Asya

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Siete meses después

 

 

Asya contemplaba con gesto enfurruñado el vestido negro que deseaba ponerse. Llevaba tiempo olvidado en su armario, pero ese día lo necesitaba puesto que, para acudir a un funeral, era impensable vestir de otro color.

Le bajó la cremallera hasta el final y, tras un par de ágiles movimientos, consiguió hacérselo encajar. Le quedaba bien, aunque un poco ajustado para su gusto. Sonrió para sus adentros, el matrimonio le sentaba bien; había engordado, al menos, un par de kilos. Comenzó a tararear una canción mientras recogía sus abundantes cabellos en un moño estricto, situado detrás de la nuca. No le gustaban los recogidos, pero ese día era obligatorio hacérselo ya que solo las mujeres solteras podían lucir melena suelta en un funeral.

Se colocó un par de horquillas en los laterales preguntándose qué tipo de relación habría entre las mujeres casadas y los cabellos sueltos para que fuese tan mal visto eso.

—Veo que los funerales te ponen de buen humor. —Pasha apareció en el umbral de la puerta con la corbata a medio hacer. Llevaba un traje oscuro e iba descalzo y despeinado. La expresión traviesa de su mujer le animó a dar unos pasos en dirección hacia ella. Le subió con gesto lento la cremallera del vestido contemplando fascinando las curvas sensuales de su delicioso cuerpo, después se colocó detrás de ella y la rodeó con los brazos. Dejó la cabeza reposar en el hueco de su hombro y buscó su mirada en el reflejo del espejo.

—Hasta de negro estás hermosa.

—Y tú, zalamero —rio ella de buen humor.

—¿Cómo es posible que haya tenido tanta suerte? —preguntó con un gruñido de felicidad mientras le mordisqueaba el cuello, inspirando su delicioso aroma.

—Los dos hemos tenido suerte —respondió ella y cerró los ojos de placer. Los labios de Pasha se paseaban con pericia por su piel y un ramalazo de deseo comenzó a crecer en su interior. Notó sus manos rozándole los pechos y supo que si no lo apartaría de ella, llegarían tarde. A regañadientes abrió los ojos oscurecidos por el deseo contenido y detuvo su placentero asedio.

—Termina de arreglarte, tenemos que irnos, ya. Tu hermana nos necesita.

—Mi hermana —repitió él, con una pizca de tristeza en la voz—. Viuda antes de los treinta. Se me hace muy raro pensar que asistiremos al funeral de mi cuñado.

—Tu hermana es joven, se repondrá —le aseguró Asya y, para aplacar su afligimiento, se giró hacia él y le dio un beso dulce en los labios.

El ruido de unos cascos de caballos les obligó a detener el beso, que iba camino de intensificarse de forma alarmante. Se asomaron a la ventana y observaron sorprendidos la caballada del señor Kurikov acercándose a la casa, liderada por varios mozos de la finca vecina y por el propio Victor.

Asya se alteró, barajando la posibilidad de que les hubiera pasado algo a sus abuelos. Llevaba meses viviendo en su propia hacienda y la relación con dedushka seguía siendo muy tensa. Ella había intentado acercar posturas, tratando de retomar su trabajo con los caballos en la hacienda de su infancia; sin embargo, su abuelo no se lo permitió. Dio su bendición al matrimonio, pero hasta allí llegaron sus buenas y voluntariosas acciones.

—Vete, Asya; ahora tienes tu propia casa y un marido al que atender —le había dicho malhumorado—. Esta hacienda ya no es nada tuyo. A partir de ahora, yo me haré cargo. Ya no te necesito.

Su nieta se sintió dolida en su amor propio, aun cuando comprendía de alguna manera su postura. Renunció a intentar ablandarle el corazón, deseando que el tiempo pusiera las cosas en su lugar. No obstante, no pensaba sentirse culpable por haber seguido los dictados de su corazón.

Dejó de dar vueltas al pasado y bajó las escaleras con celeridad, al advertir que la caballada se había detenido delante de la entrada de su vivienda. Pasha siguió sus pasos, alarmado. Llevaban meses viviendo en paz y no estaba dispuesto a permitir que la presencia de Kurikov la alterase.

—Buenos días, dedushka —le saludó su nieta nada más salir de la casa. Se quedó parada a una distancia prudencial, esperando una explicación por parte de su abuelo, quien la observaba con una mezcla de amor, ternura y arrepentimiento.

—He venido a… a entregarte los caballos. Es mi regalo de bodas para ti. Es un presente tardío, ya lo sé, pero quiero dártelo de igual modo. Te casaste sin dote y este viejo gruñón ha comprendido que no puede dejar a su única nieta, a la que crio como si fuera su hija, sin patrimonio.

—¡Dedushka! —exclamó con el corazón rebosante de optimismo—. No puedo aceptarlos. Estos caballos son tu vida entera.

—Mi vida ya no es lo que era. Estoy viejo y enfermo. No puedo cuidarlos como se merecen. Acéptalos, me harías muy feliz. Además, he decidido derruir los palos que delimitan mi hacienda de la vuestra. De ese modo, nos comunicaremos con mayor rapidez y los caballos pueden pastar en libertad.

Derruir los palos que delimitaban las dos propiedades tenía un significado muy especial. Era el fin de la guerra, el fin de las limitaciones y el inicio de una nueva vida.

Asya se echó en los brazos de su abuelo y comenzó a sollozar. Él le atusó el pelo, que se le había soltado del recogido, y le besó la frente con ternura.

—Y, ¿qué me dices? ¿Le quitas a este viejo un gran peso de encima y te quedas con los caballos? Si la excusa de la dote no te convence, quédate con que te necesito, ¡por favor!

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas y una gran sonrisa hizo acto de presencia en su rostro. A causa de la emoción, la voz le salió temblorosa:

—Pues claro que sí, abuelo.

—Bien. Ahora iré a quitar la alambrada y los palos que nos separan. —El anciano tomó la cara de Asya entre sus manos y, de nuevo, besó con ternura su frente—. A partir de hoy, vuelves a ser mi nieta. Los días que me quedan, quiero vivirlos en armonía.

—Gracias, abuelo, me has hecho muy feliz. —Asya le besó con afecto y le premió con una de sus sonrisas más radiantes. Pasha se acercó también al anciano. Ambos hombres se contemplaron con gesto serio y, después, se dieron un fuerte apretón de manos.

***

Una hora más tarde, Asya y Pasha llegaron a la impresionante catedral de Tersk donde se celebraba el funeral del difunto señor Karamazov. Toda la flor y nata de la ciudad se hallaba en el interior, velando el ataúd descubierto del que fuera uno de los hombres más influyentes de la localidad.

El comandante y su esposa caminaron hasta el banco de los familiares donde se encontraba una enlutada Natasha, acompañada por la señora Fedorova y el hijastro del fallecido, que había llegado de Moscú aquella misma mañana. Se abrazaron y se dijeron palabras de consuelo para, a continuación, sentarse en el banco destinado a los más allegados y esperar pacientes a que el sacerdote anunciara el comienzo de la misa.

Un órgano comenzó a entonar una sentida melodía y muchos de los presentes derramaron alguna lágrima cuando el clérigo hizo un breve resumen de la vida del difundo, teniendo de fondo aquella desgarradora canción.

—Nuestro camarada ha dejado sin consuelo a su único hijo, un reputado médico y hombre de bien y, a su viuda, una mujer joven, que está llorando desconsolada su gran pérdida. La labor de todos nosotros es echarles una mano para ayudarles a superar ese dolor —sentenció el sacerdote su emotivo discurso.

En respuesta a su sentida petición, los presentes emitieron unas más que alentadoras palabras de ánimo para los familiares directos.

Fue uno de los momentos más conmovedores de la ceremonia. Cuando la misa se dio por finalizada, cuatro hombres fornidos levantaron sobre sus hombros el ataúd y caminaron con lentitud hacia la tumba recién excavada. El resto de los asistentes, liderados por la familia siguieron el féretro, haciéndole compañía al difunto señor Karamazov hasta su lugar de descanso eterno.

—Mírala, no ha vertido ni una sola lágrima —escuchó Asya a sus espaldas un comentario referente a Natasha—. Se rumorea que el pobre Kiril tuvo el infarto, ya sabes… en la alcoba.

—¡Qué escándalo más grande! ¡Válgame Dios, pobre hombre! Aunque claro, a su edad, casándose con una muchacha tan joven, era de esperar semejante desenlace.

Asya sintió la sangre calentándosele en las venas a causa de las injustas habladurías. Miró en dirección a su cuñada y, si bien era cierto que de sus hermosos ojos azules no brotaba ninguna lágrima, eso no significaba que no se sintiera afligida y triste ante la pérdida de su marido. Sin pensarlo dos veces, se apartó del cuerpo de Pasha, avanzó unos pasos en dirección a Natasha y la tomó por el brazo, al tiempo que le daba un suave apretón.

—¿Estás bien? —le preguntó tras un rato de silencio—. La ceremonia está a punto de finalizar, estarás agotada, muy pronto todo habrá terminado y podrás descansar. No hagas caso a las habladurías. Ya sabes que las bodas y los funerales sirven para eso.

—¿Preocupada yo por lo que digan esas viejas metiches? —La joven viuda sonrió sin humor—. El caso es que tienen razón en criticar mi comportamiento. Estoy tan aliviada de que Kiril haya muerto que me veo incapaz de verter ni una sola lágrima. Prefiero que me señalen que ser una falsa.

—Si dices estar aliviada… tendrás tus razones —se posicionó de nuevo la veterinaria de su lado—. Además, no todo el mundo siente la pena del mismo modo.

Natasha se detuvo y contempló con atención el rostro de su cuñada.

—Ahora lo comprendo. Desde que te conozco, no he parado de preguntarme qué tenías tú de especial que tanto atraía a la gente. Era más que visible que disponías de «algo» capaz de encandilar a cualquiera que se te cruzaba por delante. Un «algo» que he deseado con ardor para mí y nunca he sabido lo que era.

Asya se quedó atónita ante la sorprendente confesión de Natasha. Jamás se le había pasado por la cabeza que esta envidiara algo suyo. Levantó la vista y observó que estaban a pocos metros de la tumba del difunto. Para no llamar la atención, volvió a tomarla por el brazo y la instó a continuar con la caminata. Se pararon las dos justo al borde del hondo agujero que esperaba silencioso para tragarse el cuerpo de Kiril Karamazov y quedárselo por toda la eternidad.

—¿Y qué es ese «algo»? —quiso saber Asya en voz baja, presa de la curiosidad.

—Tienes el alma limpia. Y pura. Y no eres rencorosa. Con todo el daño que yo te he hecho a lo largo de los años, deberías estar contenta por las desgracias de mi vida. Alegrarte de que me critiquen e, incluso, alentar las habladurías. Yo, desde luego, lo haría. En cambio, tú abandonas el más que confortable lugar junto a mi hermano y te posicionas a mi lado. Dejas tu burbuja respetable y te expones a que te critiquen también. Esas cotillas no tardarán ni dos segundos en decir: «Dios las cría y ellas se juntan». ¿Lo sabes, verdad?

Asya ahogó el amago de sonrisa que a punto estaba de formarse en sus labios ante la ocurrencia de Natasha. No quería ni imaginarse lo que dirían aquellas arpías sobre ella si la viesen sonreír delante de la tumba recién excavada del difunto.

—No soy tan buena como crees. Tengo mis ratos de maldad como cualquiera. Es solo que no me gustan las injusticias. Además, de que somos familia, claro.

Intercambiaron una sonrisa cálida y centraron la atención en la ceremonia y en el sacerdote que, en este momento, lanzaba unos cuantos rezos por el alma del buen ciudadano Kiril Karamazov.

En cuanto el ataúd fue enterrado bajo tierra, todos los asistentes acudieron al comedor de la catedral para disfrutar de un copioso almuerzo servido en memoria del fallecido. La cerveza y los chupitos de vodka se sirvieron en abundancia y, pronto, el ambiente sombrío se volvió animado.

—¿Podemos irnos ya? Estoy impaciente por ver a los caballos. Me pregunto si habrá alguna yegua preñada o si algún potro estará preparado para dar el paso a los concursos de este año. —Los ojos de Asya brillaron entusiasmados, al tiempo que contemplaban expectantes a Pasha.

—Claro que sí. Ya me he despedido de Natasha, dijo que no era necesario que la esperáramos porque se irá a casa en compañía de su hijastro. Mañana se abrirá el testamento aunque, por lo que he oído, los dos son los herederos principales del señor Karamazov.

***

Una hora más tarde y, a pesar del cansancio, Asya se hallaba en las cuadras, verificando de uno en uno el estado de todos los caballos.

—Asya, cariño, es la hora de comer, más tarde seguirás —le gritó su marido desde el umbral. Matusalén hizo su aparición detrás de él, agitándose y dando pequeño saltitos alrededor de sus piernas.

—¡Pasha! ¡No te lo vas a creer!

Ante sus palabras cargadas de entusiasmo, se acercó intrigado.

—Hay tres yeguas preñadas de As. ¡Tres! Es un semental de primera.

El comandante se arrimó al caballo y le dio unas palmaditas cargadas de cariño en la grupa.

—Felicidades, campeón. Aunque podrías ir un poco más despacio, ¿no? Me estás dejando en muy mal lugar. Tú, tres; y yo, en cambio, nada.

Asya estalló en una repentina risa cristalina contagiada por la expresión graciosa del rostro de su marido. Se puso de puntillas, le rodeó el cuello en actitud consoladora:

—Pronto, muy pronto, tendrás un heredero.

—Mejor una heredera, no me imagino estos hermosos campos sin una pequeña Asy correteando por ahí. —Se dieron un beso dulce y húmedo, borrachos de felicidad, sin apartar la vista el uno del otro.

—Entonces, algo tendremos que hacer para que tus sueños se cumplan. No te vayas a creer que la pequeña Asy aparecerá y recorrerá los campos por arte de magia —ironizó ella al borde la risa.

—No, ¿verdad? Adelántate tú, yo me quedo aquí un rato con el amigo As, para pedirle algún valioso consejo.

—¡Me parece una idea estupenda! Aunque, alguna se me ocurre a mí también. Hace muy buen tiempo. ¿Qué te parece si esta tarde vamos al río?

—¿Es una cita? —preguntó él expectante.

—Sí, Pasha, es una cita.

Suspiró extasiado y cerró los ojos. Sintió los brazos de ella alrededor de sus hombros y sus labios presionar los suyos. La estrechó con fuerza, atrayéndola a él con afecto y, antes de profundizar el beso, dijo sobre sus labios:

—La primera que tú me pides. Aunque el cielo se caiga esta tarde y la tierra se hunda, allí estaré.

—Eso espero, comandante Fedorov. Eso espero.

Se alejó de él y, agachándose acogió en sus brazos al perrito, quien comenzó a lamerle los dedos, contento por haber llamado su atención. Asya sonrió satisfecha; ya tenía ganado el corazón de todo aquel que le importaba en el mundo. ¿Qué más podría pedir?

 

 

 

FIN

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