Asya

Asya


¿Cómo pudiste hacerme esto?

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¿Cómo pudiste hacerme esto?

 

 

Pasha no había tenido un buen día. Desde el centro del mando, le llegó la orden de llamar a filas a todos los muchachos que habían cumplido los diecisiete años. Pasarían un tiempo de formación y, en función de las necesidades, se incorporarían al frente. Pasha estuvo presente en las formalidades que hicieron algunos de ellos y sintió mucha pena al ver lo jóvenes e inexpertos que eran. Abrigó rabia en contra de la guerra y se visualizó a sí mismo con el prisma de los años. Cuando se inscribió a filas lo hizo con el corazón roto y, diez años más tarde, lo tenía más lastimado aún, si eso era posible. Y todo, provocado por la misma persona. ¿Por qué diablos no podía sacársela de la cabeza? Faltaban tan solo tres semanas para que se casase con otro, ¿qué otra razón necesitaba para dejar de pensar en ella?

Desde el día en que sus ilusiones se hicieron añicos, le costaba dormir por las noches y revivía unas mil veces el momento en que se confesó ante ella. Habían conectado, se habían declarado mutuamente, de eso estaba seguro. Asya había bromeado con el hecho de que tendría que esperar su respuesta, todo iba más que encaminado hacia el final feliz. ¿Qué pudo haber ocurrido para que ella actuase de ese modo tan cruel con él? Y lo peor de todo, lo había hecho sin ofrecerle ni una mísera explicación. Había perdido al amor de su vida sin saber las razones. Una parte de él quería buscarla para pedirle explicaciones, pero se sintió aterrado ante el hecho de que ella hubiese dejado de amarlo. Podía soportar cualquier razón, menos esa.

Se estaba quitando la prótesis cuando escuchó unos gritos delante de su ventana. Agudizó el oído y reconoció su voz, llamándolo enojada:

—Comandante Fedorov, baja; quiero hablar contigo. No seas cobarde y no te escondas.

Con la adrenalina subiendo por sus venas, Pasha hizo acto de presencia y le respondió desde lo alto de su ventana, a la que abrió previamente:

—¿Quién de los dos es el cobarde? Yo, desde luego, no. Aquí me tienes y, como puedes ver, siempre dispuesto a dar la cara. Dime qué quieres —le espetó malhumorado y deseoso de desquitarse por los días deprimentes que había pasado por su culpa.

En este instante, la señora Fedorova salió de la casa, agitada:

—¿Qué quieres, Asya? Deja de molestar a mi hijo. No lo atormentes de nuevo.

Pasha se calzó con premura las botas y bajó, lo más rápido que pudo, los escalones que separaban el piso superior de la planta baja. Salió delante de la casa y observó cómo varios trabajadores se acercaban atraídos por los gritos.

—¡Maravilloso! —reflexionó para sus adentros—. Me enteraré del porqué ha renunciado a mí junto a toda la hacienda, solo falta que me diga que ha dejado de amarme para quedar como el comandante más idiota de la historia.

Su madre le tomó del brazo en un intento de hacerle desistir:

—No hables con ella si no quieres, Pasha. Deja que me ocupe yo. La pondré en su sitio.

—No me trates como si tuviera ocho años; entra en la casa, por favor —le pidió él—. Yo puedo con ella.

Acto seguido, se acercó a Asya y se sorprendió ante su rostro pálido y desencajado. Su ojos enrojecidos delataban que había estado llorando, y ¡mucho! A pesar de sentir preocupación por ella su tono sonó frío y distante.

—Aquí me tienes, ¿dime qué te pasa?

—¿Cómo pudiste hacerme esto? —La voz de ella salió tan rota y dolida que lo sorprendió.

—Hacerte… ¿el qué exactamente? —preguntó desconcertado—. Si hay alguien que ha jugado con nuestro destino, esa eres tú.

—¿Y por eso quisiste vengarte? El amor no es rencoroso, Pasha. Has matado nuestro recuerdo. Me has matado a mí. ¡Mírame!, estoy destrozada. ¿Estás contento ahora? ¿Verme así te da la felicidad? Pegaron a mi abuelo y le dieron un latigazo a As. Por tu culpa, nos han tratado como a unos delincuentes. ¡Te odio! —gritó enfurecida, al tiempo que se limpiaba con la manga del vestido las lágrimas de su rostro encendido.

—Pero ¿de qué estás hablando? —Se acercó a ella impaciente y le limpió las lágrimas con una servilleta que sacó del bolsillo—. Tranquila, no llores; vamos a entrar en la casa y me lo cuentas todo.

—No te me acerques, me destrozaste la vida y, luego, vas y me secas las lágrimas. ¿Qué tipo de hombre eres tú? ¿Cómo pude estar tan equivocada con respeto a ti? Si no fuese por mi abuela, ahora estaría casada contigo. Pensaba que era la chica más afortunada de toda Rusia y lo único que querías era desquitarte, ahora ya sé que la venganza final era yo.

Estalló en un llanto tan desgarrador que hasta la señora Fedorova quedó impresionada. Salió alarmada de la casa y apremió a su hijo con la mirada para hacerla entrar.

Pasha la tomó por la cintura y consiguió instarla a caminar. Una vez en el interior, la ayudó a sentarse en una silla y le dio un vaso de agua. Ella se serenó un poco y, tras sus insistencias, le contó lo sucedido de ese día.

—Mírame a los ojos. Fijamente —le pidió él con franqueza. Cuando ella le obedeció, añadió—: No sé nada de ninguna orden de ese tipo, ni he firmado ningún mandamiento. Te lo juro.

Ella le sostuvo la mirada un par de segundos y el manto de magia de antaño les envolvió. Comenzó a dudar puesto que la mirada grisácea de Pasha parecía libre de culpa. De pronto, recordó que llevaba el mandamiento encima y su gesto se endureció. Sacó el papel del bolsillo de su vestido y se lo entregó resentida.

—Es raro que no sepas nada cuando a mi casa llegaron, al menos, diez militares con esto. Ya ves, firmado por ti.

Pasha estudió el mandamiento con gesto serio y adaptó una actitud rígida.

—El sello es original, de eso no hay duda. Alguien cercano a mí tuvo que haberlo estampado, pero esta letra no es mía, Asya. Por favor, créeme.

—Pero… si no es tuya, ¿quién lo hizo? —se interesó desconcertada—. ¿Dónde están mis caballos? ¿Dónde está As?

—No lo sé, pero te prometo que no descansaré hasta averiguarlo. Tranquilízate, regresa a casa con tus abuelos y espera mis noticias. En cuanto sepa algo, iré a avisarte.

Ella tuvo la sensación de que un gran peso acababa de levantarse de sus hombros. Pasha, su Pasha, le aseguraba que no había enviado los soldados a su casa y se veía preocupado por ella. Y eso solo podía significar una cosa: a pesar de todo, ella todavía le importaba. Sintió el fuerte impulso de darle un abrazo aunque, en el último instante, se contuvo.

—Gracias, Pasha. Lamento el escándalo provocado delante de los trabajadores. Estaba totalmente fuera de mí.

Él sonrió con nostalgia y sus ojos grises brillaron con fuerza, buscando con insistencia los suyos. Le tocó la punta de la nariz con gesto travieso.

—Así que vuelvo a ser Pasha, ¿eh? —Apartaron turbados las miradas al comprender lo poco que les bastaban para volver a conectar—. No es necesario que me des las gracias, Asy. Averiguaré los hechos por ti y por mí. Alguien me ha suplantado encargándose de hacerme parecer un monstruo ante de tus ojos. Tengo que averiguar quién lo hizo y por qué.

Ella asintió pensativa y, tras unos segundos de silencio, añadió:

—En cuanto a los caballos, estoy muy preocupada por ellos…Si supieras las cosas que se me pasan por la cabeza…

—Tranquila —Pasha le acogió la mano entre las suyas mientras le infundía ánimos con la mirada—. Setenta caballos no son fáciles de hacer desaparecer. Los encontraré. Te prometo que As volverá contigo, aunque sea lo último que haga en esta vida. Tienes mi palabra de que regresarán a tu lado, sanos y salvos.

Ella asintió con los ojos bañados en lágrimas.

—Ah, otra cosa, el oficial al mando es teniente y se llama Zaronski.

—Que bien que has recordado este dato. No tengo en la comandancia a nadie que responda a esa descripción, pero será un buen punto de partida.

Y dicho esto dejaron de contenerse y se fundieron en un abrazo largo y necesitado. Al separarse, apartaron las miradas, incómodos como si aquellos gestos de complicidad y consuelo hubiesen dejado de pertenecerles. Asya se separó de sus brazos haciendo el ademán de marcharse.

—¿Tu prometido sabe lo nuestro? —preguntó él con voz sombría

«Lo nuestro», reflexionó ella con amargura ante la perfección de esas dos palabras. Hubiera dado un mundo por pertenecerles. Se detuvo, sopesando qué debía contestar y, ante la intensidad de la mirada de Pasha, notó cómo la sangre golpeaba sus venas con excesiva fuerza y los latidos de su corazón se incrementaron. Casi sin aliento, respondió:

—Sí, lo sabe todo.

—¿Has pensado que puede ser uno de los más interesados en orquestar esto?

La pregunta de él la sorprendió, parecía llena de reproches no expresados. Rompió el contacto visual y se dio la vuelta para marcharse. Lo que tenía pensado decirle no podía hacerlo mirándolo a los ojos. Con la mano en el pomo de la puerta, comentó en voz queda:

—No tendría ningún motivo, Pasha. Acuérdate de que lo elegí a él.

Pudo sentir detrás de ella cómo él se tensaba.

—Ya que lo has mencionado, creo que me merezco saber por qué lo hiciste.

—Algún día lo sabrás. —Y dicho esto, Asya salió de la casa sin voltear la cabeza ni una sola vez, aun cuando su cuerpo entero se lo pedía a gritos.

 

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