Asya

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La señora Karamazova

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Natasha cambió la posición de su cuerpo intentando reconciliar el sueño, pero los fuertes ronquidos de su marido la impidieron serenarse. Apoyó la cabeza en el brazo y se dispuso a analizarlo. Durante el día, su cara vestimenta, junto a su arrogancia, le conferían un cierto aire de autoridad; no obstante, los paños nocturnos y su pelo ralo le hacían parecer lo que era en realidad: un anciano. Las lágrimas comenzaron a recorrer sus mejillas al recordar lo patética que había sido su noche de bodas.

El señor Karamazov llegó demasiado perjudicado por el alcohol a la alcoba y, aun cuando intentó disfrutar del hermoso cuerpo de su mujer con la mejor de las intenciones, tuvo que admitir que esa noche, simplemente, no podía ser. Le dedicó unas cuantas caricias en la espalda, ignorando sus pechos medio descubiertos que sobresalían del amplio escote del camisón de encaje que ella se puso para la ocasión. Después, le dio la espalda y comenzó a roncar, como si su joven y bien dispuesta esposa, no existiese.

Natasha trató de no darle demasiada importancia porque se había esperado un trato parecido de todos modos; sin embargo, no pudo evitar sentirse desdichada e infeliz.

El primer canto del gallo la hizo levantarse de la cama en búsqueda de algo que pudiera aliviar su pena. Se animó ante la idea de despertar a Anita, la mujer destinada a complacer sus deseos, para verter sobre ella todo el mal humor acumulado durante la noche.

Encendió una lámpara de aceite, que levantó en lo alto para iluminar su camino, y encaminó sus pasos a través de un largo corredor que la llevó a las escaleras centrales. Con una mano se apoyó en la barandilla y descendió los escalones, un poco cohibida ante el sepulcral silencio que se respiraba en la casa. Una vez llegada a la planta baja, abrió varias puertas antes de encontrar la cocina. Se sentó en un taburete malhumorada, preguntándose cómo podría avisar a Anita de que necesitaba sus servicios.

«Bravo, Natasha, te has casado con un vejestorio para tener todo lo que podrías desear en la vida y me parece que has hecho un trato pésimo. Mírate, vas a tientas en una casa extraña huyendo de un carcamal que hace temblar las ventanas con sus sonoros ronquidos», se dijo.

Recorrió con la mirada la estancia y, observando sobre la encimera una tetera, se acercó y se sirvió un té. Más calmada, contempló a través de la ventana la salida del sol, pensando que, al menos, la imponente mansión de su marido tenía unas panorámicas espectaculares.

Casi dejó escapar la taza de sus dedos al escuchar detrás de ella a su hijastro saludarla:

—Buenos días, hermosa dama. Es usted sumamente madrugadora.

—Buenos días, señor Flavis. —Le mostró una arrebatadora sonrisa, consciente de que tenía a plena vista su apetitoso escote—. ¿Le puedo invitar a una taza de té?

—Flavis, señora; llámeme Flavis. —La voz del médico sonó ronca y, aun cuando intentó no quedarse con la vista clavada en los redondos pechos de su madrastra, no consiguió apartarla.

La confianza de Natasha aumentó y su pésimo humor mejoró por momentos al comprender que la vida no había sido injusta con ella, después de todo.

¿Quién necesitaba el manoseo de un viejo patético cuando podría dejarse mimar por una mirada hambrienta como aquella? La joven dirigió su atención al camisón medio desabrochado de Flavis y tuvo que tragar saliva al divisar un pecho fortachón cubierto por abundante vello oscuro. Sintió el fuerte impulso de acariciárselo y, a duras penas, se contuvo.

Los dos tomaron el té en silencio demasiados conscientes de la tensión sexual que había nacido entre ellos. La presencia del viejo Karamazov en la cocina rompió el fino velo de magia y los devolvió con aspereza a la realidad.

—Pero ¿qué hacéis aquí en la penumbra? —se extrañó al encontrarse a la pareja sentada en la mesa de la cocina—. Llamad al servicio para que enciendan las chimeneas y que os atiendan como os merecéis.

—Fue lo primero que pensé —aclaró su joven esposa—. Pero me temo que aún no me he familiarizado con las normas de la casa. Es muy grande la propiedad y no tengo ni idea de cómo avisar al servicio.

—Perdona mi torpeza, mi señora. —Su marido se acercó y posó sus labios fruncidos sobre la húmeda boca de su esposa, dándole un incómodo e inapropiado beso. Natasha creó desmayarse al encontrarse, detrás del cuello de su marido, la mirada encendida del hijo de este.

Invocó un repentino dolor de cabeza y se refugió en la intimidad de su dormitorio para aplanar los fuertes latidos de su corazón. Si en un principio sospechó una admiración mutua entre Flavis y ella, ahora estaba plenamente convencida de que entre ambos había algo más que eso. No se trataba de un simple juego inocente, sino de una abrasadora pasión, que no había hecho más que empezar.

A la hora de comer, la joven tuvo que hacer acto de presencia ya que su marido la requirió para presentarla al servicio de la casa. Se familiarizó con los horarios y las rutinas de su nueva residencia y descubrió el poder que tenía la campana de la cocina. Bastaba con tocarla para que apareciera un empleado, deseoso de cumplir los deseos de sus patrones.

Anita era bastante mayor, y aburrida, y la miraba de un modo lastimero, como si hubiera sabido que una mujer joven y hermosa no podría encontrar la felicidad al lado de un viejo como Karamazov que, en este instante, pedía una infusión de cola de caballo, alegando un fuerte dolor de barriga.

Se retiraron temprano porque la indisposición de su marido empeoró y tuvo que hacerle compañía. En esta ocasión, él puso más empeño que la noche anterior y la desnudó. Manoseó con ganas las nalgas de su joven esposa y hundió su cara entre sus lechosos pechos, que lamió con ganas. Ella tuvo que apartarlo porque le lastimaba los pezones con su entusiasmo y cerró los ojos cuando Kiril se quitó la ropa y se presentó ante ella como Dios lo trajo al mundo. La tumbó en el medio del colchón y se sentó sobre ella, demasiado excitado para percatarse de su tensionado cuerpo. No le preguntó si estaba lista, puesto que lo importante de aquel acto era que lo estuviera él. Le separó los muslos y se enterró su interior sin tacto ni cuidado alguno. Natasha sintió náuseas al verse invadida de ese modo y soportó resignada las cinco embestidas que fue capaz de hacer antes de caer desplomado sobre ella. Delirando de placer, volvió a cogerle un pezón en la boca y lo succionó un tiempo, como si se tratase de algún tipo de postre que cumplimentase su apetito.

Cuando la mujer no pudo aguantar más aquel suplicio, se removió debajo de él y lo apartó de ella.

—¿Estás complacida, mi señora? —preguntó Karamazov con una estúpida sonrisa en el rostro—. Ya lo creo que lo estás —contestó por ella, orgulloso de la hazaña que acababa de hacer—. Intentaré darte todos los días un poco de lo mismo.

Natasha no fue capaz de hablar y su marido tomó su silencio por una más que previsible aceptación.

 

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