Asya

Asya


No todo lo que es oro reluce

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Natasha removía con el tenedor la remolacha cortada en tiras, hipnotizada por el rastro rojo intenso que dejaba el alimento. Al escuchar su nombre, levantó la mirada del plato y se esforzó en dominar sus pensamientos, que ya estaban semejando el color de la remolacha con el de la sangre. Su marido la fijaba con sus pequeños y asustos ojos, esperando impaciente que ella dijera algo.

—Perdona, querido, ¿qué decías? Lo siento, no te escuché bien —se excusó azorada al advertir un atisbo de enfado en su rostro. Dejó el tenedor cruzado sobre el plato y sonrió tensionada.

—Te acabo de preguntar si llevaste al banco los papeles que te dejé esta mañana sobre mi escritorio y que te pedí, enardecidamente, que hicieras llegar al director.

El rostro de Natasha perdió el color y su voz melodiosa se ahogó.

—Lo siento. No me acordé —balbuceó aturdida.

—¿Que no te acordaste? —Un sonoro puñetazo cayó como un trueno sobre la mesa, causando por el impulso que una buena cantidad de salsa de remolacha salpicase el vestido amarillo pálido que llevaba su mujer.

—Padre, ¿qué está haciendo? —gritó su hijo que, hasta ese momento, había presenciado la escena sin intervenir—. No le hable así a Natasha.

—Le hablo como me da la gana, que para eso es mi mujer.

Padre e hijo intercambiaron un gesto tenso. Flavis se levantó de su asiento y se acercó a ella, visiblemente preocupado.

—Ven, te ayudaré con la mancha. —Le ofreció su mano y ella aceptó, tras un breve titubeo. Encaminaron sus pies a la cocina y se acercaron a la ventana.

—No puedo soportar cómo te trata —dio él voz a sus pensamientos con voz rota—. Tú no te mereces…

—Es justo lo que me merezco. —Natasha le tomó las manos entre las suyas demandando su atención—. Si quieres ayudarme, entonces vete de esta casa. Estoy así por tu culpa. Tu presencia me altera.

—¡Natasha! —Flavis le acarició la mejilla con ternura—. No quiero irme. Estoy pensando en alguna solución para que tú y yo…

—¡No! —le cortó asustada—. No digas nada más. Nunca habrá un tú y yo, es completamente imposible. Solo deseo que te vayas. Con eso se solucionará mi tortura. Me convertiré en una esposa atenta y tranquila y viviré al lado de tu padre la vida que siempre he soñado.

—No puedo. —El hombre la rodeó con sus brazos y la apretó contra su pecho con gesto posesivo. Era la primera vez que tenían aquel contacto, tan íntimo y cercano, y las piernas de Natasha comenzaron a temblar ante lo alterada y conmovida que se sentía. Por un lado, anhelaba sus brazos fuertes y reconfortantes y, por otro, se sentía aterrorizada ante la posibilidad de que su marido lo presenciara. No fue capaz de apartarse aun cuando todas sus neuronas funcionales le pedían a gritos que lo hiciera y abrió sus labios cuando la boca enfurecida de Flavis se posó sobre la suya tomando, sin pedir permiso, aquello que los dos llevaban meses deseando. Mientras sus lenguas se enlazaban hambrientas, Natasha pensó que acababa de experimentar el primer beso de verdad de toda su vida. El ruido de unas pisadas llegó hasta ella y consiguió controlar sus sentimientos y apartarse de Flavis. Él parecía igual de atormentado y asombrado que ella ante lo que acababa de pasar entre ambos. La presencia de la cocinera les obligó a poner distancia entre sus cuerpos. Luego, abandonaron la estancia y acudieron a sus respectivos dormitorios para serenarse.

Esa noche, Natasha se inventó un terrible dolor de cabeza y no bajó a cenar. Lloró desconsolada un tiempo prolongado, consciente de que el veneno del amor la había alcanzado de pleno. Nunca más podría ser la misma Natasha de siempre ni se contentaría con los sueños insignificantes de su vida anterior. ¿Cómo podría satisfacerse con bienes materiales cuando todo su interior estaba ardiendo?

Sin poder evitarlo, sus pensamientos volaron a Pasha y Asya y comprendió con claridad lo equivocada que había estado con respecto a ellos. Ni la veterinaria ni su hermano pudieron hacer las cosas de forma diferente puesto que estaban realmente enamorados. Y el amor no atendía a venganzas, ni odios, ni otras razones; el amor te consumía con lentitud exigiendo la rendición total. El amor te daba alas, alentándote a emprender el vuelo. ¿Podría ella alguna vez volar? ¿O los pájaros encerrados en jaulas de oro no tenían esa posibilidad?

Su marido entró de pronto en su dormitorio para hacer añicos sus sueños. Se acercó a ella y la obligó a doblarse sobre sí hasta tenerla en la posición adecuada para sus propósitos sexuales. Le levantó la falda, desgarrando de paso el forro de satén que llevaba por debajo. Se desabrochó la cremallera de sus pantalones y, desde atrás, la penetró sin delicadeza ni tacto alguno, embistiendo con furia un total de cinco veces. Gruñó satisfecho cuando consiguió correrse en su interior y le dijo entre dientes, con la vista puesta en su trasero redondo y delicioso:

—Nunca más me dejes cenar solo. De lo contrario, ya no te daré esto que tanto te gusta. —La obligó a girarse hacia él y, tomándole la barbilla con brusquedad, la forzó a enderezar su cuerpo. Le rodeó el cuello con ambas manos y, después, descendió hasta llegar a sus pechos para estrujarlos con brusquedad—. ¿Me oíste?

Natasha asintió derrotada, incapaz de reaccionar ante el choque de sus fantasías y su mundo real. No, ella jamás podría tener alas ni emprendería vuelo a ninguna parte. Se quedaría atada, para toda la eternidad, a merced de ese hombre que la trataba como si fuese una fulana y a quien odiaba con todas sus fuerzas.

Al día siguiente, mientras desayunaba junto a su marido presenció impotente cómo Flavis Karamazov se despidió de ellos.

Pegada al marco de la ventana observó cómo el hombre de cabellos rizados y mirada traviesa salía de su vida, como ella le había pedido. Una vez montado en el coche de su padre, el médico dejó tras de sí una gran bola de polvo y un corazón destrozado. Y un inmenso vacío que la joven señora Karamazova no sabía cómo iba a llenar.

 

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