Aquella noche Anna se acostó temprano y no logró animarse ni con la sopa de ganso que le preparó la señora Olga, una mujer robusta y amable, entrada en los sesenta que les echaba una mano con la casa y el cuidado de Asya, ni con los abrazos sentidos de su pequeña.

Al día siguiente no pudo siquiera levantarse de la cama. Todos los intentos de Vitya por hacerla tragar un poco de sopa fueron en vano. Cuando su cuerpo comenzó a arder, él fue corriendo a avisar al médico, convencido de que podría ser la gripe. Tras reconocerla, este recomendó un baño con agua templada, una infusión de plantas medicinales edulcorada con miel de abejas y mucho reposo.

La señora Olga la ayudó a bañarse y se sorprendió al ver que la fiebre no le bajaba, a pesar de haberla lavado con agua templada. Los labios secos de Anna y su incapacidad de tragar, ni una sola cuchara de caldo, la hicieron sospechar.

—Señor estos síntomas me hacen pensar en la gripe española. He escuchado en la iglesia que se trata de la peor epidemia de todos los tiempos. Empieza como una gripe común, acompañada de vómitos, fiebre y un intenso dolor de cabeza. No deseo meterme donde no me llaman, pero si quiere mi consejo debería llevarla al hospital con la mayor premura posible —le aconsejó con prudencia.

—¡No! —gritó él entre encolerizado y asustado—. No te atrevas a nombrar en mi casa esta maldita enfermedad. Anna se pondrá bien.

No obstante, una vez que la sombra de la duda se coló en su cabeza no pudo dejar de escucharla. La preocupación creció como la espuma en su interior por lo que encaminó sus pasos al dormitorio y levantó, sin apenas esfuerzo, el cuerpo debilitado de su mujer. La arropó en su largo abrigo de pieles y, con la ayuda de la señora Olga, la acomodó en la parte trasera del coche, tumbándola sobre un colchón de plumas.

Cuando llegaron delante del hospital la tomó en brazos y enfrentó con valentía la gran nevada que estaba cayendo. Ella, al sentir las virutas esponjosas caerle sobre la cara, abrió los ojos y sonrió complacida.

—Vitya, no vayas tan deprisa. Déjame admirar esta bonita sinfonía en forma de copos de nieve. Siéntate en un banco. Por favor. ¿No escuchas lo bonito que cantan? Comienzan en un adagio suave y, en pocos segundos, se convierten en un potente allegro.

Él contempló sorprendido los alrededores como si hubiese esperando salir una orquesta de debajo de la gruesa capa de nieve que cubría el suelo. Se paró a medio camino de la entrada en el hospital, indeciso. Sintió un débil tensor alrededor de su brazo y observó la mano de Anna sujetándose al mismo. La súplica que encontró en su mirada color esmeralda le hizo sentarse en el primer banco que encontró. La acunó entre sus brazos y depositó un beso dulce en sus labios encendidos. A pesar del aire gélido y la intensa nevada que estaba cayendo, las mejillas de Anna estaban teñidas de un intenso rojo y su piel ardía.

—Tienes razón, la canción es preciosa, pero ahora debemos entrar en el hospital. Tienes mucha fiebre, cariño. Pronto te pondrás bien.

—No, no lo haré —negó de forma débil con la cabeza—. Y los dos lo sabemos. Quédate aquí conmigo, acompáñame en los…

Vitya no esperó a que terminara la frase. Se levantó alarmado y comenzó a correr con ella en brazos por la acerca nevada intentando mantener el equilibrio y no resbalarse. Las enfermeras le indicaron una sala donde debía de llevarla y se desanimó al ver que la misma estaba infestada de decenas de personas que, al parecer, tenían los mismos síntomas que su mujer. La fiebre española había llegado a San Petersburgo y, la cantidad de gente que ya estaba contagiada, no presagiaba nada bueno.

Se abrió paso entre los enfermos sintiéndose aliviado al encontrar una cama disponible junto a la ventana. Dejó el cuerpo inerte de Anna con cuidado sobre el duro colchón, acomodándola lo mejor que pudo. Pensó alejarse para exigir los cuidados de un médico, cuando, de nuevo, sintió la suave caricia de ella en su brazo.

—Asya —murmulló con suavidad, mirándolo fijamente a los ojos—. Cuida de ella y déjala volar alto. Hasta donde ella quiera. Prométemelo.

El brillo fugaz que iluminó su mirada desapareció en cuanto su marido asintió. Fueron las últimas palabras que Anna Kurikova dijo antes de morir.

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